Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Con Gonzalo le pasaba muchas veces lo mismo. No es que se encontraran demasiado a menudo, pero pese a eso en ocasiones la situación se repetía.
-¡Las suecas! -había dicho Gonzalo, como en una ensoñación. ¿Te acordás, Raulo?
El Raulo aprobó con la cabeza, con una sonrisa torcida, mientras insistía en recortarse una uña con los dientes.
-La Cristina... -recordó Gonzalo, entrecerrando los ojos- y la otra... ¿cómo se llamaba?
El Raulo esta vez negó con la cabeza.
-La Cristina... ¡Y la Fiona!... ¡La Fiona! ahora Gonzalo se reía como un chico, tal vez por haberse acordado. ¿No me vas a decir que no te acordás de las suecas?
El Raulo escupió algo mínimo y se reacomodó en la silla. -Sí... sí... -dijo. Había estado escuchando las conversaciones erráticas entre Miguel, el Chelo, Pedro y Gonzalo, algo abstraído, cómodo en suma, y le fastidiaba un poco tener que oír una vez más esa anécdota. Pero sabía que Gonzalo, ya lanzado, era difícil de detener. Hasta el Cary, sentado de perfil a la mesa, casi despatarrado, algo ausente, miró por un instante hacia el grupo, interesado.
-Estaba el Alberto Cánepa, también -agregó Gonzalo-. Y el otro vago, el peruano que bailaba salsa...
-El Machuco-aportó el Raulo.
-El Machuco -repitió Gonzalo, con una sonrisa jugándole en los labios. Y se quedó en silencio, con la vista perdida sobre el ventanal que da a calle Santa Fe-. ¡Y el Hijo del Sheik, Hijo del Sheik estaba! -estalló de pronto, golpeando las manos.
-¿Qué era, che, qué era? -se interesó por fin Pedro.
-Unas suecas, en Roma -anunció Gonzalo, acercando la silla algo más a la mesa, embalado-. Esta es buenísima, la del Hijo del Sheik... Estábamos con el Raulo en Roma -señaló al Raulo-, en casa de la Celina, una amiga nuestra cordobesa que vive allá. Y aparecieron dos suecas amigas de ella, que estaban parando en su casa. Si vos vieras las minas: no hablaban un carajo de español, apenas un poquito de italiano...
-Inglés -susurró el Raulo.
-Inglés. Pero los que no hablábamos inglés éramos nosotros -se rió Gonzalo.
-Para el caso era lo mismo -dijo Pedro.
-Lo mismo. Y estas minas, entonces, nos invitan a una reunión, a un baile, en la casa de un pintor amigo italiano, famosísimo, ahí en el Trastevere...
-¿Famosísimo? -arrugó la cara el Raulo.
-¡Era famoso el tipo! ¿No te acordás? Que la Celina nos mostró una revista donde el tipo había hecho la tapa... Piero Della Rovere, se llamaba, algo así. Acordate que el peruano también lo había escuchado nombrar. Y parece que las suecas le laburaban de modelos, el tipo les hacía bocetos, carbonillas, apuntes en bolas...
-¿Estaban buenas las suecas? -preguntó el Chelo que, hasta el momento, se había mostrado poco participativo.
-Una -dijo el Raulo.
-Estaban buenas, estaban buenas -refutó Gonzalo-. Había una, sí, que estaba buenísima. ¿Te acordás, Raulo? Que era bailarina, la Fiona, creo. Ésa sí. Pero la otra no era para despreciar tampoco, la más simpática, la que me decía "Conzolo"...
-"Conzolo" -el Raulo se sacudió en una risita, recordando.
-Y nos vamos para lo del pintor, che, el Piero Della Rovere, ahí en el Trastevere, una casa de puta madre, con patiecitos internos, con fuentes, con terracitas llenas de flores... -Gonzalo tuvo que parar un poco con sus ademanes para evitar volcar la bandeja donde el mozo traía los cortados. Se quedó así casi un minuto, las manos en alto como en un asalto, ansioso, hasta que el mozo se retiró-... hasta un papagayo enorme tenía el tipo, en una jaula...
-¿Un papagayo? -Raulo frunció el ceño.
-¡Un papagayo tenía! -no se arredró Gonzalo-. Y gatos, miles de gatos como hay en toda Roma. La cuestión es que eso es-taba lleno de gente, algunos tipos muy exóticos, intelectuales. ¡Alberto Sordi estaba!
-¿Alberto Sordi? -procuró recordar el Raulo.
-Alberto Sordi, que nosotros nos quedamos helados, no lo podíamos creer... Y otros artistas, minas vestidas medio raro, árabes...
-¿Árabes? -se sorprendió el Chelo.
-Árabes -dijo Gonzalo-. Parece que muchos árabes iban ahí a comprarle pinturas a este tipo. Y andaban con turbantes, con esos pañuelos en la cabeza. Y nosotros nos hicimos amigos de uno de ellos. Bah, nos pusimos a chupar juntos y, medio en italiano, medio en inglés, medio con ademanes, le dimos a entender que éramos argentinos, que estábamos viajando...
-Le decíamos que el peruano era un playboy sudamericano -sumó el Raulo.
-¡Que el peruano era un playboy sudamericano, le dijimos, que tenía minas de plata en Potosí, que era sobrino de Vargas Llosa, cualquier cosa le dijimos! Y el tipo, que era un pendejo, se cagaba de risa. Sería porque nos veía a nosotros en pedo, o que...
-Era buen tipo -dijo el Raulo.
-Buen vago el... el Hijo del Sheik, como le habíamos puesto, en joda. Estaba vestido a la europea, de traje, pero tenía uno de esos pañuelos en la cabeza, pero de los caros, de ésos con una armazón de cilindritos como de oro, no de los berreta que te venden por la calle. Y llevaba un cuchillo, un puñal de esos curvos, con la punta así para arriba, todo dorado con incrustaciones de piedras preciosas...
-¿Un cuchillo? -ahora sí se alarmó el Raulo, irguiéndose en la silla-. ¿Adónde lo llevaba?
-Atrás, debajo del saco -Gonzalo casi giró en su asiento para graficar la posición del arma-. Como si fuera un facón. ¿No te acordás? Ah, claro, vos no lo viste. Pero a mí me lo mostró cuando fuimos al baño... Vos no sabes lo que debía costar ese puñal, una fortuna...
-¿Estás seguro de que lo que te mostró en el baño era un puñal, Gonzalo? -ironizó Pedro-. Mirá que estos árabes son de costumbres raras....
-Un puñal, un puñal... -se rió Gonzalo, sobrevolando las malas interpretaciones tan comunes a la mesa y ansioso por continuar el relato-. La cuestión fue que nos pasamos casi toda la noche con el tipo ese, jodiendo, chupando y... nos amanecimos ahí, ya se hacía de día, ya se hacía de día...
-¿Cómo decías que tenía la punta? -insistió Pedro, temático. ¿Así, doblada para arriba?
-... y llegó un momento en que nos piramos. Nos piramos con el Raulo. El peruano no sé por dónde había quedado. Y el árabe este, que era jovencito, veinticinco, veintiséis años, bajó con nosotros hasta la calle. Pero solo, solari el hombre, no se había enganchado ni una mina, ni un tipo, ni un mozo de los que servían, nada de nada...
-Ustedes tampoco -apostó Chelo.
-Nosotros tampoco, un carajo. Pero para nosotros era más complicado porque éramos unos ratones y ni el idioma sabíamos. Al punto que pensamos si el árabe este no sería también una especie de colado como nosotros...
-Que era una fiesta de disfraz -tentó Pedro.
-Una cosa así -aprobó Gonzalo-. Pero cuando salimos, el pibe este se despide de nosotros y se manda para un auto negro que lo estaba esperando, que era una auto de la gran puta, pero de la putísima madre que lo parió, un Mercedes súper sport descapotable que debía costar millones de dólares...
-Mirá vos - suspiraron varios.
-Tienen toda la guita del petróleo -acotó Miguel.
-Nosotros... -Gonzalo abrió mucho los ojos y se tiró hacia atrás, como sorprendido- nos quedamos mirando cómo se alejaba y se metía en el auto. Y por ahí, de una de esas callecitas angostitas que hay en el Trastevere, aparecen tres o cuatro tipos, grandotes, muy bien empilchados, que se mandan para donde se había ido el árabe. Se suben a otro auto negro, bien grande, y arrancan detrás del Mercedes... Te imaginás, nos quedamos preocupados, porque también ésa era una época de secuestros y todos esos quilombos... En eso baja la Celina con el Piero Della Rovere que venía a despedirla. Ya no quedaba nadie, nosotros habíamos resistido hasta lo último, nos habíamos tomado hasta el agua de los floreros... Y le contamos, le decimos lo del árabe que se había ido y lo de los otros tipos que parecían haber estado escondidos esperándolo y que se mandaron detrás de él, les dijimos que nos preocupaba... ¿Y sabés qué nos dijo la Celina?
-¿Qué les dijo? -apuró Pedro.
-"Ese muchacho es el hijo del rey Hussein de Jordania. Y los cuatro tipo son sus guardaespaldas".
-¿El hijo del rey Hussein de Jordania? -se asombró el Chelo. Pedro se rió, como los chicos, por el asombro. El Raulo lo miraba a Gonzalo con los ojos bien abiertos, fijamente.
-Habíamos estado toda la noche con el hijo del rey Hussein de Jordania y ni nos habíamos dado cuenta -dijo Gonzalo-. Si vos vieras qué vago sencillo el tipo dentro de todo, amable, piola... Y nosotros le habíamos acertado de pedo. El Hijo del Sheik, le decíamos.
-Qué bárbaro, ¿no? -comentó el Chelo, casi como colofón.
-¿Dónde fue eso, che? ¿En Roma? -preguntó Pedro.
-En Roma -el Raulo había recomenzado a mordisquearse una uña.
Se quedaron callados. Chelo preguntó si habían visto pe televisión los dos goles de Independiente contra Vélez, y Miguel informó que había ido a ver una película iraní, de ésas sin música, pero que no le había gustado. Al rato Gonzalo pagó lo suyo, saludó cortito y se fue diciendo: "Nos estamos viendo". Se hizo un nuevo silencio, alterado un tanto por algunas risas disonantes que llegaban desde una mesa de mujeres, al fondo, casi sobre la escalera que va al entrepiso.
-Es notable -dijo el Raulo, de pronto-. Cada vez que Gonzalo cuenta alguna de estas anécdotas, me entero de algo distinto...
Todos se rieron.
-Inventa, ¿no? -dijo Pedro.
-Y son cosas que hemos vivido los dos juntos, ¿eh? -remarcó el Raulo-. Pero él las cuenta y yo no las reconozco. Es fantástico. A medida que pasa el tiempo aparecen nuevos detalles, nuevos personajes, la anécdota crece...
-En lugar de que se olviden cosas, como sería lógico -dijo Chelo.
-Lo del papagayo, por ejemplo... -el Raulo tomó el dedo anular de su mano izquierda con los de la derecha, a manera de contabilidad-... lo de las suecas que eran modelos del pintor ese...
-Todo verso...
-Lo del papagayo vaya y pase -concedió el Raulo-, porque podría ser un detalle menor que yo me haya olvidado, pero lo...
-¡Lo del cuchillo! -Chelo soltó una carcajada. Lo del cuchillo es maravilloso...
-Te juro que Gonzalo ha contado esta anécdota mil veces adelante mío y eso del cuchillo, que el tipo se lo muestra en el baño, no lo contó nunca... -ahora sí el Raulo también se reía.
-Pero lo de la casa, la fiesta, eso del árabe, ¿es cierto...? -había un atisbo de decepción en el rostro de Miguel.
-Es cierto, es cierto -lo tranquilizó el Raulo. Pero lo de que el pintor era muy famoso, que le compraban los árabes, que estaba Alberto Sordi... ¡Que el tipo era hijo del rey Hussein! -el Raulo pego una mano contra la otra. Eso es un invento total... Absoluto...
-Es que Gonzalo la va enriqueciendo -se complació el Chelo.
-Le va agregando cosas -dijo Pedro-. Es un narrador. Y está bien. Para el caso, da lo mismo, lo hace más divertido. Tiene mucho encanto para contar.
-Si non è vero... -rubricó Miguel.
-E ben trovato -terminó Pedro.
-Hay... hay como una necesidad, de todos modos, de exagerar -reprobó el Raulo, sintiéndose tal vez algo cómplice de la falsedad parcial del relato-, de agrandar las cosas, de magnificarlas...
-El tiempo, posiblemente -arriesgó Chelo-, hace el efecto de vidrio de aumento, agranda algunos recuerdos, los exagera...
Se consolidó otro silencio. Miguel aprovechó para beber un par de sorbos de su café, ya casi frío.
-Es como en el fútbol -dijo Chelo-. Yo estaba en la cancha aquella vez que Menotti le hizo un gol a Carrizo casi desde treinta metros...
-Ah si... Fue famoso -asintió Miguel- en el arco que da a Regatas, de ese lado...
-Sí, en ese arco -siguió Chelo-. Habrá pateado, el Flaco, desde treinta, a lo sumo treinta y cinco metros... Bueno, mi primo, por ejemplo, que fue conmigo ese día, la vez pasada contó delante mío, en una reunión, que el gol había sido desde el centro de la cancha... ¡Desde el centro de la cancha!... Insistía e insistía en que había sido desde el centro de la cancha...
-Mi viejo jura que fue desde atrás de mitad de cancha -dijo Miguel, muy serio. Hubo risas-. Te juro, te juro. Le discute a cualquiera que Menotti pateó desde atrás de mitad de cancha. Es increíble....
-Va a llegar un día -dijo el Raulo- en que van a decir que fue de saque desde el arco de Central, que el Flaco estaba jugando de número dos...
Se rieron, cansinamente.
-¿Y viste el gol de Maradona, ése que hizo en... en... en un Mundial...? -por primera vez, el Cary Portesio, que estaba sentado casi de perfil a la mesa, cruzado de piernas, molestando el paso de los mozos, ingresaba en la charla. Lo miraron, sorprendidos porque rompiera el silencio y porque abordara un tema de fútbol, habitualmente muy remoto para él.
-¿En México?
-En México.
-¿Ése que hizo con la mano? -preguntó el Chelo.
-No. El otro. ¿Hizo otro, no? -insistió Cary. Aprobaron todos-. Bueno... Vas a ver que va a llegar un día, va a llegar un día, en que digan que arrancó más atrás de mitad de cancha, que se gambeteó a medio equipo inglés, que incluso se gambeteó al arquero y que después la metió adentro... Eso van a decir... Vas a ver que va a llegar el día en que digan eso...
Lo miraron, un poco confusos. Y optaron por no decirle nada.
Libro: Usted No Me Lo Va a Creer y otros cuentos (2003).