Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Lo vio en la vidriera del local que estaba abajo del estudio. Había bajado a almorzar, estaba encendiendo un cigarrillo en la vereda y lo descubrió entre tapas de discos de Sandro, Palito Ortega, Vox Dei y Los Gatos. No entendía mucho del tema, pero de primera se dio cuenta de que no era igual a aquel que estaba en la casa, al que recordaba raro, irregular, imposible de guardar entre los otros discos: este era cuadrado; en una esquina de la tapa se leía «20 años de Rock argentino»; en la esquina opuesta, un número 2 estaba encerrado en un círculo; y, arriba en el centro, figuraba dentro de un rectángulo: «NUEVO SONIDO SICO ACÚSTICO 1985». Pensó: nueve años después de que se lo llevaran.
Cinco minutos más tarde, estaba saliendo con la bolsita de papel madera en la mano. Le costó la mitad de lo iba a gastar en el almuerzo. El vendedor le había advertido: Está a ese precio porque el vinilo está hecho pelota, zafa la primera pista de cada lado y después… ¡todo detonado!
A ella, precisamente, le importaba la canción que abría el disco, esa que, a lo largo de los años, seguía humedeciéndole los ojos cada vez que la escuchaba.
Después de comer, volvió a la oficina, pero estuvo con la cabeza en otra parte durante toda la tarde. Deseaba con fervor volver a casa, sentía que no le iba a alcanzar el tiempo para todo lo que necesitaba hacer antes de mañana. Interrumpió el trabajo dos minutos para llamar a su novia:
―¿Seguís teniendo el tocadiscos de tu abuelo o se lo llevó tu hermano? ―¿El Winco? No, lo tengo yo.
―¿Podrás llevarlo a casa esta noche?
―Uh, pero es re pesado ese aparato.
―Dale. De paso, ya te quedás para acompañarme mañana.
La novia no discutió. Sabía que toda la situación estaba embebida de una emoción especial y no quería tensar ninguna cuerda. Desde que el juez había dispuesto la liberación, todo parecía haberse impregnado de vértigo.
Tras colgar, siguió trabajando en su escritorio. Cada vez que el doctor la llamaba, apenas regresaba de su despacho se fijaba si la bolsa de papel, que había apoyado sobre el fichero metálico, contra la pared, seguía ahí. Reconocía que era absurdo que el disco desapareciera mágicamente: por las tardes, en el estudio estaban ella y su jefe, nadie más.
―Me voy, doctor ―le avisó, con indisimulada ansiedad, desde la puerta del despacho, apenas dieron las seis―. No se olvide que mañana no vengo.
―Suerte con eso mañana ―le respondió él alzando la vista para ofrecerle una mirada transparente y sincera.
Ella le sonrió. El doctor, tras meditarlo un instante, agregó:
―Avisá si necesitás algo.
Ella asintió con la cabeza. Él, finalmente, también le sonrió.
―Y buen fin de semana ―le dijo, mientras volvía a observar el decimoquinto cuerpo del expediente que mantenía abierto contra el escritorio, con ambas manos, como si estuviera sosteniendo a una polilla enorme que quisiera huir tras darle pelea.
Ella le agradeció con otra sonrisa, una que, seguramente, él no notó. El doctor tenía muchas manías, pero se había ganado su afecto con esos ocasionales destellos parentales. Tal vez, desde el primer día, el viejo había detectado que eso era algo que ella echaba en falta.
Apagó la cafetera, se calzó la camperita, agarró el vinilo y la cartera, bajó a la calle, cruzó la avenida, descendió a la estación y tomó el subte, que estaba repleto igual que siempre a esa hora. Todo esto lo hizo con prisa, casi atolondradamente. Viajó apretando contra su pecho ese cuadrado que contenía al círculo. Hizo todo el trayecto tarareando la canción.
Cuando por fin subió la escalera y la alcanzó el viento de la avenida, echó a correr las tres cuadras que la separaban de su casa, quizás con la intención de agotar aquella repentina impaciencia a pura velocidad. Alcanzó el hall de entrada del edificio con el mechón castaño adherido a la frente por el sudor.
Entró al departamentito y lo primero que hizo fue sacar el disco de la bolsa para dejarlo sobre la mesa. Se descalzó y desnudó sin quitarle los ojos de encima, luego fue hasta el baño, abrió la canilla, se metió bajo la ducha y, recién ahí, bajo ese chorro de agua tibia tirando a caliente, pudo llorar por primera vez desde que le habían comunicado que le entregaban los restos.
Abandonada a ese llanto, pudo repasar en su memoria aquellos cuatro o cinco fragmentos que atesoraba como recuerdos. Usó la excusa de estar lavándose el pelo para rescatar el vestigio de una caricia que no sabía si había recuperado o creado de una tarde soleada en el arenero de una plaza. Se esforzó por recuperar el tono de su voz, pero le fue imposible: llevaba años intentándolo, en vano. Entonces lloró, con un grito informe y entrecortado, porque hasta las cintas de los carretes se habían llevado. Todo recuerdo tiene algo de caprichoso, a punto tal de requerir la presencia de un testigo para validar su veracidad: de aquello permanecía en su mente una instantánea, un detalle en el que había reparado cuando acompañó a su abuela a buscar las cosas, una sinécdoque, diría la novia: el grabador Geloso hecho añicos en una esquina del living, junto a un libro al que le habían arrancado la tapa. Según Mamá, entre esos reels estaba, además de la voz de Papá, la grabación con las primeras palabras que ella había dicho y que Mamá no podía recordar, hace ya varios años, mucho menos ahora, cuáles habían sido.
A veces pensaba que Mamá se había esforzado tanto en olvidar ciertas cosas que no había podido conservar algunas otras que añoraba. Quizás haya sido por eso que, tras haber batallado tanto para reunir todos los testimonios posibles acerca del destino de Papá, se dejó vencer por el Alzheimer tan velozmente. Aunque a veces, no muchas, pero sí algunas, pensaba que su madre había optado por refugiarse en esa versión humana de Hal 9000 por instinto de supervivencia, porque ir olvidándose era la única manera de seguir viva.
Terminó de ducharse, se secó, se vistió y, mientras se frotaba el pelo con la toalla, se entretuvo un rato viendo las fotos de él que había podido encontrar. Las conservaba en la misma caja que los abuelos le habían entregado, la que durante años mantuvo oculta, por si acaso, bajo el piso del ropero, durante todo ese tiempo que ellos la cuidaron. La gran mayoría, fotos de Papá antes de ser Papá: de chico en la escuela, con el guardapolvo blanco impecable; otra, más o menos de la misma época, en una fiesta, quizás un cumpleaños, junto a los abuelos, pegado a una mesa con vasos y platitos en donde sobreviven algunos restos de sánguches; con veintitantos años, sentado al volante del «Jean sobre ruedas», como lo llamaba Mamá, con una boina negra, anteojos de sol y un cigarrillo humeante en los labios; de adolescente, en una playa, junto a dos amigos de la secundaria, los tres haciendo muecas y mirando al mar, tal vez antes de meterse al agua; la foto que ella había despegado del carnet del club, en la que Papá aparece por primera vez con barba; un retrato de bebé, típico de fines de la década del cuarenta; una que los abuelos tuvieron enmarcada en el comedor hasta que murieron, donde se ve a Papá, Abu, Mamina, el tío Tucho, muerto en un accidente de auto en la Autopista Riccheri poco después de que se casara con la hermana de Papá, y Mamá, notoriamente embarazada de ella, en un asado al aire libre, así lo confirma la presencia de unos chorizos sobre una chapa humeante, sostenida por unos ladrillos, al fondo del encuadre; otra de Mamá y Papá, más jóvenes que en la foto previa, haciendo la V con el índice y el medio, sonrientes y desafiantes, en medio de una montón de personas desconocidas; y las únicas dos fotografías donde ella aparece, en una, con Papá, y en la otra, con Papá y Mamá: en la primera, ella gatea sobre un piso que Mamá sostenía que era el de la casa de su abuela materna, un piso de madera reluciente, enceradísimo, diría Mamá, y, detrás de ella, Papá, que parece caerse o agacharse en el instante en que la imagen lo captura, creando el halo de un espectro con cabeza humana, ya que lo único que se ve con nitidez, como si se hubiera movido de manera independiente al resto del cuerpo, es la cara, una cara donde los labios, sitiados por la barba candado, forman un círculo que conjuran las vocales o y u, y el resto de él es una estela grisácea barriendo el aire; en la segunda, en un jardín, cerca de una mujer embarazada, a la que no se le ve la cara porque mira hacia otro lado, y a un collie que está acostado sobre el césped, Papá toca la guitarra y Mamá, con ella a upa, parece estar cantando. Salvo por las dos últimas y la del auto, todas las demás eran en blanco y negro.
Sonó el timbre del portero. Devolvió las fotos a la caja, a la que le puso la tapa, y se calzó para bajar a ayudar a su novia.
Subieron el Winco entre las dos. Era cierto: pesaba mucho. Ya en el departamento, dejaron el aparato en el piso de parquet y, luego de un beso largo y anhelado, lo enchufaron. Ella le mostró su adquisición e improvisó una cara que demostraba que había heredado de su tía el gen de payasa. Después sacó el long play y se lo pasó a la novia, que lo hizo descender por el mástil del tocadiscos hasta que el vinilo llegó a la goma y, por fin, movió la perilla que puso en funcionamiento la bandeja y el brazo se alzó, se deslizó y bajó para que la púa comenzara a transitar el surco.
Le bastó escuchar «Cuida bien al niño» para volver a romper en llanto. Detestaba llorar delante de cualquier persona, pero no pudo evitarlo: las lágrimas le regaron las mejillas con inusitada abundancia y de la garganta emergió un aullido tenue pero persistente.
Mientras la novia la abrazaba, ella le contó que creía recordar que, siendo muy chiquita, Papá le había enseñado a tocar esa canción en la guitarra, que después de que se lo llevaron nunca más había podido volver a tocar ese instrumento, que sí se acordaba patente de que sus padres cantaban esa canción en las reuniones con amigos, y que a esos amigos les gustaba más Sandro o Leonardo Favio o un tipo que se llamaba Bisso Cinco o algo así, pero que Papá era fanático de Spinetta y Manal, y Mamá, de Sui Generis, que Papá fumaba unos cigarrillos que habían dejado de fabricarse, que el olor de Papá era una mezcla de Old Spice con el de esos cigarrillos, de una marca que se le escapaba de la memoria aunque retenía su aroma, que la casa donde vivían estaba llena de flores y plantas, que ella estaba en el cumpleaños de una compañerita de la escuela cuando entraron a la casa y arrasaron con todo, que su madre nunca volvió a ser la misma, que su madre ya no se acordaba de nada, ni de las canciones ni de ella, que casi nunca la reconocía. Todas estas eran cosas que la novia sabía, pero entendió que ella necesitaba repetirlas, aferrada así a su espalda, hundiendo la cara en su pecho, entre una lágrima y otra.
La canción terminó y empezó la pista siguiente, pero apenas el Flaco cantó «Justo que pensaba en vos, nena», la púa empezó a repetir siempre lo mismo; el vendedor no había mentido: el disco estaba rayado. La novia sacó el vinilo, lo metió en el sobre, apagó el Winco y volvió a abrazarla. Ella había dejado de llorar. Permanecieron pegadas una a la otra, en silencio, mientras afuera se encendían las luces en las ventanas. Cuando quedaron sumergidas en la penumbra, la novia le preguntó a qué hora tenían que pasar por el geriátrico.
A la mañana siguiente, pasaron por Mamá a las ocho. Allí estaba, en la recepción del geriátrico, vestida con una elegancia y una formalidad excepcional, en compañía de la enfermera, esperándola, lo cual no es más que una manera de decir, ya que, como de costumbre, Mamá no la reconoció cuando ella la tomó del brazo para conducirla hasta el auto. De todos modos, no se alteró como había ocurrido en otras ocasiones, y se dejó llevar hasta el vehículo sin oponer resistencia. Ella le preguntó a la enfermera si le habían dado algún sedante.
―No, tomó la medicación de siempre, pero ningún ansiolítico.
―¿Sabe a dónde vamos, de qué se trata todo esto?
―Vos sabés que a veces, muy a veces, dice algo sobre tu papá, pero en los últimos días estuvo más callada que lo habitual: habló sobre las flores en el jardín, protestó por cómo habían podado los árboles de la cuadra, dice que su abuela tenía una mansión y se la robaron, repite lo de que su papá era malo y arrogante, cosas así.
Ella asintió, sin forzarse a esconder su tristeza, y le agradeció. Se subió al auto. A las nueve era la ceremonia. La novia iba adelante, conduciendo. Ella se sentó atrás, junto a Mamá. Lo primero que hizo, apenas el auto se puso en marcha, fue intentar comunicarse con su madre.
―¿Viste, mamá? Al final encontraron los restos de papá ―hizo una pausa para evitar que la congoja que había irrumpido en la garganta le quebrara la voz―. No fue en vano, ¿te das cuenta? Ahora vamos a poder despedirnos.
Se lo dijo con un tono amoroso, tierno, delicado, mientras le tomaba una mano. Pero la madre no reaccionó, parecía desconocer el idioma de la hija. Ella, ya resignada a ese más de lo mismo, tomó distancia del cuerpo de su madre, miró hacia la ruta por el parabrisas, apretó los labios durante unos segundos y terminó por inclinarse para tomar el disco que había dejado abandonado en el asiento de adelante.
Viajaron unos minutos en silencio. Su madre miraba por la ventanilla como si estuviera descubriendo una ciudad nueva y caótica. Ella volvió a acariciarle una mano y su madre volvió a mirarla, quizá tratando de descifrar quién era esa joven tan cariñosa. Ella le habló un poco más: volvió a contarle del hallazgo, de la investigación, de lo actuado por la Justicia, de lo importante que era haber podido encontrar el cráneo, del orificio, pero su madre la miraba y oía desde un lugar al que ella no podía o no sabía acceder. Luego de una pausa larga, durante la cual se dijo unas diez veces «esto es así y no tiene que angustiarte, porque no hay nada más que puedas hacer», se le ocurrió mostrárselo.
―Mirá, ma, lo que conseguí. Si mal no recuerdo, este disco a papá le gustaba mucho, ¿no? Yo siempre me acuerdo de él cantando una canción que está acá, al menos. Voy a dejárselo. Bah, es una forma de decir, claro. Creo que los egipcios hacían algo así. Bueno, no así, pero parecido, me entendés. Creo que le habría gustado, ¿no te parece?
Hizo una pausa para mirar a la madre, en busca de algún tipo de reacción, de ayuda o, tal vez, de algo que la rescatara de esa sensación que súbitamente la había invadido: se sentía una idiota, sentía que lo del vinilo era una estupidez absoluta y recién ahora se había dado cuenta de tamaña zoncera. Llegó a sentirse tan ridícula que de inmediato quiso pedirle disculpas a su mamá. Giró la cabeza hacia la ventanilla opuesta. Atravesaban lateralmente Campo de Mayo. Justo en este momento, pensó, qué lo parió, cómo odio pasar por acá, y se secó la comisura del ojo.
La madre, que parecía no haberla oído siquiera, en cambio, se limitó a bajar los ojos hasta la mano de ella y posó la mirada sobre la tapa. Estudió la fotito en blanco y negro de Artaud sobre el fondo verde y después advirtió el marco blanco tras la figura irregular. Luego de unos segundos, frunció el ceño y, finalmente, sin dirigirse a nadie en particular, protestó, enérgicamente, pero sin alzar la voz:
―¡Pero está mal esto!
La hija la miró desconcertada. Sabía que su madre tenía razón, pero no había previsto que reaccionara de esa manera: después de todo, más allá del pifie, su gesto había nacido del amor y del respeto. Con tono conciliador, procurando no exaltarla aún más, apoyó el disco sobre su falda y subió una mano hasta el hombro de la madre.
―Sí, ma, ya sé, disculpá. Fue una boludez mía. Podemos…
―Está mal, ¡no era así! ―gritó, interrumpiéndola.
Ella se sobresaltó. La novia, que con cierta alarma veía por el espejo retrovisor lo que estaba sucediendo en el asiento trasero, le preguntó si quería que se detuvieran.
En ese instante, Mamá le arrebató el disco de la mano y alzó la tapa hasta que la tuvo a la altura de sus ojos. Movió de arriba abajo uno de los pulgares con los que sostenía el borde blanco de la portada, como si quisiera borrar algo, negando con la cabeza. Súbitamente, lanzó un bufido y apoyó la tapa del vinilo contra sí, a la altura del abdomen.
Y entonces de su boca salió una voz prístina, juvenil, que parecía pertenecer a otra persona. Una voz afinadísima y hermosa que cantó, mientras movía una mano contra el cartón de la tapa, evocando un rasgueo de guitarra, con una alegría que su hija apenas si recordaba haberle conocido alguna vez y que ahora la envolvía en una calidez que le enjugaba las imprevistas lágrimas:
―Todas las hojas son del viento, ya que él las mueve hasta en la muerte…
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