Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
“Preparate que entrás”, me dijo el técnico cuando ya habían pasado 20 minutos del segundo tiempo y el partido seguía 0 a 0. Rápidamente me saqué el buzo y el pantalón largo. Era tal el nerviosismo que por unos segundos tuve que lidiar con el pantalón que se me había atascado con los tapones de los botines que lucían bien brillosos ya que antes de los partidos mi papá me los lustraba con la pomada negra Washington. Apenas hice unos movimientos para precalentar y así no entrar frío ya que el técnico me pidió que juegue de wing derecho, bien pegado a la raya del lateral. Hice uno o dos piques cortos antes de que el árbitro me autorizara a ingresar para reemplazar al 7 y de los botines ya había desaparecido el negro brillante de la Washington. Menos mal que mi papá miraba el partido del otro lado de la cancha.
A pesar de que nunca había jugado en esa posición porque siempre lo hice por izquierda porque soy zurdo, me callé la boca, primero porque quería jugar contra el puntero del campeonato y segundo porque una de las cosas que me había inculcado mi primo, que jugaba de marcador de punta en la tercera de Atlanta, era que como futbolista uno tenía que aceptar la posición donde el técnico te ponía.
La primera pelota que me llegó a los pies, la controlé bien y al intentar tocársela al 8 para buscar la descarga, el marcador de punta se anticipó. “Dale pibe”, fue el grito que salió de la boca del técnico con una mezcla de aliento y de fastidio porque era mi primera jugada. Inmediatamente miré al alambrado buscando encontrar las caras de mis papás, quería saber si estaban atentos y no se habían distraído.
“Tocá de primera y desbordá”, me volvió a gritar el entrenador a lo que se sumaron mis compañeros que estaban tiritando de frío en el banco de suplentes. Varias veces intenté eludir sin éxito a mi marcador, un pibe morocho de baja estatura que era uno de los pilares de la defensa y al que todos llamaban “Cabezón”.
Nuestro equipo salía jugando desde el fondo, los marcadores de punta abrían la cancha y rápidamente se la pasaban a los volantes que sabían tratar a la pelota. En una de esas, el marcador lateral se la pasa a “Papelito” que jugaba de volante por izquierda, y cuando éste la para el técnico le grita “Cruzala toda al wing”. El wing era yo que ya estaba picando a espaldas del “Cabezón” que se distrajo unos segundos. El pase de “Papelito” me queda un poco largo pero me esfuerzo en picar para llegar a la pelota, la paro con la derecha, la pierna menos habilidosa, me agacho un poco al mejor estilo Houseman para amagarle al defensor quien se tira al piso, logró eludirle la patada y desbordo hasta la raya, “Tirá el centro por Dio’”, implora el técnico, y antes que la pelota se vaya afuera logró pegarle con “la de palo” un centro justo al punto de penal donde estaba el “Murciélago” Graciani quien mirando la pelota con los ojos bien abiertos –como buen centrodelantero- se zambulle de palomita para mandarla a la red. Desde que agarré la pelota sabía que ya tenía un destino, hacer embolsar la red del arco… Todos mis compañeros corrieron a abrazar a Graciani. Me sumé al final del festejo como queriendo resaltar que era el autor del centro del gol con el que le ganamos al puntero del torneo de octava división.
Los viejos que jugaban a las bochas justo al lado de la cancha postergaron el arrime al bochín para sumarse al festejo.
Aquella tarde, mientras los tapones con aluminio de los botines repiqueteaban en el pasillo rumbo al vestuario dejando una zigzagueante hilera de pedazos de tierra y césped y recreando un particular ritmo eternizado hasta el día de hoy en mis oídos, sentí el choque de la palma de una mano sobre mí espalda. Me di vuelta y encontré la sonrisa del “Murciélago” en señal de agradecimiento por el centro. Al igual que yo, no era de hablar mucho pero ese gesto es uno de los mejores recuerdos de aquellos años vistiendo la camiseta de piqué auriazul, pantaloncito y medias azules.
Graciani era un año menor que nosotros que rondábamos los 12 y desde los 9 jugaba en las infantiles del club. En las inferiores hacía goles en todos los partidos y en las tribunas y pasillos del club se podía escuchar “Este pibe en unos años juega en la primera”. Así fue, con apenas 16 años comenzó a entrenar con la primera y debutó contra Nueva Chicago, partido al que fuimos todos sus compañeros de inferiores. En esa época debutar a esa edad no era muy común. Esa tarde, su padre, se ubicó en el alambrado para disfrutar de manera tranquila, como lo hacía en cada uno de los partidos de inferiores.
Después de unos años de romper las redes con la camiseta de los Bohemios de Villa Crespo, los dirigentes de Boca pusieron los ojos en él y en 1985 se calzó la azul y amarilla pero de rayas horizontales con la que convirtió más de 80 goles pero ninguno de palomita como el de aquella tarde de 1976.
Libro: Fuerte al medio (2019).
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