Al Bambi Flores.
Todo real. Desmedida es la historia que supo construir.
El Real Madrid pagó y lo esperó. Boca intentó seducirlo cansado de sufrirlo. Nació para campeón. El destino lo dejó en su tierra natal. Hijo pródigo del viento veloz, de la fuerza incontenible de vendavales arenosos, su personalidad forjada en la adversidad del hambre y del frío seco de los potreros patagónicos. Ganó todo. Le dio vida al sur argentino dejando su vida en canchas rodeadas de chacras y galpones. Las llenó de gente. Camiseta que se puso, la llevó a la cima de su historia.
Desierto árido. Fría mañana de octubre de 1948. Valcheta le dio la vida pero no se la regaló. Huahuel Niyeo es en mapuche “donde hubo una garganta”. Allí el pibe de alpargatas se mezcló con los muchachos grandes. Chato del pago. Se paró de wing sin saber qué era eso. Presumió sus dotes. Corajudo. Lo marcaban de a tres y no podían. Le pegaban y pegaba mas que nadie. Desbordó. Tiró centros y esperó que le devuelvan la alpargata. Forjó un capataz el pedregullo. Hoy el pueblito significa “donde nació el gol de la garganta”.
Se convirtió en Tigre en Valcheta, contra corriente en la eterna postergada línea sur de Río Negro. Paraje de 15 casas. A los 12 años perdió a su madre. Padeció junto a ella la enfermedad y el dolor. La acompañó el purrete. Hermano mayor de 6 hijos. Meses el menor. Se repartieron los hermanos y él fue al campo a criar ovejas con el tío. Madrugador del rancho. Los domingos a jugar al fútbol. Reinó en el polvo del área.
Cuando quedaba solo en el puesto, dormía custodiado por un rifle y dos galgos. Si los perros dormían, el nene dormía. Si los galgos paraban las orejas, algo pasaba. El desamparo y la necesidad modelaron un carácter.
El abuelo le ponía los discursos del General. Ni reyes magos ni Papá Noel. El tren llegaba de capital repleto de juguetes una vez al año. Pieles pegadas a los huesos. Pelos sucios al eterno viento. Pero sonrisas. Muchas sonrisas esperando el tren milagroso. El peronismo gestó otro caudillo.
Pasó el umbral del Río Colorado. Un viajante lo llevó en tren a Bahía Blanca con lo puesto. Flaco. Desgarbado. Solo. Aún con alpargatas. Cayó en la pensión. Comió sólo los mediodías. Cenó mates dulces porque el amargo le daba más hambre. Noches en vela. Ciudad desconocida. Aprendió perdiendo a ganar todas.
Un delantero de Olimpo se lesionó antes de la final contra Villa Mitre. Había otros. Los referentes del plantel le pidieron al técnico que ponga al granuja rionegrino. “Este pibe vino con hambre, tiene que jugar”. Les hizo caso. A los 13 segundos el tipito rionegrino corrió y la metió. Salieron campeones, 1 a 0 con su gol. Desbordó alegría. Le prometió a su mate dulce nunca jamás volver a pasar hambre. Ganar se volvió un asunto de vida o muerte.
Purrete del campo. Tenía pica con el 5 de Puerto Belgrano. Lo hizo compadre, lo subió a un Citroen y se lo trajo al Alto Valle a ganar campeonatos. Regionales de viajes cansadores. No se cansaron de salir en andas vitoreados por cosechadores. Contratados por patrones.
Metedor con los codos. Pisador en los saltos. Llenó ojos de tierra. De entrada le pedía a su 5 la pelota entre los centrales. Si empezaba peleando jugaba mejor. Pasaba de guapo. Con el pecho, con los codos. ¡Seguí tirándola que estos son unos cagones! gritaba enardecido.
Fundador de la mentalidad ganadora de una generación de oro. El club ya había llegado a lo más alto, quería más, para ser definitivamente grande debía mantenerse. Aprendió e hizo bandera blanca y negra de su mística del ganar como sea. Éticamente reprochable. Pasionalmente admirable.
Peleó por honor. Hizo patria en los clásicos de albinegros y naranjas. Pendenciero. Huésped indeseado. Prometió romperle los huesos a un cacique roquense frente a su grada. Lo intentó y se fue expulsado, silbado y puteado. Ese rival y dos barras lo emboscaron en el vestuario. Lo querían matar. Pudo escapar por una ventana. Salió con botines hasta la ruta 22. Así vestido se replegó en Regina. Quedó listo para otra batalla.
Loco. Decisivo. Profesional. De lunes a lunes se acostó a las 10 de la noche. Detestó a los compañeros que les gustaba la joda. “Nos van a hacer cagar de hambre”, ese estigma del hambre. Convenció a sus camaradas que podían ganarle a cualquiera. Por las buenas. Reprodujo mensajes emocionados de esposas que los esperaban en sus casas a miles de kilómetros. Y ya no importaron las patadas ni las piedras que recibían mientras jugaban una final en Comodoro Rivadavia.
Líder. Diplomático de barrio. Por las malas. Previa en el vestuario, partido clave. Encaró a su arquero y lo insultó de arriba abajo, lo trató de cagón y perdedor. El uno que le sacaba una cabeza, se calentó, lo desafió con aguante. El goleador retrucó, le recordó las billeteras vacías y la humillación de perder ese partido importante. El arquero embroncado salió a la cancha y se atajó todo contra Boca, contra Roca, contra el que sea. La escena se repitió. Partido apacible hasta una reacción del árbitro. “Si hoy no ganamos vos no salís vivo de la cancha” desaforaba a cualquier hombre de negro.
Equipo que quiere ganar lo contrata. Se puso la naranja. Lo llevó hasta una final apacible. El poderoso dirigente de apellido importante lo limpió a tiempo, así no le correspondían los premios. No la dejó pasar. Gritos. Piñas. Pero la cancha se embarró y se fue envuelto en furia. La venganza fue personal y terrible.
Voluntad indomable. Definió cada clásico con la camiseta de Cipolletti. Buscó arruinar a Roca todo el tiempo para dejarlos abajo, acomplejados para siempre. Final memorable, pintaba empate y título naranja en el Maiolino. Faltaban diez minutos. Escapó pegado a la raya con la pelota y con la lanza. Disparó fuertísimo y la clavó en el primer palo ante el pasmo del arquero y la incredulidad de miles de almas naranjas. Hizo media vuelta olímpica gritando el gol a los cuatro vientos sureños y tres tribunas locales.
Transgresor. Impulsivo. Se golpeó el pecho frente a la cólera de los rivales de sangre. Convirtió el reducto enemigo en una lápida. Los ogros se lo comían a piedras y botellazos. Se colgaron del alambrado para putearlo. Lo detestaron. Los dejó maldecir. En los pozos silenciosos miró de frente a la tribuna enardecida. Los insultó, los humilló, los degradó con la inconfundible seña que compenetra los dedos de las dos manos. No lo pudieron calmar los apóstoles de la no violencia. Les retrucó en la cara su odio y sus victorias.
Veloz. Habilidoso. Goleador. Sólo la burocracia pudo frenar su camino al Real Madrid. Ningún defensor lo paró. Sólo los papeles y las actas que lo dejaron esperando en Ezeiza. Cualquiera se deprime menos él. Sabía que era en Europa. No se hizo drama porque no conocía ese club. El Madrid tan lejano no existía en la línea sur de Río Negro.
Los goles se sueñan. Se piensan. Se viven. Se hacen. Se obsesionó con ellos. Le convirtió goles a todos y desde cualquier lado. Y metía. Y se la jugaba. Parecía asesino cuando metía la plancha. Agresivo. Leal. A su 5 se lo llevó a todos lados porque le dio fútbol, un Berbel que tuvo su Le Pera, le facilitó la vida en la cancha. Ganadores natos. Compadres de emociones.
Estirpe maravillosa. Imponente. Nadie lo eligió como enemigo. Pero el 3 de Roca sí que se la bancaba. Bestias que se arrancaban los ojos. Le gritó en la oreja “mirá que yo voy al frente en cualquier parte”. Chocaban a matar y no se miraban. Garrote y garrote, pierna con pierna, tapón contra tapón, codo y frentazo. El roquense se la aguanta y no protesta. ¡Así se juega al fútbol, qué carajo! “El wing de la selección no llega ni a atarte los cordones”. Aberración y repugnancia frente a todos. Mutua admiración y respeto bien adentro.
Dueño de la pelota en cualquier lado. En Cutral Co y en La Bombonera. En el Monumental y en Valcheta. Siempre con la "11" en la espalda. Ídolo de la hinchada en La Visera. Fabricante de euforias. “¡Callate, quién te conoce a vos, viejo cara de tortuga!” enfrentaba al mismísimo Labruna. Nadie quería con él una trenzada.
Potente. Guapo. Ganador de partidos imposibles. A Boca lo goleó en La Visera. Epopeya. Estudió hasta al “Loco” Gatti. Le tiró dos córner al punto penal para que se luzca y se confíe. El tercero se lo metió olímpico. Brazos en alto. Escudo de Cipolletti en el pecho. La Bombonera enmudecida. A los bicampeones de América les mojó la oreja. Lo vinieron a buscar. “Gracias, pero jugando en Cipolletti yo me hice mi casa”. Unos códigos mas grandes que el desierto sureño.
Recuerdos hermosos. Ganó por las buenas y ganó por las malas. Siempre triunfó. Campeón de todo y con todos. Sabe que Cipo es lo más importante que vivió. En el epílogo de su carrera lo dejó definitivamente en el Nacional B. Otra vez y finalmente campeón con la albinegra y en el Maiolino. Dejó una vara altísima que décadas después obsesiona al pueblo albinegro.
Se fue y jamás mostró su chapa. No pidió reconocimientos. No le interesan. No aparece. Nunca criticó a dirigentes, técnicos, ni jugadores de fútbol. No habla. No opina. Alta gloria en el rectángulo. Bajo perfil en la vida.
Hoy camina por las veredas de Cutral Co. Rengo, su tobillo derecho equipara la rodilla, años de infiltrarse para jugar lesionado. Compra la carne, leña quedó del domingo pasado. Retraído, apenas sonríe mientras repasa hazañas para sus adentros. Almuerza en familia y lo dejan temprano para que duerma la impostergable siesta.
Media hora antes del partido despierta y pone LU19. Siempre. Callado. Aunque esté de vacaciones con los hijos y los nietos. Es su peculiar manera de amar profundamente al albinegro. Escucha que a un jugador lo amonestan sólo por pedir amarilla y menea la cabeza. Fútbol moderno.
Su apellido jamás volvió a pasar hambre. Los mates siguen con el dulce sabor a promesa cumplida. Las corrientes de aire seco no lo abandonaron. El Estadio Municipal de Valcheta lleva su nombre. Mientras él jugó, el viento patagónico dio vueltas olímpicas.
Sebastián Sánchez