martes, 31 de octubre de 2023

El Hijo del Sheik - Cuento de Roberto Fontanarrosa

 
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Con Gonzalo le pasaba muchas veces lo mismo. No es que se encontraran demasiado a menudo, pero pese a eso en ocasiones la situación se repetía.

-¡Las suecas! -había dicho Gonzalo, como en una ensoñación. ¿Te acordás, Raulo?

El Raulo aprobó con la cabeza, con una sonrisa torcida, mientras insistía en recortarse una uña con los dientes.

-La Cristina... -recordó Gonzalo, entrecerrando los ojos- y la otra... ¿cómo se llamaba?

El Raulo esta vez negó con la cabeza.

-La Cristina... ¡Y la Fiona!... ¡La Fiona! ahora Gonzalo se reía como un chico, tal vez por haberse acordado. ¿No me vas a decir que no te acordás de las suecas?

El Raulo escupió algo mínimo y se reacomodó en la silla. -Sí... sí... -dijo. Había estado escuchando las conversaciones erráticas entre Miguel, el Chelo, Pedro y Gonzalo, algo abstraído, cómodo en suma, y le fastidiaba un poco tener que oír una vez más esa anécdota. Pero sabía que Gonzalo, ya lanzado, era difícil de detener. Hasta el Cary, sentado de perfil a la mesa, casi despatarrado, algo ausente, miró por un instante hacia el grupo, interesado.

-Estaba el Alberto Cánepa, también -agregó Gonzalo-. Y el otro vago, el peruano que bailaba salsa...

-El Machuco-aportó el Raulo.

-El Machuco -repitió Gonzalo, con una sonrisa jugándole en los labios. Y se quedó en silencio, con la vista perdida sobre el ventanal que da a calle Santa Fe-. ¡Y el Hijo del Sheik, Hijo del Sheik estaba! -estalló de pronto, golpeando las manos.

-¿Qué era, che, qué era? -se interesó por fin Pedro.

-Unas suecas, en Roma -anunció Gonzalo, acercando la silla algo más a la mesa, embalado-. Esta es buenísima, la del Hijo del Sheik... Estábamos con el Raulo en Roma -señaló al Raulo-, en casa de la Celina, una amiga nuestra cordobesa que vive allá. Y aparecieron dos suecas amigas de ella, que estaban parando en su casa. Si vos vieras las minas: no hablaban un carajo de español, apenas un poquito de italiano...

-Inglés -susurró el Raulo.

-Inglés. Pero los que no hablábamos inglés éramos nosotros -se rió Gonzalo.

-Para el caso era lo mismo -dijo Pedro.

-Lo mismo. Y estas minas, entonces, nos invitan a una reunión, a un baile, en la casa de un pintor amigo italiano, famosísimo, ahí en el Trastevere...

-¿Famosísimo? -arrugó la cara el Raulo.

-¡Era famoso el tipo! ¿No te acordás? Que la Celina nos mostró una revista donde el tipo había hecho la tapa... Piero Della Rovere, se llamaba, algo así. Acordate que el peruano también lo había escuchado nombrar. Y parece que las suecas le laburaban de modelos, el tipo les hacía bocetos, carbonillas, apuntes en bolas...

-¿Estaban buenas las suecas? -preguntó el Chelo que, hasta el momento, se había mostrado poco participativo.

-Una -dijo el Raulo.

-Estaban buenas, estaban buenas -refutó Gonzalo-. Había una, sí, que estaba buenísima. ¿Te acordás, Raulo? Que era bailarina, la Fiona, creo. Ésa sí. Pero la otra no era para despreciar tampoco, la más simpática, la que me decía "Conzolo"...

-"Conzolo" -el Raulo se sacudió en una risita, recordando.

-Y nos vamos para lo del pintor, che, el Piero Della Rovere, ahí en el Trastevere, una casa de puta madre, con patiecitos internos, con fuentes, con terracitas llenas de flores... -Gonzalo tuvo que parar un poco con sus ademanes para evitar volcar la bandeja donde el mozo traía los cortados. Se quedó así casi un minuto, las manos en alto como en un asalto, ansioso, hasta que el mozo se retiró-... hasta un papagayo enorme tenía el tipo, en una jaula...

-¿Un papagayo? -Raulo frunció el ceño.

-¡Un papagayo tenía! -no se arredró Gonzalo-. Y gatos, miles de gatos como hay en toda Roma. La cuestión es que eso es-taba lleno de gente, algunos tipos muy exóticos, intelectuales. ¡Alberto Sordi estaba!

-¿Alberto Sordi? -procuró recordar el Raulo.

-Alberto Sordi, que nosotros nos quedamos helados, no lo podíamos creer... Y otros artistas, minas vestidas medio raro, árabes...

-¿Árabes? -se sorprendió el Chelo.

-Árabes -dijo Gonzalo-. Parece que muchos árabes iban ahí a comprarle pinturas a este tipo. Y andaban con turbantes, con esos pañuelos en la cabeza. Y nosotros nos hicimos amigos de uno de ellos. Bah, nos pusimos a chupar juntos y, medio en italiano, medio en inglés, medio con ademanes, le dimos a entender que éramos argentinos, que estábamos viajando...

-Le decíamos que el peruano era un playboy sudamericano -sumó el Raulo.

-¡Que el peruano era un playboy sudamericano, le dijimos, que tenía minas de plata en Potosí, que era sobrino de Vargas Llosa, cualquier cosa le dijimos! Y el tipo, que era un pendejo, se cagaba de risa. Sería porque nos veía a nosotros en pedo, o que...

-Era buen tipo -dijo el Raulo.

-Buen vago el... el Hijo del Sheik, como le habíamos puesto, en joda. Estaba vestido a la europea, de traje, pero tenía uno de esos pañuelos en la cabeza, pero de los caros, de ésos con una armazón de cilindritos como de oro, no de los berreta que te venden por la calle. Y llevaba un cuchillo, un puñal de esos curvos, con la punta así para arriba, todo dorado con incrustaciones de piedras preciosas...

-¿Un cuchillo? -ahora sí se alarmó el Raulo, irguiéndose en la silla-. ¿Adónde lo llevaba?

-Atrás, debajo del saco -Gonzalo casi giró en su asiento para graficar la posición del arma-. Como si fuera un facón. ¿No te acordás? Ah, claro, vos no lo viste. Pero a mí me lo mostró cuando fuimos al baño... Vos no sabes lo que debía costar ese puñal, una fortuna...

-¿Estás seguro de que lo que te mostró en el baño era un puñal, Gonzalo? -ironizó Pedro-. Mirá que estos árabes son de costumbres raras....

-Un puñal, un puñal... -se rió Gonzalo, sobrevolando las malas interpretaciones tan comunes a la mesa y ansioso por continuar el relato-. La cuestión fue que nos pasamos casi toda la noche con el tipo ese, jodiendo, chupando y... nos amanecimos ahí, ya se hacía de día, ya se hacía de día...

-¿Cómo decías que tenía la punta? -insistió Pedro, temático. ¿Así, doblada para arriba?

-... y llegó un momento en que nos piramos. Nos piramos con el Raulo. El peruano no sé por dónde había quedado. Y el árabe este, que era jovencito, veinticinco, veintiséis años, bajó con nosotros hasta la calle. Pero solo, solari el hombre, no se había enganchado ni una mina, ni un tipo, ni un mozo de los que servían, nada de nada...

-Ustedes tampoco -apostó Chelo.

-Nosotros tampoco, un carajo. Pero para nosotros era más complicado porque éramos unos ratones y ni el idioma sabíamos. Al punto que pensamos si el árabe este no sería también una especie de colado como nosotros...

-Que era una fiesta de disfraz -tentó Pedro.

-Una cosa así -aprobó Gonzalo-. Pero cuando salimos, el pibe este se despide de nosotros y se manda para un auto negro que lo estaba esperando, que era una auto de la gran puta, pero de la putísima madre que lo parió, un Mercedes súper sport descapotable que debía costar millones de dólares...

-Mirá vos - suspiraron varios.

-Tienen toda la guita del petróleo -acotó Miguel.

-Nosotros... -Gonzalo abrió mucho los ojos y se tiró hacia atrás, como sorprendido- nos quedamos mirando cómo se alejaba y se metía en el auto. Y por ahí, de una de esas callecitas angostitas que hay en el Trastevere, aparecen tres o cuatro tipos, grandotes, muy bien empilchados, que se mandan para donde se había ido el árabe. Se suben a otro auto negro, bien grande, y arrancan detrás del Mercedes... Te imaginás, nos quedamos preocupados, porque también ésa era una época de secuestros y todos esos quilombos... En eso baja la Celina con el Piero Della Rovere que venía a despedirla. Ya no quedaba nadie, nosotros habíamos resistido hasta lo último, nos habíamos tomado hasta el agua de los floreros... Y le contamos, le decimos lo del árabe que se había ido y lo de los otros tipos que parecían haber estado escondidos esperándolo y que se mandaron detrás de él, les dijimos que nos preocupaba... ¿Y sabés qué nos dijo la Celina?

-¿Qué les dijo? -apuró Pedro.

-"Ese muchacho es el hijo del rey Hussein de Jordania. Y los cuatro tipo son sus guardaespaldas".

-¿El hijo del rey Hussein de Jordania? -se asombró el Chelo. Pedro se rió, como los chicos, por el asombro. El Raulo lo miraba a Gonzalo con los ojos bien abiertos, fijamente.

-Habíamos estado toda la noche con el hijo del rey Hussein de Jordania y ni nos habíamos dado cuenta -dijo Gonzalo-. Si vos vieras qué vago sencillo el tipo dentro de todo, amable, piola... Y nosotros le habíamos acertado de pedo. El Hijo del Sheik, le decíamos.

-Qué bárbaro, ¿no? -comentó el Chelo, casi como colofón.

-¿Dónde fue eso, che? ¿En Roma? -preguntó Pedro.

-En Roma -el Raulo había recomenzado a mordisquearse una uña.

Se quedaron callados. Chelo preguntó si habían visto pe televisión los dos goles de Independiente contra Vélez, y Miguel informó que había ido a ver una película iraní, de ésas sin música, pero que no le había gustado. Al rato Gonzalo pagó lo suyo, saludó cortito y se fue diciendo: "Nos estamos viendo". Se hizo un nuevo silencio, alterado un tanto por algunas risas disonantes que llegaban desde una mesa de mujeres, al fondo, casi sobre la escalera que va al entrepiso.

-Es notable -dijo el Raulo, de pronto-. Cada vez que Gonzalo cuenta alguna de estas anécdotas, me entero de algo distinto...

Todos se rieron.

-Inventa, ¿no? -dijo Pedro.

-Y son cosas que hemos vivido los dos juntos, ¿eh? -remarcó el Raulo-. Pero él las cuenta y yo no las reconozco. Es fantástico. A medida que pasa el tiempo aparecen nuevos detalles, nuevos personajes, la anécdota crece...

-En lugar de que se olviden cosas, como sería lógico -dijo Chelo.

-Lo del papagayo, por ejemplo... -el Raulo tomó el dedo anular de su mano izquierda con los de la derecha, a manera de contabilidad-... lo de las suecas que eran modelos del pintor ese...

-Todo verso...

-Lo del papagayo vaya y pase -concedió el Raulo-, porque podría ser un detalle menor que yo me haya olvidado, pero lo...

-¡Lo del cuchillo! -Chelo soltó una carcajada. Lo del cuchillo es maravilloso...

-Te juro que Gonzalo ha contado esta anécdota mil veces adelante mío y eso del cuchillo, que el tipo se lo muestra en el baño, no lo contó nunca... -ahora sí el Raulo también se reía.

-Pero lo de la casa, la fiesta, eso del árabe, ¿es cierto...? -había un atisbo de decepción en el rostro de Miguel.

-Es cierto, es cierto -lo tranquilizó el Raulo. Pero lo de que el pintor era muy famoso, que le compraban los árabes, que estaba Alberto Sordi... ¡Que el tipo era hijo del rey Hussein! -el Raulo pego una mano contra la otra. Eso es un invento total... Absoluto...

-Es que Gonzalo la va enriqueciendo -se complació el Chelo.

-Le va agregando cosas -dijo Pedro-. Es un narrador. Y está bien. Para el caso, da lo mismo, lo hace más divertido. Tiene mucho encanto para contar.

-Si non è vero... -rubricó Miguel.

-E ben trovato -terminó Pedro.

-Hay... hay como una necesidad, de todos modos, de exagerar -reprobó el Raulo, sintiéndose tal vez algo cómplice de la falsedad parcial del relato-, de agrandar las cosas, de magnificarlas...

-El tiempo, posiblemente -arriesgó Chelo-, hace el efecto de vidrio de aumento, agranda algunos recuerdos, los exagera...

Se consolidó otro silencio. Miguel aprovechó para beber un par de sorbos de su café, ya casi frío.

-Es como en el fútbol -dijo Chelo-. Yo estaba en la cancha aquella vez que Menotti le hizo un gol a Carrizo casi desde treinta metros...

-Ah si... Fue famoso -asintió Miguel- en el arco que da a Regatas, de ese lado... 

-Sí, en ese arco -siguió Chelo-. Habrá pateado, el Flaco, desde treinta, a lo sumo treinta y cinco metros... Bueno, mi primo, por ejemplo, que fue conmigo ese día, la vez pasada contó delante mío, en una reunión, que el gol había sido desde el centro de la cancha... ¡Desde el centro de la cancha!... Insistía e insistía en que había sido desde el centro de la cancha...

-Mi viejo jura que fue desde atrás de mitad de cancha -dijo Miguel, muy serio. Hubo risas-. Te juro, te juro. Le discute a cualquiera que Menotti pateó desde atrás de mitad de cancha. Es increíble....

-Va a llegar un día -dijo el Raulo- en que van a decir que fue de saque desde el arco de Central, que el Flaco estaba jugando de número dos...

Se rieron, cansinamente.

-¿Y viste el gol de Maradona, ése que hizo en... en... en un Mundial...? -por primera vez, el Cary Portesio, que estaba sentado casi de perfil a la mesa, cruzado de piernas, molestando el paso de los mozos, ingresaba en la charla. Lo miraron, sorprendidos porque rompiera el silencio y porque abordara un tema de fútbol, habitualmente muy remoto para él.

-¿En México?

-En México.

-¿Ése que hizo con la mano? -preguntó el Chelo.

-No. El otro. ¿Hizo otro, no? -insistió Cary. Aprobaron todos-. Bueno... Vas a ver que va a llegar un día, va a llegar un día, en que digan que arrancó más atrás de mitad de cancha, que se gambeteó a medio equipo inglés, que incluso se gambeteó al arquero y que después la metió adentro... Eso van a decir... Vas a ver que va a llegar el día en que digan eso...

Lo miraron, un poco confusos. Y optaron por no decirle nada.

Libro: Usted No Me Lo Va a Creer y otros cuentos (2003).

lunes, 30 de octubre de 2023

Todo mientras Diego - Cuento de Ariel Scher

 
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

El 22 de junio de 1986, mientras casi el universo se quedaba quieto detrás de una sola imagen y de un solo hombre, el Gordo no sabía que estaba a punto de encontrar una pasión. No lo sabía el Gordo porque durante esa sola imagen y durante ese solo hombre quedó dominado por una corriente de fuegos y de sangres que le viajó desde el coxis hasta la lengua y desde la lengua hasta el aire para terminar gritando gol. Pero después sí. Después y mucho después, y también cada sábado, sobre las mesas áridas del Bar de los Sábados, el Gordo se definió una misión en el mundo y preguntó a unas gentes y a todas las gentes la gran pregunta de su historia. Esta pregunta: ¿qué le pasó a usted cuando Diego Maradona, en la mejor jugada de cualquiera de los tiempos, le hacía el segundo gol de Argentina a los ingleses en el Mundial de México?

“Una tarde, no hace tanto —narró el Gordo con el Bar de los Sábados vuelto una quietud que lo oía—, una mujer me dijo que mientras Diego zigzagueaba personas, ella colgaba ropa mojada y que, cuando la pelota entró al arco, la ropa, de golpe, se secó”. El Alto, un racionalista intenso que no se ausenta del bar ni en los sábados sin destino, le apuntó que eso era imposible. Pero el Gordo ni lo consideró. Y siguió: “Otro hombre me contó que estaba viendo ese partido dentro de una pensión sin nombre y prisionero de la más fea de las soledades, pero que cuando el gol fue por fin gol, corrió hasta un cuadro que colgaba torcido en una pared sucia, lo estrechó en un abrazo, y uno de los personajes del cuadro, a la vez, lo abrazó a él”.

El Roto, otro feligrés del Bar de los Sábados que venía atendiendo fascinado, no fue insensible a las búsquedas del Gordo y le añadió su experiencia: “Por discreción o por vergüenza, no suelo contarlo, pero en el momento justo en el que Maradona terminó de armar ese camino de jugadores ingleses frustrados, yo me levanté de mi silla y le acaricié las mejillas a mi abuelo, que lloraba y que reía. Fue extraordinario, fueron mi vida, mi infancia, mi identidad y mi memoria desplegadas en una sola circunstancia. Tardé cuatro o cinco minutos en recordar que mi abuelo había muerto hacía diez años. Pero yo sé, lo sé claramente, que ahí lo acaricié”.

El Gordo aseguró que la historia del Roto era posible. Con el labio superior, apretó entusiasmado los contornos de su taza de café y volvió a llenar de detalles al Bar de los Sábados. Afirmó que a un pueblo campesino de economías malogradas se le acabó la más larga de sus sequías no bien Diego empezó su fiesta, y que, también cuando Diego transformaba en nada el esfuerzo del arquero inglés, un sobrino suyo que tropezaba cada día con los desafíos escolares entendió súbitamente la lógica de la suma algebraica, y que un amigo enfermo que se arrimaba a la muerte distinguió las formas de ese avance irrepetible y extendió su agonía hasta que Maradona cantó el gol.

Vencido por tanta demostración contundente, el Alto se sintió en el deber de sumar una evocación bien suya que jamás había confesado. Lo hizo tan racional como siempre pero conmovido desde la primera palabra: “Vi ese Mundial, ese partido y ese gol junto con mi papá en el comedor de su casa. Cuando Diego eludió al segundo rival, el corazón no me latió más. Me acuerdo mucho mejor de los anteojos asombrados de mi padre, de mi propio asombro porque el corazón no me latía y de la sensación plácida de una felicidad en ascenso que de la secuencia del gol. Era curioso: el corazón no me latía, como si se hubiera ido todo entero detrás de esa jugada, y, sin embargo, yo estaba más vivo que nunca. Recuperé la normalidad recién cuando los ingleses sacaron del medio. Mi papá sonreía…”.

Una emoción igual a un campeonato atrapaba los rincones viejos del Bar de los Sábados. Cuando el Alto pidió café, las puertas en vaivén del lugar se abrieron por un viento y una mujer de pestañas como bosques enfocó una mirada de amor directa hacia el Gordo. El Roto quiso decir que nunca fallaba, que así era, que ese gol lo seguía pudiendo todo. Pero el Gordo lo interrumpió sin registrarlo y, deslumbrado por esa hermosura que tenía enfrente, alcanzó a balbucear la única frase que le cabía en la boca:

—Gracias de nuevo, Diego.

Libro: Todo mientras Diego (2018).

domingo, 29 de octubre de 2023

Me van a tener que disculpar - Cuento de Eduardo Sacheri

 
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas estipulaciones convenidas por todos.

Seamos más explícitos. Si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, siempre con la misma e idéntica vara. No puede hacer excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia crítica, su criterio legítimo.

Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el solo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de una imparcialidad impoluta.

Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen irremediablemente la lógica.

Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas.

Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más profana. Les voy adelantando que el tipo es un deportista. Imagínense, señores.

Llevo escritas doscientas sesenta y tres palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota.

Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable. Tal vez tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome.

No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo cambiar mi actitud. Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes.

Tiene muchos defectos. Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa.

No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más profundo, si me permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo disculpo porque siento que le debo algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito de evitar siempre cualquier eventual reproche.

Él no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.

Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a menudo. Es que hablar de él, entre argentinos, es casi uno de nuestros deportes nacionales. Para ensalzarlo hasta la estratosfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos, los argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria.

Ahí es cuando yo trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y cuando me invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del café a la tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores. Nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros.

Además, con el tiempo, he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.

Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que pienso, y digo alguna sandez al estilo de "y, no sé, habría que pensarlo"; o tal vez arriesgo un "vaya uno a saber, son tantas cosas para tener en cuenta".

Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago. Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis argumentos y mis justificaciones. Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido.

El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedara ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las ínfimas traiciones tan propias de nosotros los mortales.

Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como lo hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances, esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace.

En cada ocasión en la cual mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva para los hechos esenciales, me remonto a ese día, al día inolvidable en que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta hoy, he mantenido en secreto.

Un pacto que puede conducirme (lo sé), a que alguien me acuse de patriotero. Y aunque yo sea de aquellos a quienes desagrada la mezcla de la nación con el deporte, en este caso acepto todos los riesgos y las potenciales sanciones.

Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del cual no debió moverse, porque era el exacto sitio en que merecía detenerse para siempre, por lo menos para el fútbol, para él y para mí.

Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era. Porque no puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos.

Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde arranca, en apariencia, como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los codos delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta. Pero ojo, que esa tarde es distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele. Son emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable.

Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos pocos, porque estamos solos, porque somos pobres.

Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedamos mirándonos las caras, diciéndonos en silencio "te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros".

Así que están ahí los tipos. Los once nuestros y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho más que fútbol. Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.

Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va este tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta enfrente de los contrarios y los humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y aunque sea les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro, que se compra el paquete y marca el medio.

Hasta ahí, eso solo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te afanó primero. Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeás porque sabés que esto, igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga bueno, es suficiente, me doy por hecho, hay más. Porque el tipo además de piola es un artista. Es mucho más que los otros.

Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la música, pero sí sienten un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo sigue adelante.

Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca. Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano. Para que se queden con la boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero y lo sortee por afuera, de que algo va a pasar para poner en orden la historia y que las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se miran entre ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla. Pero no hay caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a abrazarse con todos y a levantar los ojos al cielo. Y no sé si él lo sabe, pero hace tan bien en mirar al cielo.

Porque el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos era demasiado grande. Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol volviese a verse una vez y otra vez y para siempre, en cada rincón del mundo. Ellos volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e inolvidable.

Así que señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que se supone debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular un montón de presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida. Yo conservo el deber de la memoria.

Libro: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000).

sábado, 28 de octubre de 2023

Qué Grande! Ep. 1: Diego Maradona

Cuentos, poemas, y canciones a Diego Maradona. Emitido en vivo el sábado 28 de octubre de 2023 en Radio Comunitaria Quimunche.


Homenajes literarios
• Versos para Maradona - Héctor Negro.
• Me van a tener que disculpar - Eduardo Sacheri.
• The importance of being Maradona (fragmento) - Fernando Casullo.
• Todo mientras Diego - Ariel Scher.
• La mano del diez - Pablo Rozadilla.
• El hijo del sheik - Roberto Fontanarrosa.
• Maradona - Eduardo Galeano.
• Amor y odio - Elio Fragoza.



martes, 24 de octubre de 2023

Réquiem con tostadas - Cuento de Mario Benedetti

Leído en el programa Tu Lado Romántico, en Radio Comunitaria Quimunche.

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.

Libro: La muerte y otras sorpresas (1968).