«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
La cancha del Rayo Vallecano tiene un aire a la de Argentinos Juniors. Está en un barrio, lejos del centro de Madrid, y las calles aledañas son tranquilas. Además, tiene tribunas sólo en tres lados de la cancha. Siguiendo con la comparación con la cancha del Bicho, en lugar de la calle San Blas y sus árboles lo que hay es un paredón y un edificio, y la gente se asoma a los balcones a mirar el partido. Y en eso se parece a la de Ferro. Qué cosa, eso de que uno siempre compara con lo que conoce.
Desde el centro de Madrid se llega en subte. Como quien va desde Plaza de Mayo hasta Caballito, estación más, estación menos. Subo las escaleras tratando de acostumbrarme a los ruidos, a los olores. No son los míos, claro. Faltan las humaredas de los puestos de choripán y el ruido de los bombos. Sin embargo, hay mucha gente en los alrededores del estadio. Toman cerveza en un par de bares y kioscos que están en la vereda de enfrente. Están llenos de gente, y eso me llama la atención, porque en la Argentina, para evitar los robos, los negocios cierran las rejas y atienden a través de ellas. Pero ahí, no. Entro a comprar una Coca de medio litro, para ver el asunto más de cerca. Me cuesta un euro, es decir, seis mangos. Bastante mejor que los quince que te cobran por un vaso de gaseosa adulterada en las canchas nuestras.
El Rayo juega contra el Real Madrid, y me cruzo con hinchas de los dos equipos. La proporción de camisetas es, más o menos, nueve del Rayo por cada una del Real. Van y vienen, despreocupados, alrededor de la cancha, mezclados, sin agredirse ni nada.
Me quedo quieto un rato para apurar la Coca, porque supongo que me harán tirar la botella antes de entrar, en el cacheo. A mi lado hay una señora mayor, de unos setenta años. Trajecito sastre, zapatos de taco, cartera haciendo juego. Combato mi timidez y le pregunto si va a ver el partido y me dice que sí, que no falta nunca. Y mirando con un poco más de atención, veo que hay mucha gente mayor, diseminada por ahí, esperando para entrar. Evidentemente, ir a la cancha no es un entretenimiento de riesgo, destinado especialmente a la gente joven apta para los apretujones, las corridas y los empellones de la Guardia de Infantería. A la cancha del Rayo va cualquiera. Incluso un adolescente japonés que llega, colgada del cuello, una cámara fotográfica con un teleobjetivo de treinta centímetros, que debe costar una fortuna equivalente a los alimentos necesarios para paliar el hambre mundial por varios meses. Me siento un poco tonto, yo que dejé el anillo de casado y el reloj en el hotel, por miedo a los choreos.
En la puerta de acceso me aguarda otra sorpresa. No hay cacheo. Una señora mayor me corta el talón de la entrada y me pide, eso sí, que deje el tapón de la gaseosa en un cesto de basura. Me excuso y me dispongo a apurar lo que me queda de líquido y me explica que no hace falta. Insiste con que simplemente le quite la tapa, que con eso es suficiente.
Subo las escaleras hasta la platea alta. Qué cosa. Eso de subir los escalones grises de cemento y, de repente, toparse con el verde furioso de una cancha de fútbol que refulge con el último sol de la tarde. Eso es igual de lindo en cualquier cancha, en cualquier país del mundo, me parece.
Fila cinco, asiento cuatro. Ahí me voy, ahí me encuentro, ahí me siento. En la popular, en cambio, la gente espera el partido de pie, sin hacer caso de las butacas. Tuve un largo debate íntimo, antes de sacar la entrada, el día anterior, sobre si sacar una popular o una platea. 40 euros la popu. 60, 75 y 80, las plateas. Descartadas rápidamente las más caras, hago la conversión correspondiente. 240 mangos la popu, 360 la platea alta. Me dije que muy pocas veces en la vida –tal vez nunca más– iba a tener la chance de ver un partido de fútbol en Europa. En un rapto de inconsciencia compré la platea. Puesto a elegir entre ver el calor de la hinchada, “los ultras” como les dicen allá, y ver mejor a esas superestrellas del Real, opté por la segunda opción. Estoy viejo, supongo.
Ahora, ya sentado en mi butaca, y resignados mis trescientos sesenta mangos, presto atención a los cantos. En general son más “recitados” que cantos. Sueltan una frase, hacen palmas, sueltan otra, palmas otra vez, para llevar el ritmo. De repente, me emociono al reconocer un cantito argentino. Es ese con música de Sergio Denis, cuyo estribillo dice algo así como “hoy querida mía, hagamos el amor con alegría”, y que es un hit perpetuo de las canchas nuestras. “Te quiero tanto”, se llama la canción. En Vallecas, la cantan con un “Vamos, Rayo, vamos, ustedes pongan huevos, que ganamos”, etc. Y yo no puedo evitar cierto orgullo argentino por nuestra influencia en la lírica mundial.
Los dos equipos hacen el calentamiento previo sobre el césped, media cancha para cada uno. Mensaje de texto de mi hijo, pidiéndome que le saque fotos a Cristiano Ronaldo. Como mi teléfono celular es de la época de la guerra de Troya, por más que enfoco y aplico el zoom, obtengo una imagen pésima, borrosa, en el fondo de la cual hay una manchita con dos piernas. Una pena, esta tecnología. Me vendría bien una cámara como la del japonés de más temprano, me lamento.
Cuando los jugadores del Madrid se encaminan al túnel para cambiarse, algunos hinchas del Rayo se aproximan a gritarles un poco. Pero no hay manga, ni alambrado, ni escudos policiales. Un par de gritos y listo.
Los equipos salen juntos para el partido. De nuevo los del Rayo cantan la de Sergio Denis. Alzo el cogote para mirar alrededor. Casi toda la gente que me rodea tiene camisetas o bufandas del Rayo Vallecano. La voz del estadio recita las formaciones. Silbidos para los del Madrid, acentuados cuando lo nombran a Mourinho. Dos palmadas cortas y rítmicas después de cada apellido de los locales. Di María es titular e Higuain va de suplente. El Chori Domínguez juega de arranque con los de Vallecas.
El partido empieza parejo, y yo opto de inmediato, a la hora de aplaudir, por el Rayo. Un poco por esta tendencia que uno tiene por simpatizar con el más débil. Y otro poco para llevarle la contra a mi hijo, con quien empezamos una fuerte polémica a través de los mensajes de texto. El Chori distribuye juego en el mediocampo. Pone un par de pases profundos para un delantero alto, jovencito, con pinta de rústico. Alonso está bien plantado de cinco en el Madrid. Cristiano espera bien pegado a la raya, apenas más allá de la línea del mediocampo. En un par de piques, lo deja pagando al marcador de punta. Mala señal, me digo, porque ya estoy convertido en un hincha del Rayo. Me reprendo por semejante toma de partido. Debería estar preocupado por Independiente, que no levanta cabeza y que viene de empatar con Quilmes. De hecho, seguiré preocupado por el Rojo, pero encima le sumo la preocupación inútil de que, con Di María, Cristiano se hace un picnic con el 4 y con el 2.
Dicho y hecho. A los quince minutos, Ronaldo manda un pase profundo por la banda izquierda, desborde de Di María frente al marcador de punta que queda con las piernas hechas una trenza, Benzema la toca a la red y uno a cero.
Tengo un sobresalto cuando el gordo que está sentado a mi derecha salta de su butaca y festeja el gol del Madrid. Lo grita y se abraza con su vecino. “Callate, gordo”, me digo para mis adentros. A ver si la cosa se pone brava y termino cobrando. Pero no pasa nada. Más allá, otro grupito festeja. Unas filas arriba, otros más. La gente del Rayo ni mosquea. Sacude la cabeza, sí, contrariada. Mi vecino de la izquierda se queja de lo lento que es el marcador de punta. Coincido con él, un poco porque sí y un poco para que advierta, por mi lamento, que no tengo nada que ver con el gordo que le acaba de festejar el gol en la cara. Que nunca está de más ser precavido, me digo. No tardo en recibir las burlas de mi hijo, que me gasta desde casa, en nuestro perpetuo conflicto Real Madrid–Barcelona.
El Rayo busca el empate. El Chori conduce. ¿Es impresión mía, o aún este equipo modesto y pequeñito de las afueras de Madrid intenta jugar con la pelota contra el piso y buscando a un compañero? Lo comparo con el dolor de ojos que me provoca, en general, el fútbol nuestro. Y como no quiero convertirme en el típico argentino envidioso de lo que en la patria no se encuentra, no sigo con esa línea de pensamiento.
El Madrid mete un par de contras terroríficas, pero el arquero resuelve bien. El gordo del Madrid sigue festejando cada avance, y yo sigo pidiéndole tácitamente que se calle y se quede sentado, porque sospecho que tarde o temprano va a agotar la paciencia de los locales. Casillas resuelve un entrevero en el área y termina el primer tiempo. Mi hijo, que me tiene definitivamente alquilado, sigue gastándome por mensaje de texto. Me prometo, al volver a Buenos Aires, secuestrarle el celular por tiempo indefinido.
Cuando los equipos vuelven a la cancha para la segunda mitad, un nene de diez, doce años, se pone de pie para aplaudir a Cristiano Ronaldo. Es gordito, flequilludo, con cara de pocas luces. Candidato a que lo gasten, a que lo manden callar, a que le digan algo por esa devoción por el odiado ídolo visitante. Pero no pasa nada. Otra vez, y van cincuenta, no pasa nada. Los cientos de hinchas del Rayo aceptan que el pibe es del Madrid y que tiene ganas de aplaudir a su héroe. Y cada cual sigue en lo suyo.
En la popular, los “ultras” despliegan una pancarta criticando a Esperanza Aguirre, hasta hace unos días alcaldesa de Madrid. Ella es de derechas, y Vallecas es un barrio socialista.
El Rayo sigue buscando, tiene un par de aproximaciones, y el Madrid se para de contra. En una de esas contras, el árbitro cobra un penal dudosísimo. La gente del Rayo se indigna de pie. El gordo festeja por anticipado, también de pie. Cristiano lo patea con clase y pone el dos a cero. El gordo vocifera. Ahora sí, me digo. Ahora lo embocan. Y de paso, me ligo un par de piñas de rebote. “Así, así gana el Madrid”, corea la hinchada del Rayo, denunciando la prepotencia de los ricos. Pero lo gritan hacia la cancha, hacia el equipo vestido de blanco. No se lo gritan al gordo. Y el gordo, por su parte, no se indigna con el grito. Cada cual hace lo suyo, es decir, lo que quiere y lo que tiene ganas, y lo que siente y le sale.
Al Madrid le anulan un gol. El Gordo se queja. Mi vecino de la izquierda, con su bufanda del Rayo, le explica que estuvo bien anulado. El gordo insiste. El otro también. Sacuden la cabeza, y dan por zanjada la discusión. Por supuesto no van a ponerse de acuerdo. Pero, otra vez, no pasa nada. Son dos tipos mirando el mismo partido, separados por una butaca –ocupada por un pelado argentino que, en esto sí, les tiene una envidia desbocada–. Y pueden hablar de fútbol y seguir mirando.
La gente del Rayo sigue alentando. Gritan “se puede”, entre palmas, como hacen ellos. El Chori se va reemplazado y aplaudido. Mi hijo me gasta por lo bien que Cristiano pateó el penal. Nobleza obliga, le contesto que tiene razón.
Entra Higuain. Con espacios, Cristiano refuerza el picnic por el lado izquierdo. Le sirve un gol hecho al Pipita, que le pega desviado. Cristiano se da vuelta, hace un gesto de fastidio con los brazos. “Lo manda en cana”, digamos, y yo me anoto una razón más para que el virtuoso portugués me caiga un poco peor cada día. Tres minutos después se da la inversa. Centro bajo del Pipita, y Cristiano con todo el arco libre la hace rebotar en el palo. Higuain lo aplaude, de todos modos. Bien, Pipita. Enseñelé, a ese maleducado.
Los del Rayo aprovechan la chambonada de Cristiano. Al unísono, le gritan “Ton... to. Ton... to”, con un ritmo una sincronización envidiable. Diez, doce veces. Después lo cambian por “Tris... te. Tris... te”. Otra decena. Al final, para mi alegría, lo cambian por “Me... ssi. Me... ssi”. Me apresuro a mensajearle la circunstancia a mi hijo. Algo de revancha, después de todo.
Termina el partido y los del Rayo aplauden. Los del Madrid se incorporan, satisfechos. En cinco minutos se vacían las tribunas. Claro, acá no hace falta que la policía encierre a los locales, como si fueran bestias de la selva, para alejar y poner a salvo a los visitantes.
Me tomo el subte donde están, naturalmente, todos mezclados. Y no puedo evitar cierta envidia del modo en que esta gente convive y se tolera. Y la tristeza de que nosotros no sepamos hacerlo.
Corrijo. En realidad no es que no sepamos. Alguna vez supimos. Hace veinte años la gente podía convivir en una tribuna. Y gritar los goles. Y salir de la cancha al mismo tiempo. Y mezclarse afuera del estadio, antes y después de los partidos. Pero lo perdimos. En algún momento, por imbéciles, nos convencimos de que el amor era “el aguante”, y que el único trato que merece el que es distinto es la burla, la violencia y del desprecio.
No me interesa que las canchas argentinas tengan la asepsia de los quirófanos, ni que la gente mire los partidos con la admiración circunspecta del público de la ópera. Pero sí quiero ir a una cancha donde las señoras grandes puedan ir con tacos y con cartera, y los pibes puedan aplaudir al que se les dé la gana, y pueda cruzarme con los policías sin temor a un bastonazo nacido de la desconfianza o el resentimiento.
Si fuese así, si fuésemos capaces de convivir como gente, me banco cualquier cosa. Hasta el vaso de gaseosa aguada a quince mangos. Hasta esos matungos que te hacen doler los ojos, porque no pueden poner dos pases seguidos. Hasta esas sucesiones de ocho cabezazos y catorce despejes a dividir, mirá lo que te digo.
El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Me quedé parado, pensando en si había alguna posibilidad real de no atender el timbre, pero el partido se escuchaba en toda la casa, así que apagué el televisor y fui a abrir.
—Silvia —dije.
—Hola —dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada—. Tenemos que hablar, Martín. —Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil. Ella se sentó también.
—No va a gustarte. Es… Es fuerte —miró su reloj—. Es sobre Sara.
—Siempre es sobre Sara —dije.
—Tu hija tiene serios problemas. Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto, pero no hay tiempo para eso. Te venís a casa ahora mismo y lo ves con tus propios ojos. Le dije que irías. Sara te espera.
—¿Qué pasa?
—No va a tomarte ni veinte minutos. No quiero escucharte decir después que ella no te integra a su vida y toda esa mierda.
Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Yo tomé mi abrigo y salí tras ella.
Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando del balcón matrimonial. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba sentada en el sillón. Aunque ya había terminado las clases ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que, aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, ahora se la veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:
—Hola, papá.
Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba muy mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí de habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros —de unos setenta, ochenta centímetros—, que colgaba del techo, vacía.
—¿Qué es eso?
—Una jaula —dijo Sara, y sonrió.
Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.
—Martín. Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.
—Ya, Silvia, dejame de joder. ¿Qué pasa?
—La tengo sin comer desde ayer.
—¿Me estás cargando?
—Para que lo veas con tus propios ojos.
—Ajá… ¿estás loca?
Me hizo una seña para que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
—¿Qué le pasa a tu madre?
Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Tenía el pelo negro y lacio, atado en una cola de caballo, y un flequillo prolijo que le llegaba casi hasta los ojos.
Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de la nuca, y fue hasta la jaula dando un brinco de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos llenas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y se pondría a echar culpas y directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada algunas veces. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia dijo que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento de acompañante. Esperé a que volviera y cerrara la puerta.
—¿Qué mierda…?
—Te la llevás. —Fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.
—¡Dios santo, Silvia, tu hija come pájaros!
—No puedo más.
—¡Come pájaros! ¿La ha visto un médico? ¿Qué mierda hace con los huesos?
Silvia se quedó mirándome, desconcertada.
—Supongo que los traga también. No sé si los pájaros… —dijo y se quedó pensando.
—No puedo llevármela.
—Un día más con ella y me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.
—¡Come pájaros!
Fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara para volver a ser un hombre común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado, frente a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que, si se sabe de personas que comen personas, entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista era más sano que la droga, y desde el social, más fácil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiéndome come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.
Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija —que habían guardado en el baúl—, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le señalé el cuarto de arriba. Después de que se instaló, la hice bajar y sentarse frente a mí, a la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.
—Comés pájaros, Sara —dije.
—Sí, papá.
Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:
—Vos también.
—Comés pájaros vivos, Sara.
—Sí, papá.
Pensé en qué se sentiría al tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, y me tapé con la mano, como hacía Silvia.
Pasaron tres días. Sara se quedaba todo el tiempo sentada, erguida en el sillón con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me la pasaba consultando en Internet infinitas combinaciones de las palabras «pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al público, con los ojos bien abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, revoleándome en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá sería una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.
El cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Los dos sabíamos qué pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.
—Yo me encargo de esto —dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo agradecí profundamente.
En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras y lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba al supermercado dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un chango y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón, yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara y entonces decía:
—Permiso, papá.
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las canillas del baño, y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama.
Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se la veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día ejercitando bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta de la cocina. La recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y la tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iba con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.
Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Que no podía visitarnos significaba que no podría traer más cajas. Me preguntó si me arreglaría sin ella. Yo le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí.
Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, después volvió a la programación.
Al día siguiente, antes de volver a casa pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del super por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué se trataba. Leí con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección de mascotas y me quedé ahí pensando en qué haría a continuación. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron en los alto parlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la sección de enlatados.
Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto; no había subido desde que ella había llegado, quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.
La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada y regresó al mostrador.
En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
—Hola, Sara.
—Hola, papá.
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se la veía tan bien como en los días anteriores.
—Papi… —dijo Sara.
Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen del televisor, dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí estaba, con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.
—¿Qué? —dije.
—¿Me querés?
Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. ¿Era mi hija, no? Y aun así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex mujer hubiera considerado «lo correcto», dije:
—Sí, mi amor. Claro.
Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto de la programación.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida; parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
—Sí, papá.
—¿Por qué no salís un poco al jardín?
—No, papá.
Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando de que Sara no me escuchara dije en el contestador:
—Es urgente, por favor.
Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:
—Permiso, papá.
Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor y fui hasta el teléfono. Levanté el tubo una vez más, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación variaban de una especie a la otra. Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor y, en la tapa, un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente y una bolsa gratis de alpiste que no acepté.
Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero ninguno de los dos dijo nada. Se la veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas treinta cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas —de modo que no ocuparan tanto espacio— y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se oyeron sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más amenos posible. Oí un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.
Para que usted tenga una idea de qué tipo de futbolista era ese muchacho, le cuento que jugaba llorando. Pero no le digo llorando porque protestaba o porque se la pasaba quejándose a los árbitros o esas cosas que nos han dado a los argentinos la fama de llorones, no.
El Loco Cansino lloraba en serio, con lágrimas, desconsoladamente, mientras llevaba la pelota. Yo lo he visto. Parece algo digno de risa pero créame que era una cosa bastante impresionante. Cómo decirle… angustiante.
Cansino entraba a la cancha muy serio, no sé si concentrado o qué, pero usted lo veía serio, el ceño fruncido, con la vista perdida sobre el césped, parecía que no se fijaba ni en los adversarios ni en la gente que había ido a la cancha. Y le aseguro que por ese entonces iba muchísima gente a la cancha de Sparta, muchísima. Porque tenía un equipazo. Jugaban el Gringo Talamone, el Negro Oroño, Sebastián Drappo, que después fue a Racing, la Garza Olmedo, que era el arquero, y otros más que ahora escapan a mi memoria pero que ya me voy a acordar.
Pero la figura, la figura, era Cansino sin duda alguna, el Loco Cansino. Y mientras el partido iba bien, digamos, mientras no fueran perdiendo, Cansino se mostraba normal, calmo, tranquilo. Jugaba ahí, en su punta, participaba poco del juego, la pedía de vez en cuando, al estilo de los viejos punteros derechos, que no se movían de al lado de la raya. Hasta daba la impresión de ser un poco frío, de no interesarle demasiado el partido.
Pero si los rivales hacían un gol, se ponían en ventaja, ahí Cansino se ponía a llorar.
No le voy a decir que se ponía a llorar de golpe, de repente. Pero era una cosa como que entraba a hacer pucheros, a aspirar aire, a fruncir la cara, y ya la gente empezaba a prestarle más atención a él que al partido porque sabía que Cansino se iba a largar a llorar.
Era una cosa bastante dramática, permítame que le diga. Bastante dramática.
«¡Aguante, Cansino! ¡No es nada, Loco, ya van a empatar, no llores!» lo alentaban desde la tribuna, porque a la gente le daba no sé qué verlo así, tan sentido. Pero se largaba a llorar nomás, como los chicos. Y le cuento que Cansino, cuando pasó por Sparta ya andaba cerca de los 30, debía ser un muchacho de 28, 29 años.
Le juro que entonces, ya perdiendo uno a cero, se venía para el medio, era como que no podía esperar a que la pelota le llegase a la punta. Se venía para el medio y empezaba a conducir el juego, pero no dejaba de llorar, desconsoladamente lloraba, daba pena verlo pobre muchacho. Era algo desgarrador mirarlo correr con la pelota, levantando la cabeza para localizar a sus compañeros, saltando sobre las barridas de los rivales y llorando a moco tendido, la boca abierta, colorado por el esfuerzo, las venas del cuello hinchadas a punto de reventar.
Lo notable es que los árbitros no sabían cómo tratarlo, no hay en el reglamento ninguna regla que estipule que un jugador no puede jugar llorando. Que no pueda insultar, sí, está contemplado, o gritarle al referí, bueno, vaya y pase (o como ahora que no está permitido seguir si un jugador está sangrando), pero nunca el reglamento dijo algo sobre un jugador que llorara. Lo dejaban, entonces.
Me acuerdo que hubo un arbitro muy grandote, el Inglés Mackinson, que la primera vez que lo vio así trató de consolarlo porque él mismo, Mackinson, ya tenía los ojos enrojecidos, vidriosos. Vio usted que hay gente que cuando ve llorar a otra persona, llora también. Paró el partido y le habló, agarrándolo de un hombro, paternalmente.
Pero no hubo caso, Cansino se contuvo un momento, tratando de aspirar hondo para cortar los sollozos; apenas reanudado el juego empezó de nuevo a pucherear y enseguida volvió al llanto.
Se imagina que a la hinchada de Sparta la cosa mucho no le gustaba porque era motivo de la risa de las otras hinchadas. De las risas y de las cargadas. Si hasta llegaron a decirles » los llorones» a los hinchas de Sparta, por causa de Cansino.
Por otra parte, en esos momentos era cuando Cansino, desesperado por el resultado adverso, podía conseguir los milagros más conmovedores, futbolísticamente hablando. Era ahí cuando se hacía dueño de la pelota y podía dar vuelta un resultado con una facilidad asombrosa. Gambeteaba de a cuatro, de a cinco rivales, hacía jugadas que yo, después, no he visto hacerlas a nadie, podía dar vuelta un partido él solo aunque fuera perdiendo por 3 ó 4 a o (cero).
Después, cuando Sparta lograba empatar, Cansino ya se calmaba. Casi ni gritaba el gol del empate, le digo. Se abrazaba con sus compañeros, eso sí, y se limpiaba los ojos con la manga de la camiseta. O con un pañuelo mugriento que siempre llevaba en la media. En ocasiones los mismos árbitros le alcanzaban un pañuelo y en una oportunidad lo vi secarse los ojos con el banderín del córner luego de lanzar el centro que determinó la paridad en el marcador.
«Escaso nivel de resistencia ante la adversidad», así me lo definió el doctor Suárez una vez que le pregunté, preocupado, por el caso de Cansino. Porque, indudablemente, como periodista deportivo del matutino «Democracia», el caso me interesaba.
Consulté a Suárez, asimismo, y ya en otro orden de cosas, si había alguna condición física, alguna anomalía incluso, que generara esa capacidad que Cansino tenía para la gambeta. «A veces se presenta una distorsión congénita -recuerdo perfectamente que me dijo el doctor Suárez, médico del Sparta- que genera una apreciable diferencia entre un hemisferio del cerebro y el otro, lo que produce en el paciente una distinta captación del tiempo y el espacio. Esto, en algunos casos, motiva una distinta relación en el equilibrio, y es por eso que Cansino puede intentar algunas cabriolas, o recuperar la vertical en una forma totalmente imposible para el resto de los mortales».
Alguna explicación de ese tipo debía de haber porque era insólito lo que hacía este muchacho en la cancha. La ley de gravedad no parecía existir para él y a veces uno sospechaba que tenía un radar de ésos que tienen los murciélagos dada su capacidad para no chocar contra los objetos sólidos. Pasaba entre una multitud de piernas, zigzagueando, sin tocarlas, cambiando el ángulo de su carrera a medida que lo iban bloqueando, modificando incluso su volumen corpóreo como si fuese líquido, como si fuese de mercurio, en procura de evitar los choques.
Era, por supuesto, imprevisible, y por eso le decían «El Loco». Podía arrancar, de pronto, hacia su propio arco, como si hubiese perdido el sentido de la orientación, como esas tortugas que ante explosiones atómicas han perdido la brújula genética que les indica dónde se encuentra el mar. O, de repente, llegaba hasta la línea de fondo y echaba el centro hacia el lado de afuera de la cancha, estrellándolo contra el alambrado. Para no contar las veces en que, de repente, se iba de la cancha, murmurando cosas, hablando solo, hasta meterse en el túnel.
Nadie se animaba a decirle nada porque, por sobre todas las cosas, Cansino era muy manso, muy buen muchacho, muy dócil. Le digo esto porque un par de veces yo fui a hacerle alguna entrevista a los entrenamientos y me atendió con mucha cordialidad. Pero, eso era cierto, se le notaba que no era un muchacho muy normal. O, digamos, yo ya comencé a percibir que, en él, se estaba desencadenando lo que después terminó como terminó.
La primera vez que le hice un reportaje fue acá en el centro, en el Hotel Italia, donde él paraba. Recuerdo que nos sentamos a tomar un café y me esquivaba la mirada. Otro detalle que recuerdo perfectamente, porque me impresionó mucho, fue que transpiraba. Transpiraba muchísimo, y era pleno invierno. Yo le hice una pregunta y no me contestó, no me contestó nada.
Había empezado a mirarme con cierta molesta fijeza. Pensé que no me quería contestar aquella pregunta que ya no recuerdo pero que, sin duda, era una pregunta absolutamente convencional y tonta, como ser dónde había nacido o cosa así. Intenté entonces con otra, que tampoco me contestó. Opté por una tercera, ya francamente incómodo e inseguro: considere usted que yo era un pibe de poco más de 20 años. A la quinta pregunta, Cansino modificó un poco su postura en la silla, me señaló su oreja izquierda y me dijo: «Hábleme de este lado, porque no escucho nada con el otro oído». Yo le había estado hablando sobre el oído sordo.
De ahí en más pude hacerle la entrevista y me encontré con la sorpresa de que era un hombre muy culto. Me habló de los inconvenientes que debe superar un joven de clase trabajadora para acceder a los primeros niveles en el orden del deporte, del fino y personalizado trabajo artesanal que hay en la confección de una pelota de fútbol, del elevado porcentaje de lactosa que se encuentra en un litro de leche de vaca y de la reconstrucción de la ciudad de Constantinopla luego de haber sido destruida por la Cuarta Cruzada a los Santos Lugares.
Era un poco errático en materia de conversación, lo admito, pero muy interesante. Lo del oído lo comenté después con el doctor Suárez y él me corroboró que ese tipo de disminución auditiva influía en gran medida en el sentido del equilibrio, tema que ya habíamos tocado en relación con la gambeta. Había algo inconexo en él; debido a eso, había un quiebre del equilibrio o de la inercia que lo hacía imprevisible.
En aquel campeonato regional del año 37, gracias a Cansino, Sparta se prendió en las primeras posiciones, cosa que nunca había conseguido. Pero a medida que se acercaba la definición del campeonato, la conducta de Cansino se hizo más y más extraña. Nunca se mostró agresivo o violento, pero siempre daba la nota con algún detalle fuera de lo común o medio raro. Salía a la cancha, por ejemplo, con una toalla rodeándole el cuello, como si recién se hubiera bañado. Había referís que se la hacían quitar, otros se hacían los distraídos, pero no era un detalle que pasara desapercibido pese a que le estoy hablando de una época en que los árbitros dirigían con saco y, a veces, los arqueros usaban sombrero, pero sombrero de fieltro, funyi.
Por esa época, Cansino empezó a escuchar voces, afirmaba que escuchaba voces que le hablaban en otros idiomas. Y lo que era más raro, las escuchaba en el oído sordo. En Sparta lo tenían entre algodones, preservándolo para la final, especialmente el ingeniero Wernicke, el presidente del club. Wernicke, muy preocupado, me decía: «Yo fui el que lo traje al club. Y cuando lo contraté sabía que le decían «El Loco», como se les dice a tantos wines derechos, pero no sabía que era loco de verdad».
Hacía bien en preocuparse Wernicke, quien además quería mucho a Cansino. En la semana previa al partido final contra Deportivo Federación, Cansino empeoró. Lo encontraron una noche caminando desnudo por las terrazas en la manzana de la pensión donde vivía. Dijo que estaba entrenando. O caminaba por calle Córdoba señalando con dedo índice hacia el cielo, vocalizando como si hablara pero sin emitir sonido. La gente no le decía nada porque lo reconocían. Lo reconocían porque andaba siempre con la camiseta de Sparta puesta, debajo del saco y la corbata.
Dos días antes del partido me enteré que lo habían llevado a un manicomio. Una cosa muy mesurada, hecha bajo cuerda para que no tomara estado público, pero con la intención de que lo trataran, lo sedaran, procurando que para el domingo estuviera bien. Un tratamiento rápido, por supuesto, de shock se diría ahora.
El sábado lo fui a ver, con una curiosidad más humana que periodística. Le estoy hablando de una época en que había menos canibalismo periodístico, no existía esa compulsión hacia los escándalos y las noticias rimbombantes. De ser así… ¿cuántos periodistas hubieran dado lo que no tenían para disponer de una primicia como la que yo sabía, revelada por el propio presidente del club?
Me fui a Oliveros, entonces, donde había por entonces, una pequeña casa de reposo, de salud. Y ahí estaba Cansino. Le habían hecho un tratamiento de electroshock que le había chamuscado casi todo el pelo. Él tenía un pelo bastante mota, renegrido y, cuando yo llegué, todavía le humeaba. Se imagina usted que, por esos años, no había un cabal conocimiento del manejo de la energía eléctrica y esos tratamientos se hacían un poco a lo bestia. Le conectaban unos alambres, le humedecían la ropa para que hubiera una mejor transmisión de la corriente y ahí le sacudían. Cuatro, cinco veces, las que fueran necesarias. El doctor que estaba a cargo del establecimiento me dijo que también le habían suministrado unas inyecciones de láudano, tilo y mercurio, para tranquilizarlo. También me contó que indudablemente la práctica del fútbol había empeorado la disfunción mental de Cansino, aquella descoordinación entre un hemisferio cerebral y el otro, de la cual me había hablado Suárez.
«Cada vez que este muchacho va a cabecear, y cabecea -me dijo-, el cimbronazo del impacto descoloca un poco más la armonía entre un hemisferio y el otro, haciendo más grande la grieta entre ambos».
De todos modos, la verdad es que Cansino lucía tranquilo, calmo. Se paseaba entre los otros pacientes con una sonrisita por esa especie de parque que tenía la clínica. Me reconoció enseguida y fue muy cordial conmigo. Me dijo que iba a jugar al día siguiente, que estaba perfecto. Me preguntó si yo sabía idiomas, porque creía reconocer la voz mía entre las voces que solía escuchar, habiéndole en portugués. Le dije que no, que lamentablemente sólo hablaba castellano. Incluso en un rasgo de sensatez me consultó cuál sería la formación del equipo de Sportivo Federación al día siguiente, y si había llegado al país en el dirigible Hindenburg. Ahí la pifiaba feo porque Federación era un club de acá nomás, de Roldan. Pero no lo encontré mal, dentro de todo.
Al día siguiente, el domingo, fui a la cancha. Había un gentío impresionante. Era la final, creo que ya le dije. Y el Loco Cansino salió con el equipo, lo que provocó una algarabía enorme entre la hinchada de Sparta porque algo había trascendido sobre su internación y había rumores de que no iba a jugar. Humeaba un poco, todavía, o al menos así me pareció a mí, pero también es posible que haya sido ese vapor que se desprende de los jugadores cuando están transpirados por el calentamiento previo y salen al frío del invierno.
Eso sí, lo noté algo descoordinado en los movimientos. Se hizo la señal de la cruz -yo no sabía que era tan católico- tocándose la frente, un hombro, una cadera, la rodilla derecha y el otro hombro. Luego se le producía un estremecimiento facial, una contracción como la que ocurre cuando uno bebe algo muy ácido. Pero estaba bien.
La cuestión es que empezó el partido y Federación metió un gol, así nomás, de arranque. Y, por supuesto, curado o no curado, contenido o no contenido, el Loco se largó a llorar, lo que produjo la burla, la cargada, el sarcasmo de la hinchada rival que había llegado en buen número.
Era algo contradictorio porque, como ya le he contado, Cansino lloraba y metía pierna como el que más, trababa más fuerte que ninguno y gambeteaba a cuanto rival se le cruzara. Sin embargo, todo su esfuerzo fue en vano. Cerca del final del primer tiempo, Federación metió el segundo gol. Era más equipo, buscar otras explicaciones sería faltar a la verdad. Más equipo. Empieza el segundo tiempo y el Loco estaba desatado.
Lloraba y metía centros, lloraba y pateaba al arco, lloraba y eludía a los adversarios. Cerca de los 20 minutos hizo una jugada bárbara y se metió en el arco con pelota y todo: 2 a 1.
En eso, yo, que estaba agarrado al alambrado, cerca de los palcos para la prensa y las autoridades, entre el griterío de la gente escucho una sirena. Me doy vuelta y veo llegar, por detrás del estadio, una ambulancia, a toda velocidad. Enseguida entran al estadio un par de enfermeros, con el médico que yo había conocido en la casa de salud de Oliveros y se dirigen corriendo hacia el palco del ingeniero Wernicke. Me acerco, entonces, a riesgo de que me consideraran un entrometido. Y escucho que el médico le cuenta al ingeniero que Cansino había matado a uno de los pacientes de la clínica. Se suponía que lo había degollado con un vidrio durante la noche, pero había escondido el cuerpo bajo la cama de su propia habitación y los enfermeros recién lo encontraron al mediodía, cuando a Cansino ya le habían permitido volver a Rosario para jugar el partido. Según el médico, había que encerrarlo de inmediato porque era muy peligroso.
Yo vi la cara del presidente y comprendí de inmediato el intenso conflicto emocional que lo invadía en esos momentos. Cansino era fundamental para alcanzar el empate que les permitiría consagrarse campeones. Le pidió, entonces, le rogó, al médico, que le diera a Cansino diez minutos más de libertad. El médico accedió, en parte porque le gustaba el fútbol, y en parte porque estaba esperando la llegada de la policía para dominar a Cansino.
Diez minutos después, exactamente diez minutos después, Cansino hizo otra jugada extraordinaria y le sirvió el gol al Valija Molina, un nueve grandote que era muy bruto pero que siempre la empujaba adentro. Molina hizo el gol y, automáticamente, toda la hinchada de Sparta invadió la cancha, para festejar.
Fue lo que aprovecharon la policía y los enfermeros, junto con nosotros, para correr hacia donde todos los jugadores de Sparta celebraban apilados: una decisión providencial, creo. Cuando llegamos hasta la montaña de jugadores, debajo de dos o tres de ellos, Cansino, rojo, desencajado, estaba estrangulando a Sturam, al petiso Sturam, el cuatro de su propio equipo con un alambre de enfardar.
Se le tiraron encima los enfermeros, los policías y hasta el presidente mismo para contenerlo. Después la prensa, desinformada, acusó a la policía de parcialidad manifiesta por unirse en el festejo de la conquista. Lo cierto es que, en el remolino de gente, lo agarraron a Cansino entre muchos y se lo llevaron para el túnel.
El partido no pudo reanudarse, había mucha gente dentro de la cancha y en realidad faltaban nada más que dos minutos. Entre la algarabía de la hinchada, yo escuché las sirenas de las ambulancias y de la policía alejándose. Fue la última vez que pude ver a Cansino. El club notificó luego que lo habían vendido a Montevideo, hubo trascendidos de que se había retirado del fútbol. Pero lo cierto es que nadie supo nada más de él.
Quedó como un héroe, eso sí. Vaya usted y pregunte a los viejos hinchas de Sparta por el Loco Cansino y todos se van a llenar la boca de elogios hablándole de él. Yo estuve tentado un par de veces de irme para Oliveros porque tenía la sospecha de que lo habían vuelto a encerrar allí. Pero vio cómo son estas cosas, va pasando el tiempo, uno se ocupa de otras cosas, y al final no va nunca. Pero… qué wing derecho era el Loco… Qué wing derecho.
Santa Eulalia del Río Seco, comenzó siendo un caserío con ínfulas de pueblo, emplazado en un estrecho valle, flanqueado por altas montañas junto a un río rocoso de aguas limpias. Un caserío que con el correr del tiempo llegó a ser definitivamente un pueblo.
Cuando una epidemia se llevó a una buena parte de la población, habiendo quedado pocos y débiles, como para subir las escarpadas laderas hasta el antiguo cementerio, decidieron enterrar a sus muertos en un predio que se encontraba en la otra orilla del río, a la que se accedía a través de un viejo puente de piedra que se jactaba de ser romano.
El pueblo se recuperó y creció, y como resultado de una ecuación inevitable, a la que se le sumaron los pueblos vecinos, cuyos habitantes encontraron más cómodo el valle de Santa Eulalia para dejar a sus muertos, que la cima lejana de un monte, el cementerio también creció.
Nadie sabe a ciencia cierta con quién o cómo se originó la tradición de los monumentos fúnebres, que se volvieron cada vez mas pretenciosos.
Las cruces se convirtieron en estatuas de ángeles dolientes, que dieron paso a grandes piezas escultóricas; las lápidas a bóvedas y éstas a mausoleos.
Y así, el pueblo se hizo famoso por su espectacular cementerio. Llegó el momento en que los humildes campesinos trabajaban sin descanso para así ahorrar el dinero suficiente que les permitiera yacer en su eterno sueño, al modo de los reyes, dejando la vida en ello.
Reconocidos artistas atraídos por esta costumbre arribaron al poblado, compitiendo entre ellos por esculpir y erigir los mejores y mas regios monumentos.
Esto llamó la atención de los señores de la comarca, quienes se vieron obligados a hacer valer su estatus por sobre el de los campesinos, así que ellos también decidieron levantar allí sus últimas moradas, utilizando los servicios de grandes arquitectos y escultores.
El cementerio creció en la orilla oriental del Río Seco, obligando al pueblo a arrinconarse cada vez más contra la pared de la montaña en la orilla opuesta. Como si quisiera huir de la sombra que proyectaban las imágenes cada vez más gigantescas.
Con el paso de los años, el período de gloria comenzó a declinar.
Finalmente, las personas se dedicaron más a vivir sus vidas que a planificar sus días de muerte, y las nuevas tumbas fueron sencillas, efímeras, y tal vez por ello libres al no plasmar el dolor de la muerte en la eternidad de una roca.
Y llegaron nuevos tiempos, que trajeron progresos y estos progresos exigieron grandes cambios y sacrificios y el mayor recayó sobre Santa Eulalia del Río Seco.
Una represa en el río inundaría el valle por completo, cambiando así al pueblo y su cementerio por un lago.
Los vecinos que, en un principio se negaron a abandonar sus ancestrales casas, sus calles, sus prados y todo cuanto conocían, terminaron aceptando el nuevo pueblo que para ellos se había levantado en tierras altas, en la cara opuesta de la montaña.
Mudaron todo, la escuela, el ayuntamiento, la iglesia y la parte nueva del cementerio, pero a las grandes tumbas, de enormes monumentos, las dejaron.
Se adaptaron rápido al nuevo lugar, tal vez al principio, iban a lo que quedaba del valle y con nostalgia contemplaban a las montañas verdes reflejadas en el espejo de agua, pero comprendieron que aquello no era para ellos más que un nuevo paisaje y siguieron con sus vidas.
Una noche, cuando todo estaba en calma; en el silencio retumbó un clamor que hizo que la montaña temblara.
Al otro día, los empleados de la represa alertados por los pobladores, adelantaron la inspección periódica que hacían en el complejo.
No hallaron nada extraño, el muro de hormigón estaba intacto y las compuertas también, pero uno de los trabajadores que se encontraba en la calzada superior del embalse, alcanzó a divisar, colgadas de la escarpada ladera, aferradas a las rocas, como si estuvieran trepando, a cientos de estatuas de granito, bronce y mármol, que habían logrado escapar del fondo del lago.
Libro: Antología de realidades con pizcas de fantasía y viceversa (2018).
Fue un día que, no sé por qué, lo recuerdo nublado y pálido. Un día que guardo en la memoria como grabado a fuego y que, no sé por qué, me esfuerzo en olvidar; un día que hubiera preferido vivirlo del lado de enfrente; un día en que las explicaciones quedaron enterradas bajo la sombra de tres postes blancos y una línea de cal pintada con desgano.
La llegada a la cancha fue una prolongada procesión de pies arrastrados y esperanzas golpeadas, de santos que no escucharon las plegarias y de rostros resignados al filo brillante del verdugo.
Las puertas se abrieron y esta vez no había apuro, las banderas flotaban en el aire con el mismo orgullo que muestra el sentenciado cuando rehúsa un último deseo. El verde se veía muy gris, las redes parecían cansadas, el cemento no era más que cemento y los alambrados estaban aburridos por el tiempo que había pasado sin que la alegría los zarandeara.
Pisé el tablón en el mismo lugar de siempre, paso a paso, ese recorrido, que nunca se me había hecho tan largo, parecía retumbar como el eco de aquellas tardes en que las sonrisas y los ojos bien abiertos iban al encuentro de los presentes de siempre.
Subí más alto, a lo mejor porque quería estar un poco solo, a lo mejor porque quería estar más cerca del cielo para sentirme más acompañado.
El partido comenzó como un trámite sencillo, la explosión de la tribuna visitante no encontró la respuesta de siempre en la local. Un nudo en la garganta impedía que la tibia brisa de himnos futboleros acompañe los giros de la pelota y las ganas que los jugadores ponían a pesar del horizonte oscuro.
Pasó el primer tiempo y el descanso no sirvió para otra cosa que para gritarnos en la cara que eso no era un sueño. Mirar la camiseta con esos gloriosos colores parecía nublar la vista del más duro. Sentir que los buenos tiempos quedaban atrás emocionaba al más insensible y lo que antes era fiesta, ese día, se pareció mucho al cementerio.
Cuando prácticamente todo había terminado comenzó a llover, o fui yo que empecé a llorar, no recuerdo; ya sé que los hombres no lloran, pero me parece que ese día aflojé. Estaba sintiendo en cada parte de mí: la pesadilla del hincha. Estaba viendo ante mis ojos como esa maldita tarde inolvidable se hacía realidad. Esa camiseta, esos colores, esas banderas no alcanzaron para secar las lágrimas ni calmar el dolor que venía de no sé qué parte del alma. Y llegaron las palabras más tristes que el enamorado de la pelota puede pronunciar; el equipo, ¿hace falta que lo diga?, el equipo se fue al descenso; y con él se iba la camiseta, los colores, las banderas, los jugadores, el utilero, el canchero, el boletero, cada pedazo de alambre, las redes, el cemento y toda esa hinchada que poblaba esa cancha cada domingo.
No recuerdo el resultado, pero sé que, no sé por qué partido que se jugaba no sé dónde, la sentencia había sido firmada. Porque el fútbol tiene las postales más coloridas y felices, pero también tiene de las otras. Esas que sólo los que las vivieron en carne propia saben que gusto tienen. Pero faltaba algo, porque siempre hay algo más, porque si bien no recuerdo el día ni tampoco el resultado, no voy a olvidar nunca el tímido susurro que lanzado por el orgullo inundó toda la tribuna; ese que nos invitaba a ver más allá, a pensar en la vuelta, a soñar con el regreso de los buenos tiempos. Ese susurro que terminó en estruendo, ese grito que tuvo más sentido que nunca y que decía: «Yo te sigo a todas partes donde vas, cada vez te quiero más...» Una frase que sólo puede entender el que estuvo en las buenas y en las malas, el que vio como unos simples colores pueden llevarte a la oscuridad de un día en el que todo puede irse al descenso menos el orgullo de serle fiel a un amor. Un amor maltrecho que aquella tarde me sonrió con resignada mueca melancólica desde la puerta del cementerio.
A Peregrino Fernández le decíamos el Mister porque venía de lejos y decía haber jugado y dirigido en Cali, ciudad colombiana que en aquel pueblo de la Patagonia sonaba tan misteriosa y sugerente como Estrasburgo o Estambul. Después de que nos vio jugar un partido que perdimos 3 a 2 o 4 a 3, no recuerdo bien, me llamó aparte en el entrenamiento y me preguntó:
—¿Cuánto le dan por gol?
—Cincuenta pesos —le dije.
—Bueno, ahora va a ganar más de doscientos —me anunció y a mí el corazón
me dio un brinco porque apenas tenía diecisiete años.
—Muy agradecido —le contesté. Ya empezaba a creerme tan grande como Sanfilippo.
—Sí, pero va a tener que trabajar más —me dijo enseguida—, porque lo voy a poner de back.
—Cómo que me va a poner de back —le dije, creyendo que se trataba de una broma. Yo había jugado toda mi vida de centro-delantero.
—Usted no es muy alto pero cabecea bien —insistió—; el próximo partido juega de back.
—Discúlpeme, nunca jugué en la defensa —dije—. Además, así voy a perder plata.
—Usted suba en el contragolpe y con el cabezazo se va a llenar de oro. Lo que yo necesito es un hombre que se haga respetar atrás. Ese pibe que jugó ayer es un angelito. El angelito al que se refería era Pedrazzi, que esa temporada llevaba tres expulsiones por juego brusco.
Muchos años después, Juan Carlos Lorenzo me dijo que todos los técnicos que han sobrevivido tienen buena fortuna. Peregrino Fernández no la tenía y era terco como una muía. Armó un equipo novedoso, con tres defensores en zona y otro —yo— que salía a romper el juego. En ese tiempo eso era revolucionario y empezamos a empatar cero a cero con los mejores y con los peores. Pedrazzi, que jugaba en la última línea, me enseñó a desequilibrar a los delanteros para poder destrozarlos mejor. "¡Tócalo!", me gritaba y yo lo tocaba y después se escuchaba el choque contra Pedrazzi y el grito de dolor. A veces nos expulsaban y yo perdía plata y arruinaba mi carrera de goleador, pero Peregrino Fernández me pronosticaba un futuro en River o en Boca.
Cuando subía a cabecear en los corners o en los tiHSB* libres, me daba cuenta hasta qué punto el arco se ve diferente si uno es delantero o defensor. Aun cuando se esté esperando la pelota en el mismo lugar, el punto de vista es otro. Cuando un defensor pasa al ataque está secretamente atemorizado, piensa que ha dejado la defensa desequilibrada y vaya uno a saber si los relevos están bien hechos. El cabezazo del defensor es rencoroso, artero, desleal. Al menos así lo percibía yo porque no tenía alma de back y una tarde desgraciada se me ocurrió decírselo a Peregrino Fernández.
El Míster me miró con tristeza y me dijo: —Usted es joven y puede fracasar. Yo no puedo darme ese lujo porque tendría que refugiarme en la selva. Así fue. Al tiempo todos empezaron a jugar igual que nosotros y los mejores volvieron a ser los mejores. Un domingo perdimos 3 a 1 y al siguiente 2 a 0 y después seguimos perdiendo, pero el Míster decía que estábamos ganando experiencia. Yo no encontraba la pelota ni llegaba a tiempo a los cruces y a cada rato andaba por el suelo dando vueltas como un payaso, pero él decía que la culpa era de los mediocampistas que jugaban como damas de beneficencia. Así los llamaba: damas de beneficencia. Cuando perdimos el clásico del pueblo por 3 a 0 la gente nos quiso matar y los bomberos tuvieron que entrar a la cancha para defendernos.
Peregrino Fernández desapareció de un día para otro, pero antes de irse dejó un mensaje escrito en la pizarra con una letra torpe y mal hilvanada: "Cuando Soriano esté en un equipo donde no haya tantos tarados va a ser un crack". Más abajo, en caligrafía pequeña, repetía que Pedrazzi era un angelito sin futuro. Yo era su criatura, su creación imaginaria, y se refugió en la selva o en la cordillera antes de admitir que se había equivocado.
No volví a tener noticias de él pero estoy seguro de que con los años, al no verme en algún club grande, debe haber pensado que mi fracaso se debió, simplemente, a que nunca volví a jugar de back. Pero lo que más le debe haber dolido fue saber que Pedrazzi llegó a jugar en el Torino y fue uno de los mejores zagueros centrales de Europa.
Orlando el Sucio vino al club como entrenador en 1961. Declaró que nos iba a conducir a la copa de la mano o a las patadas. "Yo soy un ganador nato", nos dijo y se refregó la nariz achatada.
Era petiso, barrigón, de pelo grasiento y tenía tantos bolsillos en la ropa que cuando viajaba no necesitaba equipaje. Después del primer entrenamiento nos llamó uno a uno a todos los del plantel. No sé qué les dijo a los otros, pero a Pancho González y a mí nos llevó a un costado del terreno y nos invitó con caramelos de limón que sacó del bolsillo más pequeño.
—Usted tiene aspecto de no hacerle un gol a nadie —dijo y miró los ojos tristes de Pancho. Orlando tenía las pupilas grises como nubes de tormenta y la barba mal afeitada.
—Para eso está él —le contestó González y me señaló con la cabeza. Pancho era nuestro Pelé, un tipo capaz de arrancarle música a la pelota y si no hacía goles creo que era por temor a que después no le devolvieran la pelota.
—Usted es duro con la derecha, viejo —me dijo a mí—, pero desde mañana empieza a pegarle contra la pared hasta que se le ablande.
Desde entonces me tuvo un mes haciendo rebotar la pelota contra una pared con la pierna más torpe. Había colgado un neumático de coche a un metro del suelo y yo tenía que embocar en el agujero desde veinticinco metros de distancia. A cada rebote corría para recogerla al vuelo otra vez con el mismo pie y así me quedaba, horas y horas. Orlando el Sucio me vigilaba y de tanto en tanto se acercaba a invitarme con un caramelo y decirme que un goleador debe ser preciso como un relojero y ágil como una liebre.
Cuando vio que yo había afinado la puntería, llamó a González y nos reunió en un boliche de mala muerte donde el viento del desierto sacudía la puerta y entraba por las rendijas de las ventanas.
Pedimos vino blanco y queso de las chacras y Orlando revolvió en los bolsillos hasta que encontró un frasco sin etiqueta y una libreta de apuntes. Echó la cabeza hacia atrás, se llenó la nariz con unas gotas amarillentas, respiró hondo con un gesto de disgusto y nos miró como a dos amigos de mucho tiempo.
—No quiero pudrirme en este lugar de mierda —dijo con voz desencantada—. Hay que rajar para Buenos Aires antes de que nos lleve el viento o nos agarre la fiebre amarilla.
González asintió con su cara dulce y se dio por aludido.
—Tengo que tirar más seguido al arco —se disculpó.
—No, usted va a hacer algo más útil. Mire.
Bebió un trago de vino que se le chorreó sobre la camisa, abrió la libreta llena de apuntes a lápiz y se puso a dibujar un arquero con trazo torpe. Lo hizo con gorra pero sin ojos ni nariz ni boca.
—Éste es su hombre en el córner —y buscó en otro bolsillo un pañuelo con un nudo—. Usted lo anula y él la manda adentro.
Me estaba señalando con el lápiz. Pancho González puso cara de sorpresa.
—En el área chica no se puede cargar al arquero.
—No, no se trata de eso, hay que darle un pinchazo, nada más.
Al principio no entendimos pero cuando desanudó el pañuelo vimos las espinas de cactus atadas con un hilo azul.
—Aquí, ¿ve? —señaló la silueta del arquero a la altura de las nalgas—. Se quedan
duros como estarnas. Sacó dos espinas, las miró al trasluz y nos alcanzó una a cada uno. González observó la suya con curiosidad y un poco de repugnancia, él, que siempre se marchaba del terreno felicitado por los adversarios.
—Yo no soy ningún criminal —dijo y tiró la espina sobre la mesa. En ese momento el viento hizo temblar las ventanas y los tres quedamos cubiertos de polvo.
Orlando el Sucio hizo una mueca de contrariedad o de desilusión y le puso una mano sobre el brazo:
—Vea, González, usted no le va a marcar un gol a nadie en toda su vida y yo necesito salir de aquí. Si usted no quiere hacerlo, puedo poner a otro. Piénselo. Uno no puede pasarse la existencia con la nariz seca y pagando mujeres en el prostíbulo. Yo tengo un contacto en Boca y si ganamos nos vamos los tres a Buenos Aires. ¿Ustedes ya conocen?
Los dos dijimos que no. Entonces me miró a mí, con sus ojos de tormenta y se tocó la nariz.
—¿Usted sangra fácil? —me preguntó.
Al principio no entendí pero más tarde tomé conciencia de que en esa mesa habíamos empezado a ganar la final que un mes después se jugó dos mil kilómetros más al sur, en Río Gallegos.
—Como todo el mundo —le contesté—. Si me dan un codazo...
—Justamente —dijo—, usted va a recibir un codazo y se va a quedar en el suelo, chorreando sangre. Sin hacer aspaviento, medio desmayado, ¿me sigue?
—La verdad, no.
—En el momento en que yo le haga una seña desde el banco usted se pellizca la nariz hasta que sangre. Hay que hacerlo expulsar al cinco de ellos que es el que lleva la manija. Después, en la pensión donde él vivía, Orlando el Sucio me revisó la nariz con una linterna, encontró la vena adecuada y me explicó cómo debía hacerlo.
Detestaba ese lugar y si había venido desde Buenos Aires era porque necesitaba algún dinero y andaba detrás de alguien. Por las noches se sentaba solo en el bar mirando el fondo del vaso y dibujaba la silueta de una mujer en las servilletas. La madrugada antes de viajar a Río Gallegos lo encontré en el prostíbulo del pueblo. Estaba sentado en el sillón de la sala de espera de la gitana Natasha, diluido detrás de una lámpara, con el cigarrillo entre los dedos y un paquete de masas sobre las rodillas apretadas.
Al verme puso cara de reproche pero después me convidó con un caramelo de limón y señaló la puerta de la pieza con un gesto.
—¿Usted también cobró?
Le dije que sí.
—Un goleador tiene que cuidarse —dijo y volvió a señalar la puerta de la habitación—. Si usted aprende a pegarle con la derecha nos vamos a llenar de oro —Eso ya me lo dijo otro entrenador.
No me oyó. Metió la mano en un bolsillo perdido entre los pliegues de la cazadora y sacó una revista arrugada, abierta en la página donde había una foto de la calle Corrientes en el cruce del Obelisco.
—Mire —me dijo—, aquí tenemos que llegar nosotros. Yo tengo un amigo...
—En Boca —dije.
—Boca —sonrió—. Ése es el primer paso. Después Barcelona o Juventus. Pero para eso hay que manejar las dos piernas y acercarse a algún lugar civilizado donde nos puedan ver.
—¿Por qué odia tanto a este pueblo? —le pregunté.
—Algún día, cuando llegue aquí —señaló la foto de la revista—, se lo voy a contar. La gitana Natasha abrió la puerta y lo vi darle un beso en la mejilla mientras dejaba el paquete de masas sobre la cama. Afuera el viento levantaba remolinos de arena y hacía rechinar los dientes de las mujeres que esperaban clientes en la puerta. Entré en lo de una flaca muy blanca, de piernas afeitadas, que hablaba todo el tiempo de unos inspectores de higiene que la perseguían y la extorsionaban. Mientras le pagaba vi, abajo del cenicero, la misma revista que tenía Orlando el Sucio, abierta en la misma página.
Al día siguiente salimos para Río Gallegos en un ómnibus al que hubo que empujar en los pantanos y en las subidas. En dos días llegamos a una ciudad cubierta de nieve y fuimos a jugar casi sin descansar, con un frío inolvidable. Pancho González se puso a pisar la pelota, a hacer amagues, a mover la cintura, a picar y a gambetear hasta que nos mareó a todos. El cinco de ellos no se me acercó demasiado pero igual yo protesté y me quejé varias veces para que el referí lo tuviera bien señalado.
Cuando empezó el segundo tiempo pasé a su lado, me pellizqué la vena de la nariz y me tiré
al suelo con la camisa bañada en sangre. El cinco se cansó de explicar que no me había hecho nada. Yo estaba allí en el piso, sangrando como un cordero degollado y a él lo expulsaron de la cancha por juego sucio. Orlando vino a ponerme una pomada para cicatrizar la herida y me dijo que así nunca iríamos al cielo pero que tal vez llegáramos a Chacarita y en una de ésas a Boca. Enseguida Pancho González hizo un gol de tiro libre y nos asombró a todos. Después fue goleada y todo anduvo bien hasta que en un córner se produjo un entrevero y González se dejó la espina clavada en un brazo del arquero. El árbitro se enfureció pero como le discutíamos y alguien se atrevió a patearle los tobillos, suspendió el partido y llamó a los gendarmes para que pusieran orden.
Estuvimos tres días refugiados en un cuartel de bomberos y no hubo manera de salir por la carretera donde nos esperaban los hinchas de Río Gallegos. Al amanecer los gendarmes nos pusieron en un barco de carga y ésa fue la única vez que estuve en el mar. Viajamos dos semanas sin camarote, comiendo porquerías, hasta que nos arrojaron en un puerto miserable.
Mucho tiempo después nos enteramos de que el partido había sido declarado nulo y que ese
año no hubo campeón. Orlando el Sucio ya no estaba con nosotros. Años más tarde, cuando yo era periodista en Buenos Aires, se apareció en la redacción, ya calvo, pero siempre lleno de bolsillos. Venía a publicitar un método infalible para ganar a la ruleta y me preguntó por qué me había frustrado como goleador.
—No sé, un día el arco se me hizo más chico —le dije.
—A veces pasa —me dijo, y me alcanzó una foto de cuando él era joven. Estaba con la camiseta de Independiente—. Tres cosas marcaron mi vida —explicó—. El día que se me achicó el arco, la noche que perdí cien mil pesos en el casino y la madrugada que se fue la mujer de la que estaba enamorado. Cuando nos conocimos en leí sur yo estaba buscando a esa mujer y a alguien que hiciera los goles en mi lugar. Usted no pudo ser por aquel accidente, pero encontré a otro pibe en Mendoza y nos cansamos de ganar finales. ¿Sabe cómo volví a Buenos Aires? ¡Me trajeron en andas!
—¿Encontró a la mujer? —le pregunté. —No —dijo, y se le ensombreció la mirada—. Siempre hay que resignar algo en la vida. ¿Quiere que le diga una cosa? Usted tenía talento en el área. Es una lástima que haya terminado así, teniendo que escribir tonterías. Seguro que no aprendió a pegarle con la derecha.
—Al menos tengo suerte con las mujeres —mentí. Me miró con una mueca despectiva, sacó un par de caramelos de limón y me pasó uno.
—Ése es un buen consuelo —dijo, y me guiñó un ojo.
Don Inocencio Pedro Vargas, Orlando "el sucio", y el Míster Peregrino Fernández, directores técnicos nacidos de las grandiosas plumas de Soriano y Sacheri, como metáfora del ser argentino. Emitido en vivo el jueves 14 de agosto de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Lecturas
El retorno de Vargas (de Eduardo Sacheri)
Orlando el sucio (de Osvaldo Soriano)
El Míster Peregrino Fernández (de Osvaldo Soriano)
Sí, yo sé que ahora hay quienes dicen que fuimos unos hijos de puta por lo que hicimos con el viejo Casale, yo sé. Nunca falta gente así. Pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Pero había que estar esos días en Rosario para entender el fato, mi viejo, que hablar al pedo ahora habla cualquiera.
Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días anteriores al partido. ¡Y qué te digo «esos días»! ¡Desde semanas antes ya se venía hablando del partido y la ciudad era una caldera, porque eso era lo que era la ciudad! Claro, los que ahora hablan son esos turros que después vos los veías por la calle gritando y saltando como unos desgraciados, festejando en pedo a los gritos y después ahora te salen con que son… ¿qué son?… moralistas… ¿De qué se la tiran, hijos de mil putas? Ahora son todos piolas, es muy fácil hablar. Pero si vos vieras lo que era la ciudad en esos días, hermano, prendías un fósforo y volaba todo a la mierda. No se hablaba de otra cosa en los boliches, en la calle, en cualquier parte. Saltaban chispas, te aseguro. Y la cosa arrancó con el fato de las cábalas. O mejor dicho, de los maleficios.
Hay que entender que no era un partido cualquiera, hermano, era una final final. Porque si bien era una semifinal, el que ganaba después venía a jugar a Rosario y le rompía el culo a cualquiera. Fuera Central como Ñul, acá le hacía la fiesta a cualquiera. ¡Y cómo estaban los lepra! ¡Eso, eso tendrían que acordarse ahora los que hablan al reverendo pedo y nos vienen a romper las pelotas con el asunto del viejo Casale! ¿No se acuerdan esos turros cómo estaban los lepra? ¿No se acuerdan ahora, mi viejo? Había que aguantarlos porque se corrían una fija, pero una fija se corrían, hermano, que hasta creo que se pensaban que nos iban a llenar la canasta. No que sólo nos iban a hacer la colita sino que además nos iban a meter cinco, en el Monumental y para la televisión. ¡Pero por qué no se van a la concha de su madre! ¡Qué mierda nos van a hacer cinco esos culosroto! ¡Así se la comieron doblada! ¡Qué pija que tienen desde ese día y no se la pueden sacar!
Pero la verdad, la verdad, hermano, con una mano en el corazón, que tenían un equipazo, pero un equipazo, de padre y señor mío.
Hay que reconocerlo. Porque jugaban que daba gusto, el buen toque y te abrochaban bien abrochado. Estaba Zanabria, el Marito Zanabria; el Mono Obberti ¡Dios querido, el Mono Obberti, qué jugador! Silva el que era de Lanús, el albañil. ¡Montes! Montes de cinco; Santamaría, el Cucurucho Santamaría, qué sé yo, era un equipazo, un equipazo hay que reconocer, y la lepra se corría una fija. ¿Sabés cuántos había en la ruta a Buenos Aires, el día del partido? Yo no sé, eran miles, millones, yo no sé de dónde habían salido tantos leprosos. Si son cuatro locos y de golpe, para ese partido, aparecieron como hormigas los desgraciados. Todos fueron. ¡Lo que era esa ruta, papito querido! Entonces, oíme, había que recurrir a cualquier cosa. Hay partidos que no podés perder, tenés que ganar o ganar. No hay tutía. Entonces si a mí me decían que tenía que matar a mi vieja, que había que hacer cagar al presidente Kennedy, me daba lo mismo, hermano. Hay partidos que no se pueden perder. ¿Y qué? ¿Te vas a dejar basurear por estos soretes para que te refrieguen después la bandera por la jeta toda la vida? No, mi viejo. Entonces, ahí, hay que recurrir a cualquier cosa. Es como cuando tenés un pariente enfermo ¿viste?, tu vieja, por ejemplo, que por ahí sos capaz hasta de ir a la iglesia ¿viste? Y te digo, yo esa vez no fui a la iglesia, no fui a la iglesia porque te juro que no se me ocurrió, mirá vos, que si no… te aseguro que me confesaba y todo si servía para algo. Pero con los muchachos enganchamos con la cuestión de las brujerías, de la ruda macho, de enterrar un sapo detrás del arco de Fenoy, de tirar sal en la puerta de los jugadores de Ñubel y de todas esas cosas que siempre se habla. Por supuesto que todas las brujas del barrio ya estaban laburando en la cosa y había muñecos con camiseta de Ñubel clavados con alfileres, maldiciones pedidas por teléfono y hasta mi vieja que no manya mucho del asunto tenía un pañuelo atado desde hacía como diez días, de ésos de «Pilato, Pilato, si no gana Central en River no te desato». Después la vieja decía que habíamos ganado por ella, pobre vieja, si hubiera sabido lo del viejo Casale, pero yo le decía que sí para no desilusionarla a la vieja.
Pero todo el fato de la ruda macho y el sapo de atrás del arco eran, qué sé yo, cosas muy generales, ya había tipos que lo estaban haciendo y además, el partido era en el Monumental y no te vas a meter en la pista olímpica a enterrar un sapo porque vas en cana con treinta cadenas y no te saca ni Dios después, hermano. Entonces, me acuerdo que empezamos con la cosa de las cábalas personales. Porque me acuerdo que estábamos en el boliche de Pedro y veníamos hablando de eso. Entonces, por ejemplo, resolvimos que a Buenos Aires íbamos a ir en el auto del Dani porque era el auto con el que habíamos ido una vez a La Plata en un partido contra Estudiantes y que habíamos ganado dos a cero. Yo iba a llevar, por supuesto, el gorrito que venía llevando a la cancha todos los últimos partidos y no me había fallado nunca el gorrito. A ése lo iba a llevar, era un gorrito milagroso ése. El Coqui iba a ir con el reloj cambiado de lugar, o sea en la muñeca derecha y no en la izquierda, porque en un partido contra no sé quién se lo había cambiado en el medio tiempo porque íbamos perdiendo y con eso empatamos. O sea, todo el mundo repasó todas las cábalas posibles como para ir bien de bien y no dejar ningún detalle suelto. Te digo más, estuvimos como media hora discutiendo cómo mierda estábamos parados en la tribuna en el partido contra Atlanta para pararnos de la misma manera en el partido contra la lepra. El boludo de Michi decía que él había estado detrás del Valija y el Miguelito porfiaba que el que había estado detrás del Valija era él. Mirá vos, hasta eso estudiamos antes del partido, para que veas cómo venía la mano en esos días. ¿Y sabés qué te lleva a eso, hermano, sabés qué te lleva a eso? El cagazo, hermano, el cagazo, el cagazo te lleva a hacer cualquier cosa, como lo que hicimos con el viejo Casale.
Porque si llegábamos a perder, mamita querida, nos teníamos que ir de la ciudad, mi viejo, nos teníamos que refugiar en el extranjero, te juro, no podíamos volver nunca más acá. Íbamos a parecer esos refugiados camboyanos que se tomaron el piro en una balsa. Te juro que si perdíamos nosotros agarrábamos el «Ciudad de Rosario» y por acá, por el Paraná, nos teníamos que ir todos, millones de canallas, no sé, a Diamante, a Perú, a Cuzco, a la concha de su madre, pero acá no se iba a poder vivir nunca más con la cargada de los leprosos putos, mi viejo. Ya el Miguelito había dicho bien claro que él se la daba, que si perdíamos agarraba un bufo y se volaba la sabiola y te digo que el Miguelito es capaz de eso y mucho más porque es loco el Miguelito, así que había que creerle. O hacerse puto, no sé quién había comentado la posibilidad de hacerse trolo y a otra cosa mariposa, darle a las plumas y salir vestido de loca por Pellegrini y no volver nunca más a la casa. Pero, te digo, nadie quería ni siquiera sentir hablar de esa posibilidad. Ni se nombraba la palabra «derrota».
Era como cuando se habla del cáncer, hermano. Vos ves que por ahí te dicen «la papa», o «tiene otra cosa», «algo malo», pero el cangrejo, mi viejo, no te lo nombra nadie. Y ahí fue cuando sale a relucir lo del viejo Casale.
El viejo Casale era el viejo del Cabezón Casale, un pibe que siempre venía al boliche y que durante años vino a la cancha con nosotros pero que ya para ese entonces se había ido a vivir al norte, a Salta creo, lo vi hace poco por acá, que estaba de paso. Y ahí fue que nos acordamos de que un día, en la casa del Cabezón, el viejo había dicho que él nunca, pero nunca, lo había visto perder a Central contra Ñul. Me acuerdo que nos había impresionado porque ese tipo era un privilegiado del destino. Aunque al principio vos te preguntás, «¿Cómo carajo hizo este tipo para no verlo perder nunca a Central contra Ñul? ¿Qué mierda hizo? Este coso no va nunca a la cancha». Porque, oíme alguna vez lo tuviste que ver perder, a menos que no vayas a los clásicos. Y ojo que yo conozco muchos así, que se borran bien borrados de los clásicos. O que van en Arroyito, pero que a la cancha del Parque no van en la puta vida. Y me acuerdo que le preguntamos eso al viejo y el viejo nos dijo que no, y nos explicó. Él iba siempre, un fana de Central que ni te cuento, pero se había dado, qué sé yo, una serie de casualidades que hicieron que en un montón de partidos con Ñul él no pudiera ir por un montón de causas que ni me acuerdo. Que estaba de viaje por Misiones —el viejo era comisionista—; que ese día se había torcido un tobillo y no podía caminar, que estaba engripado, que le dolía un huevo, qué sé yo, en fin, la verdad, hermano, que el viejo la posta posta era que nunca le había tocado ver un partido en que la lepra nos hubiera roto el orto. Era un privilegiado el viejo y además, un talismán, querido, porque así como hay tipos mufa que te hacen perder partidos adonde vayan, hay otros que si vos los llevás es número puesto que tu equipo gana. No es joda. Y el viejo Casale era uno de éstos, de los ojetudos.
Entonces ahí nos dijimos «Este viejo tiene que estar en el Monumental contra Ñubel. No puede ser de otra forma. Tiene que estar».
Claro, dijimos, seguro que va a estar, si es fana de Central, canalla a muerte. Pero nos agarró como la duda ¿viste?, porque nosotros no era que lo veíamos todos los días al viejo, te digo más, desde que el Cabezón se había ido al norte a laburar, al viejo de él no lo habíamos vuelto a ver ni en la cancha, ni en la calle ni en ninguna parte. Además, el viejo ya estaba bastante veterano porque debía tener como ochenta pirulos por ese entonces. Bah, en realidad ochenta no, pero sus sesenta, sesenta y cinco años los tenía por debajo de las patas.
Entonces, con el Valija, el Colorado y el Miguelito decimos «vamos a la casa del viejo a asegurarnos que va y si no va lo llevamos atado». Porque también podía ser que el viejo no fuera porque no tuviera guita, qué sé yo. Nosotros ya habíamos pensado en hacer una rifa a beneficio, una kermesse, cualquier cosa. El viejo tenía que ir, era una bandera, un cheque al portador.
La cuestión es que vamos a la casa y… ¿a qué no sabés con lo que nos sale el viejo? Que andaba mal del bobo y que el médico le había prohibido terminantemente ir a la cancha, mirá vos. Nos sale con eso. Que no. Que había tenido un infarto en no sé qué partido, en un partido de mierda después que una pelota pegó en un palo, que había estado muerto como media hora y lo habían salvado entre los indios con respiración artificial y masajes en el cuore, que no había clavado la guampa de puro pedo y que le había quedado tal cagazo que no había vuelto a ir a la cancha desde hacía ya, mirá lo que te digo, dos años.
¡Hacía dos años que no iba a la cancha el viejo ese! Y no era sólo que él no quería ir sino que el médico y, por supuesto, la familia, le tenían terminantemente prohibido ir, lógicamente. No sé si no le prohibían incluso escuchar los partidos por radio, no sé si no se lo prohibían, para que no le pateara el bobo, porque parece que el viejo escuchaba un pedo demasiado fuerte y se moría, tan jodido andaba. Vos le hacías ¡Uh!, en la cara y el viejo partía. ¡Para qué! Te imaginás nosotros, la desesperación, porque eso era como un presagio, un anuncio del infierno, hermano, era un preanuncio de que nos iban a hacer cagar en Buenos Aires, mi viejo. Entonces empezamos a tratar de hacerle la croqueta al viejo, a convencerlo, a decirle «Pero mire, don Casale, usted tiene que estar, es una cita de honor. ¡Qué va a estar mal usted del cuore, si se lo ve cero kilómetro! Vamos, don Casale —me acuerdo que lo jodía Miguelito— ¿cuántos polvos se echa por día?, usted está hecho un toro». Pero el viejo, ni mierda, en la suya. Que no y que no.
Le decíamos que el partido iba a ser una joda, que Ñubel tenía un equipo de mierda y que ya a los quince minutos íbamos a estar tres a cero arriba, que el partido era una mera formalidad, que el gobierno ya había decidido que tenía que ganar Central para hacer feliz a mayor cantidad de gente. No sé, no sé la cantidad de boludeces que le dijimos al viejo para convencerlo. Pero el viejo nada, una piedra el hijo de puta. Para colmo ya habían empezado a rondar la mujer del viejo, madre del Cabezón, y una hermana del Cabezón, que querían saber qué carajo queríamos decirle nosotros al viejo en esa reunión, porque medio que ya se sospechaban que nosotros no íbamos para nada bueno. En resumen que el viejo nos dijo que no, que ni loco, que ni siquiera sabía si iba a poder resistir la tensión de saber que se jugaba el partido, aun sin escucharlo. Porque el viejo los diarios los leía, tan boludo no era, y sabía cómo venía la mano, cómo era la cosa, cómo formaban los equipos, suplentes, historial, antecedentes, chaquetillas, color, todo. Nos dijo más. «Ese día —nos dijo— bien temprano, antes de que empiecen a pasar los camiones y los ómnibus con la gente yendo para Buenos Aires, yo me voy a la quinta de un hermano mío que vive en Villa Diego». No quería escuchar ni los bocinazos el viejo. «Me voy tempranito a lo de mi hermano, que a mi hermano le importa un sorete el fútbol, y me paso el día ahí, sin escuchar radio ni nada». Porque el viejo decía y tenía razón, que si se quedaba en la casa, por más que se encerrara en un ropero, algo iba a oír, algún grito, algún gol, alguna cosa iba a oír, pobre desgraciado, y se iba a quedar ahí mismo seco en el lugar. Así que se iba a ir a radicar en la quinta de ese hermano que tenía, para borrarse del asunto.
Muy bien, muy bien. Te digo que salimos de allí hechos bosta porque veíamos que la cosa venía muy mal. Casi era ya un dato seguro como para decir que éramos boleta. Para colmo, al Valija, el día anterior le había caído una tía del campo y él se acordaba que, en un partido que perdimos con San Lorenzo, esa misma tía le había venido el día antes. Era un presagio funesto el de la tía.
Fue cuando decidimos lo del secuestro. Nos fuimos al boliche y esa noche lo charlamos muy seriamente. El Dani decía que no, que era una barbaridad, que el viejo se nos iba a morir en el viaje, o en la cancha, y después se iba a armar un quilombo que íbamos a terminar todos en cana y que, además, eso sería casi un asesinato. Pero al Dani mucha bola no le dimos porque ha sido siempre un exagerado y más que un exagerado, medio cagón el Dani. Pero nosotros estábamos bien decididos y más que nada por una cosa que dijo el Valija: el viejo estaba diez puntos. Había tenido un infarto, es cierto. Pero hay miles de tipos que han tenido un infarto y vos los ves caminando tranquilamente por la yeca y sin hacer tanto quilombo como este viejo pelotudo, con eso de meterse adentro de un ropero, o no ir a la cancha, o dejar que te rigoree la familia como la esposa y la otra, la hermana del Cabezón. Por otra parte, y vos lo sabés, los médicos son unos turros pero unos turros que se ve que lo querían hacer durar al viejo mil años para sacarle guita, hacerle experimentos y chuparle la sangre. Y además, como decía el Miguelito y eso era cierto, vos lo veías al viejo y estaba fenómeno. Con casi sesenta años no te digo que parecía un pendejo pero andaba lo más bien. Caminaba, hablaba, se sentaba, qué sé yo, se movía. ¡Chupaba! Porque a nosotros nos convidó con Cinzano y el viejo se mandó su medidita, no te digo un vasazo pero su medidita se mandó. La cosa es que el Miguelito elaboró una teoría que te digo, aún hoy, no me parece descabellada. ¡El viejo era un turro, hermano! Un turrazo que especulaba con el fato del bobo para pasarla bien y no laburarla nunca más en la vida de Dios. Con el sover del bobo no ponía el lomo, lo atendían a cuerpo de rey y la tenía a la vieja y a la hermana del Cabezón pendientes de él viviendo como un bacán, el viejo. Y… ¿de qué se privaba? De algún faso; que no sé si no fasearía escondido; y de no ir a la cancha. Fijate vos, eso era todo. Y vivía como Carolina de Mónaco el otario. Bueno, con ese argumento y lo que dijo el Colorado se resolvió todo.
El Colorado nos habló de los grandes ideales, de nuestra misión frente a la sociedad, de nuestro deber frente a las generaciones posteriores, los pendejos. Nos dijo que si ese partido se perdía, miles y miles de pendejos iban a sufrir las consecuencias. Que, para nosotros, y eso era verdad, iba a ser muy duro, pero que nosotros ya estábamos jugados, que habíamos tenido lo nuestro y que, de últimas, teníamos experiencias en malos ratos y fulerías. Pero los pibes, los pendejitos de Central, ésos, iban a tener de por vida una marca en sus vidas que los iba a marcar para siempre, como un fierro caliente. Que las cargadas que iban a recibir esos pibes, esas criaturas, en la escuela, los iban a destrozar, les iban a pudrir el bocho para siempre, iban a ser una o dos generaciones de tipos hechos bolsa, disminuidos ante los leprosos, temerosos de salir a la calle o mostrarse en público. Y eso es verdad, hermano, porque yo me acuerdo lo que eran las cargadas en la escuela primaria, sobre todo.
Yo me acuerdo cuando perdimos cinco a tres con la lepra en el Parque después de ir ganando dos a cero, cuando se vendió el Colorado Bertoldi, que todavía se estará gastando la guita, y te juro que yo por una semana no me pude levantar de la cama porque no me atrevía a ir a la escuela para no bancarme la cargada de los lepra. Los pibes son muy hijos de puta para la cargada, son muy crueles. ¿No viste cómo descuartizan bichos, que agarran una langosta y le sacan todas las patas? Son unos hijos de puta los pibes en ese sentido. Y lo que decía el Colorado era verdad. Ahora todo el mundo habla de la deuda externa, y bueno, hermano, eso era algo así como lo de la deuda externa, que por la cagada de cuatro reverendos hijos de puta que empeñaron el país, la tenemos que pagar todos y los hijos y los hijos de nuestros hijos. Y si estaba en nosotros hacer algo para que eso no pasara, había que hacerlo, mi querido. Además, como decía el Colorado, ya no era el problema de la cargada de los pendejos ñubelistas, está también el fato del exitismo. Los pibes ven que gana un equipo y se hacen hinchas de ese equipo, son así, casquivanos. Son hinchas del campeón. Entonces, ponele que hubiese ganado Ñubel y… ¡a la mierda!… de ahí en más todos los pibes se hacían de Ñubel, ponele la firma. Y no te vale de nada llevarlos a la cancha, conversarlos, hablarles del Gitano Juárez o el Flaco Menotti, ni comprarles la camiseta de Central apenas nacen. No te vale de nada. Los pendejos ven que sale River campeón y son de River. Son así. Y en ese momento no era como ahora que, mal que mal, vos los llevás al Gigante y los pibes se caen de culo. Entonces, cuando van al chiquero del Parque, por mejor equipo que pueda tener Ñul, los pibes piensan «Yo no puedo ser hincha de esta villa miseria» y se hacen de Central. Porque todo entra por los ojos y vos ves que ahora los pibes por ahí ni siquiera han visto jugar a Central o a Ñul y ya se hacen hinchas de Central por el estadio. Es otra época, los pendejos son más materialistas, yo no sé si es la televisión o qué, pero la cosa es que se van de boca con los edificios.
Entonces la cosa estaba clara, había que secuestrar al viejo Casale, o si no aguantarse que quince, veinte años después, hoy por ejemplo, la ciudad estuviese llena de leprosos nacidos después de ese partido, y esto hoy ¿sabés lo que sería? Beirut sería un poroto al lado de esto, hermano, te juro.
El que organizó la «Operación Eichmann», como la llamamos, fue el Colorado. La llamamos así por ese general alemán, el torturador, que se chorearon de acá una vez los judíos ¿viste?, y lo nuestro era más o menos lo mismo. El Colorado es un tipo muy cerebral, que le carbura muy bien el bocho y él organizó todo. El Colorado ya no estaba para ese entonces en la O. C. A. L. La O. C. A. L., no sé si sabés, es una organización de acá, de Rosario, que se llama así porque son iniciales, O. C. A. L. «Organización Canalla Anti Lepra». Son un grupo de ñatos como el Ku-KIux-Klan, más o menos, que se reúnen en reuniones secretas y no sé si no van con capucha y todo a las reuniones, o si queman algún leproso vivo en cada reunión. Mirá, yo no sé si es requisito indispensable ser hincha de Central, pero seguro seguro, lo que tenés que hacer es odiar a los lepra. Tenés que odiar más a los lepra que lo que querés a Central.
Hacen reuniones, escriben el libro de actas, piensan maldades contra los lepra, festejan fechas patrias de partidos que les hemos ganado, tienen himnos, son como esos tipos, los masones esos, que nadie sabe quiénes son. Andan con antorchas. Bueno, de la O. C. A. L., de la O. C. A. L. al Colorado lo echaron por fanático, con eso te digo todo. Pero es un bocho el Colorado y él fue el que organizó todo el operativo.
Y te la cuento porque es linda, te la cuento porque es linda, no sé si un día de estos no aparece en el «Selecciones» y todo. Averiguamos qué ómnibus iba para Villa Diego, adonde tenía la quinta el hermano del viejo Casale. Desde donde vivía el viejo, ahí por San Juan al mil cuatrocientos, lo único que lo dejaba en ese entonces, si mal no recuerdo, era el 305 que pasaba por la calle San Luis. O sea que el viejo tenía que tomarlo en San Luis-Paraguay o San Luis-Corrientes, no más allá de eso a menos que fuera muy pelotudo y lo fuera a tomar a Bulevar Oroño que no sé para qué mierda iba a hacer eso. Ahora, la duda era si el viejo se iba a ir en ómnibus o en auto, porque si se iba en auto nos recagaba, pero nos jugábamos a que se iba a ir en ómnibus porque auto no tenía y seguro que el hermano tampoco tenía porque debía ser un muerto de hambre como él, seguramente. Y te digo que la cosa venía perfecta, porque el viejo nos había dicho que iba a salir bien temprano para no infartarse con las bocinas o sea que nosotros podíamos combinarlo con el horario de salida nuestra para el partido. Porque también nos cagaba si salía a la una de la tarde para Villa Diego porque después ¿cómo llegábamos nosotros a Buenos Aires para la hora del partido con el quilombo que era la ruta y en un ómnibus de línea? Lo más probable es que nos hiciéramos pelota en el camino por ir a los pedos. Y por otra parte, hermano, Villa Diego queda saliendo para Buenos Aires o sea que la cosa estaba clavada, era posta posta.
Después hubo que hablar con los otros muchachos, porque convencer al Rulo no nos costó nada, a él le daba lo mismo y, además, le contamos los entretelones del asunto. Te digo que el Colorado manejó la cosa como un capo, un maestro. El asunto era así, el Rulo es un fana amigo de Central que tiene un par de ómnibus, está muy bien el Rulo. Y en esa época tenía un par de coches en la línea 305. Fue un ojete así de grande, porque si no teníamos que conseguir otro coche, cambiarle el color, pintarlo, qué sé yo, ponerle el número, un laburo bárbaro. Pero el Rulo tenía dos 305 y con uno de ésos ya tenía pensado pirarse para el Monumental el día del partido y más bien que se llevaba como mil monos que también iban para allá. Lo sacaba de servicio y que se fueran todos a la reputísima madre que los parió, no iba a perderse el partido ese.
Entonces, el Rulo, con los monos arriba y nosotros, tenía que estar con el ómnibus preparado, el motor en marcha, por España, estacionado. Y el Miguelito se ponía de guardia, tomando un café, justo en un boliche de ahí cerca desde donde veían la puerta de la casa del viejo Casale. Creo que a las cinco, nomás, de la matina, ya estaba el Miguelito apostado en el boliche haciéndose el boludo y junando para la casa del viejo. Te juro que ni los tupamaros hubieran hecho un operativo como ése, hermano. Fue una maravilla.
Apenas vio que salía el viejo con una canastita donde seguro se llevaba algún matambre casero, algo de eso, el pobre viejo, el Miguelito cazó una Vespa que tenía en ese entonces, dio la vuelta a la manzana y nos avisó. Cargó la moto en el ómnibus, en la parte de atrás, detrás de los últimos asientos y nos pusimos en marcha.
Ya les habíamos dicho a tres o cuatro pendejos, de esos quilomberos de la barra, que se hicieran bien los sotas, que no dijeran ni media palabra y se hicieran los que apoliyaban. Nosotros también, para que no nos reconociera el viejo, estábamos en los asientos traseros, haciéndonos los dormidos, incluso con la cara tapada con algún pulóver, como si nos jodiera la luz, o con algún piloto.
Te digo que el día había amanecido frío y lluvioso, como la otra fecha patria, el 25 de Mayo. Además, el quilombo había sido guardar y esconder todas las banderas, las cornetas, las bolsas con papelitos, los termos, todo eso. Uno de los muchachos llevaba una bandera de la gran puta que medía 52 metros ¡52 metros, loco! Media cuadra de bandera que decía «Empalme Graneros presente» y tuvimos que meterla debajo de un asiento para que el viejardo no la vichara.
La cosa es que el viejo subió medio dormido y se sentó en uno de los asientos de adelante que ya habíamos dejado libre a propósito para que no viera mucho del ómnibus. Rulo le cobró boleto y todo. Y nadie se hablaba como si no nos conociéramos. Y como el ómnibus iba haciendo el recorrido normal, el viejo iba lo más piola, mirando por la ventanilla. La cuestión es que llegamos a Villa Diego y el viejo tranquilo. Cada tanto, cuando nos pasaba algún auto con banderas en el techo, tocando bocina, el viejo miraba a los que tenía cerca y movía la cabeza como diciendo «¡Mirá vos!».
Se ve que tenía unas ganas de hablar pero nadie quería darle mucha bola para no pisarse en una de ésas. Así que nos hacíamos todos los dormidos. Parecía que habían tirado un gas adentro de ese ómnibus hermano. Como cuando se muere algún ñato ¿viste?, que se queda a apoliyar en el auto con el motor prendido y lo hace cagar el monóxido de carbono, creo. Bueno, así parecía que a nosotros nos había agarrado el monóxido de carbono. Pero, cuando llegamos a Villa Diego, por ahí el viejo se levanta y le dice al Rulo «En la esquina, jefe». Y yo no sé qué le dijo el Rulo, algo de que ahí no se podía parar, que estaba cerrado el tráfico, que había que seguir un poco más adelante y el viejo se la comió, pero se quedó paradito al lado de la puerta. Al rato, por supuesto, de nuevo el viejo, «En la esquina». Ahí ya el Rulo nos miró, porque se le habían acabado los versos. Y ahí, hermano… ¡vos no sabés lo que fue eso! Fue como si nos hubiésemos puesto todos de acuerdo y te juro que ni siquiera lo habíamos hablado. Empezaron los muchachos a desplegar las banderas, a sacar las cornetas y las banderas por la ventana, y a los gritos, hermano, «¡Soy canalla, soy canalla!» por las ventanas.
Pero no para el lado del viejo, el pobre viejo, que la cara que puso no te la puedo describir con palabras, sino para afuera, porque los grones, con lo quilomberos que son, se habían ido aguantando hasta ahí sin gritar ni armar quilombo para no deschavarse con el viejo, pero cuando llegó el momento agarraron las banderas, empezaron a sacar los brazos y golpear las chapas del costado del ómnibus y también el Rulo empezó a seguir el ritmo con la bocina.
¿Viste esas películas de cowboy, cuando los choros van a asaltar una carreta donde parece que no hay nadie, o que la maneja nada más que un par de jovatos y de golpe se abren los costados y aparecen 17 mil soldados que los cagan a tiros? ¿Que levantan la lona y estaban todos adentro haciéndose los sotas? Bueno, ese ómnibus debió ser algo así. De golpe se transformó en un quilombo, un escándalo, una de gritos, de bocinazos, cornetas, una joda. ¡Y la gente al lado de la ruta! Porque desde la madrugada ya había gente a los costados de la ruta esperando que pasaran las caravanas de hinchas. Era para llorar, eso, conmovedor, te saludaban, gritaban, levantaban los puños, por ahí algún lepra, a las perdidas, te tiraba un cascotazo… Pero vuelvo al viejo, el viejo, no sabés la caripela que puso. Porque nosotros lo estábamos mirando porque decíamos: éste es el momento crucial. Ahí el viejo o cagaba la fruta, el corazón se le hacía bosta, o salía adelante. El viejo miraba para atrás, a todos los monos que saltaban y cantaban y no lo podía creer. Se volvió a sentar y creo que hasta San Nicolás no volvió a articular palabra. Te digo que el Rábano, el hijo de la Nancy ya se había ofrecido a hacerle respiración boca a boca llegado el caso, que era algo a lo que todos, mal que mal, le habíamos esquivado el bulto porque, qué sé yo, te da un poco de asco, además con un viejo.
Pero mirá, te la hago corta. Mirá, cuando el viejo ya vio que no había arreglo, que no había posibilidad de que lo dejáramos bajar del ómnibus, se entregó, pero se entregó entregó. Porque, al principio, nosotros nos acercamos y nos reputeó, nos dijo que éramos unos irresponsables, unos asesinos, que no teníamos conciencia, que era una vergüenza, qué sé yo todo lo que nos dijo. Pero después, cuando nosotros le dijimos que él estaba perfecto, que estaba hecho un toro, que si se había bancado la sorpresa del ómnibus quería decir que ese cuore se podía bancar cualquier cosa, empezó a tranquilizarse. El Colorado llegó a decirle que todo era una maniobra nuestra para demostrarle que él estaba perfectamente sano y que incluso el médico estaba implicado en la cosa.
Mirá hermano, y créeme porque es la pura verdad ¿qué intención puedo tener en mentirte, hoy por hoy?, mucho antes ya de entrar en Buenos Aires ese viejo era el más feliz de los mortales, te lo digo yo y te lo juro por la salud de mis hijos. El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía facturas, gritaba por la ventana y a la cancha se bajó envuelto en una bandera. No había, en la hinchada, un tipo más feliz que él. Vino con nosotros a la popu y se bancó toda la espera del partido, que fue más larga que la puta que lo parió y después se bancó el partido. Estaba verde, eso sí, y había momentos en que parecía que vos lo pinchabas con un alfiler y reventaba como un sapo, porque yo lo relojeaba a cada momento. Y después del gol del Aldo, yo lo busqué, lo busqué, porque fue tal el quilombo y el desparramo cuando el Aldo la mandó adentro que yo ni sé por dónde fuimos a caer entre las avalanchas y los abrazos y los desmayos y esas cosas. Pero después miré para el lado del viejo y lo vi abrazado a un grandote en musculosa casi trepado arriba del grandote, llorando. Y ahí me dije: si éste no se murió aquí, no se muere más. Es inmortal. Y después ni me acordé más del viejo, que lo que alambramos, lo que cortamos clavos, los fierros que cortamos con el upite, hermano, ni te la cuento. Eso no se puede relatar, hermano, porque rezábamos, nos dábamos vueltas, había gente que se sentaba entre todo ese quilombo porque no quería ni mirar. Porque nos cagaron a pelotazos, ya el segundo tiempo era una cosa que la tenían siempre ellos y ¿sabés qué era lo fulero, lo terrible? ¡Qué si nos empataban nos ganaban, hermano, porque ésa es la justa! ¡Nos ganaban esos hijos de puta! ¡Nos empataban, íbamos a un suplementario y ahí nos iban a hacer refusilar el orto porque estaban más enteros y se venían como un malón los guachos! ¡Qué manera de alambrar! Decí que ese día, Dios querido, yo no sé que tenía el flaco Menutti que sacó cualquier cosa, sacó todo, vos no quieras creer lo que sacó ese día ese flaco enclenque que parecía que se rompía a pedazos en cada centro. Le sacó un cabezazo de pique al suelo a Silva que lo vimos todos adentro, hermano, que era para ir todos en procesión y besarle el culo al flaco ése ¡qué pelota le sacó a Silva! Ahí nos infartamos todos, faltaban cinco minutos y si nos empataban, te repito, éramos boleta en el suplementario. Me acuerdo que miro para atrás y lo veo al viejo, blanco, pálido, con los ojos desencajados, pobrecito, pero vivo.
Y ahora yo te digo, te digo y me gustaría que me contesten todos esos que ahora dicen que fue una hijaputez lo que hicimos con el viejo Casale ese día. Me gustaría que alguno de esos turritos me contestara si alguno de ellos lo vio como lo vi yo al viejo Casale cuando el referí dio por terminado el partido, hermano. Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras. Te digo que me gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como lo vi yo. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese viejo el día más feliz de su vida, pero lejos lejos el día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante! Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo, un poco que todos pensamos; «¡Qué importa!». ¡Qué más quería que morir así ese hombre! ¡Esa es la manera de morir para un canalla! ¿Iba a seguir viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más vale morirse así, hermano! ¡Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos! ¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa.
Libro: Nada del otro mundo y otros cuentos (1987).