sábado, 5 de abril de 2025

Islas - Cuento de Marcelo Gobbo


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

―Ey, don. 

El silencio se rompe. Angelino reconoce el timbre de voz, pero no logra asociarlo a ninguna cara. 

―Don, son casi las doce. 

Ahora sí. Es el chico, seguro; suena lejano, como si le hablara desde la otra orilla. ¿Cómo cruzó?, se pregunta. Quiere hablar, pero no puede: siente que tiene sumergida la mitad inferior de la cara en el agua cenagosa. 

―Es la hora que me dijo, don, se le va a hacer tarde. 

Le tocan el hombro. Angelino abre los ojos en un respingo. La claridad parece atravesarle la córnea y penetrarlo hasta clavarse en algún lugar de su nuca rapada. Encandilado, se dedica a prestar atención a la voz, a las palabras. Oye: 

―¿Mate cocido toma? 

La cara del chico emerge de un río de luces y es apenas la silueta de una cabeza; luego abandona gradualmente los contornos para adquirir detalles: la nariz, las mejillas, los dientes. Le está sonriendo. 

Angelino se pasa la mano por la comisura de los labios, donde un hilo de baba parece haberse petrificado, y despega la mejilla de la almohada al tiempo que hunde las palmas en el delgado colchón del catre para incorporarse. Ahora nota en la boca un cementerio de hedores; más que un mate cocido, necesita dentífrico; no obstante, asiente con la cabeza mientras identifica en aquella cara al muchachito de unos doce años de cara redonda y ojos marrones y pequeños que lo encontró anoche al pie de la escalera. 

―Sí, gracias ―le contesta con la voz aun ronca―. ¿Hay alguien en el baño?

El chico niega con la cabeza y se aleja de su campo de visión. Angelino tantea con la mano sobre la caja de cartón que oficia como mesa de luz hasta dar con sus anteojos; se los pone mientras se sienta en el catre; la tela que oficia de sábana se le pega a la espalda. Estudia el lugar con detenimiento, los vivaces ojos grises parecen mirillas en el centro de esos cristales ―uno de ellos, el izquierdo, con una rajadura en el extremo superior derecho― que superan con creces el ancho del armazón de carey que los sostienen. La cabaña es humilde, de material y madera, con una única pared estucada, y él piensa que debe ser un rancho más entre otros tantos del Delta. Anoche no podía distinguir nada por culpa de la luz mórbida del sol de noche, ni siquiera alcanzaba a ver con claridad el lugar que le ofrecieron para acostarse tras lavarle la herida. ¿Dónde está la abuela del chico? 

―¿Y Amelia? ―pregunta. 

―No es Amelia, es Amalia, ¿no se acuerda? ―grita el chico desde el otro extremo de la habitación; suena molesto―. Amelia se llama mi mamá. Ya se lo dije anoche. Angelino no recuerda, creía que compartían el mismo nombre. Intenta ponerse de pie con naturalidad, pero la herida en el muslo se lo impide. Mira la sábana y descubre las manchas. Se palpa la gasa: está seca; debió sangrar mientras dormía. ¿Cuánto durmió? Hay un reloj de pared frente a él, pero el perchero, de donde cuelgan tres pilotos de goma, le permite distinguir solamente los extremos del oscilar del péndulo. 

Una gata tricolor se le acerca y maúlla. Él le acaricia el lomo con los tres dedos centrales y el animal alza la cola y se arrima todavía más a su pantorrilla. ―Es mimoso ―dice, incómodo: no le gustan los gatos―. Raro, ¿no?, porque estos bichos suelen ser ariscos. 

―Se llama Ada, es hembra ―dice el chico acercándose a donde el felino se refriega contra Angelino―. ¿Sabe por qué los gatos buscan contacto? 

El chico hace una pausa para mirarlo. Angelino capta esa mirada con demora y, sin dejar de acariciar al animal, niega con la cabeza. 

―Porque, como ellos pueden ver a los muertos y saben que los difuntos son intocables, necesitan que alguien los toque para saber que ellos sí siguen vivos. Hasta que no los acarician, sobre todo cuando recién se despiertan, los gatos no saben si están vivos o muertos. 

A Angelino lo que le dice el chico le resulta ocurrente y simpático. Sonríe mientras le rasca la parte inferior del cuello a la gata, que estira el cogote. 

La voz de Amalia se escucha desde el cuarto contiguo: 

―Usted debe estar pensando: un gato macedoniano. Claro, por eso de que la realidad la traemos nosotras y porque no quedaría nada de esa realidad si muriéramos, ¿no? Pero ¿quién se animaría a corroborarlo? 

Él se pregunta qué quiso decir. Otra vez siente que la voz es casi idéntica a la de la hija; anoche eso lo asustó. Se acordó de su amigo El Poeta, de lo que decía sobre la voz de Amelia. Los ojos de él buscan a la mujer por el vano de la puerta a la derecha, pero no la encuentran. No sabe de qué le habla, no entiende. Allá en la quinta, en un profesor de física le había dicho algo parecido sobre un tal Schrödinger con un gato en una caja, pero tampoco había comprendido mucho entonces, salvo por el hecho de pensar que ahí dentro se sentía como ese gato y que nadie sabía si él estaba vivo o muerto, ni siquiera él mismo. Meneó la cabeza y se le escapó una sonrisa: todavía no podía creer que había escapado. 

―Si quiere la ropa va a tener que esperar un poco más ―le advierte el chico mientras le quita la gata de la mano― porque hay mucha humedad. 

Como si las palabras del chico se lo hubieran revelado, Angelino recuerda que está desnudo, apenas cubierto por un doblez de tela. 

―Cuando chilla la osamenta, señal que viene tormenta ―oye cantar a la mujer.

El chico se lleva a la gata y la arroja por la ventana de la izquierda. No hay maldad alguna en el gesto: evidentemente es el modo en que saca al animal afuera. ―Sabe que ayer salimos campeones otra vez, ¿no? 

Angelino lo mira y mueve la cabeza de derecha a izquierda aunque sí escuchó el partido; lo niega porque teme que le pregunte cómo se enteró y no quiere entrar en detalles. El chico le da la espalda y le narra con entusiasmo: 

―Sí, les ganamos a los rusos. Suerte que me desperté para escucharlo, porque no tenía clases. Tempranísimo. Tres a uno. Todos en el segundo tiempo. El primer gol me lo perdí porque cabeceé, pero lo hizo Alves, después del de ellos. 

El chico va hasta la mesa de madera, donde todavía reposan lo que sobró del rollo de la venda de gasa y la tijera que usó Amalia. 

―El segundo, con pelota cruzada de Díaz; Morales dijo que era inatajable. A los treinta y seis minutos, Maradona hizo el tercer gol de tiro libre y lo metió en el ángulo ―le cuenta, y con el brazo hace un movimiento que imita, supone, la trayectoria de la pelota hasta el arco; luego agarra la Spika enfundada en cuero, que está casi en el centro, delante del portarretrato con la foto de Amelia y un bebé en brazos que, imagina, debe ser ese mismo pibe que tiene enfrente. 

Inevitablemente, Angelino recuerda que anoche, poco antes de desmayarse, miró la foto y, al reconocer a Amelia, pensó que era un milagro y que Amelia lo había guiado hasta ahí, justo él que no cree en nada de eso, mucho menos después de lo que le hicieron los curas. 

―Después del partido, mi abuela se enojó por una entrevista que hicieron en los vestuarios y me apagó la radio. Lástima que acá no hay tele, hubiera estado buenísimo verlo ―agrega y enciende la Spika. 

The sun is shinin', it's a new mornin' 
You're goin', you're goin' home 

Angelino reconoce esa canción, la escuchó varias veces en la radio que sonaba desde algún lugar mientras él estaba encerrado, con las manos atadas y los ojos vendados. Sabe que ahora viene un solo de guitarra y, después, ese solo de saxo que le resulta tan pegadizo. Se mira las muñecas. todavía tiene las marcas. Una congoja le sube a la garganta mientras el solo de guitarra termina y el saxo arranca la frase repetitiva. No sabe si para disimular o para quitarse ese nudo de la garganta, entona imitando el fraseo del saxofón: 

―Tarara tararán, tarara tarararán… 

Alza la vista de sus muñecas y descubre al chico que lo mira fijamente. ―Oiga, don. ¿Es verdad que sabe dónde está mi mamá? 

Su voz tiene la espesura del agua en la que Angelino casi se ahogó ayer, una turbulencia amarronada y espesa que lo deja sin aire como si todavía estuviera sumergido. Abre la boca para responderle, pero Amalia irrumpe con una bandeja de madera en las manos y dice: 

―Espero que te guste el mate cocido porque es todo lo que tengo para que desayunes. Eso y unas tortas fritas que quedaron de ayer. 

Amalia se inclina para apoyar la bandeja con una taza humeante en la caja de cartón y la mirada de Angelino se mete, sin querer, debajo del escote de la camisa a cuadros: no usa corpiño. Ella parece no darse cuenta y él se pregunta cuánto hace que no ve a una mujer. Le mira la cara y el cuello: no puede tener mucho más de cuarenta, debe haber tenido a Amelia muy joven. 

―Gracias ―le dice mientras siente el brote de una incontrolable erección―. No sé cómo voy a hacer para agradecerle todo esto.

Desvía la mirada y no alcanza a distinguir si ella se percata de lo que está pasándole. Simula tener frío y tira de la frazada que se había quitado durante la noche para cubrirse. Cuando vuelve a mirarla a la cara, ella está sonriendo. 

―Enseguida te traigo la ropa, ya tiene que estar seca ― le dice Amalia. Él se sonroja y asiente con la cabeza. Va a repetir un agradecimiento, pero se contiene. Mira al chico, que parece aislado de todo gracias a su radio. 

¿Quiere tener esmowing? Tome ginebra Bols. 

La voz desaparece debajo del ruido de un motor que ingresa desde el exterior. Angelino se inquieta y vacila entre ocultarse y correr a la ventana para dar con el origen de ese ruido, pero se paraliza. Ve que el chico abandona su letargo radial y corre hasta la ventana para saludar con la mano en alto. Le pregunta: 

―¿Lo conocés? 

―¿A quién? 

―Al que saludaste. 

―No sé ―le dice el chico alzándose de hombros―. Casi seguro que sí. Es la lancha-almacén. 

Una vez Angelino viajó con Amelia en una lancha colectiva. ¿Fueron a esa vivienda donde está ahora? Por más que se esfuerza en hacer memoria, no puede asegurarlo: parece haber pasado hace mucho, pero fue apenas cuatro años atrás, cuando se conocieron. Es cierto, ahora parece que eso fue en otra vida. 

El chico sube el volumen de la Spika. Amalia vuelve con la ropa: una parte cuelga de un antebrazo, pero el slip y las medias están sostenidos en un puño. Le alcanza todo. 

―Vestite tranquilo que me voy al lado ―le dice y él vuelve a sonrojarse mientras recibe la ropa―. Habría que zurcir todo y darle otra lavada, pero imagino que no hay tiempo. Tiempo. A Angelino la noción del tiempo se le diluyó hace rato, entre los gritos ajenos y el dolor propio, entre los traslados y la venda en los ojos, apenas recuperada por la aparición de los sonidos de la otra radio, allá, o por el paso de la luz a través de la tela. Un tiempo que se escurrió, irremediablemente, junto con su juventud, antes de cumplir los veinte. 

Se pone de pie con dificultad y se ubica de espaldas al chico; se ata la tela a la cintura para cubrirse y contrae y estira la pierna vendada hasta que siente que recupera cierta elasticidad. Luego se viste sin prisa mientras oye la voz de José María Muñoz en el spot publicitario del programa deportivo del domingo. Comprueba que adelgazó tanto desde que lo secuestraron porque sobra espacio entre el vendaje y la tela desgastada del vaquero. Se mira la ropa: es cierto, tiene manchas y agujeros por todas partes. 

Una música bailable sobrevuela el mediodía y Amalia regresa. Lo mira y hace una mueca de desaprobación, pero sonríe. Empieza a moverse al ritmo de la música que suena en el aparato que su nieto sigue sosteniendo en la mano. Se le acerca y lo toma de las manos como si lo sacara a bailar a una pista de baile. Y ella baila moviendo los pies hacia los costados y balanceando los brazos. Él no sabe qué hacer y se mueve torpemente, como un lisiado intentando hacer una pirueta de ballet, lo cual no está muy alejado de la realidad. Ella no deja de mirarle la pierna herida, pero tampoco deja de sonreír. El chico, que sostiene la radio junto a ellos, lanza una carcajada. 

―Si mamá te viera ―le dice―, se mataría de risa. 

Angelino también se ríe. Es cierto, nunca aprendió a bailar. E imagina qué inspiró el comentario: el marido de Amelia la rompía en las fiestas que armaban para recaudar fondos; verlos bailar a esos dos era un espectáculo. Piensa, recuerda: aquel hombre murió, pero no sabe cómo ni cuándo. 

Do it light, taking me through the night
Shadow dancing, baby you do it right 

Para el final de la canción, él se deja llevar por ella y se ajusta al ritmo. La publicidad de los lubricantes interrumpe la música y doce bips indican que ya llegó el mediodía. A continuación suena la cortina del informativo. 

―Disculpe, pero tengo que ir al baño ―le dice él soltándose de las manos de Amalia, que se petrificó apenas empezar el noticiero. 

―Andá con cuidado ―le suelta de pronto, como saliendo de un trance, cuando Angelino está empezando a descender por la escalera que da al exterior―. Mirá que es de día y pueden verte. 

Él pretende tranquilizarla con una sonrisa y una afirmación con la cabeza. Cuando pisa el segundo peldaño, repara en que la sangre, su sangre, ya no está ahí; la mujer la lavó, seguro; no cree que se lo haya pedido al chico. Al salir al exterior, tiene que cerrar los ojos porque la luz lo encandila y se detiene con el pie en el aire, sin pisar el segundo escalón. Vuelve a abrirlos: lo deslumbra un centellear de polvo a contraluz del cielo. Por fin pisa el escalón y desciende hasta donde el césped se convierte en pastizal, y de inmediato en algo que él describiría como una selva, en pocos metros. Así alcanza el cubículo de madera donde está la letrina. 

Cuando abre la puerta se dice que incluso él y su familia tuvieron toda la vida lugares mejores que ese para pillar o cagar. Se baja el cierre, apunta al agujero en el piso y orina. Mientras cae el chorro, recuerda que Amelia le contó que su mamá era docente en Filosofía y Letras. Se pregunta, entonces, si Amalia siempre vivió ahí, si ese es el lugar donde se escondieron cuando se pudrió todo o si la enviaron a esa zona como aprendizaje antiburgués. Otra vez intenta recordar si es ese el lugar al que fueron aquella vez en la lancha colectiva, pero no logra precisarlo. Todas las islas son iguales, piensa. Luego se corrige: Bueno, iguales no: parecidas. Se sacude el pene y escucha a un gato maullar afuera. ¿Será el mismo que estaba arriba? Le gustaría lavarse las manos y la cara. 

Sale del cubículo. Se fija, pero no hay ningún animal cerca. Camina hasta la orilla. Mira alrededor para cerciorarse de que nadie esté observándolo; una vez que está seguro, se pone en cuclillas, inclinado hacia el río, y con ambas manos recoge agua para asearse. Le duele la pierna, pero eso no le impide agacharse aún más y se moja y se refriega la cara, después la nuca y, al final, los sobacos. De repente, percibe la presencia de alguien y se sobresalta. Descubre su reflejo en el río: un hombre demacrado, ojeroso, con los pómulos exorbitantemente marcados. Ni su madre podría reconocerlo si estuviera viva. Oye a Amalia cantar, supone que sobre la melodía en la radio: 

La huella de tu canto echó raíces, Melina, y vuelven a reír tus ojos grises, Melina. Piensa en Amelia, recuerda cuando la conoció y descubrió que era su voz la que él escuchaba en la radio que se oía a última hora en la obra donde él trabajaba entonces, un edificio en Olivos al que llegaba después de una hora y media de viaje. En ese momento no sabía que detrás de esas canciones que ella y el grupo elegían había mensajes, que en las cosas que ella decía había ocultas instrucciones para salvarle el pellejo a otras personas. Cuando por fin se enteró, más tarde, ya no le sirvió de nada. 

Se pregunta cómo va a marcharse. Tiene que apurarse, podrían venir por él en cualquier momento y así comprometer a la mujer y el chico. Nota que en el otro costado de la isla donde él está hay algo que podría denominar «muelle» con un bote y algo que parece un motor. es una opción. La otra sería nadar hasta la orilla de enfrente: la isla se ve desierta, cubierta por una vegetación tupida que no admite la presencia de seres humanos. Sin embargo…, se dice. Se da cuenta de que lleva más de un minuto a la intemperie. Tiene que regresar arriba, es peligroso permanecer ahí; pero no quiere volver a subir: teme que el chico le repita la pregunta y tenga que decirle, que explicarle… 

Pero es Amalia quien lo intercepta cuando él alcanza el último peldaño. Él da un respingo. Ella se agacha para llevar la boca a la altura de su oreja derecha y le pregunta: ―¿Mi hija está viva? 

―No sé ―contesta él sin titubear. 

La mujer parece acusar un golpe y permanece inmóvil en el desembarque de la escalera, sin alejarse de la cabeza de Angelino ni permitirle el paso. 

―¿No me dijiste que estaba con vos? 

Él se pregunta si eso fue lo que le dijo anoche, cuando se metió a la vivienda por esa misma escalera con la última fuerza que le quedaba. No se acuerda; se dice que va a tener que decirle la verdad, de todos modos. 

―Estuvo, pero ahora no. A ella no la trasladaron para acá. 

La frase le sale susurrada, supone, para que el chico no se entere, aunque el volumen de la tanda publicitaria en la radio debe sofocar lo que dice. Después agrega, en el mismo tono: ―Antes sí estuvimos en el mismo lugar. Quiero decir: no la vi, pero la reconocí por la voz. 

Él prefiere no dar más detalles sobre Amelia, siente que no puede hacerlo ahora y mucho menos a la madre y menos aún con el hijo cerca. 

Amalia ahora toma distancia de Angelino y lo mira a los ojos. 

―¿Y cómo llegaste acá, entonces? 

La pregunta arrastra una entonación de sospecha, o al menos eso es lo que él siente. Baja la mirada; no sabe por qué, pero se siente culpable. Alza los hombros.

―Deben haber pensado que estaba muerto, no sé ―agrega y se señala la pierna herida; parece esforzarse él también por entender cómo logró huir―, y nadé como cuando era chico y jugábamos carreras en el río… Después me escondí, me quedé un rato largo metido en un humedal hasta que confirmé que no me seguían, pero me empezó a doler la pierna y ahí vi el agua ensangrentada, me di cuenta de los balazos y me asusté, así que volví a nadar otro rato por un arroyo que salía cerca de ahí hasta que no pude más. 

Hace una pausa para tomar aire, pero no alza la vista. Cree escuchar, a lo lejos, el motor de una lancha. 

―Y entonces vi la casa en el albardón y me pareció conocida, porque me parece que una vez vinimos hasta acá con Amelia, pero no estoy seguro porque todas estas construcciones son parecidas y… 

―Anoche dijiste que mi hija te había dicho cómo llegar ―lo interrumpe. Él la observa con la mirada perdida, como indagando dentro de sí qué de todo lo que dijo es más cierto. Ella empieza a hablar como si la voz le saliera a través de los dientes apretados: no mueve la boca. 

―Cuando nos muramos, la mayoría tendremos suerte si somos una nota al pie en una charla de sobremesa. Otras personas, en cambio, como mi hija, van a ser recordadas por lo que hicieron por los demás. Ojala que de los hijos de puta como vos nadie se acuerde ni la cara ―dice, y le da un enérgico empujón con las manos. 

Angelino cae inevitablemente. Su cuerpo golpea contra tres peldaños y se desploma hacia un costado para acabar derrumbándose sobre el pasto acompañado de un quejido largo y grave. 

Él tenía un compañero albañil que era poeta. Le publicaban poemas en la revista del sindicato y era famoso entre las mujeres de Campana. Cuando El Poeta escuchó a Amelia en la radio por primera vez, le dijo: Cada párrafo del libro revive en su voz hialina. Angelino tuvo que recurrir al diccionario y ni siquiera entonces entendió lo que había querido decirle. Unas semanas atrás, justo antes de que lo ejecutaran, mientras «Baker Street» les llegaba desde aquella radio en la oficina próxima, El Poeta le confesó: Alumbra mi nostalgia la oscura melodía. Era un buen tipo El Poeta, aunque nadie lo comprendiera, y estaba enamorado de Amelia o de la voz de Amelia, como la mayoría de los que trabajaban poniendo un ladrillo sobre otro entre los andamios del edificio de Olivos. Y cuando una idea o un poema le inflamaba la cabeza parecía relumbrarle la mirada y la voz se le ponía grave y hablaba como un borracho o un poseso. Los dos habían caído juntos un mediodía yendo a comprar la carne para el asado. Y lo último que le dijo, antes de que se lo llevaran, fue muy raro, ahora que está ahí casi muerto o desmayado lo recuerda o lo sueña, o al menos le resuena en la mente o la cabeza, le dijo, así, sonando casualmente, justo a él que no cree en nada y ahora menos que menos, con la voz desnuda y maltrecha, sin engolar: Las llamas de los cirios repiten los nombres de aquellas personas a quienes el amor ha bendecido. Ojalá alguien prenda una vela por mí alguna vez. Por mí y por vos, Angelino, y por todas las personas buenas que nunca llegaron a ser amadas sino por sus parientes. Y, otra vez, ni entonces ni ahora, entiende qué quiso decir su difunto amigo. 

Escucha a Amalia que protesta: 

―Vamos, apurate, dejá ese aparato de una buena vez y subite al bote. 

Entiende que está retando al chico. Abre los ojos. Le duele todo. Quiere moverse, pero no puede. Gira la cabeza y ve a Amalia arrastrando al chico hacia el otro lado de la isla. Cargan dos bolsos y un changuito de compras. Al chico se le cae la Spika en el trayecto. Quiere regresar para recuperarla, pero la abuela no lo deja. Angelino vuelve a perder el conocimiento. 

El ruido del motor lo reanima. Vuelve a abrir los ojos. Mira: la embarcación se aleja en dirección contraria a la que él vino. Oye la radio: 

Hace un año que quiero besarte,
que quiero contarte que aún vives en mí 

El oleaje rompe contra la orilla. Angelino piensa que podría gritarle a Amalia que él no hizo nada que pudiera lastimar a Amelia, que espera encontrarla viva algún día, que no se vayan, que lo ayuden, que es incapaz de hacerles daño. Pero al final opta por golpetearse el estómago con la punta de los dedos de la mano. 

Ada no tarda mucho en llegar a su lado. El motor se vuelve inaudible y él acaricia el cogote de la gata mientras ella se refriega contra la pierna herida. 

El sol del mediodía lo encandila y, sin embargo, Angelino sonríe.

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