Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Durante años odié las reuniones de ex alumnos. Ahora no. Aunque de vez en cuando me hago el que me pierdo cuando voy al supermercado. Me escabullo a la altura de la góndola de lácteos y desaparezco un buen rato. El lector puede sospechar que entre las dos cosas no existe conexión alguna, salvo que son circunstancias intrascendentes. Sin embargo no es tan así. Las reuniones de egresados tuvieron un lugar esencial en mi vida durante muchos años, y hacerme el extraviado en el supermercado es tal vez mi placer más profundo y más secreto. Y tiene que ver con aquello.
Intentaré explicarme. Mi grupo de compañeros del secundario era muy unido. No éramos muchos y nos teníamos un profundo afecto. Al terminar quinto año nos hicimos la promesa de rigor: juntarnos a cenar una vez al año. Pero la cumplimos. No todos, por cierto. O no todos nosotros, los veintitrés, todos los años. Pero siempre mantuvimos el rito y nunca fuimos menos de una docena.
Al principio nos juntábamos en el bar de la esquina de la escuela, pero cuando murió don Carlos y el bar cerró para siempre trasladamos los encuentros a la casa de Cecilia. A todos les pareció bien. Cecilia era una de las que más se movían para organizar todo, de las que más insistían para que no se pincharan los más quedados. Siempre había sido así. También en la escuela. Cuando te hablaba en ese tono duro que rara vez transigía en endulzar, o cuando te golpeaba con sus ojos renegridos, o cuando te zamarreaba de una manga para convencerte de que tenía razón y había que hacer lo que a ella se le cantaba, era muy difícil contradecirla. Si hubiésemos sido un equipo de fútbol la cinta de capitán le habría correspondido sin resquicio para impugnaciones, ¿Hace falta que diga que esa chica me tenía totalmente enamorado? Supongo que no y que el lector lo habrá adivinado nomas por mi manera de describirla, del mismo modo que en la escuela todos lo sabían, desde mi mejor amigo hasta la portera, sin que yo se lo hubiese confesado jamás a nadie, simplemente porque el amor me abarrotaba las entrañas y me brotaba por los poros.
Pero la cosa se había complicado con los años. Cuando se habló de trasladar las reuniones a lo de Cecilia, mis amigos, antes de aceptar, esperaron mi anuencia. Son buena gente. Igual no me hubiera negado. Hacerlo hubiese sido confesar que, cinco años después de salir del colegio, con Cecilia casada y yo de novio con Karina, ese amor antiguo seguía afectándome.
Creo que me estoy embarullando, pero apenas empiezo a acercarme al foco del asunto. Hablé ya de mi amor por Cecilia. Lo que no dije es que fuimos novios durante un par de años. Seamos precisos: un año, diez meses y catorce días al cabo de los cuales Cecilia, en uno de los estallidos de furia que por entonces se le habían vuelto habituales, me dijo sin preámbulos que yo era insufrible, intolerable, que no estaba dispuesta a malgastar conmigo un solo día más de su vida y que no quería volver a verme nunca.
La hice caso, un poco porque dentro de mí le daba la razón y otro poco porque seguía amándola de tal modo que estaba dispuesto a cumplir todo lo que me pidiera. No me fue posible, empero, complacerla del todo. Le fallé en eso de no volver a verme nunca. Nos seguimos cruzando los primeros viernes de noviembre de cada año, al principio en el bar y luego en su casa. Y fue por eso que mis amigos me miraron, me interrogaron con los ojos cuando se habló de trasladarnos a su casa para los encuentros.
Ojo que yo lo cuento y todo parece muy civilizado, muy cortés, muy educado: la reunión de antiguos compañeros, con ex novio incluido, en su hermoso departamento de cuatro ambientes en el centro de Ramos Mejía, con ella y su simpático marido como cálidos anfitriones. Bueno, en parte era así. Por lo menos en lo del simpático marido. Un flaco macanudo que estudiaba arquitectura, buen pibe. Y guarda que lo afirma alguien que hizo mil intentos por destriparlo. Más noches de las que me atrevo a confesar demoré en conciliar el sueño mientras establecía el inventario de sus taras, pero nunca fui capaz de encontrarle ninguna demasiado certera. Igual no lo vi tantas veces. Me enteré de su noviazgo por boca de la propia Cecilia, que lo vociferó desde el otro extremo de la mesa del bar, en la reunión de 1982, al poco tiempo de nuestra ruptura. Nunca supe si me había mirado al proclarmarlo, porque al escuchar sus palabras lo único que pude hacer fue dejar los ojos clavados en Cachito, no sé qué entre porción y porción de muzarela me contaba no sé qué estupidez sobre su examen de Química I. No recuerdo bien lo que dijo Cachito, aunque sí tengo presente mi esfuerzo por mantener la vista en él sin lanzarla, huérfana, en dirección a Cecilia, por no largarme a llorar, por mantener los labios tensos y torcidos en una sonrisa, mientras en mi mente se fundía algo sobre la bolilla 4 con la imagen de Cecilia de la mano de otro, algo de un machete salvador con Cecilia dándome la espalda y alejándose para siempre.
Nunca lo trajo a las reuniones. Hubiese sido demasiado, porque ni los varones ni las chicas habíamos venido nunca con los novios. Nos enterábamos de las vidas sentimentales por lo que cada uno transigía en comentar. Eso nos daba libertad para exagerar, para decir la verdad, para callar. Y también la chance de exponer opiniones más libres de prejuicios. Si José venía dos años seguidos con cara de tarado, o haciendo comentarios estúpidos, podíamos preguntarle si su novia Fabiana lo estaba convirtiendo en un idiota o si lo estaba consiguiendo él sólito. O decirle a Vanesa que el marido era un vividor y que lo mandara a la mierda porque le iba a terminar arruinando la vida, por ejemplo.
Igual, más de una vez me pareció que Cecilia exageraba. Que aprovechaba los pozos del silencio para hablar de su amorcito, cosa de que la escuchásemos todos, incluso yo, que año tras año intentaba poner el mayor número de personas entre los dos, para evitarme esos estiletazos.
Creo que yo actué distinto. No sé, por lo menos ella se enteró de mi noviazgo con Karina a través de algún comentario genuinamente casual de otra de las chicas, y no a través de mis gritos rimbombantes. Que fuese de ese modo significó para mí una modesta victoria, un galardón de dignidad, o algo por el estilo. Por supuesto que me agradó que se enterase, aunque me desilusionó un poco que su expresión no cambiara. Yo esperaba algo, un gesto de contrariedad, aunque fuera ínfimo, fugaz. Que una sombra de melancolía le cruzase la cara.
No me había puesto de novio con Karina para lastimarla a Cecilia. No soy tan ruin como para eso. Yo me había enamorado de Karina. Seamos precisos: me había enamorado de Karina todo lo que me lo permitía el agujero sin fondo que el adiós de Cecilia me había abierto en el alma. A Karina yo podía ofrecerle… no sé si las sobras, diría más bien los despojos de esta alma. Ella lo sabía porque se lo había aclarado de entrada. Y creo que lo aceptaba. ¿Acaso no tenía ella sus propias cicatrices? Y no vivíamos hablando de eso, claro. Karina sabía, en todo caso, de mi corazón mutilado.
Me estoy poniendo cursi. Mejor cambio el enfoque. ¿Podía ir por la vida diciendo que esos meses con Cecilia habían sido los mejores de mi existencia? Sí, y al mismo tiempo no. De ninguna manera. La adoraba, pero había sufrido bastante como para entender que ésa no es una condición suficiente para la felicidad. Con Karina era distinto, y toda esa sanata de complementarnos mutuamente funcionaba a la perfección. Con Cecilia no: a veces vislumbraba que éramos iguales. Nos sobraban las mismas pasiones, iguales miedos, silencios parecidos. Y carecíamos de las mismas certezas, de idéntica voluntad, de similares osadías. Éramos como un espejo que reproducía con aumento la imagen del otro. Y así como nos iluminábamos con revelaciones de epopeya, nos desangrábamos en rabietas feroces. Podíamos entonces decirnos cosas horribles, acusarnos de pecados espantosos, desearnos los tormentos más horrendos.
Al cabo de unos de esos temporales fue que Cecilia se hartó y decidió que era suficiente. Muchas veces me pregunté por qué no había dado yo ese paso decisivo. A veces me contestaba que era porque la amaba demasiado. Otras, porque en el fondo apenas se me había adelantado. Y las restantes me respondía que simplemente Cecilia había sido más madura y más valiente como para darse cuenta de que ese amor imposible de aristas filosas nos laceraba la piel cada vez que intentábamos asirlo.
Por eso seguí con mi vida, aunque a mediados de octubre me empezase siempre ese escozor y ese insomnio al imaginarme una y otra vez el encuentro en ciernes, el relámpago volátil de su perfume en mi nariz, el chicotazo miserablemente fugaz de su beso en la mejilla. Para el resto del año me acostumbré a recorrer mi propia historia evitando caer en ciertos abismos, en la convicción de que poco y nada podía solucionar al respecto.
Lástima esas reuniones de egresados. Porque de movida yo estuve listo para enfrentar la tortura de saberla para siempre distante, pero no para soportar ese juego sanguinario con el que se le dio por humillarme. Año tras año me arrojaba esos dardos que no parecían fruto de una joda improvisada, sino tenebrosos engendros destilados en un profundo deseo de herirme o de vengarse. ¿Tanto daño le había producido? ¿Tantas cuentas pendientes le quedaban por cobrarse?
La situación se volvía embarazosa para todos los presentes. Recuerdo la expresión de Vanesa aquella vez que Cecilia proclamó que mi trabajo en el ministerio le parecía el monumento a la mediocridad y al aburrimiento, y que no entendía qué esperaba yo para abandonarlo. O esa otra ocasión en la que Miguel no sabía cómo cambiar de tema, cuando se puso a contar cosas de sus chicos y yo hablé de mis paseos domingueros con mis sobrinos, sólo para que Cecilia se preguntase a continuación sofística, qué tan románticos le resultarían a Karina el zoológico y el campo de deportes de Encontel para recorrerlos, rodeados de críos, los domingos por la tarde.
En mis días buenos trataba de verle el lado positivo: Cecilia, a pesar de todo, me tenía presente. Pero en los malos me dolía ese empeño criminal que ponía en dinamitar mis actitudes y mis cosas. Era espantoso que diera esa imagen de mí. No por los demás chicos, eso me daba igual. Todos me conocían lo suficiente, y sé lo que me apreciaban y valoraban. Pero era tétrico saber que ella, precisamente ella, me viese con esos ojos de hastío y de desprecio.
Nunca hay que quejarse, decía una tía mía, porque las cosas siempre pueden ponerse peor. ¡Cómo me acordé de ella y de su pesimismo preventivo cuando las reuniones se trasladaron a lo de Cecilia! Porque a sus comentarios ácidos se agregó el nuevo estilo de «bella-esposa-querida-en-su-nidito-de-amor», que me revolvía las entrañas. Nos abría la puerta con su arquitecto de edecá, bien paradito, bien peinado, bien sonriente, bien plantado a su diestra. Y una vez que pasábamos al living y nos acomodábamos en los sillones grandes o en los almohadones del piso, ella lo retenía un buen rato a su lado, tomándolo de la cintura, invitándolo a hablar, festejándole embelesada las pavadas que decía, reclinando la cabeza sobre su pecho viril, derramando su pelo lacio sobre el hombre del susodicho como si fuese una propaganda de champú.
Una vez Cachito, a la salida, después de una velada particularmente incómoda, me preguntó por qué no dejaba de asistir a esa tertulias del carajo. Le contesté que no quería perder el contacto con los chicos, que era maravilloso que nos siguiésemos viendo. Y cuando me ofreció hacer «otra» reunión, en «otro» lado, me apresuré a negarme. Me avergonzó, porque el tono en que lo dijo me sonó a que lo habían estado hablando entre todos. Hoy mismo me acalora recordarlo. Imaginarme a mis amigos del cole en un conciliábulo, buscando el modo de «evitarle el sufrimiento a Ricardito», me sigue llenando de estupor. Lo peor de que hubiesen reparado en el asunto era que seguro, tarde o temprano, le dirían algo a Cecilia. Dicho y hecho. Cachito me lo confesó apenas le insistí un poco. Alejandra la había llamado por teléfono un par de semanas atrás, con un pretexto cualquiera, y le había sacado el tema. Quise negarme a que Cachito me contase su respuesta, pero el otro insistió en asegurarme que, según Ale, Cecilia se había sorprendido y había jurado, como defendiéndose de un escarnio inverosímil, que iba a tener más cuidado en el futuro porque no quería «ningún problema con Ricardo». Me quise morir, por supuesto. De ahí en adelante ella tendría otro blasón para colgarme: el de inmaduro sensiblero, de paspado de ofensa fácil, de ex novio resentido incapaz de remontar el pasado. Brillante. Estupendo, pensé.
En esas condiciones no podía dejar de ir. De ningún modo. Hubiese sido una retirada cobarde o, lo que es peor, subordinar al capricho de Cecilia mi legítimo derecho a participar de unos encuentros que eran tan míos como suyos y del resto de nosotros.
No era eso solo, por cierto. Para qué negarlo. Ya dije más arriba lo que Cecilia había significado en mi vida. Ya hablé de eso, de lo complementario y lo parecido. Karina era maravillosa. Me complementaba, encajaba en las salientes y en los huecos de mi forma de ser. Pero en algunos días tristes yo me sabía incapaz de recorrer la distancia que siempre separa a dos personas. Y entonces Cecilia volvía a envenenarme la sangre, porque con ella nunca había tenido que moverme hacia ningún lado, porque siempre estábamos condenados a habitar el mismo maldito sitio. No sé. O todo eso era un cháchara inútil, un colchón de palabras para ocultar un sentimiento más profundo y bárbaro, un amor ciego y tosco y crudo y doloroso. El asunto es que iba. Siempre iba.
En la reunión de 1989 Laura me preguntó qué esperaba para casarme. Sobresaltado, le dije que en cualquier momento. Mentí: hacía varios meses que me había peleado con Karina. Me corrijo: no peleamos. Era imposible pelear con esa chica. Pero yo acababa de cumplir los veintisiete y de aceptar que no podía compartir el resto de mi vida con una mujer que no me cocinase en un hervor caótico de rabias y lágrimas y carcajadas. Pero mentí porque no quise faltar, ni siquiera entonces, a mi hábito monástico de callar todo lo importante delante de Cecilia.
Esa noche había arrancado como de costumbre. Parejita feliz en la puerta, besos publicitarios en todas las mejillas, arquitecto despidiéndose para «dejarnos tranquilos». Un asco. Y después Cecilia en su esplendor. Reina, capitana, bufona, hembra indómita. Me dejó en paz hasta que mentí esa respuesta a la pregunta de Laura. Pero después me entró a tirar con todo lo que tenía. Es un modo decir, eso de «con todo lo que tenía». Cecilia siempre parecía dueña de un arsenal flamante e inagotable, como si sus comentarios cáusticos, sus puñales gélidos, se reprodujeran en algún infierno recóndito con la ferocidad urgente de las hormigas de las hormigas o las abejas. Me dejó en paz con el tema de mi trabajo, pero me acribilló por el lado de esa demora inexplicable en contraer matrimonio. Dios mío, pensé, lo que me faltaba. Habló maravillas de Karina, como si fuesen íntimas. No la conocía ni por fotos, pero se preguntó, en estilo Demóstenes, dónde iba a encontrar Ricardo otra chica como ésa. A juzgar por el discurso de Cecilia, mi novia -o más bien, secreta ex novia- combinaba la belleza de Marilyn Monroe, la abnegación de Madame Curie y la valentía de Rosa de Luxemburgo. Pero lo peor vendría después, y yo lo sabía. Cuando Cecilia empezase -cosa que le llevó dos o tres minutos- la «Oda al matrimonio feliz en un bello departamento de Ramos Mejía», poniéndose como emocionado ejemplo de amor, alegría, entrega e intimidad con el arquitectillo. Por suerte Vanesa acudió en mi ayuda cuando se le mató de la risa: Cecilia le saltó al cuello porque con su carcajada le rompía el efecto «vida de ensueño». Aproveché el tiroteo subsiguiente para ponerme de pie y anunciar que iba a la cocina a cambiarle la yerba a uno de los mates.
Nunca había estado antes en esa parte del departamento. Conocía el living y el toilette de la entrada. Jamás había transigido en participar de las visitas guiadas que proponía Cecilia a los que asistían por primera vez. Sabía que por el pasillo estaban las habitaciones y el baño principal, y había entrevisto la cocina a través de la puerta mal cerrada. Pero esa noche necesitaba aire, librarme por un rato de esa tortura medieval de Cecilia y su fuego graneado.
Era una linda cocina. Un mármol oscuro, las alacenas de madera, las luces bien orientadas, el piso limpio, una mesa para desayunar arrimada a la pared con dos sillas. Abrí dos alacenas, pero tenían vajilla. Busqué bajo la mesada: cacerolas. Me incorporé tratando de imaginar cuál sería el lugar de la despensa. Pero entonces me distraje pensando en otra cosa. Imaginé a Cecilia entrando allí, cualquier mañana, bien temprano. ¿Seguiría usando esos camisones cortos de algodón? Los ojos hinchados, el caminar de autómata, la expresión ida. Cecilia en puntas de pie, buscando algo, digamos el frasco de café instantáneo, en los estantes altos, con las piernas tensas y firmes, y la luz del extractor iluminándola desde el costado, marcando el contorno de sus sinuosidades de mujer espléndida, y su carne tibia todavía impregnada del calor de las sábanas, y la noche en torno de ella aún sin disiparse. Casi me puse a llorar ante semejante paraíso.
Pero un bombazo frontal me arrancó de mis cavilaciones. «¿Se puede saber qué estás haciendo acá?». Me volví hacia la puerta. Apoyada en el umbral Cecilia me miraba con esa expresión distante y altiva. Por toda respuesta alcé el mate vacío. «Delante tuyo, en el estante de arriba», me lanzó. Abrí la alacena. No sé si a los demás les pasa eso de volverse aparatosos y torpes en el peor momento. A mí sí. Siempre. Aferré el paquete de yerba con mi mano más torpe, la izquierda, porque en la otra seguía sosteniendo el mate de calabaza. Y lancé al vacío un frasco de mermelada que rebotó contra la mesada y se hizo trizas en el piso con un estrépito de vidrios. Farfullé una disculpa mientras me agachaba a ver de cerca el desastre. Cecilia se aproximó, resoplando. Se arrodilló frente a mí. Yo intentaba levantar los vidrios grandes, que resbalaban en un mar de dulce de frambuesa. La miré, o más bien cuando levanté la vista la sorprendí mirándome. «No sé para qué seguís viniendo», me escupió, mientras sus ojos en llamas despedían lava incandescente.
Le sostuve la mirada un largo instante. Suspiré. Cuando era chico me gustaba jugar con una especie de rompecabezas de piezas cuadradas, cuyo nombre no recuerdo. Eran unos bastidores también cuadrados, sobre los que corrían quince piezas en dieciséis posiciones posibles. Había que acomodar, mover, ordenar, rotar esas piezas, sin levantarlas, aprovechando el único espacio en blanco, hasta ubicarlas en su orden correcto. El juego terminaba al ubicar las quince en su sitio y dejar vacío el extremo inferior de la derecha. Bueno, esa noche, cuando miré los ojos de Cecilia, fue como volver a jugar a aquello porque sin pestañear, sin sacarle los míos del volcán de los suyos, fui haciendo a un lado su furia, acomodando su altivez, ordenando su ironía, desplazando su artificiosidad, cuadrando su resquemor, alineando su enojo, emplazando su arrogancia, y cuando llegué al fondo lo que vi me alumbró como un relámpago, y por eso con la naturalidad de quien sabe lo que va a decir es cierto le contesté intuyendo que estaba pronunciando las palabras secretas que desde la noche de los tiempos le daban sentido a su vida y a la mía: «Vengo porque necesito comprobar, de vez en cuando, todo el amor que me seguís teniendo».
Lo siento. Acabo de advertir que a lo largo de todas estas páginas me dediqué a justificar por qué odiaba las reuniones de egresados, cuando mi propósito inicial era explicar no sólo eso, sino también mi costumbre de fingir que me extravío cuando voy al supermercado. No lo hago siempre, por supuesto. Tampoco es cuestión de despertar sospechas. Una vez cada tanto. Con eso es suficiente. Dejo el chango y como quien no quiere la cosa, me alejo de la góndola de lácteos, que siempre es muy concurrida, y escapo por un corredor trasero hacia las góndolas de productos de almacén. Las recorro sin prisa, matando el tiempo. En un momento u otro alzo la mano hasta el estante del café.
Tarde o temprano llega. Me encanta oírla. La voz femenina modulada, algo melosa, que por los altoparlantes le anuncia al señor Ricardo Palacios que su esposa lo aguarda junto al mostrador de informes. Entonces vuelvo, como quien no quiere la cosa, tan campante, con cara de sorpresa, con andar de prócer, con estampa de general romano, feliz de que todos los presentes hayan escuchado que ahí voy yo, Ricardo Palacios, sonriéndole a mi esposa que me aguarda en informes mientras hago un gesto vago de qué le vas a hacer, nos desencontramos, mientras atajo justo a tiempo el carrito que mis hijas mayores están a punto de volcar con su hermanito adentro, mientras guardo el frasquito de café instantáneo. Cecilia no lo nota, aunque me clava sus ojos renegridos y me devuelve la sonrisa. Yo tampoco se lo explico. Todos tenemos símbolos que guardamos en secreto.
Libro: Lo raro empezó después, cuentos de fútbol y otros relatos (2007).