Ahi estaba mi chiquitita. Acostada boca abajo con la carita mirando a su derecha. Di la vuelta por la camilla sin dejar se mirarla. Pase a su izquierda, cuando llegué al tope de la camilla le miré los pies, lo único que había llegado a ver cuando nació mientras yo trataba de darle todas mis fuerzas a mamá. Giré y quedé cara a cara con ella. No era mas grande que la palma de mi mano. O tal vez un poco. No lo recuerdo. Sí recuerdo su piel morada. Le tomé la manito derecha, la tenia fría. Parecía una piel gruesa y hecha de juguete. Le dije:
- Mi chiquita. Mientras dejaba que su palmita y deditos apoyen sobre mi dedo y con el pulgar le acariciaba la mano.
- Si, chiquita. Reafirmó la doctora. Porque ya no había dudas que era una nena. Yo no la vi, pero confié en la palabra del médico que dos días antes hizo la ecografia y se jugó que casi seguro era una nena.
- Mi chiquita. Mientras dejaba que su palmita y deditos apoyen sobre mi dedo y con el pulgar le acariciaba la mano.
- Si, chiquita. Reafirmó la doctora. Porque ya no había dudas que era una nena. Yo no la vi, pero confié en la palabra del médico que dos días antes hizo la ecografia y se jugó que casi seguro era una nena.
Le di un beso en la frente. Le miré su expresión con los ojitos muy cerrados y la cara de sueño profundo. Parecía imposible que sea la misma personita que no se quedaba quieta en las ecografias.
No quise dejar mas tiempo sola a mamá con el dolor físico y del alma. Le di otro beso, mas sentido, mas profundo, tratando de transmitirle todo mi amor para su eterno y tan injusto descanso. Tan eterno e injustamente frio como el sentimiento de mis labios en el primer y el último beso que le di a Nahiara, mi primera hija.
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