martes, 16 de enero de 2024

El cuento de un maldito Atrapasueños - Cuento de Juan Pablo Iozzia


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Hace tiempo (poco o mucho no es significativo), Pedro imaginó. Soñó una historia donde el universo era pequeño y trasladarse de un lugar a otro solo dependía de sellar los párpados. Por aquellos viajes, se vivía una época maravillosa. Las enciclopedias narraban un mundo que lucía distinto, cambiante, limpio y nuevo.

Hacia las profundidades de ese paisaje inconsciente, arribaba este joven espíritu. Allí, el horizonte era tan amistoso que deslizaba a la oportunidad, los deseos de conocer el camino y buscar el sendero que conduce al arcoiris del alma. Pedro, recién llegado a aquel humedecido terreno, buscó acercarse a los seres que pertenecían a la vecindad de aquel valle encantado. Rápidamente, los entes locales crearon un semicírculo a su alrededor y le propusieron que cuente su historia, su origen, sus aspiraciones más cercanas.

La posada paradisíaca invitaba a estacionar sus modos. Pedro estaba muy a gusto, se sentía como quizá puede sentirse un hombre después de conocer el rostro de los dioses. Sabía que estaba en paz pero, a pesar de tanta calidez, tantos aires esporádicos parecían sofocarlo. Quizá extrañaba a sus ángeles...

Sentado sobre la hierba fresca, y evitando que su nostalgia rompa la armonía, comenzó a compartir pasajes de su vida con las bellas criaturas del lugar. Adulaba a los curiosos (cada vez se le iban arrimando más) con la certidumbre de su futuro y acaso la sabiduría que obtuvo de quienes lo habían envuelto y acompañado en su vida, caminos atrás. Pasó horas hablando de todas las satisfacciones que cada primavera le había obsequiado.

Entre párrafo y párrafo, Pedro comenzó a perder el convencimiento de sus propias palabras. La narración de su senda reciente, presente, lo perturbaba. Como si algún recuerdo se perpetrara con furia el centro de su pecho. Percibía la afición que causó su destierro, su autoexclusión de una realidad difícil y afilada. Y lo contagió. El agrio sabor que comenzaba a tomar su discurso llegó de inmediato la ronda de animales que atentamente oían. Temía que los presentes descubrieran que su novela tenía un redondo y sombrío lunar, una mancha maléfica que no pretendía revelarles. Indefectiblemente se los contagió

Más allá de sus esfuerzos por evitar transmitir sus dolores, lentamente, las criaturas comenzaron a perder identificación con su discurso. La prosa era atractiva, pero lo que no denotaban sus palabras sí lo hacía su comunicación no verbal. Un dejo de soledad esencial que los espectadores percibieron. No podían unir la expresión corporal de Pedro con los matices de sus palabras. Observaron, entre líneas, que en él existía una dolencia casi crónica. "Debe existir en su alma una gran pena, un amor no correspondido quízás", susurraban y velozmente se convirtieron en cadenas verbales que viajaban de una oreja a otra. Una interpretación casi colectiva: en el relato brotaban filosas espinas de nostalgia. Nostalgia que mansamente lo asfixiaba, lo dejaba con la garganta exprimida por esa voluntad de no mostrar su aguda melancolía.

"Una suerte de Ogro habita en sus aventuras", deslizó un bicho sentado bien pacífico en el fondo. Otra criaturita, con pipa en mano, agregó a aquella apreciación que "ese monstruo que recorre sus venas pone de manifiesto una enfermedad ambigua, Una historia planteada más desde el deseo que desde lo concreto". Un conejo de ojos albinos asentía con la cabeza aquella afirmación y concluía que "lo único real es una vieja esperanza que juega y lo traiciona, que se le vuelve en contra". En fin, los animales no se sentían engañados, consideraban que él se engañaba a sí mismo. Pedro, ya demasiado incómodo, decidió finalizar drásticamente lo que ya parecía una defensa. Notó que su público tenía una mirada desconfiada, que nadie le creía esas experiencias bienaventuradas. Entendió que el entorno ya casi no lo escuchaba. Que habían descubierto algo. Respetuoso, saludó a las criaturas y se alojó en algún sitio cercano para poder estar solo.

Llegada la noche, desde un balcón, Pedro miraba un cielo que regateaba un vuelto de estrellas. Ni la luna, vestida de luto entre algodones grises, podía iluminarlo esa noche. Sus pupilas rebotaban de un punto cardinal a otro, indagando por una referencia que rebalsara de luz aquel nocivo presente. Su cuerpo dijo basta por ese día y quedó tendido en la cama. Se adormeció profundamente y entró a las puertas de sus sueños. Allí apareció ella, su amor. Apareció con toda su divinidad, como todas las noches. Emergió una vez más, creando un mundo de dicha. De repente y sin aviso, su inconsciente comenzó, por primera vez, a tornarse borroso, ruidoso y tétrico. Una densa niebla cubrió el efímero escenario y ya nada se podía distinguir entonces. Ni su mismísima amada lo podía rescatar de la escena. Ella ya no estaba allí. Pensó que su esmerilada visión quizás lo privaba de encontrarla. ¡Pues, no! ¡Su amada ya no estaba allí!

Șudando miedo despertó, arrancando de su almohada una prédica: "No debo dormir, puedo morir. No debo dormir, puede morir." Mientras intentaba recuperarse, llegó a oír una frase que se coló por su ventana: "Puede matarte la ficción que protagoniza tu mente reposada". Miró fijo un Atrapasueños que estaba colgado frente a su cama. Pedro sabía que aquel elemento no estaba allí antes de quedar sumergido en las profundidades de sus sueños. Un cuarto de hora antes, esa pared estaba complemente blanca, vacía. Ahora la adornaba un mágico elemento. Casi naturalmente, le dirigió la palabra, como si el objeto tuviera vida. "¡No te los quedes devuélveme mis sueños! Solo ellos me quedan, solo me quedan ellos, que me dan esperanza. Es allí donde la amo y me ama", gritó con un tono mezclado entre súplica y bronca. Pero su pedido no alcanzó.

Supo inmediatamente que aquel atrapasueños le robó la medicina nocturna que su bobo recibía religiosamente noche a noche. Primero, intentó volver a dormirse para rescatar a su amada. No pudo. Después quiso destruir el atrapasueños, pero no se animó. Su cabeza parecía estallar. Poseía un fuerte cóctel neuronal. Estaba poco transparente, más bien difuso, empañado, desenfocado. A pesar del desequilibrio, optó por ponerse de pie.

Salió a caminar buscando encontrar en el silencio y la oscuridad la estrella que ilumine su desazón. Supo que la suya no era una buena historia tampoco mala. Supo que solo era una historia sin adjetivos calificativos. Tan solo era una novela, pero que para él lo era todo.

Dimensionó sus archivos y memorizó aquel rostro. Escribió en la arena su nombre y repentinamente lo borró con enojo. "¿Qué voy a hacer ahora sin ella en mis sueños?", se dijo. Sentado sobre una roca e hipnotizado por un pensamiento que se volvía hegemónico, se preguntó: "¿qué pasa?, ¿quién está sumergiéndose en mis sombras?". Se desprendió de su piel y se desnudó ante lo único que lo ayudaría a entender lo más importante que hay en la vida: qué hacer de su amor.

Sin anuncio, una pesada figura se aproximó. Un anciano calvo, de extensas y grises barbas, se le acercó. Rascándose su bello facial, lo miró fijo y soltó: "Las criaturas de la comarca me hablaron de usted. Sabía que vendría a estas tierras". Pedro lo oyó atento, sin mostrar ninguna manifestación de enfado, con una tranquilidad inexplicable. Solo buscaba salir de la locura que vivía. "¿Qué quiere ese atrapasueños de mí? Fue usted quien lo puso allí, ¿no? ¿noo?", consultó perdido por el miedo. El mago respondió sin silencios, entremedio del diálogo. "La respuesta es sí y espero que no esté molesto por haberme entrometido en sus sueños. Ya no soñará más aquello que enreda a su corazón entre realidad y deseo. Descansará por un tiempo. El atrapasueños pronto dirá por usted y por ella. É1 averiguará si hay confluencia entre el desierto de sus días y el valle de sus noches. Pero ya no depende más de usted", sentenció el anciano. Y siguió: "Aprenda a dormir. Le estoy dando esa oportunidad. No me mire como si esto fuera un castigo. Ahora, durante los oscuros mantos y en presencia de la enmudecida luna, podrá vacacionar su cuerpo y alma. Sepa esperar. Algún día conocerá las respuestas que tanto ansía..."

Pedro entendió la función del adorno encantado, pero no creyó que debiera ser agradecido Luego, el viejo profeta dijo: "Que dos personas existan y compartan varios vectores espaciales no lo hace más posible. Seguirán siendo sueños... y usted no puede seguir viviendo su amor desde los sueños." El sabio hilvanó sus últimas palabras antes de partir: "Sé que es residente de un idealismo que algunos jactan de 'pasado de moda'. Sepa usted que está en su legítimo derecho de ser dueño de pregonar 1o que quiera, aquello hermoso que es sentir la necesidad de amar. Nunca pierda ese atributo, hijo. Hoy no entenderá nada y está bien que así suceda. Quizás es tiempo de que no entienda." Después de ello, y sin despedirse, su figura se perdió en la oscuridad de la noche. Pedro no le prometió esperar la señal.

La leyenda se consume al igual que nuestro protagonista. Rumoreaban que ya a la primera puesta del sol buscó respuestas. Solo horas habían pasado. Repitió la misma acción día tras día, estación tras estación. En su luz estaba el dictamen y en algún amanecer quemó sus pupilas. Un día, se lo escuchó llorar. Nadie sabe cuál fue la sentencia que le bajó al cuerpo. Apostaría que aquellas palabras del Sabio hicieron mella en su alma, pero a Pedro le tomó tiempo aceptarlas. "Era bueno poder reír.. realmente era bueno. Sé que mi mundo no debe girar por vos, pero cada vueltita al sol juntos me hacía más feliz". Aquello fue lo último que se le oyó decir. Su apariencia hablaba por sí sola. Los gestos traducían un cansancio profundo. Lamento haberlo visto así... No hay Disney en el desenlace de hoy. Si Pedro, su amada y el atrapasueños construyen un mañana distinto les juro que con todo gusto estaré aquí para testificárselos.

Libro: Cardiogramas del alma (2015)

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