«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
A las 7 y 55 del lunes de adioses a Francisco, cuatro ruidos, tres cámaras, tres periodistas, una policía y un perro que ni ladra ni mira configuran la escena en las puertas de la casa donde el hombre de los adioses nació. A una cuadra, otro hombre, pero sin famas, duerme en la calle. A una cuadra y media, otro más. A dos cuadras, Francisco saluda hecho cartel y sonrisa, como en los años últimos, en los bordes de la escuela de la Misericordia. Una flor chiquita vive desde hace un rato gracias al agua del frasco que la contiene en la vereda del hogar natal. Nadie en la calle Membrillar, a cincuenta pasos de la placita Herminia Brumana, lo dice, pero plantita y agua constituyen un homenaje. La placa ya no intacta que la Legislatura porteña estampó hace más de un decenio ejerce de testigo. Dos pibitos que aceleran rumbo al cole, acaso con un ritmo que sobre esa tierra fue en un pasado el de Jorge Bergoglio, no registran ni a la placa ni al agua ni a la plantita. Tampoco a una flor blanca, hermosa, entera, inmejorable, que reluce desde la zona externa de un ventanal. "La dejó una vecina", informa uno de los periodistas. De verdad, es difícil que a esta hora en el planeta brote algo más lindo que esa flor. De lejos, ahora el perro sí ladra. Una señora enfoca desde enfrente. La aguardan la rutina, las preocupaciones, quizás una alegría de lunes. Se detiene, parpadea, se perdona, musita "gracias", balbucea "amén " y se va. La vida, empecinada, continúa. Igual que la flor blanca.
En un mundo cada vez más neoliberal, donde el individuo sustituye al colectivo y el mercado a las personas, Francisco fue el último gran referente mundial, capaz de transmitir un mensaje contundente de justicia social. Desde Roma encarnó un liderazgo espiritual atrevido, con alma de pueblo.
No fue un papa de izquierda, aunque incomodó a los conservadores. Tampoco fue un liberal, aunque habló de libertad. Para Francisco es libre quien puede comer, quien puede educarse y quien puede trabajar sin ser explotado. Es libre quien no es descartado por el sistema. En sus propias palabras "La libertad no se puede reducir a seguir siempre el propio capricho, ni se puede vivir sin responsabilidad social".
Francisco no fue peronista por filiación partidaria, sino por sensibilidad histórica y por su defensa de la democracia. Su pensamiento está profundamente atravesado por la “teología del pueblo”, una corriente típicamente argentina que entiende la fe desde el sufrimiento y la esperanza de los humildes. En un país que parece olvidar su propia historia, su mensaje sigue siendo un recordatorio incómodo de que hubo otro modo de mirar a los que están en el fondo.
A pesar de habitar los mármoles solemnes del Vaticano, Francisco nunca dejó tomar de mate con la misma naturalidad con la que hablaba de teología. Llevó su amor por San Lorenzo como una bandera que reivindica el sentir popular y de cómo ejercer el “lio” sano por sobre el orden conservador.
Hoy en la Argentina ya no quedan voces peronistas capaces de convencer, de conmover, de convocar. La bandera de la justicia social sigue ondeando, pero sin manos limpias que la sostengan o gargantas creíbles que la proclamen. Se habla mucho del pueblo, pero sin el pueblo. Se apela a la historia, pero sin presente.
Ojo, que lo que falta en Argentina no es discurso, es legitimidad. Porque en tiempos de descreimiento, la palabra solo vale si viene respaldada por una vida honesta y valiente, como la que tuvo Francisco, el Papa Argentino, que tal vez sin quererlo, fue el último peronista.
Hijo de un matrimonio de italianos formado por Mario Bergoglio, que era empleado ferroviario, y Regina, ama de casa, egresó de la entonces escuela secundaria industrial ENET Nº 27, Hipólito Yrigoyen, con el título de técnico químico.
Tomó la decisión de convertirse en sacerdote a sus 21 años, en 1957, y para ello ingresó al seminario del barrio Villa Devoto, como novicio de la orden jesuita.
Cuando asumió su papado, su grupo favorito de música era Papa Levante y llegó hasta el cargo de Sumo Pontífice como hincha de San Lorenzo de Almagro.
La ordenación de su sacerdocio tuvo lugar el 13 de diciembre de 1969 y luego cumplió con una extensa carrera en su orden donde llegó a ser "provincial" de los jesuitas, desde 1973 hasta 1979.
Durante el consistorio del 21 de febrero de 2001, el papa Juan Pablo II lo designó cardenal del título de san Roberto Belarmino.
Además fue constituido en el primado de la Argentina, resultando así el superior jerárquico de la Iglesia católica de este país.
Integró la CAL (Comisión para América Latina), la Congregación para el Clero, el Pontificio Consejo para la Familia, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Ordinario de la Secretaría General para el Sínodo de los Obispos, la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.
Integró la conferencia Episcopal Argentina que presidió en dos ocasiones hasta 2011 y del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano).
En 2005 su nombre se incluyó entre los papables con insistencia, pero finalmente el elegido fue Benedicto XVI, el cardenal Joseph Ratzinger. Años después, el 13 de marzo de 2013, se convirtió en el primer Papa hispanoamericano y jesuita.
Luego de una gran actividad como sacerdote y profesor de teología, fue consagrado obispo titular de Auca el 20 de mayo de 1992, donde ejerció como uno de los cuatro obispos auxiliares de Buenos Aires.
Cuando la salud de su predecesor en la arquidiócesis de Buenos Aires, el arzobispo Antonio Quarracino empezó a flaquear, Bergoglio fue designado obispo coadjutor de la misma el 3 de junio de 1997. Tomó el cargo de arzobispo de Buenos Aires el 28 de febrero de 1998.
Se convirtió luego en el primer jesuita primado de la Argentina y, en febrero de 2001, vistió finalmente el púrpura de cardenal.
Su liderazgo lo llevó a tener una relación tirante con el gobierno nacional, que tuvo varios picos como cuando el kirchnerismo impulsó y logró aprobar la legalización del matrimonio homosexual.
El papado
A lo largo de su primera década al frente del Vaticano, el papa Francisco tuvo como objetivo acercar la Iglesia al pueblo, particularmente a los excluidos por el sistema, así como también dotar de simpleza y austeridad a su tarea pastoral.
Su elección, allá por marzo de 2013, se dio luego de que Benedicto XVI renunciara, envuelto en la serie de polémicas que había desatado la filtración de documentos vaticanos conocida comoVatileaks.
Los cardenales que se inclinaron por el argentino Bergoglio buscaron a alguien que pudiera devolverle a la Iglesia la imagen más pura posible. La querían al servicio del pobre, los desamparados y excluidos, así como también que estuviera lo más alejado que se pudiera de escándalos de corrupción y pederastia.
Desde su primer discurso, el ex arzobispo porteño marcó una de las claves de su pontificado: no era un monarca, sino un pastor.
Su frase clásica "Recen por mí" buscó desde el primer día ponerlo a la par del resto.
Al hablar desde el balcón de la Basílica de San Pedro, el entonces flamante Santo Padre anticipó que se iniciaba un camino de "fratellanza" (hermandad), lo cual quedó de manifiesto en su perseverante llamado a la unidad, ya sea para resolver problemas mundiales como el hambre, la pobreza, los refugiados o el cambio climático; o para enfrentar situaciones como la pandemia del Covid-19 o la guerra en Ucrania.
Pero también llevó ese mensaje en cada viaje que realizó y lo contextualizó a la situación local, como en las giras por la República Democrática del Congo y Sudán del Sur.
Su austeridad, marcada por hechos como la decisión de mudarse a la residencia de Santa Marta y no en el Palacio de Castel Gandolfo, quedó enfrentada con los sectores más conservadores de la Iglesia, con los que mantuvo una tensa relación.
En ese marco, Francisco avanzó en reformas gubernamentales del Vaticano, para darles más espacio a las mujeres y a los laicos en el pequeño y poderoso Estado, así como también para prevenir que se repitan situaciones escandalosas como abusos sexuales a menores o manejos espurios de dinero.
En marzo del año pasado, la Iglesia había dado a conocer el documento sobre las reformas en la organización y estructura de la Curia Romana: la nueva Constitución, de 54 páginas, se tituló "Praedicate Evangelium" (Predicar el Evangelio) y tomó más de nueve años en ser terminada por el papa Francisco y un consejo de cardenales.
La carta magna vaticana entró en vigencia en junio de 2022 y reemplazó a la que el papa Juan Pablo II había presentado en 1988 y que fue reformada parcialmente por Benedicto XVI en 2011.
Entre los cambios se destacó que cualquier persona bautizada, incluidas las mujeres, podrá dirigir los departamentos del Vaticano, espacios que hasta el momento estaban dirigidos por clérigos, generalmente cardenales.
El año pasado, el Papa protagonizó viaje apostólico número 45 al exterior, el más largo y lejano de su pontificado, que abarcó doce días de gira por cuatro países del sudeste de Asia y Oceanía.
Pero posteriormente también se trasladó por Europa, más precisamente a Bélgica y Luxemburgo.
Opuesto naturalmente a toda guerra, condenó la utilización del nombre de Dios por parte de fanáticos de las religiones y abogó por la unión de todos los credos en pos del bien común y la felicidad.
En el estado Vaticano el cónclave de cardenales, estaba reunido para elegir al sucesor de Pedro.
Aquella tarde gris en Roma una gaviota Argentos se posó sobre la chimenea antes de la salida del humo blanco señal que anunciaba el final de la elección.
Un cardenal muy emocionado anunciaba en latín: Habemus papam Jorge Mario Bergoglio. Una alegría para toda la comunidad católica y una gran emoción para todos los argentinos.
De Buenos Aires a Roma el pastor de almas que caminaba las calles porteñas que daba misas en las villas un amigo de los cartoneros.
El cura papa que eligió Dios, salió al balcón y saludó a los fieles reunidos en la plaza San Pedro Pidió: Recen por mi y los bendijo.
Con humildad y con hechos. anuncia una nueva Iglesia pobre para pobres. Con humildad, el perdón y la caridad sigamos el camino, del papa argentino.
Escritores independientes homenajean al Papa Francisco. Emitido en vivo el jueves 12 de junio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
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Lecturas
El Papa Francisco (de Nuncio Agostino)
Jorge Bergoglio, de sacerdote de Flores a Papa jesuita y reformador de la Iglesia (de Pablo Montanaro)
Adiós al Papa Francisco, el último peronista (de Emiliano Sapag)
Dientes de flores, cofia de rocío, manos de hierbas, tú, nodriza fina, tenme prestas las sábanas terrosas y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. Ponme una lámpara a la cabecera; una constelación; la que te guste; todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes… te acuna un pie celeste desde arriba y un pájaro te traza unos compases para que olvides… Gracias. Ah, un encargo: si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido…
Bajo sus lomos rojos, en la oscura caoba, Tus libros duermen. Sigo los últimos autores: Otras formas me atraen, otros nuevos colores Y a tus fiestas paganas la corriente me roba.
Gozo de estilos fieros anchos dientes de loba. De otros sobrios, prolijos cipreses veladores. De otros blancos y finos — columnas bajo flores. De otros ácidos y ocres tempestades de alcoba.
Ya te había olvidado y al azar te retomo, Y a los primeros versos se levanta del tomo Tu fresco y fino aliento de mieles olorosas.
Amante al que se vuelve como la vez primera: Eres la boca dulce que allá, en la primavera, Nos licuara en las venas todo un bosque de rosas.
Estoy en San Juan, tengo cuatro años, me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa, muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo del ojo el efecto que causa en el transeúnte. Unos primos me avergüenzan gritándome que tengo un libro al revés y corro a llorar detrás de la puerta.
A los seis años robo con premeditación y alevosía el texto de lectura en que aprendí a leer. Mi madre está muy enferma en cama; mi padre perdido en sus vapores. Pido un peso nacional para comprar el libro. Nadie me hace caso. Reprimendas de la maestra. Mis compañeras van a la carrera en su aprendizaje. Me decido. A una cuadra de la escuela normal a la que concurro hay una librería; entro y pido: El nene. El dependiente me lo entrega; entonces solicito otro libro, cuyo nombre invento. Sorpresa. Le indico al vendedor que lo he visto en la trastienda. Entra a buscarlo y le grito: “Allí le dejo el peso”, y salgo volando hacia la escuela. A la media hora las sombras negras, en el corredor, de la directora y de aquel, encogen mi corazoncillo. Niego, lloro, digo que dejé el peso en el mostrador, recalco que había otros niños en el negocio. En mi casa nadie atiende reclamos y me quedo con lo pirateado.
Crezco como un animalito, sin vigilancia, bañándome en los canales sanjuaninos, trepándome a los membrillares, durmiendo con la cabeza entre pámpanos. A los siete años aparezco en mi casa a las diez de la noche acompañada de la niñera de una casa amiga adonde voy después de mis clases y me instalo a cenar.
A los ocho, nueve y diez años miento desaforadamente: crímenes, incendios, robos, que no aparecen jamás en las noticias policiales. Soy una bomba cargada de noticias espeluznantes, vivo corrida por mis propios embustes, alquitranada en ellos; meto a mi familia en líos, invito a mis maestros a pasar las vacaciones en una quinta que no existe; trabo y destrabo, el aire se hace irrespirable; la propia exuberancia de las mentiras me salva.
A los doce años escribo mi primer verso. Es de noche: mis familiares, ausentes. Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo cuidadosamente y lo dejo debajo del velador, para que mi madre lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso: a la mañana siguiente, tras una contestación mía levantisca, unos coscorrones frenéticos pretenden enseñarme que la vida es dulce. Desde entonces los bolsillos de mis delantales, los corpiños de mis enaguas, están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan.
Yo soy como la loba. Quebré con el rebaño Y me fui a la montaña Fatigada del llano.
Yo tengo un hijo fruto del amor, de amor sin ley, Que no pude ser como las otras, casta de buey Con yugo al cuello; ¡libre se eleve mi cabeza! Yo quiero con mis manos apartar la maleza.
Mirad cómo se ríen y cómo me señalan Porque lo digo así: (Las ovejitas balan Porque ven que una loba ha entrado en el corral Y saben que las lobas vienen del matorral).
¡Pobrecitas y mansas ovejas del rebaño! No temáis a la loba, ella no os hará daño. Pero tampoco riáis, que sus dientes son finos ¡Y en el bosque aprendieron sus manejos felinos!
No os robará la loba al pastor, no os inquietéis; Yo sé que alguien lo dijo y vosotras lo creéis Pero sin fundamento, que no sabe robar Esa loba; ¡sus dientes son armas de matar!
Ha entrado en el corral porque sí, porque gusta De ver cómo al llegar el rebaño se asusta, Y cómo disimula con risas su temor Bosquejando en el gesto un extraño escozor...
Id si acaso podéis frente a frente a la loba Y robadle el cachorro; no vayáis en la boba Conjunción de un rebaño ni llevéis un pastor... ¡Id solas! ¡Fuerza a fuerza oponed el valor!
Ovejitas, mostradme los dientes. ¡Qué pequeños! No podréis, pobrecitas, caminar sin los dueños Por la montaña abrupta, que si el tigre os acecha No sabréis defenderos, moriréis en la brecha.
Yo soy como la loba. Ando sola y me río Del rebaño. El sustento me lo gano y es mío Donde quiera que sea, que yo tengo una mano Que sabe trabajar y un cerebro que es sano.
La que pueda seguirme que se venga conmigo. Pero yo estoy de pie, de frente al enemigo, La vida, y no temo su arrebato fatal Porque tengo en la mano siempre pronto un puñal.
El hijo y después yo y después... ¡lo que sea! Aquello que me llame más pronto a la pelea. A veces la ilusión de un capullo de amor Que yo sé malograr antes que se haga flor.
Yo soy como la loba, Quebré con el rebaño Y me fui a la montaña Fatigada del llano.
Poética vida y arte de Alfonsina Storni, a 133 años de su nacimiento. Su escritura feminista brilló en las vanguardias históricas. Emitido en vivo el jueves 29 de mayo de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
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La loba (poema)
Entre un par de maletas a medio abrir y las manecillas del reloj (autobiografía)
Viejo turista de la zona de Núñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su lugar de siempre el monumental estadio de River. Consternado, consulté al respecto al amigo y doctor Gervasio Montenegro, miembro de número de la Academia Argentina de Letras. En él hallé el motor que me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por aquel entonces una a modo de Historia panorámica del periodismo nacional, obra llena de méritos, en la que se afanaba su secretaria.
Las documentaciones de práctica lo habían llevado casualmente a husmear el busilis. Poco antes de adormecerse del todo, me remitió a un amigo común, Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors, de cuya sede, sita en el Edificio Amianto, de avenida Corrientes y Pasteur, me di traslado.
Este directivo, pese al régimen doble dieta a que lo tiene sometido su médico y vecino doctor Narbondo, mostrábase aún movedizo y ágil. Un tanto enfarolado por el último triunfo de su equipo sobre el combinado canario, se despachó a sus anchas y me confió, mate va, mate viene, pormenores de bulto que aludían a la cuestión sobre el tapete. Aunque yo me repitiese que Savastano había sido otrora el compinche de mis mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la majestad del cargo me imponía y, cosa de romper la tirantez, congratulélo sobre la tramitación del último gol que, a despecho de la intervención de Zarlenga y Parodi, convirtiera el centro-half Renovales, tras aquel pase histórico de Musante. Sensible a mi adhesión al once de Abasto, el prohombre dio una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosóficamente, como aquel que sueña en voz alta:
-Y pensar que fui yo el que les inventé esos nombres.
-¿Alias? -pregunté, gemebundo-. ¿Musante no se llama Musante? ¿Renovales no es Renovales? ¿Limardo no es el genuino patronímico del ídolo que aclama la afición? La respuesta me aflojó todos los miembros.
-¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don Domecq? En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y musitó que Ferrabás quería hablarle al señor.
-¿Ferrabás, el locutor de la voz pastosa? -exclamé- ¿El animador de la sobremesa cordial de las 13 y 15 y del jabón Profumo? ¿Estos, mis ojos, le verán tal cual es? ¿De veras que se llama Ferrabás?
-Que espere -ordenó el señor Savastano.
-¿Que espere? ¿No será más prudente que yo me sacrifique y me retire? -aduje con sincera abnegación.
-Ni se le ocurra -contestó Savastano-. Arturo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto da.
Ferrabás hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el bombero, me disuadió con una de esas miraditas que son como una masa de aire polar. La voz presidencial dictaminó:
-Ferrabás, ya hablé con De Filipo y con Camargo. En la fecha próxima pierde Abasto, por dos a uno. Hay juego recio, pero no vaya a recaer, acuérdese bien, en el pase de Musante a Renovales, que la gente sabe de memoria. Yo quiero imaginación, imaginación. ¿Comprendido? Ya puede retirarse.
Junté fuerzas para aventurar la pregunta: ¿Debo deducir que el score se digita?
Savastano, literalmente, me revolcó en el polvo.
-No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.
-Señor, ¿quién inventó las cosas? -atiné a preguntar.
-Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le ocurrieron primero las inauguraciones de escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase, Domecq, la publicidad masiva es la contramarca de los tiempos modernos.
-¿Y la conquista del espacio? -gemí.
-Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no lo neguemos, del espectáculo cientificista.
-Presidente, usted me mete miedo -mascullé, sin respetar la vía jerárquica-. ¿Entonces en el mundo no pasa nada?
-Muy poco -contestó con su flema inglesa-. Lo que yo no capto es su miedo. El género humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué más quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del progreso que se impone.
-¿Y si se rompe la ilusión? -dije con un hilo de voz.
-Qué se va a romper -me tranquilizó. Por si acaso, seré una tumba -le prometí-. Lo juro por mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por Renovales.
-Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer.
Sonó el teléfono. El presidente llevó el tubo al oído y aprovechó la mano libre para indicarme la puerta de salida.
Abelardo Celestino Tagliaferro dobló la esquina sin prisa. Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Sus movimientos eran metódicos, serenos. Pero para cualquiera que conociese su carácter habitualmente enérgico, impulsivo, aquellos gestos necesariamente hubiesen tenido algo artificial, algo de falso. Eran a todas luces ademanes nacidos de una reflexión profunda, concienzuda. Esos ademanes calmos que las personas adoptan en un intento de que su espíritu se contagie de esa paz y esa mansedumbre exterior de los gestos ante el mundo.
Abelardo Celestino Tagliaferro había tenido mucho tiempo para prepararse para esa mañana cargada de presagios trágicos. Cinco, seis meses tal vez. Los signos alarmantes habían empezado algo antes, digamos en noviembre. Diciembre del año anterior. El receso del verano le había hecho abrigar algunas esperanzas. Pero desde fines de febrero la situación se había tornado crecientemente tenebrosa. Para los últimos días de abril Tagliaferro había comprendido que sólo un milagro lo pondría a salvo del abismo. ¿No habían existido acaso otros milagros anteriores? Pero mayo y junio se habían consumido sin que ese milagro tuviera lugar. Semana a semana se espíritu se había ido opacando. A medida que se acercaba julio, su carácter, habitualmente expansivo, dado, campechano, se había tornado proclive a la meditación, al silencio, al ensimismamiento. A medida que los días se acortaban y los árboles de la General Paz se desnudaban en colores ocres, Tagliaferro iba convirtiéndose en una suerte de crisálida espiritual, encapsulada en melancólicas meditaciones, ajena al caos cotidiano.
Cuando no sin cierto esfuerzo bajó del taxi, vio que los hombres que frecuentaban con él la parada lo esperaban bajo el toldo del kiosco. Abiertos en un semicírculo, se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos. Abelardo Celestino Tagliaferro se acercó con el mentón erguido y la vista clavada en un horizonte imaginario. A cada paso su cuerpo monumental se balanceaba levemente hacia los lados. Con la campera puesta daba la impresión de ser un astronauta gigantesco caminando en la ingravidez de la Luna.
Calculó, con precisión de experto, que el primer dardo lo alcanzaría cuando pasara a la altura del lavadero automático, o no mucho después de poner un pié en la vereda de la agencia de lotería. No se equivocó.
- ¿Qué hacés acá, Gordo? Te hacíamos en la cancha.
El que había hablado era Alvarez, el morocho del Gacel. “Era lógico”, pensó Tagliaferro. Pero estaba listo para ataques sencillos como ése.
- Por favor, Alvarez, no me jodás con pavadas.
Habló con serenidad, como transigiendo en explicar que dos más dos son cuatro a un ignorante. Pero no pudo evitar una levísima irritación al escuchar las risitas breves de los otros, las mismas risas que envalentonaron al morocho para volver al ataque.
- ¡Te hablo en serio, Gordo! No podés dejar al equipo ahora, en semejante momento.-
Tagliaferro suspiró mientras su expresión adquiría un cariz de angelical cansancio: - Haceme el favor, no hablemos más de fútbol.-
De nuevo el coro de risitas cómplices. Terminó de acercarse, imperturbable. Saludó con inclinaciones de cabeza y recibió alguna palmada. Como siempre, le cedieron uno de los banquitos de metal y estiraron hacia él un mate humeante. Chupó con placer, alargó la diestra hacia la bolsa engrasada de los bizcochos y se preparó para el próximo round.
- ¿Cómo que no hablemos más, Gordo? ¿No eras vos el que siempre venía insufrible los lunes cuando ganaban? Que Platense de acá, que los Calamares de allá, que el equipo del Polaco del otro lado- algunos de los otros asentían. ¿No te cagabas de risa cada vez que perdían los grandes?
Tagliaferro volvió a suspirar y a sonreír.
- Mirá, Alvarez…, -pareció dudar en busca de las palabras adecuadas-, eso era antes… yo qué sé. A veces la vida te enseña cosas, sabés. Y me apiolé de que todo ese asunto del fútbol, viste, qué sé yo, no tiene sentido…-dejó sus palabras flotando un momento y concluyó-: - No hay caso, pibe. No tiene sentido.-
El morocho Alvarez era demasiado primario como para afrontar semejante despliegue de nihilismo. El Gordo sabía que el Piolín Acosta tomaría la posta con aportes algo más incisivos. El Piolín Acosta era un cincuentón larguirucho, de piel blanquísima. Había sido bautizado así por el propio Gordo. En su origen el sobrenombre era Piolín de Matambre, porque era largo, finito, blanco y ordinario. El Gordo, especialista en apodos, consideraba su hallazgo con Piolín una de sus obras maestras, y a cada uno de los nuevos en la parada se lo había ido explicando como un modo de revivir la deliciosa indignación del otro.
El ataque de Piolín fue frontal: - Y decime, Gordo, si hoy le ganan a River, y ponele que por una de esas putas casualidades del destino se terminan salvando… ¿vas a seguir con la huevada del escepticismo?
- ¡Ahí está, ahí está¡- algunos asentían, entusiasmados en la intuición de que el alto y pálido filósofo estaba acorralando al recién llegado. El Gordo se preguntó cuántos de ellos sabían qué corchos era eso del escepticismo.
- No, Piolín, para mí el fútbol… ¿cómo te explico? Ya fue, sabés.
Esas pocas palabras le fueron brotando de a poco, mientras miraba el toldo que tenía sobre la cabeza y mientras sus manos abiertas hacia arriba describían ademanes vagos, como reforzando esa sensación de vacío metafísico que su dueño pretendía transmitir.
- ¡Dejate de joder, Gordo¡ ¡A mí no me vengás con el cuento¡ ¡Que si no estuvieran por irse a la B te tendríamos que estar bancando como si el puto cuadro ese fuera el Manchester United.
Tagliaferro volvió a considerarlo con indulgencia. Un nuevo suspiro hinchó la mole de su cuerpo agazapado en el banquito.
- No querido, te equivocás. A veces la desgracia te abre los ojos, sabés… Y si tenés neuronas te ponés a pensar. Hizo un silencio.
Los siete pares de ojos seguían cada uno de sus ademanes y los catorce oídos atendían a cada una de las inflexiones de su voz:- Suponete que Platense va y se salva. Difícil, pero ponele que sí: ¿qué me cambia? ¿Voy a ser más rico? ¿Va a subir más gente al tacho? ¿Voy a volverme inmune a los afanos?
No, loco, no me cambia nada. Y ponele que hoy se va al descenso: ¿qué pierdo, hermano? No hay vuelta, loco. El fulbo es una mentira, sabés. ¿O ustedes piensan que a esos turros de los jugadores les importa algo? No, padre, los tipos cobran y se van. ¿Quién se queda como un boludo parado en la popular? ¿Vos o ellos? ¿Y los dirigentes? ¿Vos te pensás que les calienta algo? ¡Si son una manga de chorros!
Hizo una pausa para tomar otro mate y para que su discurso penetrase mejor en las mentes de sus amigos. Volvió al ataque: - El fútbol está armado para que ganen los grandes, nada más. Es un negocio, pibe. Es todo un circo que vive de los giles como ustedes. A ver, mirá los goles el domingo. ¿Alguno de ustedes sigue siendo tan nabo de mirar los goles? –Los otros asintieron- ¿Ves que la Argentina es una país de boludos? Todos ahí como giles, comiéndose sesenta mil propagandas… ¿Para qué? ¿Para ver a esos maricones que le van de héroes y que a la primera de cambio cuando les ponen dos mangos sobre la mesa se van a jugar a Europa? ¡Por favor, muchachos, no jodamos!
Cada vez más enardecido, siguió: - A ver vos, García -el aludido lo miró atentamente-, vos sos hincha de Gimnasia: si no juegan con River o Boca ¿cuántos minutos te pasan del partido? ¿Uno? ¿Uno y medio? Y vos, Martínez: ¿no me contaste que para ver los goles de Colón los grabás y después los ves cincuenta veces y te hacés el bocho de que viste el partido entero?- El otro asintió- ¿Ven lo que digo? Entiendanló, el fulbo no sirve para nada. ¡Para nada!
O vos, Pasos, que sos de River… ¿te volvió un tipo feliz que hayan ganado tres campeonatos al hilo? –
Los ojos grises de Pasos se entornaron en un gesto suave que era también de infinita tristeza.
- Es todo verso, es todo mentira…-
Y como si fuera el resumen de su discurso, reiteró: - Todo mentira, no hay vuelta.-
Tagliaferro calló. Los demás se pasaban el mate en silencio. Algunos miraban para cualquier lado para que los otros no vieran las huellas de la turbación que les había sembrado. El Gordo advirtió, aliviado, que había conseguido el milagro de que se pusieran a hablar de otra cosa. El podía tener mucho autocontrol y todo lo que quisieran. Pero tampoco era de fierro, qué tanto.
Los otros se fueron yendo, en una mañana dominguera extrañamente movida. Cuando llegó el turno de Tagliaferro, le alargó el mate al que cebaba y se puso de pié con dificultad. Una mujer algo mayor se acercaba presurosa a la parada.
- Necesito ir a Luján, muchacho. A la basílica.
Cuando la mujer se acomodó atrás y él encendió el motor, su espíritu comenzó a poblarse de sensaciones confusas. La señora tenía aspecto de abuelita de libro de cuentos. Tagliaferro se mordió el labio inferior mientras dudaba en hacer la pregunta que se le había ocurrido.
Finalmente se decidió: - ¿Le molesta si enciendo la radio, señora?
- No, muchacho, para nada.
Apenas formuló la pregunta se arrepintió de haberla hecho. ¿Por qué había salido con eso? ¿Qué razón había para encender la radio?
Ninguna, Gordo, ninguna, se amonestó.
La radio era un cachivache vetusto que no tenía nada que ver con el Renault 19 hecho un chiche de Tagliaferro.
Era un artefacto antiguo que había pertenecido originalmente a un Siam Di Tella que en los años sesenta le había permitido a Tagliaferro parar la olla en su casa cuando lo habían echado de la empresa.
En los setenta había cambiado el Siam por un Dodge. Después por un Peugeot y por un Senda.
Pero la radio siempre había sido la misma.
Era uno de esos ejemplares con dos perillas a los lados que sólo funcionaban en amplitud modulada y que tienen una serie de teclas negras debajo del visor para cambiar velozmente de lugar en el dial. Adaptarla al tablero del Renault había sido complicado, y en el taller lo habían mirado como si estuviese totalmente pirado.
Pero a Tagliaferro le importaba un cuerno.
La radio, esa radio, era para él un talismán infalible, un salvoconducto, un pasaporte para un retorno pacífico a su casa y a los suyos. Y otra cosa: con esa radio había escuchado al Calamar salvarse de todos los descensos.
Pero ese viaje a Luján parecía una señal venida de los infiernos. Porque el aparato tenía un inconveniente (en realidad tenía varios, pero existía uno verdaderamente delicado): por alguna extraña razón que Tagliaferro no había logrado determinar, la radio callaba indefectiblemente apenas salía un par de kilómetros de la Capital. Cuando traspasaba la General Paz comenzaban las interferencias. Y veinte cuadras más allá lo único que salía del receptor era el sonido propio de una sartenada de papas fritas a medio cocinar.
Haciendo un cálculo sencillo, entre la ida y la vuelta se iba a perder el partido completo, que ya debía estar empezando. Podía escuchar los primeros minutos, sí, hasta que saliera de la autopista en Liniers, pero, ¿y después? Tagliaferro detuvo en seco la sucesión de sus pensamientos. ¿Qué estaba haciendo? ¿No era cierto todo lo que acababa de decir? ¿No eran esas frases que acababa de pronunciar frente a sus amigos la rotunda verdad a la que había llegado luego de dos meses de exploración interior, de introspección dolorosa, de disciplina moral? ¡Seguro que lo era!
De modo que Tagliaferro, apenas encendió la radio, sintonizó una emisora de tangos que se extinguió poco más allá de Ciudadela. Sufrir por un motivo tan pedestre, qué barbaridad, se dijo.
Se recordó a sí mismo en tantos domingos de amarguras. ¿No habían sido infinitamente más abundantes que las inusuales jornadas de triunfo?
A la altura de Morón apagó la radio, que ya estaba en plena fritanga. Parece mentira, qué rápido se va por la autopista, se dijo. Al ver que estaba a la altura de Morón lo cruzó una noción sombría: Platense volvería a jugar aquí después de varias décadas en primera. Sacudió la cabeza. Disciplina, Gordo, disciplina, se repitió.
Pero sus labios empezaron a musitar una letanía que a cualquier sacerdote le hubiese resultado extraña: Tigre, All Boys, Brown, Los Andes. Su ánimo ya era definitivamente sombrío. De pronto el pánico lo cruzó en varias oleadas sucesivas: San Telmo, Lamadrid, J.J.Urquiza. ¿Y si no era una, sino dos o tres categorías perdidas al hilo?
Intentó reaccionar.
¿Y a mí qué carajo me importa?
Supuso que había sido un grito íntimo, pero se dio cuenta de que algo del alarido interno se le había escapado porque la señora le miraba con un poco de temor y los ojos muy abiertos. El Gordo le sonrió con dulzura por el espejo y después clavó los ojos en la ruta.
Moreno: la autopista se redujo a dos carriles. Y por esto te cobran peaje, los muy turros, pensó. La pasajera iba ensimismada contemplando el paisaje por la ventanilla.
¡La ventanilla! se dijo.
En invierno o en verano, él iba con la ventanilla del conductor baja, salvo que el pasajero le pidiera lo contrario. ¿Y si probaba cerrar todo el auto, a ver si la radio emitía al menos un susurro? Corrió el codo y cerró. Encendió el catafalco negruzco y esperó. Acercó todo lo que pudo la oreja al receptor. El rumor de una voz era inconfundible. Tragó saliva. Subió el volumen a tope y la vocecita adquirió mayor consistencia. Tratando de no perder de vista la ruta, acercó aún más la oreja. Insultó en voz baja. Era uno de esos programas religiosos en los que el conductor repartía sanaciones radiofónicas en un castellano levemente extraño. Movió el dial hacia la derecha. Folklore. Un poco más: tango. Luego topó con el final de la banda. Inició el camino inverso. A la izquierda del pastor evangélico detectó el sonido inconfundible de un relato deportivo, pero demasiado lejano como para que se entendieran las palabras. Giró la perilla: ahí estaba el partido de Platense. Escuchó con el alma en vilo el relato de una jugada intrascendente en el medio del campo.
¡Cómo van, que digan cómo van, carajo!, pensaba.
Pero de inmediato entendía que a esa altura debía tener la expresión crispada, los ojos inyectados, la expresión tensa del hincha angustiado, y se decía que no, que de ningún modo, que no debía echar a la basura todos esos meses de auto educación que lo habían librado al fin de su dependencia Calamar.
¿No estaba acaso hermosa la mañana? ¿No bañaba el sol, radiante, el campo y la autopista?
El Gordo volvió en sí por un instante. La temperatura del taxi con todas las ventanillas cerradas y el sol cayendo a pique debía andar por los 35 grados. Tagliaferro observó a la pasajera y vio que abanicaba con una revista, mientras dos gruesos goterones de sudor le resbalaban por los lados de la cara. Estuvo a punto de bajar las ventanillas, pero se dijo que entonces perdería definitivamente cualquier esperanza de comunicación radial con el mundo. De manera que optó por encender el aire acondicionado. El fresco me va a venir bien para poner en orden las ideas, se dijo.
No te enchufes, Gordo, no te enchufes, se repetía. La cosa está perdida. No hay manera de que zafemos.
Momento: ¿zafemos quiénes? ¿Acaso yo soy Platense? ¿Tenés acciones ahí, Gordo boludo? Los que se van a la B son ellos, no vos. Los que van a perder con River son ellos. Los jugadores y los dirigentes, qué tanto.
Vos sos Abelardo Celestino Tagliaferro, a sus órdenes, de profesión taxista, estado civil casado, padre de dos hijos y abuelo de tres nietos. Enterate. Lo demás es todo grupo. Para qué calentarse. Si al descenso se van a ir igual y después te vas tener que bancar a toda esa manga de palurdos de la parada, empezando por el Piolín y terminando por el negado del morocho Alvarez.
Empezaron las rotondas de Luján.
Tagliaferro miró por el espejo y vio a la pasajera con las manos en los bolsillos, el gorro calzado hasta las orejas, la bufanda enrollada en tres vueltas alrededor del cuello y los lentes empañados. El Gordo notó que la temperatura había bajado unos treinta grados de un saque. Apagó el acondicionador de aire. Descartada la estrategia del encierro, optó por ventilar bien el taxi. Tal vez lograra captar algún kilohertz extraviado en el éter.
El último tramo hasta la iglesia lo hizo veloz, con las cuatro ventanillas bajas y el aire como un torbellino en el interior del tacho.
Cuando paró frente a la catedral y se volvió a mirar a la pasajera, advirtió con sorpresa que el pelo de la mujer había adquirido una cierta disposición salvaje y que sus ojos no paraban de parpadear alarmados. Daba la impresión de haber encontrado un nuevo motivo para agradecer a la Virgen. Tagliaferro dio vuelta a la plaza y se dispuso a emprender el retorno. Entonces los vio. Cuatro hinchas de River, ataviados con camisetas, vinchas y banderas, venían sacudiendo los trapos y cantando a voz en cuello. El Gordo consultó su reloj. Debía estar empezando el segundo tiempo. No se atrevió a preguntarles el resultado del partido, pero la actitud festiva de los tipos lo hundió en una desesperación creciente.
Momento: ¿qué te pasa, Gordo?
Pará la moto. Pará un poquito. Que se desesperen ellos. Todos esos nabos que se sienten los dueños de las camisetas y de los clubes. Pensar que él mismo hasta hacía poco había sido uno de ellos. Y desde pibe, para colmo. Pero de más grande fue peor. El ascenso se le subió a la cabeza. Y la definición por penales con Lanús, Dios santo. Lo había ido a ver con Clarisa. Al final del partido él se había desmayado y habían tenido que sacarlo de la popular entre cinco tipos bien grandotes. Pero quién te quita lo bailado. Y el desempate con Temperley, mama mía, cómo habíamos sufrido. Cortala. Cortala, Gordo palurdo, con la primera persona del plural. ¿Ma qué “nosotros”, enfermo? Si vos seguís tan pobre como cuando vinimos de España. ¿Qué hizo Platense por vos? ¿A ver?
Al pasar el peaje no pudo evitar la tentación. Se mintió que sería la última, como esos fumadores que escatiman los puchos del primer atado que compran luego de una larga abstinencia. El cobrador estaba escuchando los partidos en la cabina. ¿Cómo va River?, preguntó. Hincha de cuadro chico, sabía que la gente no tiene ni idea si uno le pregunta por Platense, Banfield o Ferro. Decime que va perdiendo, decime que va perdiendo, pensó. “Va ganando”, informó el fulano, con cara de gallina agradecida a la vida.
Cuando se levantó la barrera se alejó de allí sintiéndose perdido, perplejo, como si la noticia lo hubiese dejando navegando en aguas desconocidas.
Al pasar por Francisco Alvarez sus dedos comenzaron a tamborilear sobre el volante mientras silbaba inconscientemente, entre dientes, la melodía de un viejo estribillo que decía “Partirá, la nave partirá, donde llegará, nunca se sabrá”, o algo así. Una letra de porquería que tenía que ver con el arca de Noé. Pero, ¿por qué?
Eran las 11:31. Una canción del año del pedo. Cosa rara. Abelardo Tagliaferro se derrumbó a las 11:35 cuando se dio cuenta de que lo que había estado tarareando los últimos diez kilómetros no era ninguna canción pasada de moda, sino la perpetua melodía del “No se va, Platense no se va, Platense no se va, Platense no se va”, y las lágrimas se le desbarrancaron por la mejillas en dos torrentes tibios.
Cuando entrevió que toda resistencia era inútil, y como los chicos cuando se apuestan a sí mismos que si logran determinada proeza la vida les concederá premios impresionantes (al estilo de: si logro saltar toda la cuadra sobre el pié derecho sin trastabillar, entonces la rubiecita de la panadería gusta de mí), Tagliaferro se convenció de que si llegaba a la Capital Federal y encendía la Motorola antes de que terminara el partido, el Calamar iba a lograr dar vuelta su destino y los demás partidos se le iban a acomodar para seguir con chances.
Apretó el pie derecho contra el piso del auto y éste saltó hacia adelante a una velocidad francamente peligrosa. Era digna de verse la imagen de ese gigante que volaba aferrado con ambas manos al volante como un piloto de carrera, cuya cara bañada de lágrimas recientes se enrojecía por el esfuerzo de cantar a los alaridos un viejo estribillo con la letra cambiada.
A la altura de Moreno tuvo miedo de que la promesa de llegar a tiempo para oír el final no fuese suficientemente grandiosa como para lograr el conjuro. De modo que prometió dejar de fumar a las cuatro de la tarde y para siempre. Temeroso de que los hados lo consideraran débil de espíritu, agregó la promesa de una dieta estricta que lo llevara treinta y cinco kilos debajo de su peso actual en un plazo máximo de tres meses.
Mientras encendía la radio para ir ganando tiempo, y mientras volaba a la altura de Morón, las promesas se iban acumulando sobre sus espaldas. Prometió volver a misa todos los domingos. Prometió no volver a madrugarle un pasajero a ningún colega por un plazo se seis meses que luego extendió a dos años. Prometió dejar de construir fantasías eróticas con la peluquera de la vuelta. Prometió regalarle flores a Clarisa todos los viernes hasta que la muerte los separase. Estuvo a punto de prometer que no iba a joderlos más a los nietos para hacerlos de Platense, pero se contuvo a tiempo porque Dios no podía pedirle sacrificio semejante y porque supuso que ya había acumulado suficientes méritos con las promesas anteriores.
A la altura del Hospital Posadas, en Haedo, levantó el volumen de la radio hasta darle su máxima potencia. Sintonizó la emisora que siempre lo acompañaba para los partidos. Por detrás del ruido de la fritura se adivinaban voces de relato. Descolgó el rosario que llevaba anudado al retrovisor y empezó a rezar en voz alta. A la altura de Ciudadela la radio recuperó por completo sus funciones. Tagliaferro interrumpió el Ave María y entrecerró los ojos. Estaba bañado en sudor y parecía diez años más viejo que en la mañana.
Habían perdido. Habían perdido por robo. Estaban jugando el descuento, pero no había manera de remontar esa catástrofe. Las conexiones con las otras canchas hablaban de la algarabía de los cuadros que se habían salvado. En un arrebato de amargura infantil se sintió despechado porque Dios hubiese hecho caso omiso de sus promesas de regeneración absoluta.
Mientras tomaba la salida de la autopista hizo un último esfuerzo para que no le importara. Se detuvo en una cuadra desierta, llena de galpones en las dos veredas. Se dijo que no podía ponerse así. Que un dolor de ese tamaño solo podía sentirse por la pérdida de un ser querido. Que no podía tirar a la basura los esfuerzos de los últimos meses. Y todavía le faltaba sobreponerse a la escenita que iban a hacerle los muchachos en la parada. Control, Gordo, control. Mejor seguir haciéndose el distante, el superado, tal vez así lo dejaran en paz.
Tardo quince minutos en arrancar de nuevo rumbo a la parada.
Abelardo Celestino Tagliaferro dobló en la esquina sin prisa. Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Cuando logro incorporarse no se dirigió inmediatamente hacia la esquina. Fue a la parte trasera del taxi y abrió el baúl. Hurgó un momento bajo la caja de herramientas y encontró lo que buscaba. Desplegó la enorme tela rectangular con ademanes tiernos. Se anudó la bandera blanca con la franja central marrón en el cuello y la extendió sobre su espalda como si fuera una capa. Tanteo otra vez y encontró el gorrito tipo Piluso. Se lo plantó hasta las orejas. Cerró el baúl. Levantó los ojos hacia la esquina. Abiertos en un semicírculo los otros se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos.
Tagliaferro no caminó enseguida, porque acababa de entender que todos los hombres son cautivos de sus amores.
Uno no entiende porque ama las cosas que ama.
El intelecto no alcanza para escapar de los laberintos del afecto. Por eso es tan difícil enfrentar el dolor: porque uno puede engañarse inundando con argumentos razonables las llagas que tiene abiertas en el alma, pero lo cierto es que esas llagas no se curan ni se callan.
Y por eso un hombre puede amar a una mujer que a los otros hombres les parezca funesta, o puede poner su corazón al servicio de amores que a los otros se les antojen inútiles o intrascendentes.
Abelardo Tagliaferro estiró los brazos, prendió las manos a la tela, como un extraño superhéroe excedido de peso, y supo que lo importante no es a quién o a qué uno ama, sino el modo en que uno ama lo que ama. Recién entonces camino hacia la parada.
El día que murió Asunción López nadie en el pueblo se sorprendió por la noticia. Los casi 500 habitantes que vivían en villa La Calma sabían que la pobre venía con problemas de salud. Y que además tenía 97 años.
Lo que sí generó cierta inquietud entre los vecinos fue que, dos días después del entierro y en pleno otoño, la vereda seguía libre de hojas -impecable como a ella le gustaba- y que en una de las ventanas de la casa permanecía impávido Casimiro, un gato viejo que acompañaba a la anciana desde siempre.
Asunción no había dejado descendencia y vivía sola en ese chalecito de tejas rojas, paredes blancas y dos ventanas que daban a un pequeño patio delantero con baldosas en forma de damero que terminaba en una medianera baja con un portoncito de rejas.
Doña Asu -como la llamaban los vecinos de la cuadra- llevaba una vida discreta, de perfil bajo. No era demasiado expresiva las pocas veces que se relacionaba con la gente y siempre pasaba desapercibida, salvo por una cuestión: su obsesión por mantener la vereda limpia cada vez que llegaba el otoño.
Todos los días, casi religiosamente, Asunción salía temprano con la escoba y se ponía a barrer con paciencia hasta comprobar que no quedaba una sola hoja. Y así pasaba concentrada en su tarea todo el tiempo que fuera necesario. Solo levantaba la vista cada tanto para mirar a Casimiro que parecía supervisar el trabajo desde la ventana.
- ¿Para qué barre la vereda si mañana va estar otra vez tapada de hojas, Doña Asu?
- Porque me gusta que la vereda siempre esté limpia.
- ¿Por qué no consigue a alguien para que le barra la vereda, Doña Asu, así se evita el esfuerzo?
- ¿Quién le dijo que es un esfuerzo? A mí me entretiene barrer la vereda.
Esa primera inquietud del vecindario se convirtió en una gran preocupación cuando, cumplida la semana de la muerte de Asunción, la vereda seguía impecable, libre de cualquier hoja amarilla, y Casimiro permanecía mirando desde la ventana como si nada hubiera ocurrido.
- Debe haber venido algún familiar de algún lado para hacerse cargo de la casa y el gato.
- No lo creo. La pobre no tenía familiares. Siempre decía que había quedado sola en este mundo.
- ¿Y si hacemos una reunión con los demás para ver qué opinan?
La primera reunión con todos los vecinos de la cuadra se realizó en la biblioteca del pueblo y después de escuchar muchas propuestas terminaron aprobando la de Don Yiyo, el cerrajero. Una comisión de tres personas iría a la casa de Asunción para tocar el timbre en distintas horas del día. Si no contestaba nadie, abrirían la puerta con una ganzúa para comprobar que la vivienda estuviera deshabitada.
Al día siguiente, las tres veces que fueron al domicilio de la difunta nadie contestó. El único aparente morador era Casimiro que los miraba del otro lado de la ventana.
Don Yiyo abrió el portón de rejas después de escarbar la cerradura con la ganzúa y los integrantes de la comisión ingresaron al patio delantero. Antes de acercarse a la puerta principal, golpearon las manos un par de veces, pero nadie contestó, por lo que el cerrajero volvió a aplicar su técnica en la otra cerradura.
Apenas ingresaron al living las tres personas quedaron sorprendidas por la prolijidad que había en el interior. Los muebles estaban relucientes igual que el piso de pinotea; cada adorno de una enorme estantería estaba delicadamente acomodado sin siquiera una mota de polvo. De la misma manera se veían los cuadros, lámparas, mesa, sillas y un viejo sofá. Indiferente a los intrusos, Casimiro seguía sentado en la ventana mirando hacia el exterior.
Así recorrieron cada rincón del chalecito tratando de buscar algo que ni siquiera sabían qué era, pero no hubo caso. Todo estaba en orden, impecable, como si alguien hubiese dedicado horas enteras a las tareas del hogar; como si la casa no hubiese estado deshabitada en ningún momento.
- Es como si doña Asu estuviera viva...¡Hasta el gato tiene comida y agua fresca!
- Es increíble, pero tiene que haber una explicación…
- ¡¿Pero qué explicación?!
- ¿No será el espíritu de esta pobre mujer que se niega a abandonar el mundo de los vivos?
El rumor de que el espíritu de Asunción López se había aquerenciado en su hogar se expandió rápidamente por todo el pueblo no solo porque la historia sonaba inquietante sino porque la evidencia era abrumadora: a un mes de fallecida la mujer y avanzado el otoño, la casa de tejas rojas era la única de la cuadra que permanecía con la vereda limpia.
Todos los días decenas de personas desfilaban frente al chalecito como si se tratara de una peregrinación. Lo hacían en silencio y con prudencia. Algunos se persignaban y repetían alguna oración religiosa en voz baja; otros se hacían los distraídos y caminaban rápido como si hubiesen pasado por allí de casualidad. Todos recién levantaban la vista cuando terminaban de cruzar la casa. Nadie quería estar mirando por si en ese momento se materializaba de golpe el espíritu de Asunción. Mucho menos, cruzarse con los ojos de Casimiro que, con la misma expresión de siempre, contemplaba el paso de los curiosos.
- Usted es el comisario del pueblo, García. No me diga que también cree que el espíritu de esta mujer sigue dando vueltas en esa casa.
- Entiendo, señor intendente. Pero en esa casa -supuestamente- no hay nadie y la vereda aparece limpia todos los días cuando el resto está tapadas de hojas. Algo pasa…
- ¿Y no cree que una buena explicación sería que los árboles que están en esa vereda dejaron de tirar hojas vaya uno a saber por qué? ¿No sería una buena idea hacer correr ese rumor para que la gente deje de andar temerosa creyendo en todo tipo de pavadas?
- Sí, pero… ¿Qué explicación tiene el gato?
Harto de no encontrar respuestas y tratando de entender lo inentendible, el intendente convocó a todo el pueblo a una reunión que se concretó el siguiente domingo a las 17 en el salón de usos múltiples del Club de Bochas.
Una hora antes de que se pactara el encuentro ya había vecinos esperando en la vereda por temor a quedarse sin lugar y no hablaban de otra cosa más que del misterio de la casa de Doña Asunción.
Con el correr de los minutos se fueron sumando uno y otro hasta que tanto la vereda como la calle a lo largo de dos cuadras quedó atestada de gente. El salón había quedado chico, por lo que muchos quedaron afuera escuchando lo que ocurría en esa asamblea a través de dos pequeños parlantes que se habían instalado en la fachada del club.
- Los convoqué porque soy el intendente y como máxima autoridad del pueblo estoy preocupado por este tema de la casa… En realidad, no estoy preocupado por la casa, sino porque ustedes…
- ¡¡¡Doña Asu no murió!!! ¡¡¡Está viva!!!
- ¡¡¡Esa casa está embrujada, intendente!!! ¡¡¡Dígalo de una vez por todas!!!
- ¡¡¡El espíritu de doña Asu nunca va abandonar esa casa!!!
- ¡¡¡Algo malo va a ocurrir en el pueblo!!!
A medida que se escuchaban las hipótesis de los vecinos, el ambiente se volvía cada vez más tenso, al punto que cada vez que el intendente intentaba poner calma para decir una palabra era interrumpido a viva voz por alguno que lanzaba su propia explicación o proponía soluciones drásticas y a veces, hasta disparatadas.
- Yo les pido que nos escuchemos todos porque así a los gritos….
- ¡¡¡Doña Asu se reencarnó en el gato, intendente, y nos está vigilando desde la ventana!!!
- ¡¡¡Hay que exorcizar a ese gato!!!
- ¡¡¡Tiremos abajo la casa y construyamos una plaza!!!
A los diez minutos de iniciada la asamblea, el griterío en el salón del club de Bochas era ensordecedor y las propuestas eran cada vez más descabelladas y -algunas- hasta aterradoras.
- ¡¡¡Desenterremos el ataúd para ver si el cuerpo de doña Asu sigue allí!!!
¡¡¡Crememos los restos de doña Asu y tiremos las cenizas bien lejos, en el campo!!!
- ¡¡¡Sacrifiquemos al gato!!!
Pero en el medio del bullicio y cuando la reunión ya parecía estar completamente descontrolada, una voz que llegó desde el fondo logró imponerse sobre las demás.
- ¡¡¡Silencio!!! ... ¡¡¡Silencio!!! ¿¿¿¡¡¡Están escuchando lo que dicen!!!???
Todos los presentes se dieron vuelta para ver quién era el dueño de esa potente voz que sobresalía en el griterío.
Era el padre Juan, el curita del pueblo que, lejos de su acostumbrado tono dominical de misa se alzaba ahora con un potente sermón a través de un vozarrón hasta ese momento desconocido para los vecinos.
-Así que tienen miedo… ¡Miedo deberían tener por las cosas que están diciendo! ¿Alguno sufrió una tragedia desde la muerte de Asunción? ¿Alguna pérdida importante? ¿Algún hecho desagradable? ¡¡¡Contesten!!!
- …..
- ¿A alguno le ocurrió algo extraño mientras caminaba por la vereda sin hojas?
- ….
- ¿Alguno de ustedes puede creer en una reencarnación aterradora de esa mujer que siempre fue una buena vecina con todos? ¿Qué siempre fue amable? ¿Qué siempre estuvo a disposición del que la necesitara?
- ….
¿A alguno le molesta que la vereda esté limpia en el otoño? Digan la verdad. ¿No será que les molesta porque las veredas de sus casas están tapadas de hojas porque no las barren?
El silencio se había expandido tanto en el salón como entre el gentío que escuchaba todo desde la vereda.
- ¿Entonces qué propone, padre? ¿Qué vivamos como que nada hubiera pasado?
- Lo que propongo es que vivamos en paz, como lo hacíamos antes de la muerte de Asunción. Propongo que ahora pensemos en ella rescatando los mejores recuerdos, que todos la imitemos barriendo nuestras veredas para que el pueblo se vea más limpio y bonito, que no pensemos en nada raro, que si su espíritu sigue allí es porque está feliz y cómoda en el hogar donde siempre vivió.
¿Saben algo? Asunción amaba el otoño, lo disfrutaba en las tardes lluviosas y grises tomando el té y escuchando música en compañía de su gato. Y seguramente murió feliz en la estación que más le gustaba. Créanme que la muerte de una anciana no es mala ni trágica. Es natural. ¿Qué sentido tendrían nuestras vidas si no existiera la muerte? ¿Con qué motivación emprenderíamos algo si tuviéramos la certeza de la eternidad?
El sermón del padre Juan fue breve, pero contundente. Todos los presentes se quedaron mirando entre ellos (algunos avergonzados por lo que habían dicho) y así, de a poco, fueron abandonando la sala en silencio.
Durante los días que siguieron, Villa La Calma fue recuperando sus costumbres rutinarias y su cadencia pueblerina de siempre. A la mañana temprano hombres y mujeres salían a barrer sus veredas con la misma dedicación que lo hacía la anciana. Los que pasaban caminando por la calle de Doña Asu miraban su casa con una sonrisa. Inclusive algunos saludaban alegremente al gato Casimiro que permanecía inexpresivo en la ventana, como si nada raro hubiera ocurrido.
Y así avanzó el otoño derramando hojas muertas y pintando el paisaje urbano con su paleta de ocres naranjas y amarillos. Y así también llegó y avanzó el invierno con sus días fríos y las lloviznas persistentes que contrastaban con los humos de las chimeneas, los vidrios empañados y la calidez de los hogares.
Todo cambió el día que los árboles del pueblo quedaron desnudos por completo, sin más hojas que ofrendar. Y mucho más cambió cuando el agua del cielo terminó por limpiar cada una de las veredas sin necesidad de barrerlas.
De golpe, todas las casas se uniformaron bajo un mismo estilo. Todas quedaron pálidas, limpias, húmedas y cargadas de historias y de vida, salvo la de Asunción López que, de un día para otro, quedó completamente vacía, sin siquiera el eterno Casimiro en la ventana.
La llegada de la primavera marcó un cambio en el ánimo de los vecinos. Con la aparición de las flores y los primeros brotes de los árboles también llegaron los bailes de estudiantes, las fiestas, las plazas con los picnics y las actividades al aire libre que terminaron por borrar los recuerdos recientes y nostálgicos, aunque misteriosos e inexplicables.
Los habitantes de Villa La Calma estaban felices disfrutando las bondades de la nueva estación y solo pensaban vivir la vida y el presente.
No tenían intenciones de preocuparse con pensamientos raros.
Ni siquiera se les cruzaba por la cabeza imaginar qué ocurriría el próximo otoño.
Mario Cippitelli
(Dedicado a todas las Asunciones que todavía barren las veredas. Y también dedicado a todas las personas que disfrutan con intensidad el otoño de sus vidas)
Cuentos con la emoción, el misterio y la magia de seres maravillosos. Emitido en vivo el jueves 15 de mayo de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Ver o escuchar en YouTube
Lecturas
Tía Nela (de Roberto Fontanarrosa)
Emir (de Teresa Fleitas)
La vereda de Doña Asunción (de Mario Cippitelli)
El gato negro (de Edgar Allan Poe, contado por Alberto Laiseca)
Son casi las tres de la tarde del 18 de diciembre de 2022, hace calor, me incorporo de la silla que ocupo y le aviso a mi familia que no voy a ver la definición por penales.
Hace apenas un minuto que el árbitro polaco dio por terminado el tiempo suplementario en el partido entre Argentina y Francia. Hace dos minutos Lautaro Martínez tuvo la oportunidad, tras el centro de Montiel, de poner el 4 a 3 y desatar una fiesta inolvidable. Hace tres minutos que el francés Randal Kolo Muani tuvo un mano a mano escalofriante que el Dibu Martínez tapó con el pie. Hace diez minutos que Mbappé empató 3 a 3 un partido que hace menos de veinte minutos Messi puso 3 a 2 a favor de Argentina. Y así.
Llevo, llevamos, más de dos horas viendo cómo la Selección Argentina acariciaba la gloria y cómo esa misma gloria, huidiza, se le escurría entre los dedos.
Salgo del departamento de mi hijo. El primer partido, contra Arabia Saudita, lo vimos los cuatro juntos (mi mujer, mi hija, mi hijo y yo) en nuestra casa. Después de la derrota decidimos cambiar de sede. Las cábalas son inútiles y son imprescindibles. ¿Qué relación existe entre lo que sucede durante un partido de fútbol jugado en Qatar y la ropa que yo tengo puesta, el asiento que ocupo, la composición del grupo reunido frente al televisor, a quince mil kilómetros de distancia de ese estadio? Ninguna. Pero al mismo tiempo no podemos asistir, simplemente asistir inermes, pasivos, a algo que nos importa mucho, sabiendo y aceptando eso: que no tenemos arte ni parte en el asunto. Necesitamos convencernos de que estamos haciendo algo valioso, algo útil, que estamos ayudando de alguna manera, que estamos intentando gobernar de algún modo el caos del universo, orientándolo hacia el logro de eso que tan fervientemente deseamos y, por qué no, necesitamos.
Soy de los que en la previa de los partidos se deja gobernar por el fatalismo y piensa que no, que ningún rito minúsculo sirve para nada. Y me prometo que no voy a cumplir ninguna cábala. Pero cuando la pelota está rodando todas mis defensas se hacen trizas, dejo caer todas las armas de mi raciocinio y me paso al bando de la magia y la superchería. No está ni bien ni mal: sencillamente hay situaciones en las que nuestra fragilidad o, más bien, la fragilidad de nuestras esperanzas se vuelve tan intolerable que necesitamos rodearla de certezas. Son certezas mágicas, hechas de viento o de humo. Pero no podemos prescindir de ellas.
Bajo los dos pisos que me separan de la calle. Ahí está el auto estacionado. Mi hijo vive en el centro de Castelar, aunque eso de centro pueda llamar a confusión. Castelar sigue siendo un pueblo de casas bajas, pero desde hace algunos años las manzanas cercanas a la estación de trenes se llenaron de edificios. Lo normal para un domingo casi veraniego, tanto en el centro como en las calles más lejanas, sería que todo estuviese sumido en la modorra de la siesta. Pero hoy no es el caso. En la calle, en los balcones, hay un movimiento inusual. La gente ha salido a tomar aire, a estirar las piernas, sabiendo que falta poco, poquísimo, para que se defina qué país es campeón del mundo. Yo no. Yo no voy a mirar los penales. Voy a encender el auto y a recorrer esas calles de nuevo desiertas.
¿Existe una medida para la intensidad de nuestros deseos más profundos? Una primera respuesta sería que no: cuando deseamos lo hacemos con todo el corazón, con todas las ganas y sin medida. Pero si lo pienso un poco más, no estoy tan de acuerdo. Creo que los seres humanos sabemos distinguir lo justo de lo injusto. Y que sabemos, en el fondo de nuestra conciencia, si lo que deseamos es justo o no es justo. ¿Podemos desear algo que, al mismo tiempo, consideramos injusto? Sí. Creo que podemos, y con frecuencia lo hacemos. Pero cuando consideramos que el deseo que sentimos es justo, nuestra ansia se multiplica. No es lo mismo desear algo que sentir que tenemos derecho a satisfacer ese deseo. En ese caso el deseo se vuelve más urgente, más definitivo. Y más definitiva, más pesada, se vuelve la sensación que nos agobia si las cosas no terminan como soñamos. No es lo mismo renunciar a un deseo que renunciar a un deseo al que nos sentíamos con derecho, porque lo que experimentamos no es sólo una desilusión sino también una injusticia.
¿A qué viene todo este párrafo plagado de pomposidades pseudo filosóficas? A que desde hace un par de semanas no solo quiero que la Selección Argentina gane el mundial porque lo deseo, sino porque se lo merece. Antes del Mundial yo me conformaba con que Argentina estuviese entre los ocho mejores del torneo. Me parecía un premio aceptable para un cuerpo técnico y un plantel que habían hecho un gran esfuerzo. Tengo muy presente la imagen que había dejado la Selección en el mundial de Rusia de 2018. Confusión, rencillas, cabildeos, ademanes desaforados al otro lado de la línea de cal. Estos chicos han dejado atrás esa imagen. Han edificado un equipo en el que veo reflejados ciertos valores que comparto y que defiendo. El esfuerzo, el compañerismo, la humildad, el apego al trabajo. Son cosas en las que creo, en una cancha, en un aula, en una familia, en un país. Por eso, antes del Mundial, pensé que quería que les fuese bien. Y llegar a cuartos de final era, para mí, suficiente. No un éxito rutilante. Pero sí una tarea cumplida. Lo suficiente como para ponerlos a salvo de críticas estúpidas y malintencionadas. O bueno, un poco a salvo, por lo menos.
Pero resulta que a lo largo del Mundial, y muy a pesar de mi esencial pesimismo, me he ido entusiasmando. Porque salvo en el primer partido contra Arabia Saudita la Selección Argentina ha jugado bien, muy bien. Ha intentado ganar cada uno de los otros seis partidos. Y lo ha intentado apelando a un recurso muy simple y muy noble (si se me permite relacionar algo tan sencillo como un deporte con un concepto tan complejo como la nobleza): atacando, atacando mucho, intentando meter todos los goles posibles en el arco rival. ¿Es la única manera legítima de jugar al fútbol? No. Creo que hay varias. Pero esta es una manera que, además de legítima, es bella. Y los seres humanos no andan haciendo tantas cosas bellas como para que uno, al ser testigo de alguna, la pase abiertamente por alto.
Así ha sucedido contra México, y contra Polonia y contra Australia. Y después contra Países Bajos (me genera mucha nostalgia saber que de aquí en adelante ya no puedo llamarlos Holanda), contra Croacia y hoy mismo, contra Francia. A todos esos equipos Argentina le ha convertido dos o tres goles. A todos, sin excepción.
De modo que no sólo quiero que Argentina salga campeón porque quiero. Lo quiero porque siento que es lo más justo. Por su cuerpo técnico y por sus jugadores. Y sobre todo, por Messi. Llevo muchos años deseando que Messi sea campeón del mundo. Porque esa, que Messi sea campeón del mundo, es otra cosa que me parece justa. No sólo porque se trata de un jugador extraordinario. Sino porque llevo muchos años discutiendo con numerosos compatriotas que han preferido juzgar a Messi desde la cima de esa forma espuria de la nostalgia que es el resentimiento. «Será bueno, pero en la Selección es un desastre». «Será grandioso, pero no tiene nada que hacer al lado de Maradona». Estoy harto de esas frases. Más de un asado se me ha quedado atragantado en las discusiones que he sostenido al no estar dispuesto a dejar pasar afirmaciones como esas. El mío es un país de duelos irresueltos, de machaconerías patológicas, de idolatrías rancias. Somos así en la política, en la historia, en el arte… ¿por qué no lo seríamos también en el fútbol? Pero que seamos así no me resulta consuelo suficiente. Llevo muchos años compadeciéndome de ese chico por las comparaciones estériles que ha tenido que tolerar. Muchos años deseando que salga campeón del mundo como para que pueda decirle a esos que lo denigran (que pueda decirles es una figura retórica, porque es un chico más bien callado, y no me lo imagino discutiendo con sus detractores) «si conseguí salir campeón del mundo, tan malo no debo ser». Esa es la respuesta final que le atribuyo. Sé que no va a decirla. Pero me gustaría verlo sonreír mientras lo piensa.
Cierro la puerta del auto. ¿Pienso todo eso mientras enciendo el motor en esta calle que está volviendo a quedarse desierta? No estoy seguro. Muchas veces nuestros pensamientos se repiten. Se hacen eco, unos con otros, y pensar en algunos eslabones de una cadena de pensamientos es como pensar en la cadena entera. Y lo mismo sucede con los sentimientos que nos despiertan esos pensamientos. Pensar en cierta cadena de cosas nos despierta un conjunto de sentimientos, que nos asaltan al unísono.
Ya no queda nadie en las calles ni en los balcones. Todos, naturalmente, han vuelto adentro para no perder detalle de lo que viene. ¿Cuánto dura una tanda de penales? ¿Siete minutos? ¿Quince? No lo sé. ¿Cuánto durará esta tanda en particular? Nunca he sido capaz de medirlas. Ni las que he mirado ni las que he padecido sin verlas.
La definición contra Países Bajos -que para mí sigue siendo Holanda- la seguí sentado en un banco de la plaza, mirando pasar un par de trenes. Viendo trenes pero escuchando a mi alrededor. Los gritos de júbilo con las atajadas de Martínez, los gritos de gol de cada penal de Argentina, los silencios angustiados que se intercalaron entre los unos y los otros. Me sentí como el personaje de La observación de los pájaros, ese cuento inmortal de Roberto Fontanarrosa, cuyo protagonista interpreta las minúsculas señales del universo para comprender el incierto resultado de un partido de fútbol.
Pero no quiero repetir exactos mis ritos de hace ocho días. ¿Y si malinterpreto alguna señal? ¿Y si me alegro cuando debería entristecerme? ¿Y si concluyo que hemos salido campeones cuando, en realidad, hemos sido derrotados? No podría perdonarme semejante error. La equivocación inversa, sí. No tengo problema en entristecerme primero y que la realidad me desmienta después. Es un camino que vale la pena transitar. Porque tiene un final feliz. El problema es el camino inverso. ¿Cómo voy a sentirme si por un segundo me creo campeón del mundo, y después resulta que ganó Francia? No. No puedo permitirme una decepción de ese tamaño.
Enciendo el motor mientras pienso cómo ponerme a salvo de esos errores de interpretación. La respuesta: voy a aislarme de todo, hasta que las señales del exterior sean absolutamente inequívocas. Que sea lo que Dios quiera, pero que sea sin vuelta atrás, sin falsas expectativas, sin alegrías muertas al nacer.
Voy a conducir por una Castelar desierta, pero al mismo tiempo necesito evitar cualquier sonido exterior. El modo de aislarme será la música. Música a todo volumen. Pero acá surge otro problema: ¿qué música voy a escuchar? No puede ser cualquier canción. No puede ser una canción que me guste mucho, por una razón simple: si al final de la aventura resulta que perdemos, el resto de mi vida voy a asociar esa canción con la peor de las derrotas y la mayor de las desilusiones. No hay tantas canciones hermosas. Por lo tanto, no puedo malgastar una de ellas en la fogata de este proyecto estúpido en el que acabo de embarcarme. No señor. Se me ocurre una solución: una música que me guste tanto, pero tanto, y que haya escuchado tantas, pero tantas veces, a lo largo de mi vida, que pueda estar blindada frente a todos los desengaños. Aún frente a éste posible desengaño monumental. Será música clásica, porque es la música de mi niñez, la que mi mamá escuchaba a todas horas mientras trajinaba en el trabajo de mi casa. Cocinaba con música clásica, cosía con música clásica, limpiaba con música clásica. Esa es la música de mi niñez. Esa es la música de mi vida. No es casual que hoy, mientras escribo, siempre lo haga escuchando música clásica.
Abro en el teléfono la aplicación de Spotify. Será entonces música clásica. No puede ser Mozart. No sé por qué, pero no puede serlo. Tampoco Brahms. Ni hablar de Bach o de Vivaldi. No me decido. Tengo que apurarme porque necesito empezar a moverme. Ya deben haber empezado los penales. Beethoven. Bien. Vamos con el bueno de Ludvig. Elegido Beethoven me resulta fácil definir el resto: el primer movimiento de la quinta sinfonía. Algo que a la vez es bellísimo, y tremendo, y absoluto y categórico.
Arranco envuelto en esa música. El volumen es tan alto que los vidrios vibran. Avanzo en una cápsula de sonido por calles completamente desiertas. Al alejarme de la estación de trenes, el centro y sus edificios, mi soledad es absoluta. Es cierto que detrás de las paredes de cada casa hay personas mirando el desenlace. Pero no las veo. No las oigo. A mis espaldas, a diez, a doce, a quince cuadras, mi mujer y mis hijos están mirando también. Qué ganas enormes siento de que ellos salgan campeones del mundo. Que sumen éste al resto de sus recuerdos felices. Como me sucede a mí, y a los de mi generación, que vimos dos veces campeón a la Argentina. Y de nuevo me asalta la ansiedad de la desilusión. Yo los vi entristecerse en 2014. ¿Y si ahora vuelve a burlarlos un capricho del destino?
El primer movimiento de la 5ta. sinfonía sigue adelante. El mundo, a mi alrededor, sigue desierto. ¿Qué significa eso? ¿Y si pongo la radio para saber qué sucede en Qatar? No. No se cambia de caballo en mitad del río. ¿Pero por qué nadie sale a la calle? ¿Puede ser que todavía estén pateando penales? ¿Cuánto tiempo lleva esta definición? ¿Cinco minutos? ¿Siete? ¿Quince?
Decido que la demora de las señales es la peor de las señales. Si hubiésemos ganado la gente ya estaría saliendo de las casas. Es así. Punto. Pienso en mi familia frente al televisor y decido que tengo que volver a estar con ellos. Doy vuelta en la siguiente esquina mientras me desborda la tristeza. Tengo que volver rápido a la casa de mi hijo. Abrazarlos a él, a su hermana y a su madre, teniendo el cuidado de no decir nada. Abrazarlos y estar juntos en este momento de tristeza. Desde chico sé que hay momentos en los que sobran las palabras. Las palabras son algo bueno, casi siempre. De hecho me gano la vida con las palabras. Las de la Historia, en la escuela, y las de la ficción en los libros. Para recorrer las sinuosidades de la vida las palabras son algo bueno. Algo que sirve para entender mejor lo que sucede y lo que sentimos. Pero en los extremos, en algunas experiencias decisivas, las palabras dejan de ser útiles. En la cúspide de la felicidad y en el abismo de la tristeza, no sirven. Lo aprendí de muy chico, y trato de no olvidarlo. Hay situaciones en las que hay que callar. El lenguaje, frente a ciertos abismos, es casi una falta de respeto. Los seres humanos somos una especie edificada sobre el lenguaje, pero existen fronteras, ahí donde la vida es más vida, y cuando la vida es más muerte, en las que volvemos a ser lo que fuimos cuando nuestro cerebro no había aprendido a balbucir. Y el único modo de transitar esos senderos extremos es la compañía y el silencio. Por eso voy a volver, voy a estacionar, voy a estrechar a mi familia en un abrazo y a callar.
Beethoven sigue atronando en el auto. Media cuadra más allá, sobre mi izquierda, veo por fin trazos de vida humana. Un muchacho joven que lleva una bandera anudada como una capa, está abriendo el portón de reja de su casa. No salta, no grita, no festeja. Se limita a salir a la vereda y mirar alrededor. Me aproximo a ese chico. No puedo decir que aminore la velocidad, porque desde que salí vengo manejando a veinte o treinta kilómetros por hora. Mi viaje, mi viaje inútil, era un viaje para avanzar en el tiempo, no para recorrer una distancia.
Detrás del muchacho salen de la casa otros tres. Van igual de circunspectos. Alguno mira el suelo. Alguno mira las casas o el cielo. Me detengo a su altura. Bajo el volumen. Gracias, Ludvig. No hay desgracia humana que me haga dejar de escucharte. Nos vemos pronto, pero ahora tengo que preguntarle algo a estos chicos. Bajo la ventanilla.
El que lleva la bandera como capa me mira. Le hago un gesto de interrogación con la cabeza. Creo que no lo entiende. Hablo. «¿Cómo salimos?», pregunto, aunque estoy seguro de la respuesta. «¿No te enteraste?», me pregunta. Y la calma con que lo pregunta me reafirma en lo que sé, en lo que creo que sé, en lo que temo saber, en lo que odio saber.
El flaco se aproxima a mi ventanilla. Son ocho, diez, doce los pasos que camina. Pienso en mis hijos y en mi mujer. En que tengo que volver rápido, para asumir la tristeza todos juntos.
Pero de repente el mundo cambia. Porque las palabras son otras. No son las que espero. No son las que he anticipado. Los seres humanos estamos hechos para comunicarnos, pero eso no significa que estemos hechos para entendernos, o para interpretar de manera infalible los gestos de los otros. Ni los de un pueblo desierto a las tres de la tarde. Ni los de cuatro muchachos que salen a la calle, extenuados, a intentar entender lo que están sintiendo por primera vez desde que nacieron. El muchacho de la bandera como capa ya ha llegado a la altura de mi ventanilla. Nos miramos. Adelanta un brazo a través de mi ventanilla abierta y me apoya la mano en el hombro. Dice cuatro palabras. «Somos campeones del mundo». Eso es todo lo que dice.
Me largo a llorar. Los cuatro muchachos, como si mis lágrimas los sacasen del pasmo, empiezan a cantar cantitos de cancha. Sonrío entre mis lágrimas y me despido con un gesto. Subo el volumen. Empiezo a tocar bocina, pero ahora con las ventanillas abiertas. Necesito volver pronto a abrazarme con los míos. Acompañarlos en este día que, ahora sí, se convierte en una de las cimas de su vida y de la mía. Y de repente el mundo ha hecho click y se ha ajustado. Casi nunca las cosas son como sabemos que deberían ser. Hoy sí.