lunes, 30 de junio de 2025

Petróleo - Cuento de Osvaldo Soriano


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Las cosas han cambiado tanto que seguramente a mi padre le gustará seguir tan muerto como está. Debe estar pitando un rubio sin filtro, escondido entre unos arbustos como lo veo todavía. Estamos en un camino de arena, en el desierto de Neuquén, y vamos hacia Plaza Huincul a ver los pozos de YPF. Salimos temprano, por primera vez juntos y a solas, cada uno en su moto. El va adelante en una Bosch flamante, y yo lo sigo en una ruidosa Tehuelche de industria nacional. Es el otoño del 62 y está despidiéndose para siempre de la Patagonia.

Mi viejo va a cumplir cincuenta años y se ha empeñado hasta la cabeza para comprarse algo que le permita moverse por sus propios medios. Los últimos pesos me los ha prestado a mí para completar el anticipo de la Tehuelche que hace un barullo de infierno y derrapa en las huellas de los camiones. No hay nada en el horizonte, como no sean las nubes tontas que resbalan en el cielo. Algunos arbustos secos y altos como escobas, entre los que mi padre se detiene cada tanto a orinar porque ya tiene males de vejiga y esa tos de fumador. Anda de buen carácter porque el joven Frondizi anunció hace tiempo que "hemos ganado la batalla del petróleo". Quiere ver con sus propios ojos, tal vez porque intuye que no volverá nunca más a esas tierras baldías a las que les ha puesto agua corriente y retratos de San Martín en todas las paredes. Un soñador, mi viejo: acelera con el pucho en los labios y la gorra encasquetada hasta las orejas mientras me hace seña de que lo alcance y le pase una botella de agua.

La Tehuelche brama, se retuerce en los huellones, y la arena se me cuela por detrás de los anteojos negros. Por un momento vamos codo a codo, dos puntos solitarios perdidos entre las bardas, y le alcanzo la botella envuelta en una arpillera mojada. En el tablero de la motoneta lleva pegada una figurita de Marlene Dietrich que tanto lo habrá hecho suspirar de joven. Yo he pegado en mi tanque de nafta una desvaída mirada de James Dean y la calcomanía del lejano San Lorenzo que sólo conozco por la radio. Justamente: ese diminuto transistor japonés que recién aparece a los ojos del mundo es la más preciada joya que arriesgamos en el desierto. La voz de Alfredo Aróstegui y los radioteatros de Laura Hidalgo nos acompañan bajo un sol que hace brotar esperpentos y alucinaciones donde sólo hay viento y lagunas de petróleo perdido.

Mi padre pilotea que es un desastre. Zigzaguea por la banquina mientras inclina la botella y se prende al gollete. Merodea el abismo de metro y medio al borde del sendero. Le grito que se aparte mientras me saluda agitando la botella y se desbarranca alegremente por un despeñadero de cardos y flores rastreras. En la rodada pierde el pucho, las provisiones que cargamos en Zapala y hasta la figurita de Marlene Dietrich que me ha robado del álbum. Freno y vuelvo a buscarlo. A lo lejos diviso las primeras torres de YPF, que para mi padre son como suyas porque todo fluye de esta tierra y Frondizi dice que por fin hemos ganado la batalla del petróleo.

La motoneta está volcada con el motor en marcha y la rueda trasera gira en el vacío. Mi viejo trata de ponerse de pie antes de que yo llegue, pero lo que más se le ha herido es el orgullo. Se frota la pierna y putea por el siete abierto en el único pantalón, a la altura de la rodilla. Dice que ha sido mi culpa, que lo encerré justo en la subida, que por qué mierda me cruzo en su camino. Nunca seré buen ingeniero, agrega, y apaga el motor para enderezar el manubrio y recoger el equipaje.

Lo escucho sin contestar. Todavía hoy sigo subido a una barda, oyéndolo putear ahí abajo, mientras mi hijo juega con la espuma de las olas y grita alborozado en una playa de Mogotes. Somos muchos y uno solo, hasta donde me alcanza la memoria. A cada generación tenemos menos cosas que podamos sentir como propias. Queda el hermetismo de mi padre en la mirada del chico que corre junto al mar. A él le contaré esta tonta historia de pérdidas y caídas, la de mi padre que rueda y la mía que no supe defender.

Aquel mediodía mi viejo se aleja rengueando para orinar entre los arbustos y se queda un rato escondido para que no vea su rodilla lastimada. Levanto a Marlene Dietrich que ha dejado un surco en la arena y vuelvo la mirada hacia la torre y el péndulo. Parece un fantasma de luto recortado en la lejanía. Y el charco de petróleo que ensucia las bardas, tan ajeno al mar donde ahora juega mi hijo. Mi bisabuelo fue bandolero y asaltante de caminos en Valencia hasta que lo mató la Guardia Civil. Me lo confiesa mi viejo al atardecer, mientras cebamos mate bajo la carrocería oxidada de un Ford T. No recuerdo bien su relato pero pinta al bisabuelo de a caballo y con un trabuco a la cintura. Trata de impresionarme pero está muy derrengado para ser creíble. El pantalón roto, la corbata abierta, el ombligo al aire y pronto cincuenta años. No hay más que gigantescos fracasos entre el bisabuelo que asaltaba diligencias y ese sobrestante de Obras Sanitarias que levanta la mirada y me señala con un gesto orgulloso la insignia del petróleo argentino. Una vida tendiendo redes de agua, haciendo cálculos, inventando ilusiones. Sueña con que yo sea ingeniero. De esa ínfima epopeya le quedan a mi madre doscientos pesos de pensión y a mí algunas anécdotas sin importancia.

Mi padre lleva unos pocos billetes chicos en el bolsillo. Justo para la pensión y la nafta de la vuelta. Nunca ganó un peso sin trabajar. No sé si está conforme con su vida. Igual, no puede hacerla de nuevo. Ha vivido frente a los palos, mirando venir una pelota que nunca aterriza. Intentó zafar de la marca, correrse, poner la cabeza, pero no supo usar los codos. Caminó siempre por los peldaños de una escalera acostada. Tarzán en monopatín, Batman esperando el colectivo, San Martín soñando con las chicas de Divito. Y sin embargo, cuando fuma en silencio, parece a punto de encontrar la solución. Como aquella noche en un sucio cuarto de alquiler donde saca la regla de cálculos y diseña un oleoducto inútil, con jardines y caminos de los que ningún motociclista podría caerse. Pero de eso no queda nada: el dibujo se le extravió en otro porrazo y las torres ya son de otros más rápidos que él.

Discutimos en la pensión porque yo ignoraba las matemáticas y la química y volvimos en silencio, muy lejos uno del otro. Lo dejé ir adelante y todavía veo su camisa sudada flotando en la ventolera. Yo no sabía qué hacer de mi vida y miraba para arriba a ver si bajaba la pelota. Tenía diecinueve años y me sentía solo en una cancha vacía. Todavía estoy ahí, demorado con mi padre en medio del camino. Imagino historias porque me gusta estar solo con un cigarrillo y estoy cerca de la edad que tenía mi padre cuando se tumbaba de la moto. Fueron muchas las caídas y no siempre lo levanté. Me gustaría saber qué opinión tendría de mí, que he perdido su petróleo. Quisiera que echara una ojeada a estas líneas y a otras. Que me regalara un juguete y me contara cuántas veces estuvo enamorado; que me explicara qué carajo hacíamos los dos en un camino de Neuquén rumbo a las torres de YPF, mientras en el transistor se apagaba la voz de Julio Sosa cubierta por los acordes de otra marcha militar.

Libro: Cuentos de los años felices (1994).

domingo, 29 de junio de 2025

No se culpe a nadie - Cuento de Julio Cortázar


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para  elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. Por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos, aunque en cambio, parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente, salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie doce pisos.

Libro: Final del juego (1956).

sábado, 28 de junio de 2025

Qué Grande! Ep. 72: + Solicitados

La genialidad de Cortázar, Borges y Soriano en más cuentos solicitados por la audiencia.. Emitido en vivo el sábado 28 de junio de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Ver o escuchar en YouTube

Lecturas
  • No se culpe a nadie (de Julio Cortázar)
  • Petróleo (de Osvaldo Soriano)
  • El milagro secreto (de Jorge Luis Borges)
  • Instrucciones para dar cuerda al reloj (de Julio Cortázar)

sábado, 21 de junio de 2025

Qué lindo que es Beckham - Cuento de Ezequiel Saúl


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Jugar contra Inglaterra es siempre un hecho importante y mucho más si es en un mundial. Nosotros ganamos nuestro primer partido, ellos empataron. Una victoria nos asegura la clasificación, pero un empate igual nos viene bien. Como nos dijo el técnico: "Lo importante es no perder". Semanas antes del partido los periodistas nos preguntaban si íbamos ganar por los pibes de Malvinas; ya pasaron como veinte anos de eso, que no me rompan las pelotas, yo solo quiero jugar al fútbol y ganarle al que tenga enfrente. La figura de ellos es David Beckham, el jugador que desde que llegó al Real Madrid no para de vender camisetas, que además trabaja como modelo para las marcas más caras de Europa y está de novio con una de las Spice Girls. Él a veces juega de doble 5, para ser salida y dar el primer pase, otras lo hace de 8, y si juega en esa posición lo voy a tener que marcar yo. Las indicaciones que me dio el técnico fueron clave, estarle encima todo el tiempo, para que no se la pasen y nunca dejarlo tocar para adelante, Eso es porque en el pie derecho tiene un guante, puede meter un pase milimétrico y ni hablar si le das un tiro libre, te la clava al ángulo. Esa fue una indicación que dio para todos, no hacer faltas cerca del área. 

Estamos en el túnel formados para salir, ahí está él, justo quedó parado a mi lado. Lo miro para intimidarlo y veo sus ojos, son de un celeste intenso, como el océano en una película. Los míos son marrones como el mar de San Clemente. Mi cara es redonda, un niño la puede dibujar fácilmente, la de él tiene líneas, geometría, detalles, luces y sombras como un dibujo que debería estar en un museo. Las dos filas comienzan a salir al campo de juego y yo lo sigo mirando. Qué lindo que es Beckham. 

Nosotros ganamos el sorteo así que sacamos, mejor porque puedo ver dónde se para. Se ubica por la derecha, así que tengo que marcarlo yo. La pelota empieza a rodar y nosotros a correr. La hacemos circular, de a poco entramos al campo de ellos. El técnico me dijo que no me mande mucho al ataque, que no descuide mi espalda, un pelotazo de Beckham puede sacar una contra letal. Así hicieron el gol en el primer partido. Lo miro concentrado, es fácil no perderlo de vista con su pelo rubio y esa cresta perfectamente peinada. Ya pasaron unos cuantos minutos y no se le movió ningún pelo, yo ya los tengo pegados a la cara. ¿Cómo hace? Pareciera que realiza sus dos trabajos juntos, juega y además modela, está perfecto para las fotos de los diarios y revistas de todo el mundo. Uno de nuestros jugadores tira un centro que el arquero de ellos agarra con facilidad. Beckham empieza a correr y yo lo sigo. Vuelvo a pensar, qué lindo que es Beckham. 

El partido es muy trabado, ninguno de los dos equipos puede hacer más de dos pases seguidos. Las pocas veces que se la pasaron a él tuvo que jugar para los costados porque fui a presionarlo con todo. Ahora recibe de espaldas, me le voy encima para que no se de vuelta. Me pone la cola para frenarme, siento la transpiración de su cuello. Trato de pasar mi pierna por entre las suyas para sacarle la pelota. Su cola se pega a mi pija. La tiene dura, bien formada, mejor que la de mi novia. Él toca para atrás con uno de sus defensores y la jugada empieza de nuevo. Me quedo pegado a él un rato más. Por Dios y la Virgen, qué lindo que es Beckham.

Termina el primer tiempo. El técnico nos felicita. Nos dice que sigamos así, marcando, esperando a que ellos se equivoquen para poder ganarlo.

Ni bien arranca la segunda mitad, hay un córner para nosotros. Ahora él me marca a mi, es él quien me persigue y no al revés. Me rodea con sus brazos para que no me escape, me aprisiona. Tira de mi camiseta como si quisiera sacármela y yo tiro de la suya. Siento su olor y no huelo transpiración, ¿se habrá puesto perfume en el entretiempo?, ¿lo habrá hecho por mi? El centro es pasado, uno de nuestros centrales cabecea, la pelota se eleva, pasa por arriba del arquero, va a entrar, pero pega en travesaño y se va a afuera. Vuelvo a mirarlo a él. La puta madre, qué lindo que es Beckham. ¿Cómo hace para ser tan perfecto? ¿Usará alguna crema? Si supiera inglés se lo preguntaría. 

Lo estoy marcando cuando, de repente, toca de primera y pica a mi espalda. Se me va, se escapa solo, lo bajo de atrás. Escucho el silbato del réferi. Él se para y se acerca; enojado sus rasgos perfectos se notan aún más. Se me viene al humo, pega su cabeza contra la mía. Me insulta, pero no entiendo lo que dice. Me habla pegado a la cara, Nuestras narices rozándose, nuestros labios distanciados por tan solo unos pocos centímetros. El réferi llega a separarnos y me muestra la tarjeta amarilla. Valió la pena. La concha de la lora, qué lindo que es Beckham. A lo mejor nuestro arquero que juega con él sabe qué crema usa. Quizás lo vio en el vestuario poniéndose algo. O se lo contó en una charla mientras estaban comiendo, cuando ya no sabés de qué hablar.

El partido continúa, pierdo la noción del tiempo. Yo lo sigo con la mirada y él a mi. Nos perdemos en la cancha frente a millones de espectadores. Nos buscamos el uno al otro en el césped, en esta alfombra verde que amortigua nuestras caídas cuando saltamos a cabecear juntos y nuestros cuerpos se entrelazan. Cuando siento toda la perfección de sus músculos. No dejo de pensar en este reverendo hijo de puta, que lindo que es Beckham. Igual, ¿cómo le pregunto lo de la crema? "Disculpame, ¿sabés qué se pone Beckham en la cara para ser tan hermoso?". Va a pensar que soy puto. Encima se lo va a contar al resto de los pibes y me van a joder hasta cuando me retire.

Escucho el silbato que marca el final. Él extiende su mano para saludarme, me dice algo con esa voz dulce que tiene, pero no le entiendo. Me hace el gesto de intercambiar camisetas, acepto. Lo veo en cueros y se le marcan todos los abdominales, a mí ninguno,. Él me da su camiseta llena de su olor y yo la mía apestando a transpiración. Me sonríe y le sonrío. Me acerco a abrazarlo. Nuestras caras vuelven a juntarse. Le toco el pelo y se ríe. Un periodista nos interrumpe para hacerme una nota. Lo miro serio y con mala cara. Me dice que fui la figura del partido porque en ningún momento dejé solo a Beckham. Mientras agradezco, veo a Beckham partir con mi camiseta.

Ya pasaron veinte años de ese partido, estoy en mi casa viendo la tele con un whisky en la mano. Mi esposa está leyendo en la cama y mi hijo está encerrado en su cuarto haciendo vaya a saber qué cosa. Estoy cambiando de canal y me detengo cuando veo su cara, tan perfecta como la única vez que nos vimos. Incluso se podría decir que más hermoso que antes, es como el whisky que estoy tomando: mejoró con los años. Me quedo viéndolo, no le puedo sacar los ojos de encima. Él ahora es el mánager de un equipo de futbol de Los Ángeles, administra miles de millones. Yo soy el dueño de una flota de tres taxis. En la entrevista repasan su carrera, su debut en primera, su gol más importante y los torneos ganados, entre otros temas. En un momento le preguntan quién fue el jugador que mejor lo marcó. De repente un silencio invade la casa, la heladera deja de zumbar, el perro para de ladrar y mis vecinos ya no discuten a los gritos. Sólo percibo que dice mi nombre, es la primera vez que lo escucho salir de sus labios. Me quedo embelesado, hipnotizado, mirándolo. Me doy cuenta de que Beckham también me recuerda, como yo, que nunca dejé de pensar en él. 

Mi esposa baja e interrumpe mis pensamientos, me mira a mi y después mira la tele. Sin sacar los ojos de la pantalla, me pregunta: 

-Este Beckham, ¿tiene tu misma edad? 

-Es tres años más grande -le comento. 

-Hubiera jurado que es mucho más joven -dice.

Yo la miro por unos segundos, luego vuelvo a ver la cara de Beckham en la tele y le respondo: -Seguro se pone alguna crema que sale fortunas.

Libro: Qué lindo que es Beckham (2025).

viernes, 20 de junio de 2025

Jugar con una Tango es algo mucho mas difícil de lo que a primera vista se podría suponer - Cuento de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Tal vez para los grandes, con esa facilidad que suelen tener para las simplificaciones abusivas, los dos barrios eran uno solo. Tal vez para los grandes, con su indolencia, su falta de perspectiva, su desatención por los detalles esenciales, la cuadra nuestra, la ochava de nuestras felonías, formaba con las manzanas de alrededor un único barrio.

Pero para nosotros, con la claridad diáfana que tienen las cosas cuando uno es chico, los barrios eran dos, el nuestro y el de ellos: esos pibes que vivían a la vuelta. El nuestro eran cuatro cuadras, dos por una calle y dos por la otra. El barrio era esa cruz perfecta que formaban esas veredas simétricas y nuestras, absolutamente nuestras. A la vuelta estaban ellos, pero a la vuelta, y eso era muy lejos. Tan lejos que ése era el barrio de ellos.

Cuando teníamos ocho, nueve a lo sumo, la autonomía de nuestro vuelo aventurero era escasa. Las madres exigían, todavía, la molesta condición de poder vernos al asomarse a la vereda. De modo que la vuelta, o sea el mundo, el universo, quedaba todavía prohibitivamente lejos. Pero a los once, a los doce, las madres ya empiezan a resignarse a salir a la vereda y a no vernos, a confiar en el Espíritu Santo, a aceptar el dolor y la angustia de sabernos a la vuelta, o a la vuelta de la vuelta, o vaya a saber dónde. Como mucho pueden exigir el retorno a la hora de la leche, a más tardar. Pero no pueden pretender, Dios nos libre, que uno siga en la vereda propia, o en la cuadra de casa, habiendo tanto mundo más allá esperándonos. Cuando uno tiene ocho, o tiene nueve, vaya y pase. Pero a los once, la cosa cambia, y cambia para siempre.

En una de esas recorridas, bicicleta mediante, ahí nomás de nuestro propio mundo, aparecieron ellos. Estaban sentados en la vereda, contra una de esas casas que eran las de ellos, dejando pasar la vida. Eran seis o siete, como nosotros. Se repartían el fondo de una botella de agua. Se veían sudados y sedientos. En la calle perduraban los cascotes de los arcos. Evidentemente acababan de jugar al fútbol.

El ser humano es un bicho dado al desafío, a la competencia. Supongo que fue por eso que alguno de nosotros, alguno de los más osados y pendencieros (seguro que no fui yo, siempre tan tímido) frenó la bici, apoyó un pie en el cordón y se los quedó mirando. Los demás lo habremos imitado, obedeciendo a ese reflejo solidario que en la niñez funciona a la perfección y que con los años se va, tristemente, anquilosando.

Primero habrán sido unas preguntas tiradas al voleo y contestadas con evasivas. Que de dónde eran, que de dónde éramos. Que cuántos eran en su barrio, que cuántos en el nuestro. Que de qué cuadro éramos hinchas, que de qué cuadro eran ellos. Que si sabían jugar, que si nosotros sabíamos. Después uno de ellos se habrá ufanado de alguna victoria memorable, contra otro barrio tan distante como temible y misterioso. Algún lenguaraz de los nuestros habrá replicado con una hazaña aun más espeluznante. Habrá habido un cruce de miradas, alguna seña sólo perceptible para entendidos. Y el desafío habrá partido por fin de uno de los frentes, como una lanza en llamas, clavada ante la tribu rival y belicosa.

Ellos se miraron con cara de experimentados, de gente ducha en estos temas. Acordaron la fecha como dudando, como dando a entender que eran tipos muy ocupados. Supongo que, enroscados en sus propias mentiras y en sus respectivas alucinaciones, no notaron el temblor de algunas de nuestras voces, las caras de pánico de los más chicos, las miradas urgentes de los menos osados. Ellos pusieron una sola condición: ponían la cancha y la pelota. Nosotros, pobres ingenuos, torpes incautos, aceptamos.

El día fijado fuimos a pie: uno no puede jugar un desafío y mirar cada dos minutos la pila de bicis a ver si siguen donde uno las ha dejado: las distracciones pueden ser fatales, tanto porque te roben una bici como porque te metan un gol estúpido. La primera sorpresa fue la cancha. Ellos nos esperaban en la vereda de la vez pasada, pero no tenían armados los arcos en la calle. Cuando preguntamos, señalaron con calculada indolencia el paredón legendario de la canchita de la calle Buchardo. Nos miramos azorados. Decir en nuestra niñez “la canchita de Buchardo” era como decir “jugamos acá, en el Maracaná”, o “pasen, el desafío es en el estadio de Wembley”.

Era un baldío enorme, cerrado a la gilada por un paredón alto de ladrillo a la vista. El único acceso posible era a través del jardín del vecino. Vecino que se entretenía en golpear el vidrio de su ventana, en medio de agresivas gesticulaciones, las pocas veces que teníamos la valentía de pararnos siquiera a pispear un poco el asunto. Porque esa cancha, que tenía arcos de madera y todo, y que tenía hasta manchones de pasto en las esquinas, la usaban los grandes, jamás los chicos. Uno de esos grandes, que jugaban los fines de semana, era ese celoso cancerbero que nos echaba a las patadas. Lo que ignorábamos, y que descubrimos recién el día del desafío, era que el capitán de ellos era sobrino del terrible ogro de la casa contigua, y que los días de semana tenían libre acceso a ese estadio bellísimo.

Caminamos la media cuadra dándonos valor con la mirada, ocultando celosamente que jamás en la vida habíamos jugado en una cancha en serio. Entramos al jardín del vecino como quien atraviesa a ciegas un campo minado, esperando el terrible momento del estallido, de la cortina corrida, de los golpes furiosos en el vidrio, del rajen de acá mocosos del demonio. Pero nada pasó. O no estaba, o su sobrino lo había puesto sobre aviso. Saltamos por fin la pared por la parte más baja, íbamos cayendo con un ruido seco en la tierra prometida, un ruido que jamás hube de olvidar, y que supongo que los demás tampoco olvidaron. Un ruido que sonaba a misterio, a iniciación, a ultraje y a aventura.

El miedo nos volvió a ganar cuando los vimos abrir las bolsas que traían bajo el brazo. Eran botines. Los sacaron con gesto displicente, pero a sabiendas de nuestro pasmo inevitable. Porque nosotros, más allá de nuestras bravuconadas, éramos gente de jugar en el asfalto. Y uno, en la calle, juega en zapatillas. Y encima con zapatillas viejas, con esas ‘Flecha’ que nuestra madre nos ha cedido para que las terminemos de deshilachar, de destruir y de enmugrecer en esas tareas inútiles. Esas que tienen la tela totalmente descosida de la puntera de goma. Esas con las que hay que tener cuidado de que no se salgan los dedos por el agujero, cuando uno le pega a la pelota. Y van estos tipos y sacan los botines negros, relucientes, con esos tapones amenazantes, tan útiles para pegar de puntín como para arruinarle la pantorrilla a un pobre contrario indefenso.

Yo, calentón como fui siempre, les hice notar que nosotros jugábamos todos en zapatillas, y que con los botines iban a lastimarnos. Pero con cara de inocencia dijeron que nadie les había dicho nada, y que ellos jugaban siempre así, como se juega de verdad, y que lo del otro día en la calle había sido un entrenamiento. Con la sensación de ser un cavernícola analfabeto me callé la boca y me volví hacia los míos, buscando algo de confianza. Pero todos estaban demasiado asustados.

Lo peor vino después. Traían la pelota en una bolsa grande de ‘Casa Tía’. Era una bolsa enorme, blanca, y no se veía nada adentro. La llevaba un gordito pecoso y flequilludo. Con gesto grandilocuente la levantaron, la tomaron por abajo y soltaron las manijas. La bolsa se inclinó, abrió su boca misteriosa, y escupió una pelota Tango. Aquello era demasiado: la cancha de tierra con arcos de madera vaya y pase. Eso de los rivales provistos de botines ya era todo un riesgo. Pero una Tango original, que picó tres veces hasta quedar mansita en el mediocampo, eso era inaceptable. Nosotros -que jugábamos con una número cinco chiquita, de gajos alargados blancos y negros, que tendía más al óvalo que a la esfera, que picaba para el demonio, a la que había que engrasar primorosamente con la grasa sobrante del churrasco-, habíamos visto la Tango por la tele, en el Mundial 78; y después en la vidriera de la Proveeduría Deportiva. Pero en nuestro barrio ése era un objeto desconocido. Y van estos tipos y la sacan ahí, como si tal cosa, como si fuera algo de todos los días.

Ahí Felipe protestó, que “cómo no la tenían el otro día, en la vereda, cuando los vimos la primera vez”. El capitán de ellos, Walter creo que se llamaba, se aproximó con la Tango entre las manos, y nos habló en un tono peyorativamente didáctico, como si se dirigiera a una manga de infradotados. Nos dijo que, como era evidente, esa pelota tenía un plástico recubriendo el cuero, que hacía imposible su uso en la calle salvo que uno quisiera arruinarla, y que como ellos jugaban siempre en canchas de pasto, o de tierra a lo sumo, no se habían imaginado que nosotros pensáramos jugar con una pelota común y corriente. Gustavo tuvo entonces el tino de esconder la nuestra, miserable, debajo de una campera.

Nosotros nos quedamos mirándola como tarados. Encima era naranja debido a que, según transigió en informarnos, el padre del chico se la había traído de Europa porque era piloto de Aerolíneas, y allá la pintaban de naranja para poder jugar en medio de la nieve sin perderla de vista.

Cuando empezó el partido corroboramos, con angustia, nuestro palpito que una Tango no tenía nada que ver con el resto de las pelotas existentes en el universo. Por empezar, picaba el doble. No conseguíamos bajarla ni a los tiros. Saltaba en cada piedrita de la cancha, cambiaba de rumbo y nos dejaba pagando. Aparte dolía de lo lindo. A mí me tiraron dos o tres pelotazos que me dejaron las manos rotas, y eso que jugaba con guantes (unos de lana, ya jubilados del colegio). El que más sufría era Gustavo, nuestro crack, que en lugar de patear de puntín, como el resto de nosotros, lo hacía de chanfle, o acariciando el balón con el empeine. Al rato de empezar le dolían los pies hasta los tobillos. Esas zapatillas nuestras eran absolutamente inapropiadas para patear semejante cascote. Además estaba el tamaño. Nuestra número cinco era una especie de prima pobre y escuálida, que apenas debía superar la mitad de la circunferencia de aquella enormidad anaranjada y con lustrosos vivos negros. Lo dura que sería que Gustavo tuvo la inconciencia de cabecearla en un centro, y quedó medio tarado un buen rato hasta que se le pasó el mareo (si hasta me acuerdo que le quedó la frente toda colorada). Lo que más bronca nos daba era que ellos eran tan burros como nosotros. Pero con los botines ponían pata fuerte, y nosotros sacábamos el pie por precaución, y perdíamos todos los balones divididos. Y con la Tango nos tenían a maltraer. No hilvanábamos dos pases seguidos como la gente. Nos metieron un gol estúpido: me tiraron un chumbazo a quemarropa, y la muñeca me dolió tanto que se me dobló la mano (para colmo yo no lograba hacerme a la idea de atajar con palos de verdad, a qué negarlo).

Nos iban ganando uno a cero con ese gol mugroso, y en cualquier momento iban a embocarnos otro, eso era seguro.

Pero gracias a Dios, y en medio de nuestra adversidad tumultuosa, Adrián tuvo un rapto de inspiración mística. Empezó a los gritos a llamarlo a Miguelito, que ya había pegado el estirón y nos llevaba como dos cabezas. Ese día andaba más caliente que nadie, porque todavía no se acostumbraba a sus nuevas dimensiones, y ese balón endemoniado lo tenía más mareado que al común de nosotros. Así que Adrián le habló algo al oído, y el otro sonrió con placer, como sopesando la idea, como paladeando por anticipado una venganza que se sabe tan justa como inolvidable.

Yo, desde el arco, entendí poco y nada, hasta que vino un despeje desde el área de ellos, y Miguel se perfiló para pegarle de zurda. Miguel era, con la pelota en los pies, y como ya dije, un poco más espantoso que la mayoría de nosotros. Pero tenía la rara virtud de pegarle como con un fierro. La Tango venía picando casi mansita, como pidiendo permiso para seguir unos metros. Miguel se afirmó con la derecha, se inclinó levemente, y le pegó un chumbazo descomunal. La Tango salió como un bólido, como un meteorito en reversa rumbo al cielo. Pasó el paredón no por el lado de la calle (nuestro arco era el que daba a la vereda) sino por los fondos que daban a una casa vieja y sombría.

En los laterales, donde el paredón también era medianera, había un lindo alambrado como de dos metros de alto, porque estaba cerca de las líneas de la cancha, y el riesgo de tirarla afuera era evidente. Pero detrás del arco de ellos, del lado de la casa aquélla, quedaban todavía como treinta metros de terreno, lleno de malezas y arbustos y árboles petisos, que hacían suponer que la pelota jamás superaría el límite del predio por ese lado. De modo que cuando Miguelito le pegó ese chumbazo histórico la Tango subió a los cielos, superó por amplio margen el travesaño de ellos, sobrevoló dos limoneros apestados y unas cañas de ésas que nunca faltan en los baldíos, planeó sobre el yuyal y sobre la hiedra, y se perdió en el misterio del más allá, con un ruido a chapas de lo más espeluznante. El dueño de la pelota, que aparte de ser un gordito paliducho y pecoso nos había demostrado que de fútbol sabía lo que yo de astronomía, no pudo reprimir un grito de terror, y los suyos se miraron consternados. Nosotros pusimos cara de compungidos, atravesamos con ellos el yuyal, y hasta les hicimos pie para que se asomaran por encima de la tapia. No había caso: la pelota descansaba en un patio de lajas, y el ruido a chapa se había producido cuando la Tango había golpeado contra la puerta de hierro que desde la cocina daba a ese patio.

Por suerte para nosotros, eran las tres de la tarde. Tocarle el timbre a un extraño para pedirle una pelota es una tarea ardua y peligrosa a cualquier hora del día. Pero a la hora de la siesta, es directamente concurrir por propia voluntad al patíbulo. Nosotros lo sabíamos, y ellos también. El gordito traslúcido intentó despertar el espíritu de cuerpo de los suyos para que lo acompañaran, pero fue en vano. Contestaron, en medio de evasivas, que más tarde a lo mejor, pero que ahora, en plena siesta, ni mamados.

Con cara de circunstancia Alejandro declaró que era una lástima, una barbaridad, pero que íbamos a tener que seguir con otra pelota. Ellos se miraron y asintieron. Dijeron que no tenían ninguna otra a mano. Yo sabía que mentían, porque había visto de refilón la azul y roja, linda también, con la que habían jugado el otro día en la calle. Pero se ve que tenían un miedo atroz de que Miguelito, zapatazo mediante, la colgara en un vuelo sideral de la misma especie, y la enviara sin escalas a hacerle compañía a la Tango anaranjada. Alejandro, como si hubiese recordado súbitamente, se golpeó la frente y dijo que nosotros teníamos una. Aclaró, con tono de singular franqueza, que no tenía nada que ver con la que Miguelito acababa de colgar. Pero que, a falta de una mejor…

Ellos se apuraron a decirnos que sí. Alejandro mismo fue hasta detrás del arco y sacó nuestra pelota de abajo de la pila de camperas. Yo me acuerdo que nunca la vi tan linda, con sus gajos grises de tan despintados, con el olor rancio de la grasa cuidadosamente embadurnada, con ese par de protuberancias que la alejaban indefectiblemente de la esfericidad, con la marca indeleble en birome azul en el lugar de la válvula, entre las costuras, hecha para evitar chambonadas trágicas a la hora de inflarla. Porque ahí la cosa era distinta. Todo era cuestión de pegar unos cuantos puntinazos bien al ras del piso, de modo tal que entre las piedras que encontrara en el camino, y el azar de sus tumbos ovalados, a cualquier arquero se le escaparan dos o tres de ésas y a cobrar. Todo era cuestión de apretar los dientes y soportar a pie firme un par de taponazos en nuestras pantorrillas indefensas. Al fin y al cabo, uno a los doce tiene que ir aprendiendo a hacerse hombre.

Ganamos tres a dos, y fue una fiesta. Sobre todo porque ellos, humillados, nos pidieron la revancha para la semana siguiente. Nosotros pusimos cara de gente ocupada, de tipos abrumados por un montón de compromisos. Quedamos en volver a hablar recién el mes siguiente, porque argüimos estar tapados de desafíos contra los del Club Argentino, los de la canchita de “Tienda Presente”, los de la Triangular de Segunda Rivadavia, y otros cotejos tan severos como ineludibles.

Después nos enteramos de que recuperaron la Tango, y de que lo hicieron a través de los buenos oficios que interpusieron dos de los padres de ellos ante el anciano propietario de la casa sombría, tan venerable como remiso a las devoluciones. Pese al hallazgo, no nos alarmamos. La revancha sería en el barrio nuestro. Y de locales, la cosa iba a ser en la calle. Y en la calle con los botines no podés jugar. Aparte, como los palos son dos cascotes, podés discutir de lo lindo cada pelotazo que pase cerca de los arcos, sobre todo si Miguelito juega de tu lado. Y sobre todo, en la calle la Tango no se usa porque se arruina, se moja en los charcos de los cordones, se le despelleja el plastiquito y te la puede aplastar cualquier colectivo. Y nadie va a correr semejante riesgo, ni siquiera siendo un gordito platudo con un padre en Aerolíneas.

Porque una Tango es muy linda y muy canchera, pero sale un ojo de la cara.

Libro: Esperándolo a Tito (2000).

jueves, 19 de junio de 2025

Qué Grande! Ep. 71: Solicitados

Cuentos de fútbol pedidos por los oyentes. Emitido en vivo el jueves 19 de junio de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Ver o escuchar en YouTube

Lecturas
  • Jugar con una Tango es algo mucho más difícil de lo que a primera vista se podría suponer (de Eduardo Sacheri)
  • Qué lindo que es Beckham (de Ezequiel Saúl)
  • Leyenda de la Patagonia (de Sebastián Sánchez)

lunes, 16 de junio de 2025

Una flor en la casa del Papa - Texto de Ariel Scher


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

A las 7 y 55 del lunes de adioses a Francisco, cuatro ruidos, tres cámaras, tres periodistas, una policía y un perro que ni ladra ni mira configuran la escena en las puertas de la casa donde el hombre de los adioses nació. A una cuadra, otro hombre, pero sin famas, duerme en la calle. A una cuadra y media, otro más. A dos cuadras, Francisco saluda hecho cartel y sonrisa, como en los años últimos, en los bordes de la escuela de la Misericordia. Una flor chiquita vive desde hace un rato gracias al agua del frasco que la contiene en la vereda del hogar natal. Nadie en la calle Membrillar, a cincuenta pasos de la placita Herminia Brumana, lo dice, pero plantita y agua constituyen un homenaje. La placa ya no intacta que la Legislatura porteña estampó hace más de un decenio ejerce de testigo. Dos pibitos que aceleran rumbo al cole, acaso con un ritmo que sobre esa tierra fue en un pasado el de Jorge Bergoglio, no registran ni a la placa ni al agua ni a la plantita. Tampoco a una flor blanca, hermosa, entera, inmejorable, que reluce desde la zona externa de un ventanal. "La dejó una vecina", informa uno de los periodistas. De verdad, es difícil  que a esta hora en el planeta brote algo más lindo que esa flor. De lejos, ahora el perro sí ladra. Una señora enfoca desde enfrente. La aguardan la rutina, las preocupaciones, quizás una alegría de lunes. Se detiene, parpadea, se perdona, musita "gracias", balbucea "amén " y se va. La vida, empecinada, continúa. Igual que la flor blanca.

domingo, 15 de junio de 2025

Adiós al Papa Francisco, el último peronista


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

En un mundo cada vez más neoliberal, donde el individuo sustituye al colectivo y el mercado a las personas, Francisco fue el último gran referente mundial, capaz de transmitir un mensaje contundente de justicia social. Desde Roma encarnó un liderazgo espiritual atrevido, con alma de pueblo.

No fue un papa de izquierda, aunque incomodó a los conservadores. Tampoco fue un liberal, aunque habló de libertad. Para Francisco es libre quien puede comer, quien puede educarse y quien puede trabajar sin ser explotado. Es libre quien no es descartado por el sistema. En sus propias palabras "La libertad no se puede reducir a seguir siempre el propio capricho, ni se puede vivir sin responsabilidad social".

Francisco no fue peronista por filiación partidaria, sino por sensibilidad histórica y por su defensa de la democracia. Su pensamiento está profundamente atravesado por la “teología del pueblo”, una corriente típicamente argentina que entiende la fe desde el sufrimiento y la esperanza de los humildes. En un país que parece olvidar su propia historia, su mensaje sigue siendo un recordatorio incómodo de que hubo otro modo de mirar a los que están en el fondo.

A pesar de habitar los mármoles solemnes del Vaticano, Francisco nunca dejó tomar de mate con la misma naturalidad con la que hablaba de teología. Llevó su amor por San Lorenzo como una bandera que reivindica el sentir popular y de cómo ejercer el “lio” sano por sobre el orden conservador.

Hoy en la Argentina ya no quedan voces peronistas capaces de convencer, de conmover, de convocar. La bandera de la justicia social sigue ondeando, pero sin manos limpias que la sostengan o gargantas creíbles que la proclamen. Se habla mucho del pueblo, pero sin el pueblo. Se apela a la historia, pero sin presente.

Ojo, que lo que falta en Argentina no es discurso, es legitimidad. Porque en tiempos de descreimiento, la palabra solo vale si viene respaldada por una vida honesta y valiente, como la que tuvo Francisco, el Papa Argentino, que tal vez sin quererlo, fue el último peronista.

Diario: LMNeuquen (2025). 

sábado, 14 de junio de 2025

Jorge Bergoglio, de sacerdote de Flores a Papa jesuita y reformador de la Iglesia - Texto de Pablo Montanaro


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Hijo de un matrimonio de italianos formado por Mario Bergoglio, que era empleado ferroviario, y Regina, ama de casa, egresó de la entonces escuela secundaria industrial ENET Nº 27, Hipólito Yrigoyen, con el título de técnico químico.

Tomó la decisión de convertirse en sacerdote a sus 21 años, en 1957, y para ello ingresó al seminario del barrio Villa Devoto, como novicio de la orden jesuita.

Cuando asumió su papado, su grupo favorito de música era Papa Levante y llegó hasta el cargo de Sumo Pontífice como hincha de San Lorenzo de Almagro.

La ordenación de su sacerdocio tuvo lugar el 13 de diciembre de 1969 y luego cumplió con una extensa carrera en su orden donde llegó a ser "provincial" de los jesuitas, desde 1973 hasta 1979.

Durante el consistorio del 21 de febrero de 2001, el papa Juan Pablo II lo designó cardenal del título de san Roberto Belarmino.

Además fue constituido en el primado de la Argentina, resultando así el superior jerárquico de la Iglesia católica de este país.

Integró la CAL (Comisión para América Latina), la Congregación para el Clero, el Pontificio Consejo para la Familia, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Ordinario de la Secretaría General para el Sínodo de los Obispos, la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.

Integró la conferencia Episcopal Argentina que presidió en dos ocasiones hasta 2011 y del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano).

En 2005 su nombre se incluyó entre los papables con insistencia, pero finalmente el elegido fue Benedicto XVI, el cardenal Joseph Ratzinger. Años después, el 13 de marzo de 2013, se convirtió en el primer Papa hispanoamericano y jesuita.

Luego de una gran actividad como sacerdote y profesor de teología, fue consagrado obispo titular de Auca el 20 de mayo de 1992, donde ejerció como uno de los cuatro obispos auxiliares de Buenos Aires.

Cuando la salud de su predecesor en la arquidiócesis de Buenos Aires, el arzobispo Antonio Quarracino empezó a flaquear, Bergoglio fue designado obispo coadjutor de la misma el 3 de junio de 1997. Tomó el cargo de arzobispo de Buenos Aires el 28 de febrero de 1998.

Se convirtió luego en el primer jesuita primado de la Argentina y, en febrero de 2001, vistió finalmente el púrpura de cardenal.

Su liderazgo lo llevó a tener una relación tirante con el gobierno nacional, que tuvo varios picos como cuando el kirchnerismo impulsó y logró aprobar la legalización del matrimonio homosexual.

El papado

A lo largo de su primera década al frente del Vaticano, el papa Francisco tuvo como objetivo acercar la Iglesia al pueblo, particularmente a los excluidos por el sistema, así como también dotar de simpleza y austeridad a su tarea pastoral.

Su elección, allá por marzo de 2013, se dio luego de que Benedicto XVI renunciara, envuelto en la serie de polémicas que había desatado la filtración de documentos vaticanos conocida comoVatileaks.

Los cardenales que se inclinaron por el argentino Bergoglio buscaron a alguien que pudiera devolverle a la Iglesia la imagen más pura posible. La querían al servicio del pobre, los desamparados y excluidos, así como también que estuviera lo más alejado que se pudiera de escándalos de corrupción y pederastia.

Desde su primer discurso, el ex arzobispo porteño marcó una de las claves de su pontificado: no era un monarca, sino un pastor. 

Su frase clásica "Recen por mí" buscó desde el primer día ponerlo a la par del resto.

Al hablar desde el balcón de la Basílica de San Pedro, el entonces flamante Santo Padre anticipó que se iniciaba un camino de "fratellanza" (hermandad), lo cual quedó de manifiesto en su perseverante llamado a la unidad, ya sea para resolver problemas mundiales como el hambre, la pobreza, los refugiados o el cambio climático; o para enfrentar situaciones como la pandemia del Covid-19 o la guerra en Ucrania.

Pero también llevó ese mensaje en cada viaje que realizó y lo contextualizó a la situación local, como en las giras por la República Democrática del Congo y Sudán del Sur.

Su austeridad, marcada por hechos como la decisión de mudarse a la residencia de Santa Marta y no en el Palacio de Castel Gandolfo, quedó enfrentada con los sectores más conservadores de la Iglesia, con los que mantuvo una tensa relación.

En ese marco, Francisco avanzó en reformas gubernamentales del Vaticano, para darles más espacio a las mujeres y a los laicos en el pequeño y poderoso Estado, así como también para prevenir que se repitan situaciones escandalosas como abusos sexuales a menores o manejos espurios de dinero.

En marzo del año pasado, la Iglesia había dado a conocer el documento sobre las reformas en la organización y estructura de la Curia Romana: la nueva Constitución, de 54 páginas, se tituló "Praedicate Evangelium" (Predicar el Evangelio) y tomó más de nueve años en ser terminada por el papa Francisco y un consejo de cardenales.

La carta magna vaticana entró en vigencia en junio de 2022 y reemplazó a la que el papa Juan Pablo II había presentado en 1988 y que fue reformada parcialmente por Benedicto XVI en 2011.

Entre los cambios se destacó que cualquier persona bautizada, incluidas las mujeres, podrá dirigir los departamentos del Vaticano, espacios que hasta el momento estaban dirigidos por clérigos, generalmente cardenales.

El año pasado, el Papa protagonizó viaje apostólico número 45 al exterior, el más largo y lejano de su pontificado, que abarcó doce días de gira por cuatro países del sudeste de Asia y Oceanía.

Pero posteriormente también se trasladó por Europa, más precisamente a Bélgica y Luxemburgo.

Opuesto naturalmente a toda guerra, condenó la utilización del nombre de Dios por parte de fanáticos de las religiones y abogó por la unión de todos los credos en pos del bien común y la felicidad.

Diario: Mejor informado (2025).

viernes, 13 de junio de 2025

El Papa Francisco - Poema de Nuncio Agostino


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

En el estado Vaticano
el cónclave de cardenales,
estaba reunido para elegir
al sucesor de Pedro.

Aquella tarde gris en Roma
una gaviota Argentos
se  posó sobre la chimenea
antes de la salida del humo blanco
señal que anunciaba el final de la elección.

Un cardenal muy emocionado
anunciaba en latín: Habemus papam
Jorge Mario Bergoglio.
Una alegría para toda la comunidad católica
y una gran emoción para todos los argentinos.

De Buenos Aires a Roma
el pastor de almas
que caminaba las calles porteñas
que daba misas en las villas
un amigo de los cartoneros.

El cura papa que eligió Dios,
salió al balcón y saludó a los fieles
reunidos en la plaza San Pedro
Pidió: Recen por mi y los bendijo.

Con humildad y con hechos.
anuncia una nueva Iglesia pobre para pobres.
Con humildad, el perdón y la caridad
sigamos el camino, del papa argentino.

jueves, 12 de junio de 2025

Qué Grande! Ep. 70: Papa Francisco

Escritores independientes homenajean al Papa Francisco. Emitido en vivo el jueves 12 de junio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Ver o escuchar en YouTube

Lecturas
  • El Papa Francisco (de Nuncio Agostino)
  • Jorge Bergoglio, de sacerdote de Flores a Papa jesuita y reformador de la Iglesia (de Pablo Montanaro)
  • Adiós al Papa Francisco, el último peronista (de Emiliano Sapag)
  • Una flor en la casa del Papa (de Ariel Scher)

miércoles, 4 de junio de 2025

Voy a dormir - Poema de Alfonsina Storni


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes…
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides… Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido…

lunes, 2 de junio de 2025

Retrato de García Lorca - Poema de Alfonsina Storni


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Buscando raíces de alas
la frente
se le desplaza
a derecha
e izquierda.

Y sobre el remolino
de la cara
se le fija,
telón del más allá,
comba y ancha.

Una alimaña
le grita en la nariz
que intenta aplastársele
enfurecida...

Irrumpe un griego
por sus ojos distantes.

Un griego
que sofocan de enredaderas
las colinas andaluzas
de sus pómulos
y el valle trémulo
de su boca.

Salta su garganta
hacia afuera
pidiendo
la navaja lunada
de aguas filosas.

Cortádsela.
De norte a sud.
De este a oeste.

Dejad volar la cabeza,
la cabeza sola,
herida de ondas marinas
negras...

Y de caracolas de sátiro
que le caen
como campánulas
en la cara
de máscara antigua.

Apagadle
la voz de madera,
cavernosa,
arrebujada
en las catacumbas nasales.

Libradlo de ella,
y de sus brazos dulces,
y de su cuerpo terroso.

Forzadle sólo,
antes de lanzarlo
al espacio,
el arco de las cejas
hasta hacerlos puentes
del Atlántico,
del Pacífico...

Por donde los ojos,
navíos extraviados,
circulen
sin puertos
ni orillas...

Libro: Mundo de siete pozos (1934).

domingo, 1 de junio de 2025

Palabras a Rubén Darío - Poema de Alfonsina Storni


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Bajo sus lomos rojos, en la oscura caoba,
Tus libros duermen. Sigo los últimos autores:
Otras formas me atraen, otros nuevos colores
Y a tus fiestas paganas la corriente me roba.

Gozo de estilos fieros  anchos dientes de loba.
De otros sobrios, prolijos  cipreses veladores.
De otros blancos y finos — columnas bajo flores.
De otros ácidos y ocres  tempestades de alcoba.

Ya te había olvidado y al azar te retomo,
Y a los primeros versos se levanta del tomo
Tu fresco y fino aliento de mieles olorosas.

Amante al que se vuelve como la vez primera:
Eres la boca dulce que allá, en la primavera,
Nos licuara en las venas todo un bosque de rosas.