martes, 30 de enero de 2024

Armando - Cuento de Sebastián Busader


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Le costaba observar por debajo de esa pelota morada que se le había formado entre el párpado y la frente. Le latía, le golpeaba con furia aunque no alcanzaba a entender si era el moretón o la indignación que le hervía las entrañas. Minutos antes había recibido una trompada que esperó por largo tiempo, y que le cayó en el momento menos pensado. La pelota se detuvo, la atmósfera tomó una densidad insoportable y el "9" rival, hasta ese momento una anguila escurridiza imposible de capturar, quedó petrificado. "Bueno, al menos este pendejo dejó de correr", alcanzó a pensar Armando con un último atisbo de lucidez.

* * *

"Sos una mina, me dicen que mi mejor amigo es una mina. Decime que no es cierto, porque estos hijos de puta con tal de ganarnos y que nos peleemos, son capaces de hacerme una joda así. Decíme boludo... decíme". Armando se cubrió el rostro con las manos. Vio que su amigo temblaba, que los nervios dominaban su cuerpo a discreción, que en las comisuras tenía algo parecido a la rabia. Pensó que la dentadura se le iba a desmoronar. "Dale boludo, dale..." le suplicó Jorge con un hilo de voz. El temeroso "sí" de Armando, la afirmación más temida y dubitativa que se haya escuchado en la historia de la humanidad, revolvió el estómago de Jorge, le electrificó las manos, encendió una furia arcaica, cavernaria, desconocida, un golpe de puño que cayó como un rayo y destrozó. Destrozó un momento, Destrozó un rostro. Destrozó una amistad. Y abrió una puerta de revelación.

A Armando le hubiese gustado que todo fuese diferente.

A quien no.

No le gustaba ser un pibe al que le crecían las tetas, odiaba la espantosa sensación del descender sanguíneo. Aunque fuese una vez por mes, esa maldita regla; se indignaba hasta el paroxismo cuando a su madre, una mujer a la "antigua" por un machismo que recorría cada centímetro de su cuerpo, se le escapaba el "Male, Male, vení". Se odiaba, se desconocía desde el mismísimo momento de tener conciencia, conciencia de que no quería ser una mujer, conciencia de estar encapsulado en un cuerpo ajeno.

La contradicción se transformó en el "abc" de su existencia. Todo lo que quería no podía. Todo lo que podía no quería. No recordaba quién le regaló el primer vestidito, los primeros aritos, o quién cariñosamente le enrolló los rulitos dorados con un moño cuando apenas gateaba. Pero se emocionaba al rememorar aquella palabra que terminó con la etapa de balbuceo infantil, y abrió las puertas de un lenguaje primitivo pero asequible. Dijo PELOTA. Su primera palabra tenía tres sílabas y sonaba redonda, perfecta, maravillosa y armónica.

Malena, quinta ente los niet@s, primera entre las nietas, tuvo tantos problemas de salud que sus padres pensaron que se trataba de una prueba de Dios ante un pecado que para ellos, católicos ortodoxos, entusiastas practicantes de la culpa divina, era imperdonable: mamá Marta había llegado al altar embarazada, y esa marca la seguiría, como a Caín la sangre de su hermano, hasta que sus huesos fuesen ceniza.

La niña soportó poco menos de siete meses en la bolsa materna y exigió salida cuando apenas era un puñadito de huesos y piel rojiza, lubricada y brillosa. Lo llamativo del caso fue que nació sonriente y sin lágrimas, fue derecho a una incubadora y desde ahí, sus visitas al hospital se tornaron recurrentes hasta los 8 años.

"Malena canta el tango como ninguna. Malena tiene penas de bandoneón..." tarareaba su padre, ese pétreo hombretón de piel cobriza y cuerpo exhausto, excelso en el arte del riego rural chacarero de los de antes, con un vozarrón nutrido a nicotina y largas noches de caña. Tarareaba el tango porque pensaba que la vida era un tango, sobre todo la de su hija, la niña que había nacido enferma y escuálida, la nena que venía con la marca del pecado original, esa pibita a la que todo el tiempo veía perderse entre los manzanos, la hija que no entendía.

Mediados de los '80 se abría como una etapa de florecimiento y expectativas en una Argentina que había vivido a tientas, entre picanas y oscurantismo, Falcon color oliva y un miedo que serpenteaba por los pliegues de todas las capas sociales. Los Fernández era una familia tradicional del Valle rionegrino, chacareros curtidos en el arte de la siembra y la poda, el riego y las largas noches de invierno en vela, trabajando, esperando que las heladas tuviesen algo de contemplación. Malena idealizaba a su padre como ese gigante encorvado que dormitaba en una mecedora, que se calzaba el abrigo con pesadez y, después de persignarse, salía a la gélida noche en busca de la hazaña. No podía dejar de compararlo con aquel Maradona heroico del estadio Azteca, corriendo como un poseso bajo el abrasador sol mexicano, luchando contra los tótems alemanes, contra esos seres inanimados que juegan como máquinas y están programados para una sola cosa: destruir al rival y alzar la copa. Para ella, desde que tenía memoria, cada acto de estoicidad, de rebeldía, de arrojo, era comparable con la gesta eterna del niño parido y criado por la pobreza de Villa Fiorito.

Siempre se preguntó por qué amaba tanto a Maradona. Esa pasión iba más allá de la indescifrable zurda que hipnotizaba al mundo. Literalmente verlo entrar en la cancha, hacer los malabares previos, encarar defensas y superarlas como un Aquiles de pantalones cortos le generaba palpitaciones, le anuda la garganta en un estado que no alcanzaba a entender si era de emoción o de angustia. Por eso, se extraviaba entre los cuadros de la chacra para emular a ese tipo que era más conocido que el Papa, que enfrentaba con la misma osadía a ingleses usurpadores y poderosos, y que parecía sólo empatizar realmente con la esfera que llevaba colgada del botín. Maradona era para ella la fiel síntesis del ser que se despoja del corset social, como un Cristo que baja de la cruz para dejar de pagar los pecados ajenos. Maradona era el cruzado que lideraba la revolución de los incomprendidos. Y ella decidió caminar por el mismo sendero del Dios de los futbolistas.

Dos hechos marcaron y definieron su infancia. El primero fue en el cumpleaños número 6, una fría tarde de junio cuando en medio de un "25" (entrañable juego definido por la soledad del arquero y la búsqueda del gol más lujoso) Matias, primo mayor de pies petrificados y verba infalible, dejó escapar la pelota y ELLA legó mansa a los zapatitos blancos de Malena quien la controló con la parte interna, le dio algunos centímetros de altura y disparó un tacazo que tuvo belleza y concreción, como una descarga sensorial que fue el inicio de los tiempos, el inicio de una nueva era.

El segundo fue revelador. Lorenzo Fernández mantuvo rajatabla lo que le inculcaron su padre y abuelo: se trabaja de lunes a sábado y se va a misa los domingos, para expiar las faltas y mantener viva la imagen en comunidad. A eso le había agregado que los domingos se comía "afuera", en un familiar bodegón de donde salían los mejores bifes de chorizo y el vino corría como en los tiempos de Sodoma y Gomorra. Allí, Malena y sus hermanos se ponían al corriente de lo que ocurría en la Aldea Global que comenzaba a conformarse, y de la que los Fernández estaban ausentes. Ese domingo descubrió que la "10" de Argentina la llevaba un petiso retacón y medio culón, que corría como el trueno y disparaba zurdazos de ilusión. Verlo ejercer con autoridad su arte, y declarar con fiereza sus principios, siendo un predicador de verdades ocultas, la dejó tambaleante frente al precipicio, a punta de dar el salto definitivo.

Fue cuando entendió todo. Hacía mucho tiempo que su ser se había partido en dos. Malena intentaba, con poco éxito, cumplir con ciertos patrones sociales. Pero había otra parte de ella que deambulaba entre espectros, absorta, perdida. Sólo los pies conectaban su esencia. Tener la pelota bajo la suela la ponía nuevamente en equilibrio. Y cuando vio a Maradona sortear adversarios para llevar al sur italiano a la libertad y la gloria siempre negada, supo definitivamente que ella también quería ser libre. Se sintió hombre sin culpa, amó la idea de ser hombre. Armando, quiso ser Armando.

Siempre rechazó los juegos de nena y el color rosa, rompía a propósito los vestidos que Marta le compraba y hacía todo lo posible para estar lejos de la cocina y cerca de una pelota. La vida de Barbie le parecía lo que era: de una superficialidad insoportable. El cuadro 4 de la chacra de Cipolletti, de manzana Red Delicious y pasto cortito, alejado de la casa y lindante con un brazo del río que corría con timidez, se volvió el estadio Azteca.

Como un felino al acecho, alerta y sigiloso, esperaba que su madre alejara el radar que había posado sobre ella para escapar, como un ciervo que descubre al tirador. Los partidos se transformaban en largas horas de un 2 contra 2 o un 3 contra 3. Los equipos estaban definidos. Malena jugaba con los hermanos Contreras, los mellicitos tucumanos que habían llegado al Valle porque sus padres, caídos en desgracia, ejercían nomadismo laboral. El equipo contrario variaba entre un trío de vecinos que vivía en una chacra lindante y otro conformado por primos que de vez en cuando visitaban el cuadro Azteca.

Con 7 años y un físico desgarbado y endeble, minado por las enfermedades pasadas y las temporadas frías de la ruralidad, se las ingeniaba para sortear los desafíos de enfrentar a niños más grandes de porte y edad. Había desarrollado una percepción inigualable y el torbellino que tronaba en su interior por querer ser y no poder, le había agudizado los sentidos. Podía leer las coordenadas de un partido con facilidad, de la misma forma que desentrañar la mordacidad con la que muchas de sus compañeras empezaban a mirar y criticar a sus espaldas. A esa altura, los rulitos dorados se habían convertido en una cabellera de resortes negros azabache, el uniforme diario pasó a ser ropa de la selección argentina y todo era asimilable y comparable al fútbol.

Era rápida, y eso la hacía peligrosa para sus rivales. Sabía todo de ellos. En la cancha y en la vida. Carlitos, el vecino menor, creía ser habilidoso y siempre jugaba la individual hacia su mejor perfil, por lo que era sencillo quitarle la pelota y dejarlo en evidencia. Patricio era menos "morfón" que Carlitos, pero siempre tenía la necesidad de lanzarse al piso para marcar, algo que lo convertía en un defensor demasiado previsible. "Male tirala al vacío que me voy solo", le gritó una tarde el primogénito de los Contreras al iniciar una "contra" que podría definir el cotejo de domingo, con una fuerte apuesta: el perdedor debía hacer varios kilómetros en bici para comprar la Coca. Ella controló rápido para su perfil, levantó la vista hacia el arco que daba al río y lanzó la pelota con un efecto raro, que superó al último defensor y dejó a su compañero cara a cara con el grito de gol. Ya saboreando la Coca de la victoria, le preguntaron:

-¿Por qué le pegaste tan raro?

-Lo vi al Diego hacerlo, agarrar de aire la pelota, pegarle abajo como rozándola. Es por eso que el efecto, una vez que pica, la hace volver.

Los rumores no sólo ganaron los pasillos de la escuela, si no que superaron incluso esos límites. Había una niña que le pegaba a la pelota con la justeza de un cirujano y entendía el juego cuando a esa edad se piensa sólo en gambetear hasta las piedras. No sólo era una nena a la que le gustaba el fútbol. Más bien, era una nena con pinta de nene, a la que le gustaba el fútbol y que jugaba al fútbol mejor que cualquiera. Su andar dejó de ser imperceptible. Y el escarnio público se volvió casi una obligación en un pueblo donde el cura tenía más autoridad que el intendente y las cosas se movían como un iceberg: un centímetro cada 1000 años Su amiga Ana, con la había compartido preescolar, los primeros llantos y algunos secretos, se transformó en su némesis. "Sos una machona nena, qué te pasa, parecés un varoncito", la increpo. Y lo que encontró fue una sonrisa de costado, y una mueca de confirmación que la dejó azorada, Esa tarde de escuela, decidió dos cosas: jamás volvería a sentir culpa por lo que era en realidad; y apenas tuviese la oportunidad dejaría atrás el pueblo.

* * *

-¿Y qué pasó con Malena, profe?

El chico levantó la mirada desde abajo de la gorra y sonrió con una complicidad que enterneció al hombre que ofrecía la charla.

La práctica de fútbol había llegado a su fin y como era habitual, las tareas de elongación eran eso y conversaciones profundas. De fútbol y de la vida. Ésta charla más que ninguna. Y Sergio, con apenas 7 años, había entendido todo, y le daba pie a su entrenador para la revelación definitiva.

Armando giró la cabeza hacia el lateral izquierdo como un acto reflejo para domar sin éxito la contractura que le hacía explotar las sienes. Llevaba el ojo adornado con un moretón que de rojo había pasado a negro, y que ahora estaba amarillo y también verde.

-Mi querido Sergio, Malena fue una chica valiente que, sin querer herir a los demás, decidió no aceptar el destino que le habían escrito. Buscó y defendió lo que el corazón le demandaba, y a su manera triunfó. Se fue de su pueblo a una ciudad grande, se perdió en el anonimato, escapó siempre, de los prejuicios y de sí misma, encontró finalmente su profesión cerca del fútbol, como había soñado, siendo Armando, la persona que quiso ser, la persona que ahora está frente a ustedes... La misma persona que hace unos días recibió una trompada que fue como el gol de Diego a los ingleses: un impacto de gloria, una apertura hacia la felicidad definitiva.

Libro: Fuerte al medio (2019).

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