Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Libro: Un viejo que se pone de pie (2007).
«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Libro: Un viejo que se pone de pie (2007).
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebe Grafo y, gastador como siempre, le gritó: "¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente “¡andálaputaqueteparió!”, pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.
Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. ¿Y ahora qué hacemo, decíme?, me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: “Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando”. No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: “Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...”.
Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: “Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos Aires?” . El Bebe Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: “Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?”. En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebe, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: “En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá Bebe, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío”. Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, habiéndome al oído, agregó: “Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?”. Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: “Y decíme, Bebe, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante quilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado”.
Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca.
Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver. Para colmo, para la época en que empezamos a perder, a algunos de nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la presión de afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año, que aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.
Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación, los muchachos me pidieron que hiciera “algo”. No fueron muy explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22 jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite de que los muertos ésos nos empataran la estadística. Me dijo que lo llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida.
A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el tole tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a gritos un “dejá Carlos, son una manga de cagones”. Ahí nomás el Bebe Grafo, calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien, que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el Sindicato, que él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba dada, y el Tanito y el Bebe se amenazaban mutuamente con las torturas futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara de monaguillo.
Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía extinguido para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana, se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de vida, se vino el Bebe por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y media y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El Bebe negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo se nos vino al humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos de joder. Ante la complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media, que en el café habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que todavía faltaba más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper con pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción patriótico–religiosa, al final se fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora. Después con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación eterna. Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión del viernes.
El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. El siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.
Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de seis y un arquero), yo igual le dije vení pibe, jugá adelante, que sos chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo, que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera a los cinco minutos ¡salí perro, a qué carajo viniste!, y el Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron y el guanaco ése nos dijo ta'bien pibes, cualquier cosa les hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque eso quería decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero porque Tito había entrado, y segundo porque, como yo andaba con las llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la puerta del Rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato profesional, a los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito, que seguía viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los muchachos se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle una bombita quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas cosas.
Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él, medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se los puedo pagar, nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y le decía mirá, Tito, vos sabes que sos mi hermano, pero jamás de los jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan no vayas, por lo que más quieras porque me muero de la rabia, entendeme, Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no vayas ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedate tranquilo, Josesito, aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito, defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión de reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de reojo, como buscando respuestas.
Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebe se vinieron de nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito para que los demás no escucharan. “Es la hora, Carlos”, me dijo Ricardo. Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. “¿Lo juegan o nos lo dan derecho por ganado?”, preguntó, procaz, el Bebe. El Tanito lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de putearlo.
“Andá ubicando a los tuyos, y llamalo al árbitro para el sorteo”, le dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé, jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me venía justo para completar los once.
Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco. Hice señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me hizo una inclinación de cabeza y me dijo un “quédate pancho, Carlitos”. En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se quedaron mirándose como vacas, como diciéndose “saltá vos”. El que saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco, entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar. Espantoso.
Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota coherente en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los dieciséis el técnico aquel lo sacó por perro, a los treinta y cuatro, con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza. El Bebe, muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos antes del puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear a los jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos envenenó la vida con un “pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué bárbaro”, y se alejó campante.
Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí adelante mío, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no fuese verdad que el Bebe estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venia, y los mellizos también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando le dije vení pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdoname por los nervios que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdoname, y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad, cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da miedo.
Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le toqué el balón para que lo sintiera, para que se acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa altura del piso, con caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la empaló con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió con un movimiento breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la recibió con la zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho.
Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro desencajado del Bebe, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada. Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles. Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era un trámite, un asunto concluido.
Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar de una vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de pie junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebe, que todavía lo miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste, jodemil...? ¿No qué no venía? ¿no qué no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole al rival moríte, moríte de envidia, infeliz.
Pitó el árbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me vino al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho. El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebe trato de apretarlo del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que arrancó bien habilitado.
Libro: Esperándolo a Tito (2000).
Los potreros en la literarura para inmortalizar la génesis de la grandeza argentina. Emitido en vivo el jueves 24 de abril de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
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Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
En 1982, la Argentina vivía los últimos tramos de una de las etapas más oscuras de su historia: una dictadura militar que había asumido el poder prometiendo orden, paz y una solución definitiva al llamado «problema de la subversión». Con ese argumento, las Fuerzas Armadas tomaron el control del país en 1976, instaurando un régimen autoritario que se tradujo en miles de desapariciones forzadas, censura, persecución política y un clima generalizado de miedo. Aquellos que decían venir a salvar a la patria terminaron sumiéndola en una de sus peores tragedias.
Pero no fue solo el terrorismo de Estado lo que definió esos años. La dictadura también dejó un país devastado económicamente. Con políticas de apertura indiscriminada, endeudamiento externo masivo y desindustrialización, el tejido social se resquebrajó. El desempleo crecía, la inflación se disparaba y la desigualdad se volvía más cruel. La promesa de reorganización nacional se había transformado en un fracaso total, visible y palpable en todos los rincones del país.
En ese contexto, la cúpula militar buscó un acto desesperado para recuperar legitimidad: la recuperación de las Islas Malvinas. Una causa históricamente sentida por el pueblo argentino fue utilizada como herramienta de manipulación y distracción. El conflicto con el Reino Unido fue presentado como un acto heroico, como una gesta patriótica, pero detrás de los discursos grandilocuentes se escondía la intención de perpetuar un régimen que ya no tenía apoyo ni futuro.
Lo más doloroso fue, sin embargo, la utilización de jóvenes soldados —muchos de ellos apenas mayores de edad— enviados al frente sin preparación, sin equipamiento adecuado, sin comida, sin abrigo, sin un plan real. Pibes que fueron abandonados por sus superiores, maltratados incluso por sus propios mandos, y dejados a la deriva en un campo de batalla feroz. Muchos murieron ahí. Otros volvieron con heridas que no se ven. Todos cargaron con un peso que no eligieron.
Por eso, aunque el reclamo sobre la soberanía de las islas es justo, aunque Malvinas sigue siendo una herida abierta para la Argentina, nunca debemos olvidar que fue una dictadura la que decidió llevar al país a la guerra. Una dictadura que intentaba perpetuarse en el poder, que buscaba legitimarse a través del sacrificio ajeno. Y ese sacrificio tuvo nombres, edades, rostros. Fue el de los chicos soldados. A ellos, más allá de toda bandera, les debemos memoria, verdad y justicia.
Aun sabiendo todo eso —la dictadura, la manipulación, el horror detrás de la guerra— no puedo evitar que me tiemble la voz cada vez que escucho hablar de Malvinas. No puedo dejar de llorar en silencio por esa tragedia que nos marcó para siempre. Porque más allá del contexto político, hay un dolor que es profundo, que es argentino, que se aloja en la piel como una cicatriz vieja: la pérdida, la impotencia, el grito que no encuentra consuelo.
Me lamento por las islas también, sí. Por esa porción de tierra lejana que, en otro momento, estuvo cerca de volver a ser parte de lo nuestro por caminos diplomáticos. Me lamento porque el conflicto armado no solo nos alejó de ese objetivo, sino que lo volvió casi inalcanzable, arruinado por una cúpula desesperada que eligió el peor camino posible. Y nos dejó, además, con una herida que ni el paso del tiempo ni los tratados pueden cerrar del todo.
Pero por sobre todo, lloro por los chicos. Por esos jóvenes que fueron arrancados de su vida civil, vestidos con uniforme y arrojados al frente bajo el discurso inflamado de “defender a la patria”. Ellos no eligieron la guerra. Ellos no sabían de geopolítica ni de estrategias militares. Sabían de miedo, de hambre, de frío. Fueron usados, manipulados y, muchas veces, abandonados. Murieron solos, asustados, creyendo que hacían lo correcto. Por ellos, cada abril, cada silencio, cada lágrima, es también un acto de memoria y de amor.
La mayoría de esos jóvenes no eligió la guerra. No soñaban con ser héroes ni empuñar un arma en nombre de la patria. Eran colimbas, chicos de 18 o 19 años, arrancados de su vida cotidiana y lanzados al frente con miedo, sin preparación, sin el abrigo ni la comida necesaria para sobrevivir al frío brutal del sur. Algunos fueron maltratados por sus propios superiores. Querían volver a casa, no ser mártires. Por eso, antes que nada, hay que nombrarlos por lo que fueron: víctimas de una decisión injusta, manipulados por un régimen que solo buscaba salvarse a sí mismo. Y sin embargo, son héroes. No por haber ido, sino por haber resistido. Porque soportaron el abandono, el miedo, la muerte al lado propio, y aun así, no se rindieron. Porque algunos, incluso sin saber cómo, cuidaron a un compañero, se mantuvieron en su puesto, o simplemente lograron volver con vida. El heroísmo, en Malvinas, no se mide por la gloria del combate, sino por la dignidad de resistir en el infierno. Y esa resistencia, aunque forzada, aunque injusta, nos dejó una lección profunda: la valentía no siempre está en el avance, a veces está en aguantar cuando todo se desmorona.
Alertadigital.ar (2 de abril, 2025)
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
―Ey, don.
El silencio se rompe. Angelino reconoce el timbre de voz, pero no logra asociarlo a ninguna cara.
―Don, son casi las doce.
Ahora sí. Es el chico, seguro; suena lejano, como si le hablara desde la otra orilla. ¿Cómo cruzó?, se pregunta. Quiere hablar, pero no puede: siente que tiene sumergida la mitad inferior de la cara en el agua cenagosa.
―Es la hora que me dijo, don, se le va a hacer tarde.
Le tocan el hombro. Angelino abre los ojos en un respingo. La claridad parece atravesarle la córnea y penetrarlo hasta clavarse en algún lugar de su nuca rapada. Encandilado, se dedica a prestar atención a la voz, a las palabras. Oye:
―¿Mate cocido toma?
La cara del chico emerge de un río de luces y es apenas la silueta de una cabeza; luego abandona gradualmente los contornos para adquirir detalles: la nariz, las mejillas, los dientes. Le está sonriendo.
Angelino se pasa la mano por la comisura de los labios, donde un hilo de baba parece haberse petrificado, y despega la mejilla de la almohada al tiempo que hunde las palmas en el delgado colchón del catre para incorporarse. Ahora nota en la boca un cementerio de hedores; más que un mate cocido, necesita dentífrico; no obstante, asiente con la cabeza mientras identifica en aquella cara al muchachito de unos doce años de cara redonda y ojos marrones y pequeños que lo encontró anoche al pie de la escalera.
―Sí, gracias ―le contesta con la voz aun ronca―. ¿Hay alguien en el baño?
El chico niega con la cabeza y se aleja de su campo de visión. Angelino tantea con la mano sobre la caja de cartón que oficia como mesa de luz hasta dar con sus anteojos; se los pone mientras se sienta en el catre; la tela que oficia de sábana se le pega a la espalda. Estudia el lugar con detenimiento, los vivaces ojos grises parecen mirillas en el centro de esos cristales ―uno de ellos, el izquierdo, con una rajadura en el extremo superior derecho― que superan con creces el ancho del armazón de carey que los sostienen. La cabaña es humilde, de material y madera, con una única pared estucada, y él piensa que debe ser un rancho más entre otros tantos del Delta. Anoche no podía distinguir nada por culpa de la luz mórbida del sol de noche, ni siquiera alcanzaba a ver con claridad el lugar que le ofrecieron para acostarse tras lavarle la herida. ¿Dónde está la abuela del chico?
―¿Y Amelia? ―pregunta.
―No es Amelia, es Amalia, ¿no se acuerda? ―grita el chico desde el otro extremo de la habitación; suena molesto―. Amelia se llama mi mamá. Ya se lo dije anoche. Angelino no recuerda, creía que compartían el mismo nombre. Intenta ponerse de pie con naturalidad, pero la herida en el muslo se lo impide. Mira la sábana y descubre las manchas. Se palpa la gasa: está seca; debió sangrar mientras dormía. ¿Cuánto durmió? Hay un reloj de pared frente a él, pero el perchero, de donde cuelgan tres pilotos de goma, le permite distinguir solamente los extremos del oscilar del péndulo.
Una gata tricolor se le acerca y maúlla. Él le acaricia el lomo con los tres dedos centrales y el animal alza la cola y se arrima todavía más a su pantorrilla. ―Es mimoso ―dice, incómodo: no le gustan los gatos―. Raro, ¿no?, porque estos bichos suelen ser ariscos.
―Se llama Ada, es hembra ―dice el chico acercándose a donde el felino se refriega contra Angelino―. ¿Sabe por qué los gatos buscan contacto?
El chico hace una pausa para mirarlo. Angelino capta esa mirada con demora y, sin dejar de acariciar al animal, niega con la cabeza.
―Porque, como ellos pueden ver a los muertos y saben que los difuntos son intocables, necesitan que alguien los toque para saber que ellos sí siguen vivos. Hasta que no los acarician, sobre todo cuando recién se despiertan, los gatos no saben si están vivos o muertos.
A Angelino lo que le dice el chico le resulta ocurrente y simpático. Sonríe mientras le rasca la parte inferior del cuello a la gata, que estira el cogote.
La voz de Amalia se escucha desde el cuarto contiguo:
―Usted debe estar pensando: un gato macedoniano. Claro, por eso de que la realidad la traemos nosotras y porque no quedaría nada de esa realidad si muriéramos, ¿no? Pero ¿quién se animaría a corroborarlo?
Él se pregunta qué quiso decir. Otra vez siente que la voz es casi idéntica a la de la hija; anoche eso lo asustó. Se acordó de su amigo El Poeta, de lo que decía sobre la voz de Amelia. Los ojos de él buscan a la mujer por el vano de la puerta a la derecha, pero no la encuentran. No sabe de qué le habla, no entiende. Allá en la quinta, en un profesor de física le había dicho algo parecido sobre un tal Schrödinger con un gato en una caja, pero tampoco había comprendido mucho entonces, salvo por el hecho de pensar que ahí dentro se sentía como ese gato y que nadie sabía si él estaba vivo o muerto, ni siquiera él mismo. Meneó la cabeza y se le escapó una sonrisa: todavía no podía creer que había escapado.
―Si quiere la ropa va a tener que esperar un poco más ―le advierte el chico mientras le quita la gata de la mano― porque hay mucha humedad.
Como si las palabras del chico se lo hubieran revelado, Angelino recuerda que está desnudo, apenas cubierto por un doblez de tela.
―Cuando chilla la osamenta, señal que viene tormenta ―oye cantar a la mujer.
El chico se lleva a la gata y la arroja por la ventana de la izquierda. No hay maldad alguna en el gesto: evidentemente es el modo en que saca al animal afuera. ―Sabe que ayer salimos campeones otra vez, ¿no?
Angelino lo mira y mueve la cabeza de derecha a izquierda aunque sí escuchó el partido; lo niega porque teme que le pregunte cómo se enteró y no quiere entrar en detalles. El chico le da la espalda y le narra con entusiasmo:
―Sí, les ganamos a los rusos. Suerte que me desperté para escucharlo, porque no tenía clases. Tempranísimo. Tres a uno. Todos en el segundo tiempo. El primer gol me lo perdí porque cabeceé, pero lo hizo Alves, después del de ellos.
El chico va hasta la mesa de madera, donde todavía reposan lo que sobró del rollo de la venda de gasa y la tijera que usó Amalia.
―El segundo, con pelota cruzada de Díaz; Morales dijo que era inatajable. A los treinta y seis minutos, Maradona hizo el tercer gol de tiro libre y lo metió en el ángulo ―le cuenta, y con el brazo hace un movimiento que imita, supone, la trayectoria de la pelota hasta el arco; luego agarra la Spika enfundada en cuero, que está casi en el centro, delante del portarretrato con la foto de Amelia y un bebé en brazos que, imagina, debe ser ese mismo pibe que tiene enfrente.
Inevitablemente, Angelino recuerda que anoche, poco antes de desmayarse, miró la foto y, al reconocer a Amelia, pensó que era un milagro y que Amelia lo había guiado hasta ahí, justo él que no cree en nada de eso, mucho menos después de lo que le hicieron los curas.
―Después del partido, mi abuela se enojó por una entrevista que hicieron en los vestuarios y me apagó la radio. Lástima que acá no hay tele, hubiera estado buenísimo verlo ―agrega y enciende la Spika.
The sun is shinin', it's a new mornin'
You're goin', you're goin' home
Angelino reconoce esa canción, la escuchó varias veces en la radio que sonaba desde algún lugar mientras él estaba encerrado, con las manos atadas y los ojos vendados. Sabe que ahora viene un solo de guitarra y, después, ese solo de saxo que le resulta tan pegadizo. Se mira las muñecas. todavía tiene las marcas. Una congoja le sube a la garganta mientras el solo de guitarra termina y el saxo arranca la frase repetitiva. No sabe si para disimular o para quitarse ese nudo de la garganta, entona imitando el fraseo del saxofón:
―Tarara tararán, tarara tarararán…
Alza la vista de sus muñecas y descubre al chico que lo mira fijamente. ―Oiga, don. ¿Es verdad que sabe dónde está mi mamá?
Su voz tiene la espesura del agua en la que Angelino casi se ahogó ayer, una turbulencia amarronada y espesa que lo deja sin aire como si todavía estuviera sumergido. Abre la boca para responderle, pero Amalia irrumpe con una bandeja de madera en las manos y dice:
―Espero que te guste el mate cocido porque es todo lo que tengo para que desayunes. Eso y unas tortas fritas que quedaron de ayer.
Amalia se inclina para apoyar la bandeja con una taza humeante en la caja de cartón y la mirada de Angelino se mete, sin querer, debajo del escote de la camisa a cuadros: no usa corpiño. Ella parece no darse cuenta y él se pregunta cuánto hace que no ve a una mujer. Le mira la cara y el cuello: no puede tener mucho más de cuarenta, debe haber tenido a Amelia muy joven.
―Gracias ―le dice mientras siente el brote de una incontrolable erección―. No sé cómo voy a hacer para agradecerle todo esto.
Desvía la mirada y no alcanza a distinguir si ella se percata de lo que está pasándole. Simula tener frío y tira de la frazada que se había quitado durante la noche para cubrirse. Cuando vuelve a mirarla a la cara, ella está sonriendo.
―Enseguida te traigo la ropa, ya tiene que estar seca ― le dice Amalia. Él se sonroja y asiente con la cabeza. Va a repetir un agradecimiento, pero se contiene. Mira al chico, que parece aislado de todo gracias a su radio.
¿Quiere tener esmowing? Tome ginebra Bols.
La voz desaparece debajo del ruido de un motor que ingresa desde el exterior. Angelino se inquieta y vacila entre ocultarse y correr a la ventana para dar con el origen de ese ruido, pero se paraliza. Ve que el chico abandona su letargo radial y corre hasta la ventana para saludar con la mano en alto. Le pregunta:
―¿Lo conocés?
―¿A quién?
―Al que saludaste.
―No sé ―le dice el chico alzándose de hombros―. Casi seguro que sí. Es la lancha-almacén.
Una vez Angelino viajó con Amelia en una lancha colectiva. ¿Fueron a esa vivienda donde está ahora? Por más que se esfuerza en hacer memoria, no puede asegurarlo: parece haber pasado hace mucho, pero fue apenas cuatro años atrás, cuando se conocieron. Es cierto, ahora parece que eso fue en otra vida.
El chico sube el volumen de la Spika. Amalia vuelve con la ropa: una parte cuelga de un antebrazo, pero el slip y las medias están sostenidos en un puño. Le alcanza todo.
―Vestite tranquilo que me voy al lado ―le dice y él vuelve a sonrojarse mientras recibe la ropa―. Habría que zurcir todo y darle otra lavada, pero imagino que no hay tiempo. Tiempo. A Angelino la noción del tiempo se le diluyó hace rato, entre los gritos ajenos y el dolor propio, entre los traslados y la venda en los ojos, apenas recuperada por la aparición de los sonidos de la otra radio, allá, o por el paso de la luz a través de la tela. Un tiempo que se escurrió, irremediablemente, junto con su juventud, antes de cumplir los veinte.
Se pone de pie con dificultad y se ubica de espaldas al chico; se ata la tela a la cintura para cubrirse y contrae y estira la pierna vendada hasta que siente que recupera cierta elasticidad. Luego se viste sin prisa mientras oye la voz de José María Muñoz en el spot publicitario del programa deportivo del domingo. Comprueba que adelgazó tanto desde que lo secuestraron porque sobra espacio entre el vendaje y la tela desgastada del vaquero. Se mira la ropa: es cierto, tiene manchas y agujeros por todas partes.
Una música bailable sobrevuela el mediodía y Amalia regresa. Lo mira y hace una mueca de desaprobación, pero sonríe. Empieza a moverse al ritmo de la música que suena en el aparato que su nieto sigue sosteniendo en la mano. Se le acerca y lo toma de las manos como si lo sacara a bailar a una pista de baile. Y ella baila moviendo los pies hacia los costados y balanceando los brazos. Él no sabe qué hacer y se mueve torpemente, como un lisiado intentando hacer una pirueta de ballet, lo cual no está muy alejado de la realidad. Ella no deja de mirarle la pierna herida, pero tampoco deja de sonreír. El chico, que sostiene la radio junto a ellos, lanza una carcajada.
―Si mamá te viera ―le dice―, se mataría de risa.
Angelino también se ríe. Es cierto, nunca aprendió a bailar. E imagina qué inspiró el comentario: el marido de Amelia la rompía en las fiestas que armaban para recaudar fondos; verlos bailar a esos dos era un espectáculo. Piensa, recuerda: aquel hombre murió, pero no sabe cómo ni cuándo.
Do it light, taking me through the night
Shadow dancing, baby you do it right
Para el final de la canción, él se deja llevar por ella y se ajusta al ritmo. La publicidad de los lubricantes interrumpe la música y doce bips indican que ya llegó el mediodía. A continuación suena la cortina del informativo.
―Disculpe, pero tengo que ir al baño ―le dice él soltándose de las manos de Amalia, que se petrificó apenas empezar el noticiero.
―Andá con cuidado ―le suelta de pronto, como saliendo de un trance, cuando Angelino está empezando a descender por la escalera que da al exterior―. Mirá que es de día y pueden verte.
Él pretende tranquilizarla con una sonrisa y una afirmación con la cabeza. Cuando pisa el segundo peldaño, repara en que la sangre, su sangre, ya no está ahí; la mujer la lavó, seguro; no cree que se lo haya pedido al chico. Al salir al exterior, tiene que cerrar los ojos porque la luz lo encandila y se detiene con el pie en el aire, sin pisar el segundo escalón. Vuelve a abrirlos: lo deslumbra un centellear de polvo a contraluz del cielo. Por fin pisa el escalón y desciende hasta donde el césped se convierte en pastizal, y de inmediato en algo que él describiría como una selva, en pocos metros. Así alcanza el cubículo de madera donde está la letrina.
Cuando abre la puerta se dice que incluso él y su familia tuvieron toda la vida lugares mejores que ese para pillar o cagar. Se baja el cierre, apunta al agujero en el piso y orina. Mientras cae el chorro, recuerda que Amelia le contó que su mamá era docente en Filosofía y Letras. Se pregunta, entonces, si Amalia siempre vivió ahí, si ese es el lugar donde se escondieron cuando se pudrió todo o si la enviaron a esa zona como aprendizaje antiburgués. Otra vez intenta recordar si es ese el lugar al que fueron aquella vez en la lancha colectiva, pero no logra precisarlo. Todas las islas son iguales, piensa. Luego se corrige: Bueno, iguales no: parecidas. Se sacude el pene y escucha a un gato maullar afuera. ¿Será el mismo que estaba arriba? Le gustaría lavarse las manos y la cara.
Sale del cubículo. Se fija, pero no hay ningún animal cerca. Camina hasta la orilla. Mira alrededor para cerciorarse de que nadie esté observándolo; una vez que está seguro, se pone en cuclillas, inclinado hacia el río, y con ambas manos recoge agua para asearse. Le duele la pierna, pero eso no le impide agacharse aún más y se moja y se refriega la cara, después la nuca y, al final, los sobacos. De repente, percibe la presencia de alguien y se sobresalta. Descubre su reflejo en el río: un hombre demacrado, ojeroso, con los pómulos exorbitantemente marcados. Ni su madre podría reconocerlo si estuviera viva. Oye a Amalia cantar, supone que sobre la melodía en la radio:
―La huella de tu canto echó raíces, Melina, y vuelven a reír tus ojos grises, Melina. Piensa en Amelia, recuerda cuando la conoció y descubrió que era su voz la que él escuchaba en la radio que se oía a última hora en la obra donde él trabajaba entonces, un edificio en Olivos al que llegaba después de una hora y media de viaje. En ese momento no sabía que detrás de esas canciones que ella y el grupo elegían había mensajes, que en las cosas que ella decía había ocultas instrucciones para salvarle el pellejo a otras personas. Cuando por fin se enteró, más tarde, ya no le sirvió de nada.
Se pregunta cómo va a marcharse. Tiene que apurarse, podrían venir por él en cualquier momento y así comprometer a la mujer y el chico. Nota que en el otro costado de la isla donde él está hay algo que podría denominar «muelle» con un bote y algo que parece un motor. es una opción. La otra sería nadar hasta la orilla de enfrente: la isla se ve desierta, cubierta por una vegetación tupida que no admite la presencia de seres humanos. Sin embargo…, se dice. Se da cuenta de que lleva más de un minuto a la intemperie. Tiene que regresar arriba, es peligroso permanecer ahí; pero no quiere volver a subir: teme que el chico le repita la pregunta y tenga que decirle, que explicarle…
Pero es Amalia quien lo intercepta cuando él alcanza el último peldaño. Él da un respingo. Ella se agacha para llevar la boca a la altura de su oreja derecha y le pregunta: ―¿Mi hija está viva?
―No sé ―contesta él sin titubear.
La mujer parece acusar un golpe y permanece inmóvil en el desembarque de la escalera, sin alejarse de la cabeza de Angelino ni permitirle el paso.
―¿No me dijiste que estaba con vos?
Él se pregunta si eso fue lo que le dijo anoche, cuando se metió a la vivienda por esa misma escalera con la última fuerza que le quedaba. No se acuerda; se dice que va a tener que decirle la verdad, de todos modos.
―Estuvo, pero ahora no. A ella no la trasladaron para acá.
La frase le sale susurrada, supone, para que el chico no se entere, aunque el volumen de la tanda publicitaria en la radio debe sofocar lo que dice. Después agrega, en el mismo tono: ―Antes sí estuvimos en el mismo lugar. Quiero decir: no la vi, pero la reconocí por la voz.
Él prefiere no dar más detalles sobre Amelia, siente que no puede hacerlo ahora y mucho menos a la madre y menos aún con el hijo cerca.
Amalia ahora toma distancia de Angelino y lo mira a los ojos.
―¿Y cómo llegaste acá, entonces?
La pregunta arrastra una entonación de sospecha, o al menos eso es lo que él siente. Baja la mirada; no sabe por qué, pero se siente culpable. Alza los hombros.
―Deben haber pensado que estaba muerto, no sé ―agrega y se señala la pierna herida; parece esforzarse él también por entender cómo logró huir―, y nadé como cuando era chico y jugábamos carreras en el río… Después me escondí, me quedé un rato largo metido en un humedal hasta que confirmé que no me seguían, pero me empezó a doler la pierna y ahí vi el agua ensangrentada, me di cuenta de los balazos y me asusté, así que volví a nadar otro rato por un arroyo que salía cerca de ahí hasta que no pude más.
Hace una pausa para tomar aire, pero no alza la vista. Cree escuchar, a lo lejos, el motor de una lancha.
―Y entonces vi la casa en el albardón y me pareció conocida, porque me parece que una vez vinimos hasta acá con Amelia, pero no estoy seguro porque todas estas construcciones son parecidas y…
―Anoche dijiste que mi hija te había dicho cómo llegar ―lo interrumpe. Él la observa con la mirada perdida, como indagando dentro de sí qué de todo lo que dijo es más cierto. Ella empieza a hablar como si la voz le saliera a través de los dientes apretados: no mueve la boca.
―Cuando nos muramos, la mayoría tendremos suerte si somos una nota al pie en una charla de sobremesa. Otras personas, en cambio, como mi hija, van a ser recordadas por lo que hicieron por los demás. Ojala que de los hijos de puta como vos nadie se acuerde ni la cara ―dice, y le da un enérgico empujón con las manos.
Angelino cae inevitablemente. Su cuerpo golpea contra tres peldaños y se desploma hacia un costado para acabar derrumbándose sobre el pasto acompañado de un quejido largo y grave.
Él tenía un compañero albañil que era poeta. Le publicaban poemas en la revista del sindicato y era famoso entre las mujeres de Campana. Cuando El Poeta escuchó a Amelia en la radio por primera vez, le dijo: Cada párrafo del libro revive en su voz hialina. Angelino tuvo que recurrir al diccionario y ni siquiera entonces entendió lo que había querido decirle. Unas semanas atrás, justo antes de que lo ejecutaran, mientras «Baker Street» les llegaba desde aquella radio en la oficina próxima, El Poeta le confesó: Alumbra mi nostalgia la oscura melodía. Era un buen tipo El Poeta, aunque nadie lo comprendiera, y estaba enamorado de Amelia o de la voz de Amelia, como la mayoría de los que trabajaban poniendo un ladrillo sobre otro entre los andamios del edificio de Olivos. Y cuando una idea o un poema le inflamaba la cabeza parecía relumbrarle la mirada y la voz se le ponía grave y hablaba como un borracho o un poseso. Los dos habían caído juntos un mediodía yendo a comprar la carne para el asado. Y lo último que le dijo, antes de que se lo llevaran, fue muy raro, ahora que está ahí casi muerto o desmayado lo recuerda o lo sueña, o al menos le resuena en la mente o la cabeza, le dijo, así, sonando casualmente, justo a él que no cree en nada y ahora menos que menos, con la voz desnuda y maltrecha, sin engolar: Las llamas de los cirios repiten los nombres de aquellas personas a quienes el amor ha bendecido. Ojalá alguien prenda una vela por mí alguna vez. Por mí y por vos, Angelino, y por todas las personas buenas que nunca llegaron a ser amadas sino por sus parientes. Y, otra vez, ni entonces ni ahora, entiende qué quiso decir su difunto amigo.
Escucha a Amalia que protesta:
―Vamos, apurate, dejá ese aparato de una buena vez y subite al bote.
Entiende que está retando al chico. Abre los ojos. Le duele todo. Quiere moverse, pero no puede. Gira la cabeza y ve a Amalia arrastrando al chico hacia el otro lado de la isla. Cargan dos bolsos y un changuito de compras. Al chico se le cae la Spika en el trayecto. Quiere regresar para recuperarla, pero la abuela no lo deja. Angelino vuelve a perder el conocimiento.
El ruido del motor lo reanima. Vuelve a abrir los ojos. Mira: la embarcación se aleja en dirección contraria a la que él vino. Oye la radio:
Hace un año que quiero besarte,
que quiero contarte que aún vives en mí
El oleaje rompe contra la orilla. Angelino piensa que podría gritarle a Amalia que él no hizo nada que pudiera lastimar a Amelia, que espera encontrarla viva algún día, que no se vayan, que lo ayuden, que es incapaz de hacerles daño. Pero al final opta por golpetearse el estómago con la punta de los dedos de la mano.
Ada no tarda mucho en llegar a su lado. El motor se vuelve inaudible y él acaricia el cogote de la gata mientras ella se refriega contra la pierna herida.
El sol del mediodía lo encandila y, sin embargo, Angelino sonríe.
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Lo vio en la vidriera del local que estaba abajo del estudio. Había bajado a almorzar, estaba encendiendo un cigarrillo en la vereda y lo descubrió entre tapas de discos de Sandro, Palito Ortega, Vox Dei y Los Gatos. No entendía mucho del tema, pero de primera se dio cuenta de que no era igual a aquel que estaba en la casa, al que recordaba raro, irregular, imposible de guardar entre los otros discos: este era cuadrado; en una esquina de la tapa se leía «20 años de Rock argentino»; en la esquina opuesta, un número 2 estaba encerrado en un círculo; y, arriba en el centro, figuraba dentro de un rectángulo: «NUEVO SONIDO SICO ACÚSTICO 1985». Pensó: nueve años después de que se lo llevaran.
Cinco minutos más tarde, estaba saliendo con la bolsita de papel madera en la mano. Le costó la mitad de lo iba a gastar en el almuerzo. El vendedor le había advertido: Está a ese precio porque el vinilo está hecho pelota, zafa la primera pista de cada lado y después… ¡todo detonado!
A ella, precisamente, le importaba la canción que abría el disco, esa que, a lo largo de los años, seguía humedeciéndole los ojos cada vez que la escuchaba.
Después de comer, volvió a la oficina, pero estuvo con la cabeza en otra parte durante toda la tarde. Deseaba con fervor volver a casa, sentía que no le iba a alcanzar el tiempo para todo lo que necesitaba hacer antes de mañana. Interrumpió el trabajo dos minutos para llamar a su novia:
―¿Seguís teniendo el tocadiscos de tu abuelo o se lo llevó tu hermano? ―¿El Winco? No, lo tengo yo.
―¿Podrás llevarlo a casa esta noche?
―Uh, pero es re pesado ese aparato.
―Dale. De paso, ya te quedás para acompañarme mañana.
La novia no discutió. Sabía que toda la situación estaba embebida de una emoción especial y no quería tensar ninguna cuerda. Desde que el juez había dispuesto la liberación, todo parecía haberse impregnado de vértigo.
Tras colgar, siguió trabajando en su escritorio. Cada vez que el doctor la llamaba, apenas regresaba de su despacho se fijaba si la bolsa de papel, que había apoyado sobre el fichero metálico, contra la pared, seguía ahí. Reconocía que era absurdo que el disco desapareciera mágicamente: por las tardes, en el estudio estaban ella y su jefe, nadie más.
―Me voy, doctor ―le avisó, con indisimulada ansiedad, desde la puerta del despacho, apenas dieron las seis―. No se olvide que mañana no vengo.
―Suerte con eso mañana ―le respondió él alzando la vista para ofrecerle una mirada transparente y sincera.
Ella le sonrió. El doctor, tras meditarlo un instante, agregó:
―Avisá si necesitás algo.
Ella asintió con la cabeza. Él, finalmente, también le sonrió.
―Y buen fin de semana ―le dijo, mientras volvía a observar el decimoquinto cuerpo del expediente que mantenía abierto contra el escritorio, con ambas manos, como si estuviera sosteniendo a una polilla enorme que quisiera huir tras darle pelea.
Ella le agradeció con otra sonrisa, una que, seguramente, él no notó. El doctor tenía muchas manías, pero se había ganado su afecto con esos ocasionales destellos parentales. Tal vez, desde el primer día, el viejo había detectado que eso era algo que ella echaba en falta.
Apagó la cafetera, se calzó la camperita, agarró el vinilo y la cartera, bajó a la calle, cruzó la avenida, descendió a la estación y tomó el subte, que estaba repleto igual que siempre a esa hora. Todo esto lo hizo con prisa, casi atolondradamente. Viajó apretando contra su pecho ese cuadrado que contenía al círculo. Hizo todo el trayecto tarareando la canción.
Cuando por fin subió la escalera y la alcanzó el viento de la avenida, echó a correr las tres cuadras que la separaban de su casa, quizás con la intención de agotar aquella repentina impaciencia a pura velocidad. Alcanzó el hall de entrada del edificio con el mechón castaño adherido a la frente por el sudor.
Entró al departamentito y lo primero que hizo fue sacar el disco de la bolsa para dejarlo sobre la mesa. Se descalzó y desnudó sin quitarle los ojos de encima, luego fue hasta el baño, abrió la canilla, se metió bajo la ducha y, recién ahí, bajo ese chorro de agua tibia tirando a caliente, pudo llorar por primera vez desde que le habían comunicado que le entregaban los restos.
Abandonada a ese llanto, pudo repasar en su memoria aquellos cuatro o cinco fragmentos que atesoraba como recuerdos. Usó la excusa de estar lavándose el pelo para rescatar el vestigio de una caricia que no sabía si había recuperado o creado de una tarde soleada en el arenero de una plaza. Se esforzó por recuperar el tono de su voz, pero le fue imposible: llevaba años intentándolo, en vano. Entonces lloró, con un grito informe y entrecortado, porque hasta las cintas de los carretes se habían llevado. Todo recuerdo tiene algo de caprichoso, a punto tal de requerir la presencia de un testigo para validar su veracidad: de aquello permanecía en su mente una instantánea, un detalle en el que había reparado cuando acompañó a su abuela a buscar las cosas, una sinécdoque, diría la novia: el grabador Geloso hecho añicos en una esquina del living, junto a un libro al que le habían arrancado la tapa. Según Mamá, entre esos reels estaba, además de la voz de Papá, la grabación con las primeras palabras que ella había dicho y que Mamá no podía recordar, hace ya varios años, mucho menos ahora, cuáles habían sido.
A veces pensaba que Mamá se había esforzado tanto en olvidar ciertas cosas que no había podido conservar algunas otras que añoraba. Quizás haya sido por eso que, tras haber batallado tanto para reunir todos los testimonios posibles acerca del destino de Papá, se dejó vencer por el Alzheimer tan velozmente. Aunque a veces, no muchas, pero sí algunas, pensaba que su madre había optado por refugiarse en esa versión humana de Hal 9000 por instinto de supervivencia, porque ir olvidándose era la única manera de seguir viva.
Terminó de ducharse, se secó, se vistió y, mientras se frotaba el pelo con la toalla, se entretuvo un rato viendo las fotos de él que había podido encontrar. Las conservaba en la misma caja que los abuelos le habían entregado, la que durante años mantuvo oculta, por si acaso, bajo el piso del ropero, durante todo ese tiempo que ellos la cuidaron. La gran mayoría, fotos de Papá antes de ser Papá: de chico en la escuela, con el guardapolvo blanco impecable; otra, más o menos de la misma época, en una fiesta, quizás un cumpleaños, junto a los abuelos, pegado a una mesa con vasos y platitos en donde sobreviven algunos restos de sánguches; con veintitantos años, sentado al volante del «Jean sobre ruedas», como lo llamaba Mamá, con una boina negra, anteojos de sol y un cigarrillo humeante en los labios; de adolescente, en una playa, junto a dos amigos de la secundaria, los tres haciendo muecas y mirando al mar, tal vez antes de meterse al agua; la foto que ella había despegado del carnet del club, en la que Papá aparece por primera vez con barba; un retrato de bebé, típico de fines de la década del cuarenta; una que los abuelos tuvieron enmarcada en el comedor hasta que murieron, donde se ve a Papá, Abu, Mamina, el tío Tucho, muerto en un accidente de auto en la Autopista Riccheri poco después de que se casara con la hermana de Papá, y Mamá, notoriamente embarazada de ella, en un asado al aire libre, así lo confirma la presencia de unos chorizos sobre una chapa humeante, sostenida por unos ladrillos, al fondo del encuadre; otra de Mamá y Papá, más jóvenes que en la foto previa, haciendo la V con el índice y el medio, sonrientes y desafiantes, en medio de una montón de personas desconocidas; y las únicas dos fotografías donde ella aparece, en una, con Papá, y en la otra, con Papá y Mamá: en la primera, ella gatea sobre un piso que Mamá sostenía que era el de la casa de su abuela materna, un piso de madera reluciente, enceradísimo, diría Mamá, y, detrás de ella, Papá, que parece caerse o agacharse en el instante en que la imagen lo captura, creando el halo de un espectro con cabeza humana, ya que lo único que se ve con nitidez, como si se hubiera movido de manera independiente al resto del cuerpo, es la cara, una cara donde los labios, sitiados por la barba candado, forman un círculo que conjuran las vocales o y u, y el resto de él es una estela grisácea barriendo el aire; en la segunda, en un jardín, cerca de una mujer embarazada, a la que no se le ve la cara porque mira hacia otro lado, y a un collie que está acostado sobre el césped, Papá toca la guitarra y Mamá, con ella a upa, parece estar cantando. Salvo por las dos últimas y la del auto, todas las demás eran en blanco y negro.
Sonó el timbre del portero. Devolvió las fotos a la caja, a la que le puso la tapa, y se calzó para bajar a ayudar a su novia.
Subieron el Winco entre las dos. Era cierto: pesaba mucho. Ya en el departamento, dejaron el aparato en el piso de parquet y, luego de un beso largo y anhelado, lo enchufaron. Ella le mostró su adquisición e improvisó una cara que demostraba que había heredado de su tía el gen de payasa. Después sacó el long play y se lo pasó a la novia, que lo hizo descender por el mástil del tocadiscos hasta que el vinilo llegó a la goma y, por fin, movió la perilla que puso en funcionamiento la bandeja y el brazo se alzó, se deslizó y bajó para que la púa comenzara a transitar el surco.
Le bastó escuchar «Cuida bien al niño» para volver a romper en llanto. Detestaba llorar delante de cualquier persona, pero no pudo evitarlo: las lágrimas le regaron las mejillas con inusitada abundancia y de la garganta emergió un aullido tenue pero persistente.
Mientras la novia la abrazaba, ella le contó que creía recordar que, siendo muy chiquita, Papá le había enseñado a tocar esa canción en la guitarra, que después de que se lo llevaron nunca más había podido volver a tocar ese instrumento, que sí se acordaba patente de que sus padres cantaban esa canción en las reuniones con amigos, y que a esos amigos les gustaba más Sandro o Leonardo Favio o un tipo que se llamaba Bisso Cinco o algo así, pero que Papá era fanático de Spinetta y Manal, y Mamá, de Sui Generis, que Papá fumaba unos cigarrillos que habían dejado de fabricarse, que el olor de Papá era una mezcla de Old Spice con el de esos cigarrillos, de una marca que se le escapaba de la memoria aunque retenía su aroma, que la casa donde vivían estaba llena de flores y plantas, que ella estaba en el cumpleaños de una compañerita de la escuela cuando entraron a la casa y arrasaron con todo, que su madre nunca volvió a ser la misma, que su madre ya no se acordaba de nada, ni de las canciones ni de ella, que casi nunca la reconocía. Todas estas eran cosas que la novia sabía, pero entendió que ella necesitaba repetirlas, aferrada así a su espalda, hundiendo la cara en su pecho, entre una lágrima y otra.
La canción terminó y empezó la pista siguiente, pero apenas el Flaco cantó «Justo que pensaba en vos, nena», la púa empezó a repetir siempre lo mismo; el vendedor no había mentido: el disco estaba rayado. La novia sacó el vinilo, lo metió en el sobre, apagó el Winco y volvió a abrazarla. Ella había dejado de llorar. Permanecieron pegadas una a la otra, en silencio, mientras afuera se encendían las luces en las ventanas. Cuando quedaron sumergidas en la penumbra, la novia le preguntó a qué hora tenían que pasar por el geriátrico.
A la mañana siguiente, pasaron por Mamá a las ocho. Allí estaba, en la recepción del geriátrico, vestida con una elegancia y una formalidad excepcional, en compañía de la enfermera, esperándola, lo cual no es más que una manera de decir, ya que, como de costumbre, Mamá no la reconoció cuando ella la tomó del brazo para conducirla hasta el auto. De todos modos, no se alteró como había ocurrido en otras ocasiones, y se dejó llevar hasta el vehículo sin oponer resistencia. Ella le preguntó a la enfermera si le habían dado algún sedante.
―No, tomó la medicación de siempre, pero ningún ansiolítico.
―¿Sabe a dónde vamos, de qué se trata todo esto?
―Vos sabés que a veces, muy a veces, dice algo sobre tu papá, pero en los últimos días estuvo más callada que lo habitual: habló sobre las flores en el jardín, protestó por cómo habían podado los árboles de la cuadra, dice que su abuela tenía una mansión y se la robaron, repite lo de que su papá era malo y arrogante, cosas así.
Ella asintió, sin forzarse a esconder su tristeza, y le agradeció. Se subió al auto. A las nueve era la ceremonia. La novia iba adelante, conduciendo. Ella se sentó atrás, junto a Mamá. Lo primero que hizo, apenas el auto se puso en marcha, fue intentar comunicarse con su madre.
―¿Viste, mamá? Al final encontraron los restos de papá ―hizo una pausa para evitar que la congoja que había irrumpido en la garganta le quebrara la voz―. No fue en vano, ¿te das cuenta? Ahora vamos a poder despedirnos.
Se lo dijo con un tono amoroso, tierno, delicado, mientras le tomaba una mano. Pero la madre no reaccionó, parecía desconocer el idioma de la hija. Ella, ya resignada a ese más de lo mismo, tomó distancia del cuerpo de su madre, miró hacia la ruta por el parabrisas, apretó los labios durante unos segundos y terminó por inclinarse para tomar el disco que había dejado abandonado en el asiento de adelante.
Viajaron unos minutos en silencio. Su madre miraba por la ventanilla como si estuviera descubriendo una ciudad nueva y caótica. Ella volvió a acariciarle una mano y su madre volvió a mirarla, quizá tratando de descifrar quién era esa joven tan cariñosa. Ella le habló un poco más: volvió a contarle del hallazgo, de la investigación, de lo actuado por la Justicia, de lo importante que era haber podido encontrar el cráneo, del orificio, pero su madre la miraba y oía desde un lugar al que ella no podía o no sabía acceder. Luego de una pausa larga, durante la cual se dijo unas diez veces «esto es así y no tiene que angustiarte, porque no hay nada más que puedas hacer», se le ocurrió mostrárselo.
―Mirá, ma, lo que conseguí. Si mal no recuerdo, este disco a papá le gustaba mucho, ¿no? Yo siempre me acuerdo de él cantando una canción que está acá, al menos. Voy a dejárselo. Bah, es una forma de decir, claro. Creo que los egipcios hacían algo así. Bueno, no así, pero parecido, me entendés. Creo que le habría gustado, ¿no te parece?
Hizo una pausa para mirar a la madre, en busca de algún tipo de reacción, de ayuda o, tal vez, de algo que la rescatara de esa sensación que súbitamente la había invadido: se sentía una idiota, sentía que lo del vinilo era una estupidez absoluta y recién ahora se había dado cuenta de tamaña zoncera. Llegó a sentirse tan ridícula que de inmediato quiso pedirle disculpas a su mamá. Giró la cabeza hacia la ventanilla opuesta. Atravesaban lateralmente Campo de Mayo. Justo en este momento, pensó, qué lo parió, cómo odio pasar por acá, y se secó la comisura del ojo.
La madre, que parecía no haberla oído siquiera, en cambio, se limitó a bajar los ojos hasta la mano de ella y posó la mirada sobre la tapa. Estudió la fotito en blanco y negro de Artaud sobre el fondo verde y después advirtió el marco blanco tras la figura irregular. Luego de unos segundos, frunció el ceño y, finalmente, sin dirigirse a nadie en particular, protestó, enérgicamente, pero sin alzar la voz:
―¡Pero está mal esto!
La hija la miró desconcertada. Sabía que su madre tenía razón, pero no había previsto que reaccionara de esa manera: después de todo, más allá del pifie, su gesto había nacido del amor y del respeto. Con tono conciliador, procurando no exaltarla aún más, apoyó el disco sobre su falda y subió una mano hasta el hombro de la madre.
―Sí, ma, ya sé, disculpá. Fue una boludez mía. Podemos…
―Está mal, ¡no era así! ―gritó, interrumpiéndola.
Ella se sobresaltó. La novia, que con cierta alarma veía por el espejo retrovisor lo que estaba sucediendo en el asiento trasero, le preguntó si quería que se detuvieran.
En ese instante, Mamá le arrebató el disco de la mano y alzó la tapa hasta que la tuvo a la altura de sus ojos. Movió de arriba abajo uno de los pulgares con los que sostenía el borde blanco de la portada, como si quisiera borrar algo, negando con la cabeza. Súbitamente, lanzó un bufido y apoyó la tapa del vinilo contra sí, a la altura del abdomen.
Y entonces de su boca salió una voz prístina, juvenil, que parecía pertenecer a otra persona. Una voz afinadísima y hermosa que cantó, mientras movía una mano contra el cartón de la tapa, evocando un rasgueo de guitarra, con una alegría que su hija apenas si recordaba haberle conocido alguna vez y que ahora la envolvía en una calidez que le enjugaba las imprevistas lágrimas:
―Todas las hojas son del viento, ya que él las mueve hasta en la muerte…
El 24 de marzo y el 2 de abril en los sentimientos y en la piel. Emitido en vivo el jueves 3 de abril de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
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