miércoles, 31 de enero de 2024

El juego de camisetas - Cuento de Horacio Beascochea


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

-¡Dale, dale! -vociferaba el desconocido con el pucho apagado entre los labios. Su hijo eludía a un defensor, pateaba otro centro que el nueve cabeceaba afuera y originaba lamentos y aplausos cerrados de la parcialidad local.

Desde la tabla que hacía de banco de suplentes visitantes, Raúl sonreía. Arengaba a los sabandijas que corrían detrás de la pelota y resistían un partido adverso desde el comienzo.

El clarear brillante lo distrajo. El griterío de los padres se confundió con los pelotazos y el siseo de los álamos se desvaneció en el recuerdo. Vio por la ventana las nubes anaranjadas que parecían colarse detrás de las ramas a merced de la brisa.

Un tic tic, de patitas urgentes por conseguir un baño, lo olisquearon un instante y el lengüetazo en la mejilla, fue la señal ineludible de los gestos que consolidan el cauce de los días.

Giró hacia la derecha y evitó mirar la cama matrimonial. Se calzó los anteojos y a través de los lentes gruesos los objetos dejaron su desenfoque habitual, tomando las formas acostumbradas.

El agua helada espantó los restos de la noche. En la cocina, la salamandra resistía el frío que se colaba por debajo de la puerta. El anciano tomó uno de los leños del cajón y lo echó al fuego. Luego encendió el calentador y apoyó la pava.

Coqui movía la cola y raspó la puerta una vez más. "Dale andá", le dijo y el perro salió disparado hacia el patio, con una agilidad impropia para su edad.

"La soledad es un estado mental", pensó. Creyó oír un andar sereno por las habitaciones, el murmullo de Aída cantureando aquella vieja canción gallega. "¿Querés un mate?", preguntó cediendo a las jugarretas de la memoria.

El silencio de la casa abrigó la respuesta. Calabaza en mano, salió al extenso patio y lo recorrió con la mirada. Herramientas por el suelo, una huerta que no resistió la inclemencia de las heladas y el taller de carpintería al fondo parecieron saludarlo, junto a la medialuna naranja que se asomaba tras los álamos.

Detuvo su vista en el sol y respiró profundo, sabiéndose armónico en un lugar en el mundo, el mismo que había soñado con Aída, ése en el que el renacimiento de los frutos y las cosechas se fundía junto al de sus hijos e hijas.

Llegó hasta el taller y el navajazo del invierno le dio la bienvenida. El cuzco iba delante, cruzándose y moviendo la cola. Entonces vio las cajas de cartón. Estaban debajo de unos trapos embadurnados con aceite de tractor y el cajón de las herramientas. Todavía se preguntaba por qué no las había quemado o enterrado, aunque sabía la respuesta.

Se acercó y les quitó la miríada de objetos que las cubría. Vio las publicaciones y se estremeció: pese a los años el recuerdo no parecía tan lejano.

Su hijo se las había traído una tarde. Se lo veía nervioso, tenso. Había llegado acompañado de dos compañeros de la Universidad que fumaban sin cesar, lo saludaron con un gesto de cabeza y esperaron en la tranquera de ingreso a la chacra.

-¿Viejo, me las podés guardar?

Él asintió. Hacía meses que no lo veía. Estaba flaco, sin afeitar. Se lo veía cansado.

-¿Y mamá?

-Adentro, ¿querés pasar?

-No che, no puedo. Me voy a ir por un tiempo. Trataré de hacerles saber dónde estoy

-¿Tan brava está la cosa?

-Sí. También te dejo las camisetas.

-Bueno -contestó y se fundieron en un intenso abrazo. El joven sonrió, lo apretó con fuerza y desapareció junto a las últimas luces del atardecer.

Desde entonces, no supo más de él.

Al principio pensó que era por la vorágine de la época. Luego una certeza ruin comenzó a socavarle las entrañas y ascendía desde su estómago en forma de acidez. Una mañana no aguantó más y le dijo a Aída: "Voy a verlo a Sepúlveda a ver si sabe algo".

Ella lo miró y le agradeció con la mirada. La diabetes y el sobrepeso ya habían comenzado a cercarla y desmejoraba con los días, aunque Juan sabía que estaba preocupada por su "Raulito". Desde su partida intempestiva y como una gallina clueca, había protegido a todos sus hijos bajo las alas. Pese a la certidumbre y la sensación de que el lobo podía entrar a su antojo en el gallinero.

-Qué dice, Don Juan, ¿cómo va esa chacra? -interrogó el comisario y su cara se transfiguró al oír el nombre de Raúl.

-Mire... hay cosas que mejor no preguntar... ¿No cree?

-No. No creo, por eso estoy acá. ¿Qué sabe, Sepúlveda? -inquirió con rudeza.

-Más respeto que puedo encerrarlo por desacato a la autoridad. Yo le diría que se vaya olvidando de su hijo. No era buena hierba -contestó alzando la voz y posando el arma en la culata de su arma.

-No me ofenda. Yo sé cómo era mi hijo. ¿Ya se olvidó de los campeonatos barriales, la taza de leche, los abrigos?

-Váyase don, si no quiere que lo meta en el calabozo.

Llegó a su casa y el cruce de miradas con Aída fue suficiente.

Ella lloró durante semanas. El tiempo pasó, Argentina ganó el Mundial de Fútbol, perdió una guerra con los ingleses y su chacra continuó con los ciclos frutales. Las cajas del primogénito, quien continuaría con la tradición de mimar y cuidar de la tierra, fueron a parar al taller de carpintería y se cubrieron de polvo, aunque nadie las tocó. Si sus hijos preguntaban, la respuesta era la de siempre: "Son de Raúl, dejálas ahí".

La democracia y los años posteriores trajeron detalles del horror. Una mañana de invierno supo de su destino final en uno de los tantos vuelos de la muerte, En un acto reflejo fue hasta el taller y le quitó el polvo a las cajas, como si en aquellos objetos pudiera encontrar un espacio de comprensión, cierto alivio ante llagas y dolencias.

Oyó el andar sereno a sus espaldas y se dio vuelta. Sin decir nada, se fundieron en un largo abrazo. Aída tomó las remeras y las atesoró en la habitación de Raúl, junto al resto de objetos sensibles que los padres suelen guardar sobre sus hijos, confiados en que pueden habitarse de olores y recuerdos.

El lamido de Coqui lo trajo al presente. Miró las publicaciones amarillentas sepultadas en las cajas y cometiendo un sacrilegio, se llevó algunas adentro, pese a que Aida las aborrecía acusándolas del destino de su hijo, en una suerte de resguardo necesario que asocia culpas con objetos. El sol ya era más que una intención en el horizonte. Juan le echó otro vistazo e ingresó a su casa.

Ya en el comedor, se preguntó cómo sería él. Todavía no podía creerlo, pero era cierto. Miró el reloj en la pared. La cita era a las diez. En su chacra, no podía ser de otra forma. El espejo del baño reflejó sus arrugas y los ojos cansados, habitados por un brillo diferente. "Ojalá estuvieras aquí, Aída", aunque intuyó que -de una u otra manera- estaba junto a él.

La noticia se la habían confirmado hace una semana y desde entonces dormía apenas unas horas, si podía conciliar el sueño. Al principio le pareció una locura y se resistió a creerlo, aplicando un cerrojo a la esperanza. Hasta que la fortaleza cedió. Con la franqueza de lo posible.

Fue hasta el comedor, "Raúl tenía una compañera. Y fueron padres", recordó. Al principio no comprendió y supuso que su hija le estaba jugando una mala pasada. "Sos abuelo. Y nosotros tías", agregó emocionada.

Miró las publicaciones desparramadas sobre la mesa y el antiguo juego de camisetas celestes Con guardas azules, con la leyenda de Juegos Evita en el frente y el perfil inconfundible debajo; huellas que había atesorado en una obstinada defensa de la memoria, tan necesarias como las arrugas de sus manos o las herramientas de trabajo, presintiendo que alguien las rescataría algún día.

El sonido del auto lo sorprendió. Se asomó a la ventana y se estremeció: el joven que descendía junto a sus hijas, era muy parecido a Raúl, o por lo menos a su recuerdo de hace tantos años. Su vista se nubló por un instante y sintió la humedad en sus ojos. Suspiró profundo, se abrochó la campera y salió a recibir a los visitantes

Libro: Fuerte al medio (2019).

martes, 30 de enero de 2024

Armando - Cuento de Sebastián Busader


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Le costaba observar por debajo de esa pelota morada que se le había formado entre el párpado y la frente. Le latía, le golpeaba con furia aunque no alcanzaba a entender si era el moretón o la indignación que le hervía las entrañas. Minutos antes había recibido una trompada que esperó por largo tiempo, y que le cayó en el momento menos pensado. La pelota se detuvo, la atmósfera tomó una densidad insoportable y el "9" rival, hasta ese momento una anguila escurridiza imposible de capturar, quedó petrificado. "Bueno, al menos este pendejo dejó de correr", alcanzó a pensar Armando con un último atisbo de lucidez.

* * *

"Sos una mina, me dicen que mi mejor amigo es una mina. Decime que no es cierto, porque estos hijos de puta con tal de ganarnos y que nos peleemos, son capaces de hacerme una joda así. Decíme boludo... decíme". Armando se cubrió el rostro con las manos. Vio que su amigo temblaba, que los nervios dominaban su cuerpo a discreción, que en las comisuras tenía algo parecido a la rabia. Pensó que la dentadura se le iba a desmoronar. "Dale boludo, dale..." le suplicó Jorge con un hilo de voz. El temeroso "sí" de Armando, la afirmación más temida y dubitativa que se haya escuchado en la historia de la humanidad, revolvió el estómago de Jorge, le electrificó las manos, encendió una furia arcaica, cavernaria, desconocida, un golpe de puño que cayó como un rayo y destrozó. Destrozó un momento, Destrozó un rostro. Destrozó una amistad. Y abrió una puerta de revelación.

A Armando le hubiese gustado que todo fuese diferente.

A quien no.

No le gustaba ser un pibe al que le crecían las tetas, odiaba la espantosa sensación del descender sanguíneo. Aunque fuese una vez por mes, esa maldita regla; se indignaba hasta el paroxismo cuando a su madre, una mujer a la "antigua" por un machismo que recorría cada centímetro de su cuerpo, se le escapaba el "Male, Male, vení". Se odiaba, se desconocía desde el mismísimo momento de tener conciencia, conciencia de que no quería ser una mujer, conciencia de estar encapsulado en un cuerpo ajeno.

La contradicción se transformó en el "abc" de su existencia. Todo lo que quería no podía. Todo lo que podía no quería. No recordaba quién le regaló el primer vestidito, los primeros aritos, o quién cariñosamente le enrolló los rulitos dorados con un moño cuando apenas gateaba. Pero se emocionaba al rememorar aquella palabra que terminó con la etapa de balbuceo infantil, y abrió las puertas de un lenguaje primitivo pero asequible. Dijo PELOTA. Su primera palabra tenía tres sílabas y sonaba redonda, perfecta, maravillosa y armónica.

Malena, quinta ente los niet@s, primera entre las nietas, tuvo tantos problemas de salud que sus padres pensaron que se trataba de una prueba de Dios ante un pecado que para ellos, católicos ortodoxos, entusiastas practicantes de la culpa divina, era imperdonable: mamá Marta había llegado al altar embarazada, y esa marca la seguiría, como a Caín la sangre de su hermano, hasta que sus huesos fuesen ceniza.

La niña soportó poco menos de siete meses en la bolsa materna y exigió salida cuando apenas era un puñadito de huesos y piel rojiza, lubricada y brillosa. Lo llamativo del caso fue que nació sonriente y sin lágrimas, fue derecho a una incubadora y desde ahí, sus visitas al hospital se tornaron recurrentes hasta los 8 años.

"Malena canta el tango como ninguna. Malena tiene penas de bandoneón..." tarareaba su padre, ese pétreo hombretón de piel cobriza y cuerpo exhausto, excelso en el arte del riego rural chacarero de los de antes, con un vozarrón nutrido a nicotina y largas noches de caña. Tarareaba el tango porque pensaba que la vida era un tango, sobre todo la de su hija, la niña que había nacido enferma y escuálida, la nena que venía con la marca del pecado original, esa pibita a la que todo el tiempo veía perderse entre los manzanos, la hija que no entendía.

Mediados de los '80 se abría como una etapa de florecimiento y expectativas en una Argentina que había vivido a tientas, entre picanas y oscurantismo, Falcon color oliva y un miedo que serpenteaba por los pliegues de todas las capas sociales. Los Fernández era una familia tradicional del Valle rionegrino, chacareros curtidos en el arte de la siembra y la poda, el riego y las largas noches de invierno en vela, trabajando, esperando que las heladas tuviesen algo de contemplación. Malena idealizaba a su padre como ese gigante encorvado que dormitaba en una mecedora, que se calzaba el abrigo con pesadez y, después de persignarse, salía a la gélida noche en busca de la hazaña. No podía dejar de compararlo con aquel Maradona heroico del estadio Azteca, corriendo como un poseso bajo el abrasador sol mexicano, luchando contra los tótems alemanes, contra esos seres inanimados que juegan como máquinas y están programados para una sola cosa: destruir al rival y alzar la copa. Para ella, desde que tenía memoria, cada acto de estoicidad, de rebeldía, de arrojo, era comparable con la gesta eterna del niño parido y criado por la pobreza de Villa Fiorito.

Siempre se preguntó por qué amaba tanto a Maradona. Esa pasión iba más allá de la indescifrable zurda que hipnotizaba al mundo. Literalmente verlo entrar en la cancha, hacer los malabares previos, encarar defensas y superarlas como un Aquiles de pantalones cortos le generaba palpitaciones, le anuda la garganta en un estado que no alcanzaba a entender si era de emoción o de angustia. Por eso, se extraviaba entre los cuadros de la chacra para emular a ese tipo que era más conocido que el Papa, que enfrentaba con la misma osadía a ingleses usurpadores y poderosos, y que parecía sólo empatizar realmente con la esfera que llevaba colgada del botín. Maradona era para ella la fiel síntesis del ser que se despoja del corset social, como un Cristo que baja de la cruz para dejar de pagar los pecados ajenos. Maradona era el cruzado que lideraba la revolución de los incomprendidos. Y ella decidió caminar por el mismo sendero del Dios de los futbolistas.

Dos hechos marcaron y definieron su infancia. El primero fue en el cumpleaños número 6, una fría tarde de junio cuando en medio de un "25" (entrañable juego definido por la soledad del arquero y la búsqueda del gol más lujoso) Matias, primo mayor de pies petrificados y verba infalible, dejó escapar la pelota y ELLA legó mansa a los zapatitos blancos de Malena quien la controló con la parte interna, le dio algunos centímetros de altura y disparó un tacazo que tuvo belleza y concreción, como una descarga sensorial que fue el inicio de los tiempos, el inicio de una nueva era.

El segundo fue revelador. Lorenzo Fernández mantuvo rajatabla lo que le inculcaron su padre y abuelo: se trabaja de lunes a sábado y se va a misa los domingos, para expiar las faltas y mantener viva la imagen en comunidad. A eso le había agregado que los domingos se comía "afuera", en un familiar bodegón de donde salían los mejores bifes de chorizo y el vino corría como en los tiempos de Sodoma y Gomorra. Allí, Malena y sus hermanos se ponían al corriente de lo que ocurría en la Aldea Global que comenzaba a conformarse, y de la que los Fernández estaban ausentes. Ese domingo descubrió que la "10" de Argentina la llevaba un petiso retacón y medio culón, que corría como el trueno y disparaba zurdazos de ilusión. Verlo ejercer con autoridad su arte, y declarar con fiereza sus principios, siendo un predicador de verdades ocultas, la dejó tambaleante frente al precipicio, a punta de dar el salto definitivo.

Fue cuando entendió todo. Hacía mucho tiempo que su ser se había partido en dos. Malena intentaba, con poco éxito, cumplir con ciertos patrones sociales. Pero había otra parte de ella que deambulaba entre espectros, absorta, perdida. Sólo los pies conectaban su esencia. Tener la pelota bajo la suela la ponía nuevamente en equilibrio. Y cuando vio a Maradona sortear adversarios para llevar al sur italiano a la libertad y la gloria siempre negada, supo definitivamente que ella también quería ser libre. Se sintió hombre sin culpa, amó la idea de ser hombre. Armando, quiso ser Armando.

Siempre rechazó los juegos de nena y el color rosa, rompía a propósito los vestidos que Marta le compraba y hacía todo lo posible para estar lejos de la cocina y cerca de una pelota. La vida de Barbie le parecía lo que era: de una superficialidad insoportable. El cuadro 4 de la chacra de Cipolletti, de manzana Red Delicious y pasto cortito, alejado de la casa y lindante con un brazo del río que corría con timidez, se volvió el estadio Azteca.

Como un felino al acecho, alerta y sigiloso, esperaba que su madre alejara el radar que había posado sobre ella para escapar, como un ciervo que descubre al tirador. Los partidos se transformaban en largas horas de un 2 contra 2 o un 3 contra 3. Los equipos estaban definidos. Malena jugaba con los hermanos Contreras, los mellicitos tucumanos que habían llegado al Valle porque sus padres, caídos en desgracia, ejercían nomadismo laboral. El equipo contrario variaba entre un trío de vecinos que vivía en una chacra lindante y otro conformado por primos que de vez en cuando visitaban el cuadro Azteca.

Con 7 años y un físico desgarbado y endeble, minado por las enfermedades pasadas y las temporadas frías de la ruralidad, se las ingeniaba para sortear los desafíos de enfrentar a niños más grandes de porte y edad. Había desarrollado una percepción inigualable y el torbellino que tronaba en su interior por querer ser y no poder, le había agudizado los sentidos. Podía leer las coordenadas de un partido con facilidad, de la misma forma que desentrañar la mordacidad con la que muchas de sus compañeras empezaban a mirar y criticar a sus espaldas. A esa altura, los rulitos dorados se habían convertido en una cabellera de resortes negros azabache, el uniforme diario pasó a ser ropa de la selección argentina y todo era asimilable y comparable al fútbol.

Era rápida, y eso la hacía peligrosa para sus rivales. Sabía todo de ellos. En la cancha y en la vida. Carlitos, el vecino menor, creía ser habilidoso y siempre jugaba la individual hacia su mejor perfil, por lo que era sencillo quitarle la pelota y dejarlo en evidencia. Patricio era menos "morfón" que Carlitos, pero siempre tenía la necesidad de lanzarse al piso para marcar, algo que lo convertía en un defensor demasiado previsible. "Male tirala al vacío que me voy solo", le gritó una tarde el primogénito de los Contreras al iniciar una "contra" que podría definir el cotejo de domingo, con una fuerte apuesta: el perdedor debía hacer varios kilómetros en bici para comprar la Coca. Ella controló rápido para su perfil, levantó la vista hacia el arco que daba al río y lanzó la pelota con un efecto raro, que superó al último defensor y dejó a su compañero cara a cara con el grito de gol. Ya saboreando la Coca de la victoria, le preguntaron:

-¿Por qué le pegaste tan raro?

-Lo vi al Diego hacerlo, agarrar de aire la pelota, pegarle abajo como rozándola. Es por eso que el efecto, una vez que pica, la hace volver.

Los rumores no sólo ganaron los pasillos de la escuela, si no que superaron incluso esos límites. Había una niña que le pegaba a la pelota con la justeza de un cirujano y entendía el juego cuando a esa edad se piensa sólo en gambetear hasta las piedras. No sólo era una nena a la que le gustaba el fútbol. Más bien, era una nena con pinta de nene, a la que le gustaba el fútbol y que jugaba al fútbol mejor que cualquiera. Su andar dejó de ser imperceptible. Y el escarnio público se volvió casi una obligación en un pueblo donde el cura tenía más autoridad que el intendente y las cosas se movían como un iceberg: un centímetro cada 1000 años Su amiga Ana, con la había compartido preescolar, los primeros llantos y algunos secretos, se transformó en su némesis. "Sos una machona nena, qué te pasa, parecés un varoncito", la increpo. Y lo que encontró fue una sonrisa de costado, y una mueca de confirmación que la dejó azorada, Esa tarde de escuela, decidió dos cosas: jamás volvería a sentir culpa por lo que era en realidad; y apenas tuviese la oportunidad dejaría atrás el pueblo.

* * *

-¿Y qué pasó con Malena, profe?

El chico levantó la mirada desde abajo de la gorra y sonrió con una complicidad que enterneció al hombre que ofrecía la charla.

La práctica de fútbol había llegado a su fin y como era habitual, las tareas de elongación eran eso y conversaciones profundas. De fútbol y de la vida. Ésta charla más que ninguna. Y Sergio, con apenas 7 años, había entendido todo, y le daba pie a su entrenador para la revelación definitiva.

Armando giró la cabeza hacia el lateral izquierdo como un acto reflejo para domar sin éxito la contractura que le hacía explotar las sienes. Llevaba el ojo adornado con un moretón que de rojo había pasado a negro, y que ahora estaba amarillo y también verde.

-Mi querido Sergio, Malena fue una chica valiente que, sin querer herir a los demás, decidió no aceptar el destino que le habían escrito. Buscó y defendió lo que el corazón le demandaba, y a su manera triunfó. Se fue de su pueblo a una ciudad grande, se perdió en el anonimato, escapó siempre, de los prejuicios y de sí misma, encontró finalmente su profesión cerca del fútbol, como había soñado, siendo Armando, la persona que quiso ser, la persona que ahora está frente a ustedes... La misma persona que hace unos días recibió una trompada que fue como el gol de Diego a los ingleses: un impacto de gloria, una apertura hacia la felicidad definitiva.

Libro: Fuerte al medio (2019).

lunes, 29 de enero de 2024

Que al brujo se lo meten en el c... - Cuento de Fabricio Abatte


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Las velas arden para dar tenue luz al misterioso y oscuro recinto. Dibujos de San La Muerte y del Gauchito Gil en las paredes generan mayor sugestión e intriga en quienes desconocen estas prácticas. Se palpa una energía especial en una sala repleta de enanos hechiceros, cartas extrañas y líquidos especiales ("abre caminos", "siete poderes", "atrae dinero", "atrae clientes"). Una señora que pisa los 50 años se retira con cara renovada, un dejo de alivio y sonrisa en su rostro. Angel Negro, "el único brujo todopoderoso", como se autodefine aparece detrás de ella con la moral por las nubes y se prepara para otro "trabajito", uno bien futbolero, de alguien que a decir verdad no lo es.

La incógnita de dos ciudades y dos provincias empieza a develarse. El interés de todo Neuquén y Cipolletti radica en conocer el resultado del evento deportivo más esperado de los últimos tiempos, que se disputará el domingo. Y en ese recinto lleno de mística surge una respuesta inicial, para tomar entre pinzas, que le cambiará el humor en las horas previas a los jugadores y a los hinchas de uno y otro lado del puente de cara al decisivo clásico.

"Ya estuve analizando todo, Imagino un partido cerrado con una mínima ventaja para Independiente de Neuquén. Un 1 a 0 un 2 a 1 en favor del Rojo, pero me juego por un 1 a 0. Están mejor aspectados los jugadores neuquinos", asegura el Brujo con la convicción de un científico mientras humedece como el sacerdote a los fieles en la misa, las camisetas de los tradicionales rivales que desplegó en el suelo junto a cartas, santos y habanos.

Audaz como pocos, en medio del ritual da pistas sobre eventuales héroes del partido del año. Se inspira, cierra sus ojos, susurra unas palabras que no se entienden y confiesa: "Alcanzo a interpretar que el gol lo hará un central".

Se sabe que las cábalas y el esoterismo también juegan en estas instancias. Y que en el interior se aferran más aún a esas cuestiones que para muchos representan un sinsentido y algo tan bizarro como mersa.

Y llegó el día más aguardado, el del clásico con mayor morbo de los últimos tiempos en la Patagonia. Un modesto Independiente ante la chance histórica de humillar al poderoso del Valle, Cipolletti de Rio Negro.

Le bastaba con empatar de local en la última fecha de la zona A para reivindicar a los humildes. Aquel inolvidable 19 de julio de 2015 tenía a favor a su gente y al brujo, claro, cuyo pronóstico en el diario La Mañana de Neuquén no pasó inadvertido. Se veía venir, se olfateaba en la atmosfera, otra épica victoria al mejor estilo "David y Goliat".

Un marco imponente como pocas veces en La Chacra. Récord de periodistas acreditados y choripanes vendidos. No cabía un alfiler en ningún lado. Las calles de Neuquén desiertas y el infaltable viento que hacía flamear los trapos a la vera del río.

La pelota comienza a rodar. Tras un primer tiempo parejo, el Rojo no da pie con bola en el segundo y Cipo parece el de los '70, cuando le hacía fuerza a River y a Boca (llegó a golearlo) en primera de la mano del legendario Ruso Strak. Nada de lo que soñó la hinchada de Independiente ni vaticinó el Brujo se cumple. Gana el Capataz 3 a 1. La felicidad y el drama conviven en una misma cancha tras la batalla deportiva por el enorme impacto del resultado en la campaña de las dos instituciones en el Federal A de ese año.

"En un partido muy trabado, Cipolletti superó a Independiente de Neuquén por 3 a 1. Con los tantos de Exequiel 'Petróleo' Herrera en el primer tiempo, y Matías Sosa y Marcos Carrasco, en el complemento, el Capataz quedó como líder de la Zona Patagónica del Federal A y clasificó junto a Deportivo Roca y Tiro Federal a la próxima fase. Mauricio Villa descontó a los 42 minutos del segundo tiempo para Independiente, que hasta hoy era primero y con este resultado terminó en la cuarta posición y fuera de la fase definitoria del torneo. Eliminado de todo", publica el diario en su sitio web.

Termina el partido, empieza la anécdota. Lágrimas en el público y en los muchachos del Rojo tras resignar el invicto en casa en el momento menos apropiado y más inoportuno. La contracara a pocos metros, en el vestuario visitante, al que invaden el éxtasis y la algarabía.

De pronto, un llamativo desahogo, una dedicatoria especial. Con bronca. Con placer. Lo inicia el talentoso Matías Sosa, ex selecciones juveniles nacionales e ídolo moderno de Cipo. El típico enganche zurdo habilidoso y con mucho barrio y "Ileca" encima. Se suman todos. "Que boludo, que boludo, al Brujito, se lo meten en el culo...", retumba en las cuatro paredes del camarín. A los muchachos vencedores los recibiría luego una marea albinegra, una caravana de 20 mil fanáticos apostada al pie del puente interprovincial que los vitoreó como si hubieran salido campeones (se jugó sin visitantes).

En tanto, el errático "Angel Negro" evita dar declaraciones a la prensa y admitir su dura derrota. Hay, en el local, quienes en off lo responsabilizan directamente de la más dolorosa de las caídas. Nunca se supo más nada de él. Pero la increíble historia depararía una nueva sorpresa.

Lo que nadie sabe es que la leyenda del ya famoso Atahualpa, el brujo que a julio de 2019 ostenta un asombroso invicto de dos años en la región, acertando vía La Mañanade Neuquén pronósticos deportivos de todo calibre (léase Federal A, Mundial de Rusia 2018, Superfinal de Copa Libertadores, Copa América), quitando incluso la mufa de La Chacra y La Visera cuando los equipos zonales Ilevaban largo tiempo sin poder ganar en casa, nació a partir de aquel fatídico debut y despedida, del rotundo y triste fracaso de su infortunado colega.

El fútbol siempre da revancha. Cosa de brujos. Creer o reventar.

Libro: Fuerte al medio (2019).

domingo, 28 de enero de 2024

De fútbol, escritores y resistencias - Cuento de Mario Figueroa


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Una mañana de noviembre en la serena transparencia del domingo, discutian en la vereda un hombre y una mujer, como metáfora de una conversación universal.

-Yo necesito que me acompañes al cumpleaños de Graciela. ¿Cómo me vas a largar sola?

-Pero es un ratito nada más. Yo termino de jugar y caigo enseguida

-¡Siempre me hacés lo mismo! la gente piensa que estamos separados o que soy soltera.

-La gente siempre habla Cristina. Dale no me compliques. El partido es a las cuatro. Yo a las cinco te prometo que estoy ahí.

-¿Vos me estás cargando? ¿me tomas por estúpida? Me querés engrupir con que una hora dura un partido. Mirá Alfredo o me acompañas al cumpleaños o me separo.

Con mayores o menores tintes dramáticos, este revuelo es una constante en las parejas argentinas en las que uno de los integrantes (por lo general los hombres) establece con cierta preponderancia al fútbol, en sus listas de prioridades.

Sin embargo quiero intentar acá una pequeña defensa a favor de aquellos que alguna vez han sido víctimas de esa espada de Damocles que pesa sobre las cabezas y obliga a renuncias dolorosas.

La gente del fútbol no somos sólo gente ante del fútbol. Somos personas que nos involucramos con conciencia en la cultura popular, con los afectos, con las prácticas, con los sentimientos.

Nos angustian y nos alegran los temas cotidianos, como a todos.

Desde hace muchos años los escritores vienen dando batalla sobre esa idea infame de que el fútbol es cosa de ignorantes, de falsos pasionarios, de locos fanáticos.

No alcanzó con que Camus dijera que un campo de juego una representación de los grandes dramas y sentimientos de la vida. Ahí uno puede reconocer una cantidad inmensa de situaciones cotidianas y universales. El dolor, la tristeza, la angustia, la impotencia, la alegría, el amor, el odio.

Tampoco parecerían convencer a los escépticos, los escritos de Villoro en México, los de Galeano y Benedetti en Uruguay, los de Vicente Muleiro en España y Roa Bastos en Paraguay.

No alcanzó con los cuentos de Soriano, de Sasturain, de Fontanarrosa, de Dolina, de Braceli. No alcanza para esquivar la mirada descalificadora

A los serios pensadores de la alta cultura, no les bastó con Roberto Santoro y aquellos cuentos de la pelota, por eso tal vez, por esa cabeza tan genial, tan creadora, lo desaparecieron.

Los futboleros estamos atentos y preocupados por las grandes inquietudes existenciales del hombre.

Es una injuria gratuita considerarnos animales y brutos. Nuestra mirada es crítica, reflexiva y comprometida.

Los grandes temas de todos los tiempos nos preocupan y nos desvelan.

El tiempo, por ejemplo. Nos preguntamos por el tiempo. Tanto nos preocupa el tiempo que no sólo pensamos en la existencia de un tiempo único, inamovible como el que impuso la modernidad. Para nosotros hay dos tiempos, de 45 minutos cada uno.

Nos preocupa la economía, la inflación. Antes, un fútbol lo comprábamos por 30 pesos. Hoy por menos de $400 no conseguimos uno más o menos bueno.

Aunque no nos crean, sentimos que la realidad nos toca de cerca.

Nos tienen asustados el freno a las importaciones. No están llegando las remeras del Barcelona y del Manchester.

El medio ambiente, es una de las preocupaciones más grandes. Por eso para no romper el pasto, empezamos a cambiarlo por sintético, para no dañar este bendito planeta

Así vamos por la vida, los futboleros, enredados en la cultura popular. Atados a nuestra mirada tan redonda de la vida. Rogamos que la pelota se les escapa los chicos que juegan en la plaza para demostrar cómo le pegamos con tres dedos.

Miramos de reojo cuando en un picado, algún atorrante la para con el pecho y tira un sombrero.

Y aunque a un simple golpe de vista no lo parezca los futboleros somos seres con una imaginación ilimitada, capaces de ver un arco donde otros ven el marco de una puerta o ver el offside en el picado que jugamos en el living de una casa, o capaces de pergeñar un fútbol tenis en la terraza, o un veinticinco en la reja de la vereda. Los futboleros estamos capacitados para las grandes tareas del mundo, pues nuestra creatividad no reconoce techo. Capaces de jugar en equipo una marcadita en la habitación del tío Jacinto. O discutir hasta llegar a las manos por esa pelota rebelde que se fue por arriba de un travesaño imaginario.

A veces en la soledad de la cocina, cuando la madrugada envuelve la casa, levantamos con la derecha el globo que quedó del cumpleaños y somos capaces de contar cuantos golpes con la cabeza le damos, con soberana destreza.

Así somos...

Y vamos por un mundo que muchas veces no nos entiende, cambiando de ritmo, trotando y picando.

Un poco de carne y otro poco de cuero.

Libro: Fuerte al medio (2019).

sábado, 27 de enero de 2024

Qué Grande! Ep. 12: Fuerte al Medio

Cuentos del libro Fuerte al Medio. El fútbol como anzuelo de historias que deben ser contadas. Emitido en vivo el sábado 27 de enero de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Cuentos leídos
  • De fútbol, escritores y resistencias (de Mario Figueroa).
  • Que al brujo se lo meten en el c... (de Fabricio Abatte).
  • Armando (de Sebastián Busader).
  • El juego de camisetas (de Horacio Beascochea).

jueves, 25 de enero de 2024

Yo, argentino - Cuento de Rodolfo Braceli


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Los que siguen son apuntes para un cuento, para un rato de película, que podría llamarse La apuesta.

Eran primos hermanos por parte de padre, por eso tenían el mismo apellido.

Los dos vivían en Rosario, todo los separaba y desde el odio.

Froilán era hincha de Central, además de Boca en Buenos Aires. Alfonso era hincha de Newell’s, además de River en Buenos Aires.

El automovilismo también los disponía para la pelea. Froilán veneraba a Óscar Gálvez y Alfonso a Juan Manuel Fangio.

Dentro del terreno de la literatura, ninguno de los dos había pasado de algunas páginas, pero alcanzaba para grabar el asco que se tenían. Froilán, por ejemplo, había leído El Jorobadito de Roberto Arlt. Y Alfonso, Hombre de la Esquina Rosada de Borges.

Sí, todo en la vida del mundo los separaba y los agudizaba para el odio a los primos Briante. Que a su vez eran primos del Cornisa Briante, el escritor.

Se buscaban, y cuando no se buscaban se encontraban.

A lo largo de los años. Con motivo de los partidos entre Central y Newell’s apostaban hasta los calzoncillos. Empezaron por apostarse las bicicletas, después la siguieron con sus motos. Un día fueron a apostarse la casa, pero no pudieron porque alquilaban. 

Los amigos de los Briante también estaban divididos entre los dos clubes mayores de Rosario, y hacían cuanto podían para echar leña al fuego. Así las cosas, se les cruzó en el camino un día por demás bravo, porque coincidían los dos clásicos. En Rosario jugaban Central y Newell’s, y en Buenos Aires, Boca y River. Los primos Briante se apostaron a sí mismos. Acordaron frente a diez testigos, que el que perdía se tiraba de cabeza del último piso del edificio Colton.

Una mente aguda, preguntó: ¿Y si Newell’s y Central empatan?

-Nos amasijamos los dos. -Dijeron a dúo los primos-.

Dentro de lo malo, sucedió lo peor. Empate de Central - Newell’s, y a las dos horas Froilán y Alfonso estaban listos para arrojarse al vacío.

En la calle abajo, sus amigos solidarios en la despedida. Llegó el momento de cumplir con la terrible apuesta, ya en el borde los primos se miran, no hay arrugue, no hay conciliación, se miran sin la menor piedad. Tienen un odio embroncado. Se regalan un feroz insulto cada uno y exactamente a dúo cuentan: ¡¡¡A la una… a las dos… y a las tres!!!

Alfonso se estrella contra el pavimento unas décimas de segundos antes que Froilán, tal vez porque pesaba unos cinco kilos más. Y ahí quedan los dos.

Luego de un largo silencio, los amigos brotan un cerrado aplauso. La apuesta ha sido cumplida.

El velatorio se hace en casas lindantes porque los primos Briante eran vecinos.

Hay precio especial por tratarse de dos ataúdes.

-Tengo dos cajones igualitos en oferta, -dijo el dueño de la funeraria-.

A las cuatro de la tarde del día siguiente, lunes, el entierro. Por primera y última vez, las dos hinchadas se juntan para alzar los ataúdes y llevarlos hasta dos nichos contiguos en el cementerio, los restos mortales de los Briante.

El cortejo se emprende a pie, están a seis cuadras. Todo va transcurriendo en orden.

Al llegar al portón del cementerio, un hincha de Newell’s dice bajito, pero no tanto como para que no lo escuchen los hinchas de Central:

-Alfonso no debió matarse porque Newell’s no debió perder, dos penales nos dejaron sin cobrar.

-El que no debió matarse es Froilán, a Central le anularon un gol que no era offside, -retrucó un hincha de Central con voz recalentada por el silencio de la ocasión-.

Y aquí… Aquí se desata la discusión entre las dos hinchadas, y enseguida los insultos, y a continuación los empujones, los salivazos, las patadas, las trompadas, un despelote del que todos participan. Nadie intenta conciliar. También las mujeres, que las hay en cantidad, contribuyen lindo a la trifulca.

A todo esto, los ataúdes rondando por el piso. Unos campanazos son el aviso de que el cementerio cierra en cinco minutos. Las barras deciden reanudar el entierro, pero tropiezan con una grave dificultad. No saben en qué ataúd está cada uno, son los dos idénticos. Luego de varios minutos, un hincha de Central recuerda que el de Froilán tenía la tercera manija de la izquierda algo floja. Se verifica el dato, y el cortejo se reanuda.

El sol desentendido se va yendo sin hacer ruido. Ya están en el interior del cementerio. A unos 30 metros de los nichos, alguien enarbola una idea genial:

-¿Y por qué no desempatamos? -dice con la voz rasposa que trae del domingo-.

-¿Y cómo hacemo? -pregunta una voz del otro flanco-.

-Que seis de Central y seis de Newell’s jueguen una carrera llevando los cajones al hombro. Y ganará el Briante que está adentro del cajón que llegue primero al nicho.

Sigue bajando la noche despacito.

-Trato hecho, jamás deshecho.

Gritó la voz de una mujer ya imposible de identificar en la casi oscuridad.

-¡¡¡A la una… a las dos… y a las tres!!!

Ya corren seis con un cajón, y seis con el otro cajón. Corren parejo. El resto acompaña atrás con más furia que fervor. Los primos, callados. Nunca imaginaron que la muerte fuera tan ajetreada.

-¿Cuál de los dos ataúdes llegó primero?

Ni Dios podría determinarlo.

A propósito de Dios, no pudo zafar. Debió atender las encarnizadas preguntas de los hinchas. Y al fin Dios respondió esto:

-Yo, argentino.

Libro: De fútbol somos (2001)

miércoles, 24 de enero de 2024

La partera de Maradona - Cuento de Rodolfo Braceli


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

En ese vértice del almanaque que abrocha un año con otro, cuando brindamos y nos abrazamos y nos besamos y nos ponemos momentáneamente buenos, Dalma Salvadora Franco, la Tota, le dijo a su esposo, Diego Maradona, Chitoro; al oído le dijo:

–El próximo será varón. Te lo juro.

–Eso me dijiste la primera vez…

–… ya sé, y vino nena.

–Y la segunda vez…

–… y ya sé, también vino nena. Pero el tercero, Chitoro, sí o sí será varón.

–Será varón, Tota, si es que no nos viene nena.

–Te dije que será varón.

–Si nos sale nena yo la voy a querer igual. Vos sabés.

–Será varón. Y jugará a la pelota como diosmanda.

–Dios, Tota, no entiende un comino de fútbol.

–Bueno, si no entiende, que le haga un agujero a su nube, mire para abajo, y que aprenda de una vez.

Llovía sin piedad sobre los techos paupérrimos de las casillas en la Villa Fiorito de Lanús, provincia de Buenos Aires. Pero la Pierina cumplió: hacía dos semanas le había prometido que iba a estar a las seis de la tarde y allí estaba, ese 5 de enero, empapada, con el paraguas desfigurado. Era una partera de palabra. Apenas llegada, la Tota le alargó una toalla y un batón y se fueron a la única habitación, para poder hablar tranquilas. Era una conversación de grandes, y las nenas siguieron jugando debajo de la mesa de la cocina.

–Por Dios, Pierina: quiero que me venga varón. Varón y jugador de futbol y bueno.

–Tota, ¿bueno como persona o bueno como jugador?

–Las dos cosas: varón bueno y jugador buenísimo.

–Me imaginé que me ibas a pedir algo así. Pero hagamos de cuenta que no me dijiste nada. Y empecemos de cero. Respondéme con mucha atención, Tota, a cada cosa que te voy preguntando.

–Sí, Pierina.

­–Ustedes nunca fueron otra cosa que pobres… tienen dos críos, mirá que el mes es largo y cuesta mucho llegar a fin de mes, vos lo sabés bien…: realmente ¿querés nomás parir otra criatura?

–Claro que quiero.

–Y tu marido ¿está de acuerdo?

–Es un santo, mi marido: seguro que sí.

–Y al próximo: ¿lo quieren hombrecito u hombrecita?

–¡Hombrecito!

–Entonces, Tota, deberás mirar el sol cada vez que tomés agua.

–Miraré el sol todas las veces que tome agua. Pero ¿y de noche?

–Mirarás la nuca del sol, que vendría a ser la luna.

–Tomaré agua mirando la luna entonces.

–No es todo. Vos y tu marido, cada día deberán comer cosas que vengan de los árboles, de la madera.

–¿Para qué eso?

–Para que el venidero les nazca con palito.

La Pierina era una mujer con algunas lecturas; por ejemplo, eso de “para que el venidero les nazca con palito” se lo afanó anticipadamente a un poeta que iba a escribirlo tres años después en un libro que se llamaría El último padre. Pasan estas cosas. Y hay que decir, además, que la Pierina era una partera lúcida y gaucha, apta para “todo servicio”: más de una vez, con dolor en el corazón y en el alma, ayudó a abortar criaturas que iban a ser devoradas por la condena definitiva de la pobreza. No es de cristianos arrojar a nadie al hambre analfabeto, decía ella.

Parir un hijo como Jesús no fue fácil. Sólo una mujer pudo. Parir un hijo como el Che Guevara tampoco fue fácil. Sólo una mujer pudo. Parir un hijo como Diego Armando Maradona Franco, más que superdotado futbolista y hacia el junio de 1986 el humano más famoso entre todos los seres vivos del planeta, tampoco iba a ser fácil; para nada. ¿Iba a ser la Tota la mujer que podría?

La Pierina después un largo silencio pidió un té de carqueja ¡sin azúcar! y lo tomó despacio; estaba pensativa.

–Decíme, Tota, ¿estás bien bien bien segura que querés que el pendejo te salga futbolista y buenísimo?

–Y sí. Que sea buenísimo, el mejor de la villa.

–Mirá, si nos metemos en este baile tenemos que apostar muy fuerte. Ya que estamos intentaremos que sea el mejor de la villa y el mejor de la provincia y el mejor del país y el mejor del mundo y el mejor del siglo… y de paso, el mejor de todos los tiempos.

–Y bue, Pierina, ya que estamos. Yo dispuesta.

–Te aviso, metételo en la cabeza, esto no va a ser nada sencillo. Conseguir un pibe así te va a costar una güeva y la otra güeva también… Pero yo me vine bien preparada, Tota. Te anoté, mes por mes, lo que tenés que hacer. No podés saltearte nada. En cuanto te olvidés o no podás hacer algo, despedíte del pibe 10. Te vendrá un pibe 4 o 5 que jugará bonito, pero será uno más, como tantos, con pies redondos.

–No no no, yo quiero que sea El pibe 10, el mejor de todos los habidos y por haber.

–Eso es, Tota, el mejor de todos así en la tierra como en el cielo como en el infierno.

–Pierina, ¿no podemos evitar eso del infierno?

–No podemos: tierra y cielo incluyen infierno. Por el mismo precio eh.

–Bueno, haré toooodo lo que usté me pida. Digamé.

La Pierina dijo ahora sí cebame un par de mates. De pronto apretó el ceño mientras sorbía la bombilla sonora, cabeceando sugestivamente. Miraba el piso con gravedad, estaba escarbando las entretelas del futuro. Era muy partera porque se permitía ser pitonisa… Ahora su rostro se puso como esos cielos luminosos que sin aviso se oscurecen, cargados de presagios.

Concluidos los mates la Pierina alzó su silla y se ubicó frente a la Tota. Estaban rodillas contra rodillas, dispuestas a la complicidad.

La Pierina abrió por fin el cuadernito y empezó a leer con voz algo solemne:

–Para tener un hijo que como futbolista sea el más genial de los geniales, el más único de los únicos, tendrás que cumplir, mes a mes lo que aquí está escrito.

–Lo haré, seguro que lo cumpliré.

–Empecemos de una vez. Tota, en el primer mes, cada día, un ajo en ayunas.

–¡Un ajo!

–Un ajo. Caiga quien caiga.

–Y bueno, caiga quien caiga. Pero… ¿para qué el ajo?

–Para que este varón te venga sin pelos en la lengua. Un único entre los únicos tiene que decir siempre lo que le da la gana, así le moleste al faraón al presidente o al santo padre que tiene hipo en el Vaticano… Sigamos, que se nos viene la noche. En el segundo mes tendrás que dormir en el lado izquierdo de la cama, volcada sobre tu lado izquierdo. Esto, todas las noches y las siestas, siempre así. Siempre la izquierda eh.

–¿Pará qué eso?

–Para que venga zurdo. Sigo, atendeme. Al empezar el tercer mes tendrás que hacer tres días de ayuno: líquidos, todos los que querás.

–Pero voy a tener mucho hambre, Pierina.

–Y él también. Así él vendrá con hambre. Con hambre de gol con hambre de gloria con hambre de justicia… En el cuarto mes tendrás que prepararte, día por medio, un caldo que tenga acelga, apio, hinojo, rabanitos, calabaza, camote, ají verde, diez cebollines de verdeo, una cabeza de ajo… y pastito de ese que sale a la orilla del pozo de agua. Una olla entera de caldo.

–¿Y esto para qué?

–No sé, Tota. Pero vos hacélo. El día trece del quinto mes, exactamente el 13, deberás buscar una piedra bien redonda, que sea por lo menos del tamaño de un corazón humano… A la piedra irás a enterrarla en el medio de la canchita más cercana. Eso lo harás sola, sin ojos que te miren, a las tres de la mañana.

–Mi marido me podrá acompañar…

–Sola dije. Y sin que nadie se entere. Ni tu marido.

–Mire Pierina que yo nunca le oculto nada a mi marido.

–Tota, esta vez sí. No sé si me entendés.

Las recomendaciones para el sexto, séptimo y octavo mes no fue posible conocerlas porque la Pierina, vaya uno a saber por qué, se las dijo susurrando, al oído. Secretos de hembras. Secretos sellados, porque la hoja donde estaban escritas las recomendaciones de esos tres meses fue arrancada sobre el pucho y prendida fuego.

–Pierina, ¿quiero preguntarle algo?

–Preguntás demasiado.

–¿Por qué recién me habló al oído?

–Porque no quiero que él escuche.

–¿Él, quién? Si aquí estamos solas y con la puerta encerrada.

–No tan solas, Tota, siento que alguien nos está escuchando.

–Alguien… ¿quién?

–Te lo aseguro: yo siento que aquí adentro, aparte de nosotras hay… no sé, un periodista, un escritor, un coso de esos.

(Al escuchar esto me sentí descubierto: me encogí avergonzado, sentí que el rubor me quemaba el bigote…)

–Cebame otro mate –dijo la Pierina enseguida– pero antes cambiale la yerba. No me tinca el mate con gusto a enema.

Pronto el mate sucedió. Y después las dos mujeres, otra vez rodillas contra rodillas.

–Pierina, ¿podré cumplir con todo lo que me está pidiendo?

–Eso me pregunto yo: ¿podrás, Tota?

–Quiero poder.

–Vas a poder.

–Y en el noveno mes ¿qué tengo que hacer?

–Desde el primer día del noveno mes, deberás caminar descalza por las mañanas, cuando sol está asomando.

–Descalza ¿para qué?

–Para sentir que la tierra es la espalda del mundo entero. No se te olvide que tu hijo será mundial, ecuménico y planetario… barrilete cósmico…

–¿Barrilete cósmico?

–Se me hace que así lo llamará un día cierto relator que hoy todavía no imagina que será relator, porque recién anda por sus trece o catorce años de edad… Sí, descalza, cada día caminando por la espalda del mundo entero andarás…

–Eso no me costará nada. Me gusta andar descalza.

–Lo que te costará un poquito más, en la primera semana del noveno mes, será enhebrar una aguja...

–Eso es lo más fácil, lo hago sin dificultad todas las tardes de todos los santos días.

–… enhebrar una aguja deberás, pero con los ojos cerrados. Atenta; que sea la misma aguja que usás para pegar los botones de las camisas. No vale aguja de colchonero con ojo grande eh.

Y la Tota quedó nomás preñada a las casi tres semanas de ese encuentro con la Pierina. Se empezó a poner gruesa sin disimulo y con entusiasmo. Mes a mes fue cumpliendo una por una las recomendaciones. Hasta que llegó el crucial día de enhebrar la aguja con los ojos cerrados. Impaciente, lo empezó a intentar desde temprano: se encerró en su dormitorio, tomó aguja, tomó hilo y… creer o reventar: en el primer intento no pudo. Ni en el tercero ni en el décimo. Ahí se dio cuenta que estaba temblando. Ciega y encima temblando, ni en un año podré enhebrarla. Lloró en vos alta. Intentó tres, siete veces más, no pudo; desesperada le dio una patada a un olvidado ovillo de lana que estaba en el piso y el ovillo se metió justo por el ángulo de la banderola entreabierta. Alguien que pasaba por la vereda vio venir el ovillo en parábola y bramó ¡goooool carajo!

La Tota escuchó la palabra gol y brotó como resucitada de su creciente congoja y decidió decir gol en los próximos intentos para enhebrar la aguja.

No necesitó reiterar los intentos; ya en el primero sintió que el hilo había penetrado por el enormemente pequeño ojo de la aguja.

Sintió eso; lloró, pero esta vez en silencio, de pronto emocionada.

Y aquí fue que entró el marido y la encontró así. No se animó a interrumpirle el llanto, sólo se hincó y le besó el vientre y él también empezó a llorar bajito.

Dos días después, la Tota, sumamente embarazada, le estaba dando una mano a su marido. Él, empinándose desde una silla, trataba de cambiar una bombita de luz. Chitoro, qué te costaba hacerlo con la escal… No termina de decirlo y a él se le cae la lamparita. Ella interrumpe la caída con la rodilla; la bombita vuelve a subir y a caer, pero no se estrella en el suelo; ahí, ella, por así decir, la acampuja con el empeine y la lamparita va a dar a la mano asombrada de él.

–¿Alumbrará esta lamparita?–, dice él.

–Seguro que alumbrará–, dice ella.

Ella, después de cumplir al pie, al pie izquierdo de la letra, los mandatos de la Pierina, no imaginaba que su hazaña de la lamparita iba a ser una especie de yapa cósmica, que sellaría, como si fuera un antojo al revés, el destino mundial y único del ser que a las siete de la mañana del día siguiente iba a nacer; en domingo, naturalmente. A nacer por los siglos de los siglos.

((( El 30 de octubre del año 1960 después de Cristo Dalma Salvadora, la Tota, rompió bolsa a eso de las cinco de la madrugada. Camino del Policlínico que, naturalmente, se llamaba Evita, le preguntó a la Pierina, que allí estaba acompañándola, en una Rastrojera prestada:

–Estoy segurísima que Dieguito va a ser un pibe 10. Pero dígame Pierina, mi hijo ¿va a ser feliz?

–Tu hijo estará condenado a dar felicidad a los demás.

–Pero él, ¿él va a ser feliz?

–Mirá, el Policlínico. Por fin llegamos.

–Pero él, ¿él va a ser feliz?

–Dame la mano. Bajá con cuidado.

–Pero él, ¿va a…

–Afirmáte en mí. Respirá hondo, Tota. Sin hablar.)))

Libro: Perfume de gol (2009), con el título "Dalma Salvadora. Instrucciones para parir un hijo que salga Maradona".

martes, 23 de enero de 2024

Primer reportaje a Don Coronavirus - Texto de Rodolfo Braceli


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Con la vida no hay caso: siempre continúa. Últimamente nuestro paladar se acostumbró a la palabra “apocalipsis”; la sensación de “fin del mundo” nos acecha, nos merodea, nos insomnia, alevosamente sembrada por los medios de (des)comunicación.

Permiso.

Necesito compartir algo: No hace tanto, un día del pasado mayo del 2020 después del flaco Cristo, caminaba yo por la calle Estomba al 2900 con un solcito nacional y cielo inobjetable. Había salido para comprar alcohol y un par de malbec (alcohol para afuera y alcohol para adentro, para vadear con menos riesgo y cierta alegría esta eternidad demasiado eterna).

Algo detuvo mi caminata: en la vereda sin barrer, entre las hojas otoñales vi una esfera vegetal del tamaño de una pelotita de pingpong; de ella brotaban filamentos, ventositas. La pelotita me espeluznó: vi en ella una especie de gigantesco hotel, de hospedaje de coronavirus.

Me escuché decir: ¿La alzo o no la alzo? Pensé: ¿y si realmente en su interior anidan millones de coronavirus? ¿Y si en el núcleo de esta pelotita se esconde la clave de la crucial vacuna?

Caí en la tentación:

Alcé la esfera por el tallito, y retorné a mi casa. Apenas entré escuché una voz, brotaba del interior de la pelotita:

–Sí, estás en lo cierto: soy una usina de coronavirus. Terráqueo curioso, ¿en qué puedo servirte?

Con la irresponsabilidad del espanto, le respondí:

–Deme un reportaje. Ya.

–No me jodás, pedazo de güevón.

–Váyase a la mismísima mierda, don.

–No hace falta que vaya, en eso estoy.

–¿Me concede el reportaje o no?

–Sos un inefable de la primera hora; dale con el reportaje. Pero apurate, que tengo mucho que hacer.

–Don Coronavirus, ¿usted es o se hace? ¿Es o lo hicieron?

–De pura cepa soy. Trump ladra que me hicieron los chinos. ¡Qué insuperable pelotudo! El día menos pensado conseguirá que la gran burbuja le explote en las manos al aseado neoliberalismo. Dicho sea: el neoliberalismo es incoloro, insaboro y, sobre todo, inodoro.

–Por el modo en el que describe al neoliberalismo me da la sensación que usted, en lo esencial, simpatiza con la democracia.

–A la democracia la practico. Yo no discrimino: conmigo cagan fuego millonarios y pobres, famosos e ignotos, intelectuales y analfabetos. En cualquier momento decido cargarme a Trump, a Bolsonaro… Pero no, por el momento a estos monicacos los haré durar para hacerles perder las elecciones. Soy un democrático sádico. A todo esto: curioso, ¿quién sos vos?

–Don Virus, yo soy ¡argentino!

–¡Notable! Decís “soy argentino” sacaaando pecho. Enterate: ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera… Pero vayamos al grano: ¿a qué se debe tu interés en reportearme?

–Al julepe ecuménico… Esta pandemia viene a ser como el fútbol. Ambas espejan a nuestra sociedad: delatan el racismo, la xenofobia vecinal, las violencias, las euforias que son depresiones al revés, la paranoia convertida en ideología… Bue, en este país también muestra nuestra capacidad para enarbolar hazañas.

–Argentino, otra vez sacando pecho… Es evidente que lo de Fangio y lo de Maradona les consolidó el ego… Hablando de hazañas: en tu Argentina, a propósito de la vacuna rusa, han resucitado una antigua frase: “¡Se viene el comunismo!”… Che, si eso fuese cierto, ¿qué harías vos?

–Haría lo que hacen los garcas patrios: me rajaría al campo. Pero mejor volvamos al tema. Cuando hablé de hazañas me refería a la de los y las enfermeros y enfermeras, a médicos y médicas, a Ramona Medina que murió de sed.

–Lo de Ramona tiene responsable. En concreto: hay un muchacho madrugador que está extenuando al color amarillo… es hijo de su padre y nieto de su abuelo, pintarrajea todo de amarillo, confunde maquillaje con semblante. Típico neoliberal.

–Don, ya que estamos: compléteme su definición de un neoliberal.

–Un neoliberal es un pedazo de prolijo con buenos modales; se codea con la impunidad y se vale de la desmemoria, aprueba los genocidios preventivos, considera que integrarse a Latinoamérica es estar “fuera del mundo”. Concluyo: básicamente ser neoliberal es ser ladrón.

–No se caliente, don Virus, a usted le conviene el frío...A ver, explíqueme lo de ladrón.

–Mirá, el liberalismo vive afanando conceptos… se afanó la palabra “república”. Y más: se afanó la palabra “liberal”, que viene de “libertad”.

–Cálmese, don. Tengo varias preguntas más…

–Joder con tus preguntas.

–Dígame, don: ¿de dónde venimos?

–De un virus huérfano, y sin abuelos.

–¿Qué somos?

–No solo de carne y de fútbol somos: somos un amasijo, un festival de virus pendientes.

–¿Y a dónde vamos?

–Vamos al Olimpo del carajo.

–Don Virus, dígame: ¿Dios existe?

–Sólo existe la palabra. Cada uno la escribe como le da la gana: Dios con mayúscula, dios con minúscula y, cuando estás desesperado, diós con acento. A la palabra Dios la mayoría de los humanos la usan para clausurar las eternas preguntas eternas.

–A usted qué le parece: la pandemia, ¿vendría a ser un castigo divino?

–Ma’ que castigo divino: es un castigo terrenal. La mama Pacha se hartó. Tiene las güevas al plato. Nosotros, los virus, obedecemos, ejecutamos con gusto un castigo merecido. Un castigo conseguido por ustedes, los humanos y las humanas.

–¿Qué hicimos para merecer esto?

–Te respondo con un barniz levemente poético: Ustedes, como planeta, hace rato que se están mandando cagadas y cagadones.

–Don, usted prometió responder con “un barniz levemente poético”.

–Hacés muy bien en recordármelo… con eso de los cagadones quiero decir que los terráqueos y terráqueas están desafinando fiero en la sinfonía del universo… Han podrido las aguas y podrido los aires; han desanimado glaciares y violado la mar; decapitan bosques a rajacincha; si te fijás, ya no quedan sombras de árboles porque árboles había una vez; los perros ya no le ladran a la luna porque ¿dónde se escondió la desgraciada? Ay, humanos y humanas, ¿y qué fue de la fervorosa humedad de la conversación de los cuerpos?

–Estremece y desconsuela su balance, don Virus.

–No es todo: el mar y la mar ya no recuerdan sus orillas; pájaros y peces crepitan; el sol está perdiendo la voluntad; el sol, desolado, no sabe ya si salir a alumbrarnos otro día de mañana… La mama Pacha lo sabe y lo padece: ustedes, terráqueos, en los últimos 50 años han destruido más que en 5 mil años. Así es: a suicidio galopante ¡de pronto! el planeta Tierra le está sobrando a la ecología del cosmos.

–Don, francamente: ¿tenemos alguna chance de salvación?

–Sólo si toman conciencia de que están en una pulseada. Y si aprenden que el momento más peligroso de la pulseada es cuando creen que la van ganando.

–Madremía, desahuciados estamos.

–Vamos, ánimo: ustedes, los argentinos tienen de donde aprender.

–Aprender… ¿de quiénes, acaso de los próceres?

–De los próceres no, porque están congelados por el bronce y ustedes los recuerdan por el día de su muerte. Argentino, te apuesto a que no recordás el día de nacimiento de San Martín. No vale googlear eh.

–Un 17 de agosto murió San Martín… y nació este… esteee…

–No le des vueltas, ustedes a los próceres los tienen apresados en los monumentos. En el apogeo de la pandemia, hoy por hoy, los próceres a ustedes no les sirven para un caraxus…

–Estamos de acuerdo, don. Con los próceres no contamos. Entonces, de quién podemos tener pautas ejemplares… ¿se puede saber de quién?

–De las Madres Abuelas del pañuelo blanco. Ellas cada día y cada noche les enseñan el arte de la paciencia. Tiene que aprender que la paciencia es lo contrario de la resignación. Ellas, como nadie, les enseñan que la memoria es la forma más ardua de la esperanza.

¿Habitantes o invasores?

La tardecita presiente la noche. Sin darme cuenta pienso en voz alta y le comento a don Virus:

–La palabra “esperanza” oscila entre la güevada ingenua y el desesperado delirio. Evidente: escupimos, ultrajamos y violamos al planeta. No somos “habitantes”, somos “invasores” de la Tierra.

–Si eso lo tienen así de claro, ahora podrán reconocer que nosotros los virus no somos culpables de esta sinfonía de espantos. Los virus no somos la causa, somos la consecuencia.

La tardecita ya fue, la noche ya es. Un sentimiento inexplicable me atraviesa. Ahora debiera llorar en voz alta. Pero ni una lágrima. En cambio me sale otra pregunta, impensada:

–¿Puedo darle un abrazo, don?

–Invasor, si es un abrazo de los antiguos, guardátelo. Aprovecho para decirte que lo de ustedes son espasmos de solidaridad. Curten un individualismo carnicero: al neoliberalismo lo supieron conseguir. Ustedes no tropiezan dos veces con la misma piedra, tropiezan tres, cinco veces. Son militantes de la distracción. ¿Cuándo aprenderán que al destino no se lo puede coimear?

–Don Virus, usted no para de criticar… ¡me cago en el reportaje! Por esa puerta usted entró y por esa puerta usted se raja. ¡Ya!

–Pedacito de periodista, lo admito: no tengo ningún derecho a hacerle el caldo gordo a la desesperanza. Aunque suene cursi deben, pese todo, enarbolar la fe.

–¿De qué puñetera fe me habla?

–De la fe en la esperanza.

Vaticinio de sueño

Abro la puerta de calle. Necesito darle una flor de patada en el culo a don Virus. Pero me cancela la intención; se adelanta y me dice, irónico: “Prefiero que me des un codazo”. Después agrega, como en secreto: “A ustedes, terráqueos y terráqueas, les deseo lo que sepan conseguir… Sabélo, antes que la vacuna a mí lo único que me puede persuadir es la solidaridad entre ustedes”.

Me queda como en un eco abismal la última frase: “Sabelo… antes que la vacuna a mí lo único que me puede persuadir es la solidaridad entre ustedes.”

Ya se retira; la voz de don Virus se despide avisándome: “Esta noche vas a soñarte. En el sueño estarás desnudo frente a la mar. La mirarás hondo. Muy hondo. Más hondo… De pronto divisarás un barquito. Te preguntarás: ¿Viene o se aleja? ¿Será el de Noé?”

Publicado en La Tecla Eñe el 15 de agosto de 2020.

lunes, 22 de enero de 2024

Señor Labruna - Cuento de Rodolfo Braceli


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Estimado señor Labruna:

Por intermedio de la presente me dirijo a usted, antes que nada deseando que al recibo de esta carta se encuentren habitados de buena salud usted, la familia de usted y las amistades de usted.

Antes de expresarle el motivo de estas líneas quiero presentarme: soy maestro de escuela, es decir, honrado pero pobre. Tengo 35 años de edad, no soy casado, no tengo hijos, en realidad vivo solo en una casita de piedra que está apoyada sobre la espalda de mi escuelita. Por esas vueltas que tiene la vida nací en Santa Cruz, en un pueblito que se llama Los Antiguos, cerca del volcán Hudson; nací bien al sur pero desde hace diez años vivo bien al norte, mucho más arriba de San Salvador de Jujuy, pasando el Trópico de Capricornio, entre la quebrada de Humahuaca y el río Miraflores. Fácil de llegar si algún día se le ofrece la ocasión.

Señor Labruna, yo sé que usted es una persona que no tendrá tiempo para cartas demasiado largas, pero le ruego que me tenga paciencia. El sitio donde vivo no figura en el mapa. No hay pueblo alrededor de mi escuelita. Los niños vienen de casas dispersas que están a media hora, a una hora, a dos. Yo soy el maestro de los seis grados y cuando el tiempo permite que vengan todos son veintinueve los niños que aquí se juntan. Más que nada les enseño a leer y escribir y después les enseño a comprender lo que leen. Sabiendo esto, algún día podrán ser libres no sólo cuando cantan el himno y sabrán que ser pobres no es todo lo que se puede ser.

Señor Labruna, no vaya a tomar a mal lo que ahora paso a contarle: yo soy hincha de Boca, lo soy desde que tengo uso de razón y uso de pasión. Pero eso no me impide tener por usted mi más alta estima y admiración. Yo sé que usted es de River y jugará en River hasta el último minuto del último partido de su vida –quiera Dios que sea bien pasados los cuarenta años de su edad. Pero debo confesarle que soy un convencido que usted tiene todas las características de un jugador típicamente boquense. Usted no arruga jamás, usted es capaz de dar vuelta un resultado en los últimos cinco minutos del partido, usted no le tiene miedo a nada. A usted, señor Labruna, los insultos de la hinchada contraria lo hacen jugar mejor. Hace un año y dos meses, acercándose al alambrado donde estaba la vibrante hinchada bostera  de mi Boca, usted, desafiante, simulando mal olor, se apretó la nariz con el índice y el pulgar. El coraje que tuvo para hacer eso en la mismísima cancha de Boca demuestra lo que le digo: usted es un típico jugador de Boca. Pero Dios tiene sus planes y designios y estableció, para siempre, que usted fuera para siempre jugador de River.

Señor Labruna: se preguntará usted cómo hago, tan fuera del mundo como estoy, para estar tan enterado del fútbol y de sus hazañas. Le cuento: todos los domingos, si el tiempo así lo permite, para escuchar los partidos bajo a caballo hasta San Salvador de Jujuy. Allí me espera un amigo que tiene una preciosa radio y una preciosa hermana. Usted no se imagina la felicidad que significa escuchar al maestro Fioravanti, es como ver los partidos. Ciertamente vale la pena cabalgar dos horas de ida y dos horas y media de vuelta.

Por esta vez, señor Labruna, no quiero quitarle más tiempo. Que esta primera carta sirva para testimoniarle mi grande admiración.

Reciba mi apretón de manos. Quiero decirle que si usted me contesta le daré suerte, aunque usted no la necesita.

Su seguro admirador,

                                   Estupor Corcuera

Ésta fue la primera carta de Estupor Corcuera a Ángel Labruna. Sucedía en la Argentina y en el mundo el mes de octubre de 1947. Después de esa carta, Corcuera, cada semana le escribió a Labruna. Siempre se las enviaba a la cancha de River, seguro de que las recibiría. En cada una le contaba cosas menudas referidas a sus alumnos, a la escuelita de piedra, a algún temporal de nieve, a cierto caballo que se mancó, a lo difícil que es aprender a leer cuando no se  está bien comido y bien abrigado. Todas las cartas Estupor Corcuera las cerraba con la misma frase: Quiero decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted no la necesita.

Labruna no contestaba. Y no por desgano; no le salía. Generalmente las leía una hora antes de los partidos. En 1951, cuatro años después de la primera, Labruna un domingo se encontró con que no había carta. En los dos domingos siguientes tampoco hubo. Lo que Labruna experimentó no se lo alcanzaba a explicar con palabras: sintió un vago malestar, sintió que realmente le faltaba algo. Y se dijo: soy un chambón, ¿cómo es posible que me haya pasado cuatro años sin contestarle a este hombre? Creyó que nunca más recibiría otra carta de aquel maestro desde el remoto norte, Jujuy adentro, pasando el Trópico de Capricornio, entre la quebrada de Humahuaca y el río Miraflores. Labruna no lo supo explicar a los demás pero estaba ganado por la tristeza. Pero el domingo siguiente se encontró con las cartas atrasadas, y la que correspondía a ese domingo.  Corcuera le pedía disculpas, le decía que una especie de pulmonía le había impedido salir de su casita en el medio de la montaña. Pero ya estaba bien. Al final le reiteraba el saludo y la frase de siempre: Quiero decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted no la necesita.

Como a los cinco años desde la primera carta un día Labruna decidió contestarle a Estupor Corcuera. Compró un block, sobres, y empezó por fin a responder. Después de la primera, de la  segunda, a lo sumo de la tercera línea, se atascaba. Estrujaba la hoja y arrancaba con otra. Finalmente tiró al diablo el block y los sobres. Dijo esto no es para mí, escribiendo no hay caso conmigo, no entro al área ni por puta. Allí fue que Labruna se juró ir un día a la casita escuela donde vivía Estupor, allá, en la bella desolación, al norte del paraíso.

Y el día llegó después de una noche estrellada. Era lunes y diciembre. El cielo estaba azul, sin nubes, inobjetable. Labruna cabalgó con un paisano que conocía de memoria aquellas eternidades. La última parte del cerro era una especie de cuesta y tuvo que hacerla solo y de a pie. Un trayecto de unos veinte minutos agravado por el paquetón que traía. Siguió una senda hecha por la costumbre. El paisano, para alentarlo en ese último tramo, le había dicho con cierto alarde literario:

–Aquí lo estaré esperando no bien pasen tres horas desde este minuto. Vea, amigo, vaya sin apuro, porque aquí el aire es mañoso. Siga por donde la senda de las piedras suaves se lo van diciendo. Abro comillas: El camino lleva al sol en los hombros. El camino no acaba de llegar. Cierro comillas. Hasta más luego.

Labruna hizo caso: empezó a subir la cuesta sin apuro. Notó enseguida que el aire le resultaba poco. Miró hacia atrás: el paisano ya se había borrado del paisaje. Allá, adelante, la escuelita de piedras estaba cerca pero demasiado lejos. Necesitó morder el aire; sí, porque le resultaba poco. Y ahí comprendió eso de que el camino no acaba de llegar. Sintió miedo, casi una ráfaga de terror. No quiso mirar hacia atrás de nuevo. Mirando nada más que las piedras suaves siguió avanzando. El ruido del silencio le golpeaba las sienes. No daba ya más. Sintió que se derrumbaba.

–íSeñor Labruna! ¡yo sabía que usted un día iba a venir por aquí!

Estupor Corcuera se adelantó y le dio un abrazo. Con el largo abrazo lo sostuvo. Labruna fue encontrando el aire y las palabras:

–Mucho gusto, Corcuera... encantado de conocerlo.

Estupor lo hizo pasar a la cálida penumbra de la casa que era escuela. Partió enseguida una cebolla al medio y le dijo que se la comiera. Labruna hizo caso. La cebolla lo resucitó. Terminó de encontrarse con el aire y empezó conversar de todo un poco con Corcuera. Lo primero que hizo fue entregarle el paquetón con algunos obsequios: cuadernos, cajas de colores, dos bolsitas con harina y una baraja.

Como a la media hora los dos maestros estaban jugando al truco.

Después comieron un locro de aroma emocionante que ya estaba en trámite desde la mañana. Brindaron con vino clarete.

Y se les pasó el rato tan rápido como se pasa la vida.

Cuando llegó el momento de bajar la cuesta, Estupor Corcuera le indicó a Labruna que lo siguiera. El maestro caminaba adelante, llevando bajo el brazo una de las dos pequeñas bolsas de harina con que fue obsequiado. Antes de iniciar el recorrido Labruna vio con extrañeza que Estupor le hacía varios agujeritos a la bolsa. Y ahora la bolsa iba dejando un reguero, un sendero de harina. Alarmado le avisó a Corcuera.

–No se preocupe, señor Labruna. Eso sí: usted vaya pisando por el caminito que va dejando la harina. Por favor le pido.

Labruna sin preguntar hizo caso: caminó por encima de la harina.

Al llegar al final de la cuesta se encontraron con el paisano que, puntual, ya estaba esperando. Labruna se animó a preguntarle a Corcuera algo que venía rumiando desde que llegó:

–Dígame, Estupor: ¿por qué en todas sus cartas dijo que me iba a dar suerte?

–Señor Labruna, ¿qué otra cosa le puede dar un pobre?

Se abrazaron fuerte, rápido. Ni a Corcuera ni a Labruna les quiso salir una sola palabra más. Sabían que se habían visto por primera vez, y por última vez.  

Ya al galope, Labruna se dio vuelta y alcanzó a ver cómo el maestro estaba subiendo la cuesta. Iba poniendo y demorando sus pies, uno a uno, exactamente sobre las pisadas que recién él dejó marcadas, sobre la harina.

Libro: De fútbol somos (2001)

domingo, 21 de enero de 2024

El arco de Noé - Cuento de Rodolfo Braceli


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Hay indicios, fuertes y acreditados indicios, de que fue así la cosa:

  1. En el principio creó el Supremo los cielos y la tierra.
  2. Y la tierra resultó poblada de ausencias y desordenados presentimientos.
  3. Y entonces dijo el Supremo: sea el Sol para que sea la luz; y fue la luz.
  4. Y vio el Supremo que la luz se enredaba y se embadurnaba con las tinieblas, y sin más separó la luz de las tinieblas.
  5. Y el Supremo llamó día a la luz y noche a las tinieblas.
  6. Y siguió su faena juntando todos los cielos en el Cielo y todas las aguas en el agua.
  7. Y el Supremo llamó a lo seco Tierra y a las aguas Mar. (Omitió decir que el mar más propiamente debía llamarse la mar.)
  8. Después el Supremo dijo: produzca la tierra hierba verde.

No vamos a abundar en más detalles acerca de la gestión hacedora del Supremo. El inventario, más que arduo sería extenuante. Pero conviene no dejar pasar por alto ni por bajo que una de las primeras medidas del Supremo fue ésa: Produzca la tierra hierba verde. Es por demás curioso que ese mandato, anterior a la creación de pájaros, peces, bestias, de todo tipo de animales, anterior incluso a la creación del hombre y, costilla mediante, de la mujer, no nos haya llamado la atención. ¿Por qué tal urgencia, tal prioridad en esa decisión del Supremo cuando rotundo mandó: Produzca la tierra hierba verde? ¿No hay en esto, acaso, un fuerte presentimiento de lo que vendría a ser luego el verde lecho de una cancha de fútbol? En otras palabras, que el Supremo prefirió hacer primero el teatro, el escenario y después los actores. ¿Por qué procedió así? Él, que dicen todo lo sabe, lo sabrá.

Avancemos hacia el nudo de nuestra historia. Hay noticia bíblica de que Adán, el pionero de los pioneros, vivió novecientos treinta años. Después lo descendieron  Set, Enós, Cainán, Mahalaleel, Jared, Enoc –Enoc murió jovencito, a los 365 años–, Matusalén, Lamec y Noé. Por fin llegamos a nuestro hombre. Siendo Noé, nieto de Matusalén, a  los 500 años engrendró a Sem, a Cam y Jafet. A esta altura del suceder es que el Supremo mira para abajo y advierte en el mundo una corrupción galopante, de aquellas.

  1. Y miró el Supremo la tierra y dijo a Noé: he decidido el fin de todo ser porque la tierra está llena de violencia y la violencia de frivolidad. Lavaré arrasando, arrasaré lavando con todas las aguas habidas y por haber. Todo es inmundo. Lo inmundo para siempre será lavado.
  2. Hazte, Noé, un arca de madera; harás aposentos en el arca y la revestirás con brea por dentro y por fuera y le harás piso bajo, segundo y tercero.
  3. Y del dicho al hecho para mí no hay ningún trecho, dijo el Supremo: he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra. Lo dicho: todo lo que hay en la tierra morirá.
  4. Mas sellaré un pacto contigo, Noé, y entrarás en el arca tú, tus hijos, tu mujer, y las mujeres de tus hijos.
  5. Y de todo lo que vive y respira, de toda carne, dos de cada especie (macho y hembra serán) meterás en el arca, para que vivan contigo.
  6. Y toma contigo de todo alimento que se come, y almacénalo, y servirá de sustento para ti y para ellos.
  7. Y lo hizo así Noé; procedió tal cual el Supremo le ordenó.
  8. Y pasados siete días las aguas del diluvio vinieron a cabalgar sobre la tierra entera.
  9. Y hubo lluvias sobre la tierra entera cuarenta días y cuarenta noches, y las aguas crecieron y alzaron el arca, y se elevó sobre la tierra, y las aguas subieron más y tanto más; y todos los montes altos que había debajo de todos los cielos, fueron cubiertos, y todo lo que había en la tierra dejó de ser.
  10. Y prevalecieron las aguas sobre la tierra ciento cincuenta días.
  11. Y se acordó el Supremo de Noé y de todos los que estaban con él.
  12. Y desembolsó un viento sobre la tierra y disminuyeron y se retiraron las aguas y asomaron, nuevas, las viejas cimas de los montes.
  13. Y mandó Noé una paloma a que viera si en verdad el agua se había retirado. Y (empujada por el presentimiento de Picasso) volvió la paloma con una rama de olivo en el pico. Y Noé entendió que podían bajar a la tierra.
  14. Y habló el Supremo a Noé y a sus hijos con él: Mi arco he puesto en las nubes: ésta es la señal del pacto que yo establezco entre Mí y vosotros: no habrá más diluvio de aguas para destruir toda carne y toda esperanza sobre la faz de la tierra.
  15. Y díjole nuevamente el Supremo a Noé: Mi arco en las nubes es la señal del pacto. Fructificad y multiplicaos.
  16. Y al tiempo comenzó Noé a labrar la tierra, y plantó una viña y bebió del vino en demasía, y se embriagó, y se desnudó en la celebración, y los hijos caminando hacia atrás cubrieron la desnudez de su padre teniendo vueltos los rostros, y así no vieron la desnudez, como si la desnudez no debiera verse.
  17. Y vivió Noé después del diluvio otros trescientos cincuenta años.
  18. Y fueron todos los días de Noé 950 años; y murió por fin diciendo joder, cómo se pasa la vida.
  19. Y manso murió Noé, repitiendo a su heredad, lo que el Supremo había con él  pactado: no habrá más diluvio sobre la tierra.
  20. No más diluvio, díjoles siete veces Noé a sus hijos. Pero cuidado, porque en llegado el caso el Supremo suplantará el diluvio con la globalización.
  21. Y Noé no dijo más. Ni más respiró.
  22. Y los hijos de Noé, naturalmente, desoyeron al viejo.

Algo tarambanas, los Noé no atendieron la advertencia postrera del anciano padre. No se les dio por sospechar que la globalización es un flor de diluvio que prescinde del agua.

Pero volvamos al arca y a su muy selecta tripulación. Dicho lo siguiente con el mayor respeto, en honor a la imprescindible verdad es tiempo ya de señalar alguna omisiones en los textos bíblicos. Noé transgredió, no cumplió estrictamente las indicaciones del Supremo: hizo una excepción en cuanto a su comitiva: además de su mujer (bastante silenciada en los relatos sagrados), de sus hijos y las mujeres de sus hijos, Noé embarcó a un pibe. Tal cual: a un pibe. En realidad el pibe se embarcó sin permiso y a Noé no le dio el cuero ni el corazón para tirarlo por la borda. Dónde comen ocho comen nueve, pensó. Pero más que eso, el pibe le cayó simpático porque era atrevido hasta la insolencia, porque pedía las cosas sacando pecho.

Ya el arca alzada por las aguas, el pibe, siguiendo la recomendación de Noé, no asomó hasta pasados varios días. Cuando se dejó, ver los hijos y nueras de Noé lo miraron con celo y recelo. Noé, por así decir, los puso en vereda: Este pibe es sagrado; no se toca. Me lo recomendó el Supremo –mintió para ser expeditivo.

Por aquellos días y noches el mundo era nada más que mar. Para el Arca de Noé y sus tripulantes la brújula estaba de vicio: daba lo mismo el norte que el sur que el este que el oeste. Llovía con sol y llovía sin sol, siempre llovía. La monotonía los iba ganando a todos. En eso estaban, olvidados, a la buena del Supremo, cuando falleció inesperadamente un cordero sin que mediara intención de sacrificarlo. Sus carnes fueron deshojadas, y sus entrañas. El pibe, que andaba por allí, alzó la vejiga y se la llevó a su rincón. Al día siguiente apareció con la vejiga inflada, y en sus pies. La levantó con la punta del pie izquierdo y después empezó a darle dulces toquecitos, hacía arriba. La vejiga subía y bajada, iba de un sitio de su cuerpo al otro, jamás tocaba el piso. Noé empezó a ver esa delicia y pronto llamó a toda su familia para compartir el asombro. Enseguida todos miraban, deslumbrados, al pibe dándole y dándole a la vejiga. Empeine, empeine, empeine, empeine, empeine, rodilla, empeine, empeine, rodilla, empeine, rodilla, cabeza, cabeza, cabeza, empeine, empeine...

Noé (cada día más parecido a Walt Whitman) no pudo contenerse. Fue y lo abrazó; más, lo escondió entre sus brazos. Ni la afectuosa  efusividad le hizo perder de vista la vejiga al pibe.

Ese día trajo su noche. La noche lo encontró a Noé desvelado, pero no se disgustó por el insomnio. Resolvió caminar, atravesó de punta a punta los 300 codos que medía el Arca. Eso lo estaba haciendo al compás de su pipa. En la penumbra adivinó una sombra pequeña y enseguida se dio cuenta de que era la del pibe. No quiso asustarlo; por eso a media voz, como para compartir un secreto, le dijo:

–¿Se puede saber qué buscas en ese arcón?

–Una ele.

–¿Una ele?

–Sí, don Noé, una letra ele.

–¿Para qué la ele?

–Para agregársela a mi nombre. Mi nombre necesita al final una ele.

–A todo esto, granuja: ¿cómo dices que te llamas?

–Diego.

–Je, ¡argentino!

–¿Cómo se dio cuenta, don Noé?

–Di... ego. Pero no te enojes, pibe. Es una chanza de abuelo.

–¿Y, don Noé?

–¿Y qué?

–¿Me va a regalar una ele para agregarle a mi nombre?

–No te hace falta la ele. La ele sucederá en tu cuerpo, la ele brotará del pie de la pierna que tienes del lado del corazón.

–Don Noé, no sea así: consígame una ele para mi nombre.

–No te hará falta, mi querido.

–Pero es que yo tengo mucha sed de ele.

–Ya veo que eres insaciable, un cornisa de alma y de índole.

–Déme la ele, don...

–Que no. Te digo que no. Con la sed que tienes darás alegría, y cuánta. Pero ni una miga de alegría dejarás para el cofre de tus días.

–¿No me dará la ele?

–Ve a dormir.

A la mañana siguiente Noé fue el primero en alzarse de su cobertizo. Por supuesto que llovía. El pibe ya lo estaba esperando con el machacante  pedido de la ele. Noé resueltamente le dijo:

–No te daré la ele porque no te hace falta: la tienes escondida adentro de tu cuerpo. Te daré un arco.

–¿Un arco?

–El Supremo tiene un arco entre las nubes, tú tendrás un arco aquí en el Arca. Lo haremos enseguida con tres maderos y una red de pescar. Lo pondremos allí ¿ves? adelante, unos metros antes del vértice de la proa. Podrás darle con tu pie del lado del corazón a la vejiga inflada; te hartarás de meterla en ese arco.

El hijo mayor de Noé, también madrugador, se acercó a la conversación y dijo para prevenir:

–Con el arco allí la vejiga pronto irá a parar al agua, ¿y después qué? ¿Vamos a acaso a sacrificar al único cordero que nos queda?

–A que no –dijo el pibe. Y sacó pecho.

Y alzado el arco fue; el arco de Noé.

Y el pibe empezó a darle viaje a la vejiga. Y la vejiga iba siempre, como un pájaro certero y obediente, adentro de ese rectángulo nido: el arco.

Siete veces acertó en el arco con la vejiga el pibe. Y setenta veces siete. Y siete veces setenta veces siete. Y setenta veces siete veces setenta veces siete... Siempre adentro. Jamás afuera. Así por días y semanas y meses.

En el Arca de Noé todos se daban al ocio, un ocio concelebrado, porque no hacían otra cosa que mirar, en estado de renovado éxtasis, al pibe. Miraba la mujer de Noé y miraban los hijos de Noé y miraban las mujeres de los hijos de Noé, y miraban dos animalitos de cada especie, y miraba sólo un cordero (porque el otro, recordemos, había fallecido sin sacrificio, y de su cuerpo fue que salió la sacra  vejiga).

Y miraba Noé con goce deslumbrado. 

Y mientras Noé y los suyos y los animalitos miraban, no se dieron cuenta de que por fin la interminable lluvia había cesado, y que las aguas ya bajaban, y que la tierra empezaba a asomar en las puntas de algunos cerros.

¿Y el pibe? En lo suyo: seguía dándole y dándole. Decía ángulo derecho y allí ponía la vejiga. Decía ángulo izquierdo y allí también ponía la vejiga. Era su pie una mano, una mano con ojos.

En viendo lo que veía, Noé, relamiendo goce debajo de su barba, dijo profético y algo triste, para sus adentros:

–Querido infeliz, estás condenado.  Estás condenado a dar felicidad a los demás, Diegoool. 

Libro: De fútbol somos (2001)