Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Teníamos 12 años y con los amigos de mi barrio porteño de Almagro no podíamos creer que un pibe de 15 debutara en la primera de un equipo de la A. Corría la primavera de 1976 y atraídos por los comentarios comenzamos a tomar el colectivo de la línea 109 para ir a la cancha de Argentinos Juniors y luego a la de Atlanta (donde los "Bichitos colorados" hacían de local) para ver a ese pibe, tres años mayor que nosotros que estaba cumpliendo el sueño que mucho de nosotros teníamos y que, finalmente, nunca pudimos concretar, de ser un jugador profesional. Maradona se había convertido en el jugador más joven en la historia del fútbol argentino.
El día que debutó, y eso quizás era lo que más nos entusiasmaba, en la primera pelota que tocó, en la mitad de cancha, le tiró un caño a un tal Cabrera, volante de Talleres de Córdoba.
Cuando salía del túnel, nadie en la tribuna dejaba de mirarlo, esa melena enrulada, trotando, llevando la pelota Pintier blanca siempre en el pie izquierdo, gambeteando a quien se interpusiera en su avance, enganchando corto con la zurda y saliendo por afuera, metiendo una pelota larga o un cambio de frente con una precisión como si se tratara de un veterano. Seguramente seguía jugando como si estuviera en los potreros donde deslumbraba con sus gambetas en aquel invencible equipo de chicos de la categoría ‘60 llamado Cebollitas, el primer paso de esa gran escalera que lo llevó a ser el mejor jugador de todos los tiempos.
Recuerdo una noche en cancha de San Lorenzo de Almagro, junto a un amigo, bajamos los tablones de madera del Viejo Gasómetro para pegar la nariz contra el alambrado cada vez que Maradona se acercaba a tirar un córner o avanzaba por el costado izquierdo de la cancha. Nos mirábamos en silencio, no podíamos creer semejante habilidad, distinta, mucho mejor a la que veíamos en algunas filmaciones en blanco y negro hacer a ese brasileño llamado Pelé del que nos habían dicho que era el mejor.
Todo se iluminaba viéndolo jugar esas tardes de domingo, el mundo giraba en torno a él cuando pisaba la pelota, cuando la acariciaba, cuando la colocaba en el ángulo y era como una bendición que recibíamos de poder verlo jugar, con toda la prestancia de los grandes en sus apenas 15 años.
Alguna vez Osvaldo Soriano, quien también soñó ser futbolista en los años felices de su vida en Cipolletti, dijo que ver jugar a Maradona era como haber estado en la primera fila escuchando a Carlos Gardel.
Diez años después de aquel debut, diez años después de ver dónde jugaba Argentinos Juniors para ir a disfrutar de sus gambetas y goles, nos cumplió la fantasía de ser campeones del mundo, de gritar por segunda vez que éramos los mejores, pero esta vez fue diferente porque antes de la final con los alemanes le ganamos a los ingleses con ese telón oscuro, sangriento de fondo que era la Guerra de Malvinas. Porque en un mismo partido, justamente contra los ingleses, convirtió dos goles, uno que es el mejor gol de la historia de los mundiales y el otro que lo hizo con la mano de Dios, y que lo llevaron al altar eterno, como definiera el escritor futbolero Eduardo Sacheri. Y todavía seguimos estremeciéndonos cuando volvemos a escuchar ese grito desbordado de “¡Genio! ¡Genio! ¡Genio!” de Víctor Hugo Morales y preguntarse ¿de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés?
Diego nos cumplió siempre porque la pelota no se mancha. También cumplió cada vez que quiso volver a ser ese pibe de Fiorito, a ese Cebollitas, a ese enrulado de 15 años que tiró el primer caño en su debut, a ese desafiante delantero que le metió cuatro goles a ese “arquero fanfarrón” –como lo llamaba mi viejo- que era Hugo Orlando Gatti que unos días antes de un Boca-Argentinos lo definió como “un gordito”.
Pero también, nadie puede negarlo, nunca la pudo clavar en el ángulo en el arco de sus debilidades humanas o como explicara el uruguayo Eduardo Galeano “a regresar a la anónima multitud de donde venía porque la fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero”. Y además, Maradona fue también el que enfrentó en el área chica a los poderosos. Le pegaron fuerte fuera de la cancha. Y no puedo dejar de lado aquella afirmación de Jorge Luis Borges para hablar del Maradona fuera de esa cancha donde lo disfrutamos: el atributo más evidente de lo real es su complejidad.
Hoy y siempre elijo verlo con la 10 en la espalda de la camiseta de la selección argentina. Elijo verlo y recordarlo en aquellos partidos con la camiseta roja de Argentinos Juniors y a los 55 minutos de aquella calurosa tarde mexicana del 22 de junio de 1986 ante más de 114 mil personas, llevando la pelota desde más de la mitad de la cancha, apilando jugadores ingleses en el campo de batalla del Azteca que lo llevaría hasta el arco de Shilton para acariciarla con la zurda, convirtiendo ese grito, ese gol en una postal inmortal.
Libro: Un D10S en la Patagonia (2023).
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