domingo, 11 de agosto de 2013

20 de marzo de 1994

Mi papá me tenía agarrado firme, muy fuerte me tenía de la mano, mientras yo me sentía extraño pisando suelo rionegrino. Esa escena nunca se me fue de la cabeza, y la recuerdo cada vez que entro a Cipolletti en el Ko Ko o en el Pehuenche por 25 de mayo. Pero mejor empiezo por el principio.

El nono cumplía 79 años. Había reunión familiar. No estaban los vecinos que siempre estaban en casa, los de enfrente, el de la esquina, el de al lado, que era nuestra familia en la calle como pasaba en esas épocas. Estaba la familia que colmaba la casa en cada cumpleaños.

Todos los domingos familiares había alguna noticia, al menos en mí, que ocupaba mi cabeza por encima de cualquier otra cosa que pasara en esa casa y afuera. Ese domingo el asunto era que Alvarado de Mar del Plata (primera vez que sentía nombrar a ese equipo) tenía jugadores que habían jugado en la primera de Boca entre sus filas, y a la tarde visitaba a Cipolletti.

Demasiadas cosas para mi cabeza de diez años de edad. Que lindo sería verlos, ¿pero cómo sería? Casi seguro que la respuesta a si podíamos ir a ver a Alvarado era un "no" rotundo. Con toda la gente en casa, y en el cumple del nono. Una lástima.

Pero fue un "sí". Y nos dijeron que le preguntemos al nono si quería ir. Y para mi sorpresa el nono descartó su impostergable siesta diaria para ir con nosotros a Cipolletti.

Mientras nos preparábamos para salir nos interceptaron dos de la familia de afuera, del barrio, asombrados porque íbamos a hacer algo que no hacíamos nunca, como ir a una cancha a ver un partido regional en lugar de escuchar los partidos de Buenos Aires que tanta letra nos daban para hablar en la semana. Tal vez suponían una cancha de tierra y sin gente. Llegué a escuchar a mi hermano decir "yo voy a ir a ver a Alvarado, no a Cipolletti" con tono burlón. Pensé lo mismo. Pero esta claro que no teníamos ni idea de lo que iba a pasarnos ese día.

Ya arriba del auto no sabía si nos esperaba un viaje de quince minutos o de una hora. Pero estaba claro que no menos de quince minutos. Apenas comenzó el viaje mi hermano preguntó "¿a qué tribuna vamos a ir?". La respuesta de mi papá fue automática y definitiva, con voz imponente y orgullosa, sin margen para debate o cuestionamientos: "¡A la de Cipolletti!".

El resto del viaje me imaginé como sería la cancha de Cipolletti. La vi de tres bandejas, y con gente entre esa inalcanzable tercera bandeja y el cielo valletano. Claro, un par de años atrás había visto desde esa perspectiva inconmensurable las canchas de Boca y River.

"Cuando era niño y conocí La Visera" como dice una bandera, no me decepcioné por las dimensiones de las tribunas. No tuve tiempo. Admiraba a tanta gente hincha de Cipolletti que con tanto sentimiento esperaba la salida del único equipo de nuestra región. Así lo creía yo. Que hasta entonces pensaba que todo el país era de Boca o de River, y que algunos eran de Racing, Independiente o San Lorenzo, y pará de contar. Como en la escuela.

Cuando reaccioné, el partido ya se estaba jugando. Y el comentario era el "10" de Cipolletti. Al que todos seguían. El director de la orquesta que cuando levantó los brazos para que la gente aliente logró que el estadio se venga abajo, y que el "Cipoleee Cipoleee" se escuche hasta mi casa frente a las bardas del área Centro Oeste de Neuquén. Eso parecía desde la cancha.

No recuerdo mucho del partido en el primer tiempo, tal vez fue secundario. Inspeccioné detalles propios de ver de cerca a los jugadores jugando al fútbol, no como en la televisión o en la tercera bandeja de La Bombonera, desde donde no había visto tanto.

Miraba mucho a los perros que tenía la policía atrás del arco, que seguían las jugadas con la mirada y ladraban a los jugadores, por supuesto bien sujetados por la policía. Hasta que mi papá me hizo concentrar en el partido con un simple: "¿Qué viniste a ver vos, los perros o el partido?".

Pero detrás de ese arco pasaba algo, había unos treinta hinchas de Alvarado. Y tiraron piedras para la popular colmada de Cipolletti. A alguien le pegaron seguro, la popular estaba llena y los piedrazos (grandes) acertaron a la popular. Ni a mi, ni a mi hermano, ni a mi papá, ni a mi abuelo, pero a la popular. Y nos insultaban desencajados. El odio y la violencia de esa gente despejó cualquier duda o posibilidad contraria. A esa altura ya estaba convencido: quería que gane Cipolletti. Si alguien a mi alrededor dudaba de mi fidelidad al equipo de la tribuna que habitaba (imposible, pero suponiendo), cuando Cipolletti metió el primer gol pudo despejar sus dudas.

Del primer tiempo sólo me acuerdo eso. Y que mi abuelo se perdió una volada hermosa del arquero de Cipolletti porque todos se paraban en las jugadas de peligro, y el ya con sus 79 años no podía estar parándose y sentándose a cada minuto.

Del segundo tiempo recuerdo todo desde que entró un suplente, el segundo jugador que se incorporaba a mi vida de alguna manera. Perilli estaba jugando de titular y todos hablaban de él, era imposible no distinguirlo con la diez y los pelos desordenados bordeando su calvicie. Ya no dirigía sólo con sus manos la orquesta blanca y negra de once jugadores y miles de personas, también lo hacía con los pies.

El segundo jugador fue Pablo Parra, que entró cuando ya habían pasado varios minutos del segundo tiempo. La primera impresión fue pésima. Le tiraron una pelota larga y en vez de correrla se quedó parado reclamándole enérgicamente a quien lo asistió que se la tire al pie. La gente se lo quería comer. Y yo comencé a entender que a los hinchas de Cipolletti le gustan los jugadores que no dan una pelota por perdida.

Pero con Pablo Parra tampoco teníamos idea (y nadie podía llegar a suponer), lo que estaba por pasar. Probó pegarle desde lejos como en el barrio, frente a las bardas del alto neuquino, cuando sabíamos que quedaba poco para terminar de jugar, y de cualquier manera y en cualquier posición rematábamos para poder meter un gol antes de irnos. Pero Pablo Parra evidentemente sabía lo que estaba haciendo, y la tercera que probó la metió desde la mitad de la cancha en un gol perfecto. Golazo, maravilloso y todos los adjetivos que quieran ponerle los amantes del fútbol. Lo sigo mirando y sigue siendo un gol perfecto.

Recibió la pelota en la mitad de la cancha, apenas miró el arco de reojo, no la paró, la esperó y le pegó de primera. La pelota salió para arriba y empezó a bajar al mismo tiempo que el arquero de Alvarado empezó a retroceder. Más bajaba la pelota, más se desesperaba el arquero. El arquero saltó con toda su fuerza pero fue mayor la furia con la que bajó la pelota, que picó en la línea y frenó en la red para quedar en la historia de un gol eterno. No puedo describir al estadio tras ese gol. Sólo puedo cerrar los ojos, recordarlo, erizar la piel, y abrir los ojos más húmedos que cuando los cerré. Para ponerle palabras concretas a lo inexplicable están los maestros de la literatura, y yo claramente no lo soy.

Que lindo domingo, festejando un 2 a 0 en una cancha de verdad, no en la radio a 1200 km. como solíamos hacerlo, pero faltaba mas. Porque en el último minuto Parra se hizo un hueco entre dos defensores, quedó frente al arquero, y la tiró por arriba del travesaño. Eso me pareció cuando me di vuelta lamentándome por perdernos (si, perdernos) el tercer gol. Pero cuando yo estaba de espaldas y la gente estalló en otro grito estremecedor, entendí que la pelota salida del talento de esa pierna derecha, mágicamente había bajado por detrás del arquero para que esas miles de almas cipoleñas ovacionen de pie a Pablo Parra. Talento, magia, trato de ponerle palabras pero no puedo. Sólo puedo suspirar para poder seguir escribiendo.

La gente cantaba "Ya ya lo ve, y ya lo ve, a Passarella que lo mira por TV". Ahí me enteré por los comentarios de los que estaban alrededor, que había estado un año a préstamo en River pero no lo compraron ni renovaron el préstamo.

Nos fuimos. Todos contentos, yo asombrado y maravillado. Era un domingo distinto. No tenía por qué suponer que así iban a ser casi todos mis domingos durante muchos años por venir. Pero al recordar las sensaciones de ese día, entiendo por qué esos años fueron, son y serán así.

Cuando volvíamos en el auto a Neuquén, escuchamos la repetición del relato de los goles de Néstor Francisco Radivoy. Y nos reímos cuando gritó que el gol de Pablo Parra "es para ser tapa de El Gráfico". Pero tenía razón.

Ese 20 de marzo de 1994, juro que en ningún momento busqué con la mirada ni pregunté por los jugadores esos que habían jugado en Boca y estaban jugando en Alvarado. Nunca me acordé, en mi cabeza pasaban demasiadas cosas como para caer en algo tan básico.

Ese día conocí un nuevo mundo y me cautivó, como me sigue cautivando hoy. Pero hoy ya siento esa cancha como mi segunda casa. Y seguí a ese equipo por más de quince ciudades en puntos del país que jamás pensé que conocería.

No conozco a dos jugadores, conozco todo lo que es y rodea al club. Cambió la cancha. Ya no tiene ese olor a césped natural y esos pozos característicos de equipo del interior, sobre todo del sur. Ahora es mas verde que la de Boca y River porque el piso es sintético. No tiene la tribuna desde donde nos tiraron piedras y a la que increíblemente pensábamos ir. La popular a la que fui todavía no tenía una placa recordando a Tito Hevia y Ñato Salinas, seguramente los tenía ahí, en los tablones alentando a Cipolletti.

Miento si digo que en se momento mi vida cambió, tenía apenas diez años como para decidir de mi vida. Sólo un par de años después le volvimos a pedir a mi papá que nos lleve a la cancha. Porque Cipolletti le iba a ganar a Juventud Antoniana y no nos queríamos perder el ascenso al Nacional B de ese club del que no nos habíamos hecho hinchas, pero se había ganado nuestro respeto y admiración.

El casi seguro "si", esta vez fue un "no". Mi papá le agregó algo de profecía a su determinación: "No, porque si Cipolleti pierde se va armar quilombo", y compensó prometiendo que todos iríamos a festejar a Cipolletti cuando logre el ascenso. Algo que nunca ocurrió. Lo del festejo, el ascenso se dio por invitación. El marco del partido contra Alvarado era común en Cipolletti en cualquier fecha, pero cambió tras esa vergonzosa final con los salteños, y sólo se repitió en finales muy salteadas.

Mi abuelo ya tiene 98 años y ni pensar de ir a una cancha, mi primera vez fue su última vez, aunque él siga fielmente al "pincha" de La Plata partido a partido como en la era amateur. Antes en la cancha, hoy en la comodidad de su departamento y la televisión.

Pero hay algo que nunca cambió, quizás lo único: mi papá nunca me soltó la mano. Y tampoco puedo explicar con palabras mis sensaciones cuando lo pienso y lo recuerdo. Suspiro de nuevo, y mejor termino de escribir.

Sebastián Sánchez
El video del partido