viernes, 19 de septiembre de 2025

Qué balón de oro... el Oscar - Cuento de Lalo Brodi


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Claro que me gustaría conocer a quien frotó la lámpara para sacar al genio que pergeñó esta película, la mejor, jamás vista en la historia del cine. Porque tiene de todo. Es épica, pero tiene tramos conmovedores, románticos, tristes, emotivos, dramáticos, y por supuesto, al menos para mí, final feliz. De lo que no tengo dudas es que luego de esta historia ya no podrá inventar nada igual.

Te lleva por lugares que nunca hubieses imaginado conocer, territorios inexplorados en donde los sentimientos se mezclan de tal modo que no entran en una clasificación convencional. Genio el anónimo ser que inventó esta maravilla y afortunados nosotros, no muchos, que en el contexto universal tenemos la posibilidad de asistir a la función.

Porque lo que hasta ahora no les dije, es que, una vez terminada la película, como en Misión Imposible, se autodestruirá. Entonces, a partir de allí, nunca nadie jamás en la historia de la humanidad podrá volver a verla. Habrá fragmentos, se contarán mil historias, se recordará por siempre. Pero así, en vivo, ahora, tal y como la estoy viendo, nadie volverá a hacerlo.

También debo decir que siento la alegría de estar viendo esta obra maestra, pero a la vez, la enorme tristeza de darme cuenta que se están proyectando los minutos finales. Siento el honor de haber sido uno de los elegidos para disfrutarla y el horror de saber que pronto el cartel de THE END gobernará la pantalla.

Estoy en el momento en que el héroe entra por última vez en el castillo monumental para despedirse de su amada. Tiene como misión comunicarle que se preparará para la batalla final, aunque no le asegura que pueda hacerlo. Apenas cruzar el umbral del pórtico, de sus ojos asoman destellos diamantinos y en su barbada cara aparecen muecas que pretenden disimular el impacto emocional que le provoca este último encuentro. Pero es un héroe que no se puede permitir estas flaquezas y por lo tanto saca a relucir su hidalguía, abraza largamente a esa fiel seguidora y le deja dos perlas como ofrenda postrera.

Esta historia comenzó hace más de veinte años, al menos así lo narra la película, cuando el rey Humberto advirtió que tras los mares, un espadachín de cualidades notorias sobresalía por sobre el resto de los guerreros. Entonces, decidió enviar a su general José a reclutarlo. Lo que parecía una misión complicada finalmente no lo fue porque nuestro héroe tenía claro que combatiría para este bando cuando llegasen las guerras. Mientras, otras batallas las daría en la tierra que lo cobijó y le permitió crecer. Así fue como en poco tiempo se sumó como un soldado más a las tropas de José. De inmediato mostró las condiciones por las que venía precedido. No debió transcurrir mucho tiempo para que fuese ascendido a capitán.

Y comenzó a ganar batallas. Por supuesto también a perderlas. Y en el condado aparecieron las primeras voces agoreras, con críticas infundadas sobre su dedicación y entrega en las batallas en tierras al otro lado del mar, pero el escaso compromiso para las lides lugareñas.

Lo compararon con D10s, aquel otro guerrero que dejó su marca indeleble que vivirá por siempre con su imagen en los escudos de los soldados de nuestro condado. Pero ese D10s lo entendió, lo protegió y pidió que no lo comparen, que él ya había hecho su camino y ahora era el tiempo de este héroe. Ese que creció allá lejos pero que siempre mantuvo giros idiomáticos, costumbres y amistades que lo ligaban a estas tierras. Habitaba en aquel mundo nuevo y deslumbrante, pero vivía en este condado porque sentía que éste era su lugar.

Muchos no lo entendían así. Decían que había ganado mil batallas pero ninguna guerra. Que cuando marchaban hacia la arena no cantaba el motivador himno de guerra, que no tenía voz de mando, que le faltaba energía en momentos decisivos. Tanto insistieron aquellas voces destructivas que lo hicieron dudar y por algún momento flaqueó. Fue entonces cuando la plebe del reino levantó la voz para hacerlo recapacitar. El clamor se hizo sentir con tanta fuerza en la bastedad del territorio que el guerrero reflexionó y se (nos) dio una nueva oportunidad.

Pasaron varios generales. Algunos lucharon con valor hasta quedar a las puertas de la victoria. Otros, sin pena ni gloria. Muchos soldados fueron cuestionados y alejados, otros renacieron de entre las cenizas. Mientras, una nueva generación de gladiadores se estaba gestando en el seno de este suelo feraz.

Ocurrió un proceso traumático. Y apareció el general Leónidas. Toda una incógnita que de inmediato provocó la fácil reacción de aquellos que rechazan todo lo que no provenga de la escuela de formación a la que adhieren. Que no tiene nombre, que es un arribista, que rompió códigos, que le falta experiencia, que hace años que no vive en estas tierras y que por lo tanto será un nuevo fracaso en la tarea de impedir que otras potencias nos dominen.

Leónidas formó una plana mayor cuyo principal objetivo fue proteger a nuestra primera espada. Lo arropó, lo cuidó y lo mimó. Pero, por sobre todo, lo entendió e hizo que los otros soldados lo entiendan. Y consiguió que el resultado fuese obtener un ejército compacto, convencido de sus objetivos y prácticamente invencible. Y entonces, todo el condado se enamoró de esos valientes luchadores. Y todos empujaron para que por fin y después de muchos años se pudiese ganar una guerra.

Fue una fría noche de julio cuando el lancero de caballería, el ángel guardián, el repudiado y perdonado, nos hizo sacar de adentro todas nuestras frustraciones para desahogarnos en un grito que resonó por todo el condado. Grito de guerra ganada, de emoción contenida. Ese quijotesco ángel, vapuleado, burlado y ridiculizado nos demostró de lo que era capaz, pero por encima de todo tuvo la grandeza de perdonarnos. Siguió enfrentando a los molinos de viento sabiendo que lo que faltaba no era una utopía, que todavía quedaban cosas por contar y él tenía palabras importantes para escribir en este libreto.

Ahora sabíamos que nos esperaba la gran guerra. Aquella que comenzamos con sufrimiento pero que nuestro mismo héroe, ese gigante que peleó por su talla haciendo sacrificios enormes para superar esa dificultad, se encargó de enderezar de inmediato ante los aturdidos aztecas. Hasta llegar a aquella batalla final épica, heroica, inolvidable. Porque el duelo final fue con los colonialistas blancos que para mantener su imagen de superioridad étnica mandaron a la guerra a los negros. Aquella epopeya gloriosa en donde su principal escudero atajó todas las lanzas y flechazos que le tiraron, donde el ángel volvió a decir presente y todos y cada uno de los soldados cumplieron al pie de la letra la estrategia de la plana mayor de Leónidas.

Debo confesar que nunca sentí lo que ocurrió en esta parte de la película. Por primera vez lloré por la alegría de haber triunfado, pero más lloré porque el vencedor fue aquel estigmatizado ganador de muchas batallas, pero perdedor de guerras. Lo vi feliz y lloré. Lo sentí pleno y no pude contenerme. Aquel gesto con cruzando los brazos varias veces a la altura de la cintura como diciendo “ya está”, “ya cumplí”, también lo sentí mío. Gloria a ese humilde capitán que de quien primero se acordó fue de aquellos que no pudieron lograrlo junto a él después de tantos intentos. ¿Cómo no derramar una lágrima en su honor y a esos gladiadores que superando adversidades nos mostraron el camino posible?

Por eso, quien pergeñó esta película no dejó ningún condimento afuera. Por eso que no quiero que termine, aunque esto sea inexorable. Se destruirá inmediatamente al finalizar y solo nos quedará la memoria y algunas imágenes para contarla. Fuimos afortunados quienes la vimos.

Porque no tengo dudas que se trata de una película. Porque ni el mejor escritor de la tierra pudo haber imaginado esto en la vida real.

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