Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Libro: Los días de la Revolución (2022).
«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Libro: Los días de la Revolución (2022).
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Libro: Los días de la Revolución (2022).
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Viernes 18
El 14 de mayo de 1810 había llegado a Buenos Aires la fragata inglesa Mistletoe trayendo periódicos que confirmaban los rumores que circulaban intensamente por Buenos Aires: cayó en manos de los franceses de Napoleón, la Junta Central de Sevilla, último bastión del poder español.
El viernes 18 el virrey Cisneros hizo leer por los pregoneros (porque la mayoría de la población no sabía leer ni escribir) una proclama que comenzaba diciendo: «A los leales y generosos pueblos del virreinato de Buenos Aires.» El virrey advertía que «en el desgraciado caso de una total pérdida de la península, y falta del Supremo Gobierno» él asumiría el poder acompañado por otras autoridades de la Capital y todo el virreinato y se pondría de acuerdo con los otros virreyes de América para crear una Regencia Americana en representación de Fernando. Cisneros aclaraba que no quería el mando sino la gloria de luchar en defensa del monarca contra toda dominación extraña y, finalmente prevenía al pueblo sobre «los genios inquietantes y malignos que procuran crear divisiones». A medida que los porteños se fueron enterando de la gravedad de la situación, fueron subiendo de tono las charlas políticas en los cafés y en los cuarteles. Todo el mundo hablaba de política y hacía conjeturas sobre el futuro del virreinato.
La situación de Cisneros era muy complicada. La Junta que lo había nombrado virrey había desaparecido y la legitimidad de su mandato quedaba claramente cuestionada. Esto aceleró las condiciones favorables para la acción de los patriotas que se venían reuniendo desde hacía tiempo en forma secreta en la jabonería de Vieytes. La misma noche del 18, los jóvenes revolucionarios se reunieron en la casa de Rodríguez Peña y decidieron exigirle al virrey la convocatoria a un Cabildo Abierto para tratar la situación en que quedaba el virreinato después de los hechos de España. El grupo encarga a Juan José Castelli y a Martín Rodríguez que se entrevisten con Cisneros.
Sábado 19
Las reuniones continuaron hasta la madrugada del sábado 19 y sin dormir, por la mañana, Cornelio Saavedra y Manuel Belgrano le pidieron al Alcalde Lezica la convocatoria a un Cabildo Abierto. Por su parte, Juan José Castelli hizo lo propio ante el síndico Leiva.
Domingo 20
El domingo 20 el virrey Cisneros reunió a los jefes militares y les pidió su apoyo ante una posible rebelión, pero todos se rehusaron a brindárselo. Por la noche, Castelli y Martín Rodríguez insistieron ante el virrey con el pedido de cabildo abierto. El virrey dijo que era una insolencia y un atrevimiento y quiso improvisar un discurso pero Rodríguez le advirtió que tenía cinco minutos para decidir. Cisneros le contestó «Ya que el pueblo no me quiere y el ejército me abandona, hagan ustedes lo que quieran» y convocó al Cabildo para el día 22 de Mayo. En el «Café de los Catalanes y en «La Fonda de las Naciones», los criollos discutían sobre las mejores estrategias para pasar a la acción.
Lunes 21
A las nueve de la mañana se reunió el Cabildo como todos los días para tratar los temas de la ciudad. Pero a los pocos minutos los cabildantes tuvieron que interrumpir sus labores. La Plaza de la Victoria estaba ocupada por unos 600 hombres armados de pistolas y puñales que llevaban en sus sombreros el retrato de Fernando VII y en sus solapas una cinta blanca, símbolo de la unidad criollo-española desde la defensa de Buenos Aires. Este grupo de revolucionarios, encabezados por Domingo French y Antonio Luis Beruti, se agrupaban bajo el nombre de la «Legión Infernal» y pedía a los gritos que se concrete la convocatoria al Cabildo Abierto. Los cabildantes acceden al pedido de la multitud. El síndico Leiva sale al balcón y anuncia formalmente el ansiado Cabildo Abierto para el día siguiente. Pero los «infernales» no se calman, piden a gritos que el virrey sea suspendido. Debe intervenir el Jefe del regimiento de Patricios, Cornelio Saavedra quien logra calmarlos garantizándoles el apoyo militar a sus reclamos.
Martes 22
Ya desde temprano fueron llegando los «cabildantes». De los 450 invitados sólo concurrieron 251. También estaba presente una «barra» entusiasta. En la plaza, French, Beruti y los infernales esperan las novedades. La cosa se fue calentando hasta que empezaron los discursos, que durarán unas cuatro horas, sobre si el virrey debía seguir en su cargo o no. Comenzó hablando el Obispo Lué diciendo que mientras hubiera un español en América, los americanos le deberían obediencia. Le salió al cruce Juan José Castelli contestándole que habiendo caducado el poder Real, la soberanía debía volver al pueblo que podía formar juntas de gobierno tanto en España como en América. El Fiscal de la Audiencia, Manuel Villota señaló que para poder tomar cualquier determinación había que consultar al resto del virreinato. Villota trataba de ganar tiempo, confiando en que el interior sería favorable a la permanencia del virrey. Juan José Paso le dijo que no había tiempo que perder y que había que formar inmediatamente una junta de gobierno.
Casi todos aprobaban la destitución del virrey pero no se ponían de acuerdo en quien debía asumir el poder y por qué medios. Castelli propuso que fuera el pueblo a través del voto quien eligiese una junta de gobierno; mientras que el jefe de los Patricios, Cornelio Saavedra, era partidario de que el nuevo gobierno fuera organizado directamente por el Cabildo. El problema radicaba en que los miembros del Cabildo, muchos de ellos españoles, seguían apoyando al virrey.
«Modales»
El debate del 22 fue muy acalorado y despertó las pasiones de ambos bandos. El coronel Francisco Orduña, partidario del virrey, contará horrorizado que mientras hablaba fue tratado de loco por no participar de las ideas revolucionarias «… mientras que a los que no votaban contra el jefe (Cisneros), se les escupía, se les mofaba, se les insultaba y se les chiflaba.»
Miércoles 23
Por la mañana se reunió el Cabildo para contar los votos emitidos el día anterior y elaboró un documento: «hecha la regulación con el más prolijo examen resulta de ella que el Excmo. Señor Virrey debe cesar en el mando y recae éste provisoriamente en el Excmo. Cabildo (…) hasta la erección de una Junta que ha de formar el mismo Excmo. Cabildo, en la manera que estime conveniente”.
Jueves 24
Se confirmaron las versiones: el Cabildo designó efectivamente una junta de gobierno presidida por el virrey e integrada por cuatro vocales: los españoles Juan Nepomuceno Solá y José de los Santos Inchaurregui y los criollos Juan José Castelli y Cornelio Saavedra, burlando absolutamente la voluntad popular. Esto provocó la reacción de las milicias y el pueblo. Castelli y Saavedra renunciaron a integrar esta junta Muchos como el coronel Manuel Belgrano fueron perdiendo la paciencia. Cuenta Tomás Guido en sus memorias «En estas circunstancias el señor Don Manuel Belgrano, mayor del regimiento de Patricios, que vestido de uniforme escuchaba la discusión en la sala contigua, reclinado en un sofá, casi postrado por largas vigilias observando la indecisión de sus amigos, púsose de pie súbitamente y a paso acelerado y con el rostro encendido por el fuego de sangre generosa entró al comedor de la casa del señor Rodríguez Peña y lanzando una mirada en derredor de sí, y poniendo la mano derecha sobre la cruz de su espada dijo: «Juro a la patria y a mis compañeros, que si a las tres de la tarde del día inmediato el virrey no hubiese renunciado, a fe de caballero, yo le derribaré con mis armas.»
Por la noche una delegación encabezada por Castelli y Saavedra se presentó en la casa de Cisneros con cara de pocos amigos y logró su renuncia. La Junta quedó disuelta y se convocó nuevamente al Cabildo para la mañana siguiente.
Así recuerda Cisneros sus últimas horas en el poder:
«En aquella misma noche, al celebrarse la primera sesión o acta del Gobierno, se me informó por alguno de los vocales que alguna parte del pueblo no estaba satisfecho con que yo obtuviese el mando de las armas, que pedía mi absoluta separación y que todavía permanecía en el peligro de conmoción, como que en el cuartel de Patricios gritaban descaradamente algunos oficiales y paisanos, y esto era lo que llamaban pueblo, (..). Yo no consentí que el gobierno de las armas se entregase como se solicitaba al teniente coronel de Milicias Urbanas Don Cornelio de Saavedra, arrebatándose de las manos de un general que en todo tiempo las habría conservado y defendido con honor y quien V.M las había confiado como a su virrey y capitán general de estas provincias, y antes de condescender con semejante pretensión, convine con todos los vocales en renunciar los empleos y que el cabildo proveyese de gobierno.»
El 25 de mayo de 1810
Todo parece indicar que el 25 de mayo de 1810 amaneció lluvioso y frío. Pero la «sensación térmica» de la gente era otra . Grupos de vecinos y milicianos encabezados por Domingo French y Antonio Beruti se fueron juntando frente al cabildo a la espera de definiciones. Algunos llevaban en sus pechos cintitas azules y blancas, que eran los colores que los patricios habían usado durante las invasiones inglesas.
Pasaban las horas, hacía frío, llovía y continuaban las discusiones. El cabildo había convocado a los jefes militares y estos le hicieron saber al cuerpo a través de Saavedra que no podían mantener en el poder a la Junta del 24 porque corrían riesgos personales porque sus tropas no les responderían. La mayoría de la gente se fue yendo a sus casas y el síndico del Cabildo salió al balcón y preguntó «¿Dónde está el pueblo?». En esos momentos Antonio Luis Beruti irrumpió en la sala capitular seguido de algunos infernales y dijo «Señores del Cabildo: esto ya pasa de juguete; no estamos en circunstancias de que ustedes se burlen de nosotros con sandeces, Si hasta ahora hemos procedido con prudencia, ha sido para evitar desastres y efusión de sangre. El pueblo, en cuyo nombre hablamos, está armado en los cuarteles y una gran parte del vecindario espera en otras partes la voz para venir aquí. ¿Quieren ustedes verlo? Toque la campana y si es que no tiene badajo nosotros tocaremos generala y verán ustedes la cara de ese pueblo, cuya presencia echan de menos. ¡Sí o no! Pronto, señores decirlo ahora mismo, porque no estamos dispuestos a sufrir demoras y engaños; pero, si volvemos con las armas en la mano, no responderemos de nada.» Poco después se anunció finalmente que se había formado una nueva junta de gobierno .El presidente era Cornelio Saavedra; los doctores Mariano Moreno y Juan José Paso, eran sus secretarios; fueron designados seis vocales: Manuel Belgrano, Juan José Castelli, el militar Miguel de Azcuénaga, el sacerdote Manuel Alberti y los comerciantes Juan Larrea y Domingo Matheu. Comenzaba una nueva etapa de nuestra historia.
La Junta declaró que gobernaba en nombre de Fernando VII. Así lo recuerda Saavedra en sus memorias «Con las más repetidas instancias, solicité al tiempo del recibimiento se me excuse de aquel nuevo empleo, no sólo por falta de experiencia y de luces para desempeñarlo, sino también porque habiendo dado tan públicamente la cara en la revolución de aquellos días no quería se creyese había tenido particular interés en adquirir empleos y honores por aquel medio. Por política fue preciso cubrir a la junta con el manto del señor Fernando VII a cuyo nombre se estableció y bajo de él expedía sus providencias y mandatos.»
Para algunos era sólo una estrategia a la que llamaron la «máscara de Fernando», es decir, decían que gobernaban en nombre de Fernando pero en realidad querían declarar la independencia. Pensaban que todavía no había llegado el momento y no se sentían con la fuerza suficiente para dar ese paso tan importante. La máscara de Fernando se mantendrá hasta el 9 de julio de 1816.
Pero los españoles no se creyeron lo de la máscara o el manto de Fernando y se resistieron a aceptar la nueva situación.
En Buenos Aires, el ex virrey Cisneros y los miembros de la Audiencia trataron de huir a Montevideo y unirse a Elío (que no acataba la autoridad de Buenos Aires y logrará ser nombrado virrey), pero fueron arrestados y enviados a España en un buque inglés.
Página web: El Historiador.
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Eliseo estaba acostumbrado a viajar. Don Leandro, su papá, era chasqui, es decir mensajero. Se encargaba de llevar cartas, paquetes y confidencias por todo el Virreinato.
Cuando Eliseo era más chiquito había vivido en las orillas de Buenos Aires, con un sacerdote que tenía una escuela de primeras letras. Había otros chicos como él, pero Eliseo era el preferido, porque fue el primero en aprender a leer, y era el único que no apedreaba a la vaca del cura.
Apenas Eliseo fue capaz de montar solo, su padre lo sacó de la escuela ignorando sus llantos y protestas, y comenzó a enseñarle el duro oficio de chasqui.
Un chasqui debía conocer todos los caminos y saber qué hacer si un sendero se inundaba durante una crecida. Tenía que penetrar en lugares llenos de mosquitos y sabandijas.
Tenía que saber curar a su caballo si éste se le mancaba en el medio de la pampa. Y también tenía que saber aguantarse el hambre y las ganas de contar secretos. Porque un buen chasqui tenía que ser leal y fiel, y transmitir todos los encargos que le dieran. sin olvidarse ninguno ni revelárselos a nadie.
Don Leandro estaba orgulloso, porque era el mejor de los chasquis. Pero no sabía leer.
Eliseo, que sí sabía, siempre abría las cartas que transportaban para conocer las últimas noticias. Incluso se había conseguido un pedazo de lacre con el que volvía a cerrar los sobres una vez que terminaba sus lecturas, para que su padre no se enterase.
Eliseo no leía las cartas de puro curioso, sino más bien para no olvidarse de lo que había aprendido. Secretamente, estaba enojado con su padre, porque había interrumpido sus estudios. Eso era algo que le molestaba en el pecho y lo separaba de Don Leandro como una barrera invisible.
Ese julio de 1810 Eliseo cumplió diez años en Santiago del Estero. Lo festejaron en una posta, una especie de posada donde los viajantes podían elegir caballos de repuesto, comer o dormir, siempre que no le importaran las vinchucas.
La postera les informó que en la capital se había armado un gran revuelo:
–¡Dicen que los porteños echaron al virrey y pusieron una Junta! ¿Será cierto eso, don Leandro?
–Menos averigua Dios y perdona –replicó Don Leandro armando un cigarro.
Pero cuando tomaron el camino que conducía a Buenos Aires, el chasqui dijo:
–Es verdad lo que decía la postera, m’hijo. Hay mudanza en la capital.
–¿Eso es bueno o malo, papá?
–Tanto no sé. Pero a partir de ahora vos serás todo oído y nada de trompa. ¿Estamos?
Eliseo dijo que sí y se aferró al pescuezo de su caballo. Una fina llovizna había comenzado a caer, y para cuando llegaron al próximo refugio, después de una larga cabalgata, estaban empapados hasta los huesos.
Era la posta de los Talas. Unos caballeros, abrigados con capa y con caras que iban del desaliento a la furia, comían una sopa espesa.
–¡Eh, zambo! ¿Vos vas a Buenos Aires? –dijo uno, llamando a Don Leandro con una seña.
Eliseo tuvo un ataque de bronca. No le gustaba que le dijeran “zambo” a su padre. Eso era una especie de insulto, porque en esa época la gente discriminaba mucho por los colores de la piel, y zambo quería decir que Don Leandro tenía sangre negra.
Don Leandro se adelantó y asintió con la cabeza, pasando por alto el maltrato:
–¿Qué se le anda ofreciendo, su merced? –dijo.
El hombre miró hacia todos lados, se acercó a Don Leandro y le entregó un sobre lacrado.
–Directo a la casa de Coloma. Tiene que estar el lunes a la mañana, y no andés divulgando nada.
–Nunca traicioné mi oficio –dijo Don Leandro con altivez, provocando la risa de los demás caballeros:
–¡Guarda, Salazar! ¡Este zambo tiene más aires que un príncipe!
–Mejor –murmuró el llamado Salazar–. Necesitamos quien simpatice con la monarquía.
Eliseo ya estaba calentándose los pies cerca del brasero cuando su padre le ordenó que preparara un caballo fresco.
–Seguimos viaje hasta Buenos Aires –dijo sin más comentarios.
Así dispuestos, llegaron a la Plaza de la Victoria un mediodía. La lluvia había cesado y ahora despuntaba un sol frío pero amarillo, que iluminaba todas las cosas.
La plaza estaba llena, como si fuera el día de la Virgen. Se paseaban vecinos junto a gauchos, indios, negros, comprando en la Recova, jugando a la taba o poniéndoles flores a los santitos que adornaban los atrios.
–¿Qué pasa? –dijo Eliseo, encantado. Nunca había visto a Buenos Aires tan animada.
Don Leandro fue a atar los caballos y Eliseo se escabulló adentro de la Catedral: en el altar no había un cura, sino un hombre joven vestido con saco de pana. En un atril tenía una especie de diario, que leía a los gritos para todos los presentes que colmaban la nave:
–¡Es hora de pensar en las cosas del gobierno, no importa el color ni la cuna!
La gente que estaba en la iglesia vivaba al lector como si presenciara una corrida de toros. Eliseo vio esas caras de todos colores brillantes de alegría:
–¡Viva el doctor Moreno! ¡Viva la Junta! –gritaban los más exaltados.
El doctor Moreno, que era el que estaba leyendo la gaceta en el altar, agitó el puño y remató:
–¡El color no quiere decir nada! ¡Es pura influencia de los climas!
Una lluvia de aplausos coronó esas palabras. Eliseo se sintió feliz, pero Don Leandro apareció y lo sacó de la iglesia.
–No te metas en líos. Mañana a la madrugada vamos a lo de Coloma.
Esa noche Don Leandro armó su campamento cerca del río. Eliseo le apagó el cigarro cuando se quedó dormido, para que no se le quemara el bigote.
Como no tenía nada que hacer, sacó la carta que le habían confiado a su padre en la posta de los Talas y la abrió con su cuchillo. Lo que leyó lo dejó helado. ¡En ese mensaje se tramaba una conspiración para derrocar a la Junta!
Estaba meditando qué hacer cuando vio que su padre se hallaba despierto y lo miraba.
–Coloma es un realista –dijo Don Leandro lentamente–.
No quiere ni a la Junta ni a la gente de diferentes colores. Eliseo lo miró, no sabiendo bien qué responder.
–¿Sabés por qué te saqué de la escuelita del cura? –dijo el chasqui con áspera ternura.
Eliseo negó, turbado. Ni se imaginaba que su padre sabía el dolor que eso le había causado.
–Te saqué porque no podías llegar más lejos en tus estudios, por ser el hijo de un zambo.
–Papá...
–Pero ahora... Esta gente dice que eso no importa. Esta gente trae algo nuevo.
Don Leandro echó en falta su cigarro. Eliseo le armó uno y el chasqui empezó a fumarlo, mirando las aguas del río oscurecidas por la noche.
–Mi padre fue chasqui. Y quería que yo fuera el mejor. ¿Qué se necesita para ser el mejor chasqui, Eliseo?
–Saber guardar un secreto y transmitir todos los mensajes, papá.
–Bien dicho.
Eliseo tragó saliva. Sabía que su papá amaba su oficio, que su orgullo de chasqui era lo único que tenía.
Por eso lo que vio a continuación lo hizo quedar sin aire. Don Leandro tomó la carta para Coloma y le prendió fuego con la punta de su cigarro. El papel ardió, ayudado por el viento.
Y así desapareció la barrera que los separaba. Porque Eliseo entendió que su padre estaba dando todo lo que tenía para que él, su hijo, creciera en una tierra distinta.
Revista Billiken. Número 4700.
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Hace muchos pero muchos años, una parte del continente americano estaba gobernado por un rey. Se llamaba Fernando y vivía muy pero muy lejos, del otro lado del Océano Atlántico. Para llegar hasta el rey Fernando había que viajar en barco durante mucho pero mucho tiempo.
Como el rey Fernando vivía tan pero tan lejos, había nombrado a un señor que no era rey sino “virrey” y que decía lo que la gente debía hacer.
Un día, en el reino del Rey Fernando, entraron ejércitos que tomaron prisionero al rey. Cuando esto sucedió, algunas personas que vivían en Buenos Aires, que eran militares, tenían negocios, o eran abogados o sacerdotes, decidieron reunirse para ver qué podían hacer al respecto. En realidad a estas personas no les agradaba que el Rey Fernando los mandase, porque no les dejaba hacer cosas, como leer los libros que quisieran, o vender cosas de sus negocios a quienes quisieran, y muchas otras cosas más.
Se reunieron entonces en un lugar llamado Cabildo. El Cabildo se ocupaba en esa época de cuidar la cuidad.
Ese día algunas personas se reunieron en la plaza que esta frente al Cabildo para ver qué iba a suceder. Es así que estas personas a las que llamamos “patriotas” decidieron que reemplazarían al virrey y gobernarían ellos mismos.
Blog: El arte de recrear.
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Pobres en riqueza, ricos en pobreza, millonarios en dignidad.
Persistentes, construyen senderos, conscientes de lo que tienen y buscando lo que no les quieren dar.
Carentes de lo efímero, dueños de todo aquello que no caduca, permanece y vale en la vida.
Observados de reojo, mimetizados en un paisaje del que ya forman parte, responden con esperanzas a los reyes de la indiferencia.
La opulencia observa con cara de egoísmo, respira sudor ajeno y excreta caridad.
Prestan lo que no digieren solo para disimular, pero no nos confunden, tienen tanto que les falta libertad.
Suerte torpe que rompe espejos, tristezas orbitantes, que piadosas esperan no golpear con tanta fuerza.
Justicia errante que equivoca sus destinos, es la fortuna de lata, montada en un péndulo de oro.
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Yo me entero de lo que pasó con Ringo en la sede de Huracán, un sábado, entra Canario así y empieza a mirarnos. Nosotros esperábamos que dijera algo, aunque sea "buenas". Y él meta mirar, se prepara para hablar pero no le sale la voz. Hasta que le sale y dice: Lo mataron a Ringo.
Parecía mentira porque lo dijo con voz de pito, “lo mataron a Ringo”, como si se estuviera aguantando la risa.
-La puta madre me está jodiendo, -le digo-.
-No, -me dice-, lo hicieron mierda, no sé qué hizo este tarado.
Pobre Canario, se le fueron todos al humo. Uno lo empujó y el Canario se puso a llorar. De tristeza se puso a llorar, no del empujón.
Le digo:
-Quién lo mató.
Ya quería salir armar lío yo. Y él me dice:
-Qué sé yo. recién dijeron por la radio.
Y ahí nomás a prender el televisor. Prenden el televisor, no andaba. Los de la cantina acomodaban la antena, la daban vuelta hasta que parecía que agarraba, pero sacaban las manos y volvían las rayas.
Al otro día, los diarios decían que se había metido con el mafioso de ese del representante, el tano jetón, como todos los petisos, y que le habían mandado un matón. En la foto, el tipo fumaba un habano, un Toscano. No sé cómo se llama. Parecía que Ringo salía con la mujer, pero al otro día salió que no, que lo mataron porque se había quedado con plata, que le habían encontrado los bolsillos llenos de guita, con las manos en la masa.
Yo me acordaba de cuando Ringo sacaba el billete más grande que tenía en la billetera y me decía:
-¿Sabes cuánto tengo de esto? Tres mil de esto tengo, tomá do.
Al otro día mi mujer mira el diario, deja la plancha, se está quemando una manga con la plancha. Y ahí me dice:
-Eso le pasó por andar haciéndose el vivo.
-Qué vivo, -le digo-, sí es vivo no lo matan.
-Tenés razón, -me dice, chinchuda-.
-Claro que tengo razón, o vos lo conoces a Ringo, -le dije-.
Digamos que tenía razón yo. Ella no lo conocía a Ringo. Yo lo conocía,
-¿Por qué no te embarcas? -me pregunta la yegua-.
Y yo hacía una semana que había vuelto de las Canarias, todavía se me movía el piso, así que lo digo:
-Ah sí, ¿y por qué no te embarcas vos, eh? Dale, embarcate vos que yo plancho, capaz que hasta conseguís novio.
Y ella me dice:
-Maldita la hora en que me casé con vos.
-Está bien, -le digo yo- tenés razón, maldita la hora, maldita la hora en que yo me casé con vos, -le digo-.
Y al yo se lo digo fuerte para que escuche bien. Todas las discusiones terminaban así.
Después Ringo llega como a la semana, porque el hermano lo va a buscar y le hacen llenar no se cuántos papeles. Llega Ringo. Lo llevan al Luna Park para hacerle el velatorio. No sabes la gente que había. Era increíble. El día que fui yo, la cola llegaba hasta el Sheraton.
Entro y lo veo. Blanco, pobre Ringo, con los bigotes, los mostachos, tenía la cara como si estuviera haciendo fuerza. y yo dije "seguro que sufrió". Y un tipo que estaba al lado mío, un cajetilla, me dice "ya lo creo, ya lo creo". Tenía pinta de promotor. Uno al lado mío decía que era el dueño de Luna Park, pero no creo porque yo lo había visto en alguna foto, y nada que ver.
Y ahí se escuchan unos gritos, un movimiento, "¡atrás, atrás!". La gente se empieza a correr como en una avalancha, se armó un quilombo bárbaro. Un cafetero voló con termo y todo y le pegó en la cabeza a un vigilante.
-¿Qué te pasa, palito Ortega?", -le dice el cana-, y empieza: ¡Cuidado, correrse!
Yo lo miro y le digo:
-Pará un cachito, ¿dónde quiere que me meta?
Miro así, lo veo a Lanusse, viejo estaba, lo veo a Lanusse y del otro lado aparece un pariente de Ringo, viene caminando rodeado de vigilantes. Cara de orto, el tipo. Por eso pensé, "este es un pariente". Se para delante del cajón y le dice:
-Levantate Oscar, levantate que llegó el jefe.
Y yo:
-Mirá que se va a levantar, -me salió del alma-.
-Es un honor, -le dice el tipo-.
Y Lanusse le dice:
-Lo siento mucho.
Y que estaba detrás de mí, dice:
-La que te puso Perón sentiste mucho vos.
Y Lanusse lo escucha y mira justo para donde estoy yo, pero el tipo se esconde, entonces Lanusse me ve a mí, me clava la mirada el viejo, no sé, habrá pensado que era un colimba yo. Entonces, le digo, digamos del cagazo:
-General.
Pero él no dice nada, me mira nada más, fijo, a lo Tusam cuando mira a una gallina.
Al otro día lo llevan a Ringo al cementerio. Yo me quedo a ver cuando sacan el cajón y los coches con flores. Empiezo a contar, y cuento 18 Fairlanes, Ramblen, no sé lo que eran. Al rato viene el Canario y me dice:
-Viste la cantidad de autos con flores.
-Sí -le digo-, 18.
-No ciego -me dice-, 21, ¿que estás mirando?
-No sé, -le digo- qué mierda me importa, ¿te pensás que va a resucitar?
Digamos qué mierda me importaba a mí. Entonces me dice:
-No sabés lo que me enteré.
-Qué -le digo-, de qué te enteraste.
-Que murió Gardel, -me dice el pelotudo-.
-No seas tarado, -le digo-, respetá.
Nos empezamos a reír de los nervios. Al final, digamos en los velorios uno se caga de risa porque el que se muere es otro, hay gente que se agranda en los velorios, se agranda porque se salvó de ser el muerto. El canario estaba tentado, me daba vueltas como una mosca, un hincha pelotas. En una de esas, viene y me dice:
-Me dijeron que la mina del mafioso era una viejita paralítica.
-Hablá más bajo, -le digo yo-.
-¿Y habrá salido este con la mina,? -dice el canario-.
Y yo lo miro nada más para que se diera cuenta de la idiotez que estaba diciendo. Y él me dice:
-En serio te estoy hablando.
-¿En serio me estás hablando? -le digo yo, no se podía creer lo que decía-, se levantó a la turca, no se a cuantas otras minas, todas hermosas, se va a hacer matar por esta mujer.
Entonces el canario me dice, justo cuando pasan unas motos para acompañarlo al Ringo, yo no podía creer que el tipo estaba muerto, entonces me dice:
-¿Vos con cuántas paralíticas saliste?
-Bueno dejá, dejá, está bien Canario, sos imbécil de nacimiento, basta, no hablemos más.
Como a la semana cae un gordo a Huracán. Yo no estaba, pero no lo conocía nadie. Un meterete, digamos. Uno de los hermanos Gavilán me contó que dijo que lo había visto a Ringo donde lo mataron. Gavilán decía que Ringo estaba de "pibe de los mandados", que se tenía mucha pica con un guardaespaldas del mafioso, el que dicen que lo mató. Que una vez había boxeado con un oso, y que era un referí de minas que peleaban desnudas. Deben ser esas luchas en el barro, donde las minas se tocan todas. Eso escuchó uno de los Gavilán, de este gordo que no sé quién es.
El gordo dijo que a Sally Conforte, le decía: Mama. Como le decía a la madre, pobre vieja, cuando peleaba Ringo, la vieja no escuchaba la radio ni nada porque sufría. Ringo terminaba la pelea y la llamaba por teléfono. Estoy hablando de la vieja, eh, de la de la madre de Ringo, no de la paralítica. No le decía una palabra de la pelea. Cuando recibía mucho contra el Goyo, o algún otro aguantador, me decía a mí que la llamara:
-Dominga, -le decía yo-, Oscar manda decir que se quede tranquila.
Y ella me decía:
-¿Dónde está? ¿Está vivo?
-Ni lo tocaron, -le decía yo-.
Nunca preguntaba por la gente, pero sabía que a veces lo puteaban por fanfarrón. Una de esas noches que me mandó a hablar con Dominga. Después de matarse a palos con el Goyo, con un ojo en compota medio achinado, por las piñas, me dice:
-Sirvo tres ñoquis más y me compro el Mercedes.
Y yo le digo:
-Por qué mejor no te la cuidá, mira que gastarla es fácil.
-Sí vos nunca gastaste un mango, niente en la puta life. ¿Dónde vas a gastar vos? -me dice, mal, caliente, haciéndose el inglés, me dice-. La de los demás te habrá gastado vos.
A los dos meses se lo compró nomás, rojo. Pasaba por la sede con el brazo colgando de la puerta y un habano, un Toscano, no sé como se llama. Echando humo, igual que el que se la juró, igualito. Un día el gallego, que tenía la cantina, lo ve pasar y dice:
-Ahí pasó el Parrilla.
-¿Y por qué lo decís Parrilla?
-Grasa y humo.
Graza, decía el gallego. Yo no se lo festejé, yo le dije:
-Decíselo a él.
-¿Qué? -me dice el gallego-, ¿tú eres el alcahuete? Eres su hembra, eres.
-Mirá lo que digo yo, mejor cerrá la boca porque te la voy a cerrar yo -le digo-, yo no soy la hembra de nadie.
Y ahí el gallego me quiso decir, no sé qué cosa y yo le dije medio a los gritos:
-¡Está clarito! ¡Está clarito para vos, gallego!
-Bueno, bueno, -me dice el gallego y me quiere agarrar-.
-Bueno las pelotas -le digo-, y a mí no me toques porque te hago tragar los dientes postizos.
-No ves que hablas como a Bonavena, -me dice el gallego pensando que yo no lo había escuchado-.
Lo sigo y lo agarro del cogote, digamos, pero un Gavilán y mi hermano me lo sacan. Yo le digo:
-Dejamelo, dejamelo.
-Pará -me dice mi hermano- no ves que es una joda.
El gallego decía que yo hablaba como él, pero la verdad es que él hablaba como yo. Lo que pasa es que como yo no aparecía en la televisión, parecía que me copiaba. Yo le dije la famosa frase del peine. No era mía, pero digamos, se la enseñé. Yo entro a cortarme el pelo en la peluquería del parque, en verano, y escucho la conversación. Uno que estaba esperando, le dice a otro:
-¿Te vas de vacaciones?
-Sí, -le dice el otro- al patio de mi casa.
-¿Qué -dice-, no te dan?
-No, sí, sí que me dan, pero a dónde voy a ir si ando pelado.
Ahí el otro contesta:
-Es como darle un peine a un pelado.
-Claro, -digo yo para hacerme el simpático- ¿Para qué se lo dan si no le sirve para nada?
Cuando me lo cruzo a Ringo, a los dos o tres días, lo veo medio renegado. Ya era campeón argentino y me dice:
-Estoy podrido.
-Vos estás podrido -le digo yo-, ¿y yo cómo tengo que estar?
Y Ringo me dice:
-Me tienen podrido, hace dos meses que no cobro un mango.
-Sí -le digo yo-, pero sos campeón nacional.
-Sí, -me dice-, pero para qué me sirve si ando seco.
-¿Andás pelado? -le digo yo-.
-Pelado, pelado, -me dice Ringo-.
-O sea que sos campeón, pero andás pelado, -le digo-.
-Sí, -me dice-, o sos boludo.
-Y entonces sos como un pelado con un peine -le digo-.
-Claro, -me dice-.
Como a los dos meses, antes de la defensa contra un negro que no me acuerdo como se llamaba, prendo el televisor y aparece Ringo. Un periodista, el narigón del 7, le dice:
-¿Te sirve la experiencia para esta pelea, Ringo?
Y Ringo lo mira y le dice:
-La experiencia es un peine que te dan cuando te quedas pelado.
Yo le digo a mi mujer:
-Eso se lo dije, yo.
-¿Querés que te aplauda? me dice ella.
-Está bien, -le digo-, no dije nada.
Un día Ringo viene y me dice:
-Che, ¿vos sabes que la turca está bien conmigo?
La mina era vedette. Y salía desnuda en el teatro, y él como ya era famoso tenía un número, hacía unos chistes ahí en el escenario.
-¿Y vos como sabé? -digo yo para ver si mentía-.
-Porque me lo dijo.
-¿Qué te dijo?
-Sí, me dijo que quería salir conmigo, vino y me miró y me dijo, Ringo, quiero estar con vos.
-¿Y? -le dije-.
-Nada, qué sé yo.
-¿Y está buena?
-Qué sé yo.
A la otra semana aparece en las revistas: La Bella y la Bestia. La bestia era Ringo. Estaban bailando en un boliche meta franela. Ringo tenía esas poleras que usaba para que se le marcaran los músculos, y una cadena gruesa tenía arriba. Después de eso, cayó a la cantina y se sentó con nosotros. Juntamos dos mesas, pasan los minutos...
-¿Y la turca?
-No me hablé -dice-, es una fenómena -dice-. estoy bárbaro ¡Cómo la paso!
El Canario se puso colorado. Le preguntó algunas cosas, intimidades, y le ponía cara de sobrador, digamos, era la época en que aparecía todos los días por la televisión. Ringo cantaba como el culo, pero cantaba una canción que se llamaba Pío Pío. Un día le dije:
-¿Por qué cantas esas boludeces? Pareces un payaso.
-Y a mí qué me importa -me dice-, yo quiero ser famoso, más famoso que los Beatles.
-Mirá las pavadas que decís -le digo-, vos tenés que ser mejor que Ali, no más famoso que los Beatles -le digo-, dedícate a lo tuyo porque el negro te va a hacer un puré de diente. Dicho y hecho, Ringo dice que lo tiró, sí. Cuando volvió, me dijo eso, que él lo había tirado:
-Se me escapó, ya lo tenía.
-¿Qué vas a tener? -le dije, si casi te revienta.
-Sí -me dice él-, pero lo tiré.
-Que vas a tirar, si se tropezó.
Se ofendió, estuvo unos meses que no me dio pelota. Después se empezó a caer, me buscaba. Nos quedábamos en la sede de Huracán hablando de fútbol. Pasaban los jugadores y Ringo los saludaba. Un día que estaba medio distraído, se quedó mirando el techo un rato y me dijo:
-Me parece que me voy a la mierda.
Yo me acuerdo que me fijé la hora y dije:
-Sí, yo también.
-No -me dijo Ringo- a Norteamérica me voy, no a mi casa.
-¿A qué?
-Qué sé yo, voy, allá, me conocen.
A los tres o cuatro años de la muerte de Ringo yo estoy en mi casa, preparando para embarcar, y me fijo que me toca: San Francisco. Agarro un mapa y veo que Reno está cerca. Calculo con la regla y veo que hay unos 700 km. más o menos. Digo: "Yo voy".
Antes de salir, cuando agarró el bolso, mi mujer me dice:
-¿Eso que está arriba de la mesa, me dejas? No me va a alcanzar,
Yo le digo:
-¿Y vos qué le pensás, que yo la cago la guita?
-No me alcanza para tantos días -me dice-.
-Mirá, te va a tener que alcanzar.
Y ella me mira nada más, con esa cara de perra que pone.
-¿Qué pasa? -digo yo-, ¿algún problema?
Ella me sigue mirando para hacerme calentar.
-Lo único que falta es que vos, que te gastas la de otro, tengas problemas ahora -le digo-, porque ¿cuándo gastaste la tuya, vos? Yo te contesto: Nunca. La de los demás gastaste vos.
En San Francisco, me tomé el Franco después de descargar y me fui a Reno. Cuando vi el lugar donde lo habían matado a Ringo, pensé: Pobre Ringo. Era un rancho de madera con luces por todos lados. Estaban apagadas porque era de día, pero se veía que eran muchas. Alrededor no había nada, desierto nada más, así que ¿qué se iba a escapar, Ringo? No había un árbol para esconderse, nada. Le tiraron y chau. Y si le erraban, le tiraban de vuelta y se acabó, ¿dónde se iba a esconder?
Por ahí veo un bar y me meto, entro y no entiendo nada. Espero un rato. Escucho que alguien habla castellano, una cubana era. Y ella me dice que era cubana, una negra, trompuda.
-Así que tú eres argentino -me dice-, pues qué va a tomar mi amigo.
Y le pregunté si sabía algo de Ringo, y me dijo:
-Oye, mi amigo te va a hacer contar, con que allí pa' allá que dice oye nada del Ringo.
Yo le pregunto si sabe algo, y ella me dice:
-Toas cosas que se dicen, se sabe na' más que pa' hablar.
-¿Y qué se decía?
Dice ella:
-Porque peleaba con Oso y otra fiera, pero tómate algo que pa' luego es tarde -me dijo-.
Yo tomé una cerveza, una porquería, era cerveza caliente. Le seguí preguntando por Ringo:
-¿Boxeaba? -le digo yo-.
-Lucha, no boxeo chico. Todos nombres raros: el forzudo, el atila, el ogro.
-¿Vos sabías que peleó con Ali y con Frazier? -le digo yo, digamos para que vaya teniendo una idea-.
-Tú dices que Alibabá -me dijo- porque a mi memoria no es perfeta.
-¿Por qué lo mataron? -digo yo-.
-Negocios sucios, -me dice ella, en inglés me dijo-, dirty business.
Peor todavía.
-¿Qué? -le digo-, ¿por qué no me hablas en cristiano?
Entonces me dice:
-Cosas fea.
-¿Y qué, salía con esta mujer, con la paralítica?
La negra no entendía lo que quería decir, así que tuve que hacerle la seña con los dedos para que se diera cuenta.
-Pues Sally is paralític, no puede chico.
-¿Y qué no puede?
-Solo puede hacer algunas cosas, mi amigo, no me haga hablal.
-¿Y vos cómo sabes? -le digo-.
-Toos conocen, es famosa en Reno, no lo era antes de su diabeti ¿Qué iba a cambiar, luego. Tu Ringo le daba la insulina a su mama, como le decía a él.
Yo me acerco y le digo:
-¿Vos viste cuando lo mataron?
-No, -dice-, pero dicen que el hombre de Joe lo corría.
-¿Y qué decía? -le digo-.
-Pues se le escuchaba decir: ¡Pará loco! ¡Help, help! -gritaba Ringo-. Antes de dejar de hablal, dijo Mama.
-Y el que le tiraba, ¿qué le decía? -le pregunto yo a la cubana- ¿El que le tiraba qué le decía?
-Pues lo que le decía siempre en broma: Muérete Ringo.
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
—¡Goooooool de Vélesárfiiiiiiilllllll! —gritaba Fioravanti.
—¡Gol! ¡Golazo, carajo! —saltó Amaro Fuentes, golpeándose las rodillas frente al radiorreceptor.
Había soñado con ese triunfo toda su vida. A los sesenta y cinco años, reciente jubilado de correos y todavía soltero, su existencia era lo suficientemente regular y despojada de excitaciones como para que sólo ese gol lo conmoviera, porque lo había esperado innumerables domingos, lo había imaginado y palpitado de mil modos diferentes. Nacido en Ramos Mejía, cuando todo Ramos era adicto al entonces Club Argentinos de Vélez Sársfield, Amaro estaba seguro de haber aprendido a pronunciar ese nombre casi simultáneamente con la palabra “papá”, del mismo modo que recordaba que sus primeros pasos los había dado con una pequeña pelota de trapo entre los pies, en el patio de la casona paterna, a cuatro cuadras de la estación del ferrocarril, cuando todavía existían potreros y los chicos se reunían a jugar al fútbol hasta que poco a poco, a medida que se destacaban, iban acercándose al club para alistarse en la novena división.
Ya desde entonces, su vida quedó ligada a la de Vélez Sársfield (de un modo tan definitivo que él ignoró por bastante tiempo), quizá porque todos quienes lo conocieron le auguraron un promisorio futuro futbolístico sobre todo cuando llegó a la tercera, a los diecisiete años, y era goleador del equipo; pero acaso su ligazón fue mayor al morir su padre, un mes después de que le prometieron el debut en primera, porque tuvo que empezar a trabajar y se enroló como grumete en los barcos de la flota Mihánovich y dejó de jugar, con ese dolor en el alma que nunca se le fue, aunque siempre conservó en su valija la camiseta con el número nueve en la espalda, viajara donde viajara, por muchos años, y aún la tenía cuando ascendió a Primer Comisario de a bordo, en los buques que hacían la línea Buenos Aires-Asunción-Buenos Aires, y también aquel día de mayo de 1931, cuando el “Ciudad de Asunción” se descompuso en Puerto Barranqueras y debieron quedarse cinco días y él, sin saber muy bien por qué, miró largamente esa camiseta, como despidiéndose de un muerto querido y decidió no seguir viaje, de modo que desertó y gastó sus pocos pesos en el Hotel Chanta Cuatro, después vendió billetes de lotería, creyó enamorarse de una prostituta brasileña que se llamaba Mara y que murió tuberculosa, trabajó como mozo en el Bar La Estrella y se ganó la vida haciendo changas hasta que consiguió ese puestito en el correo, como repartidor de cartas en la bicicleta que le prestaba su jefe.
Desde entonces, cada domingo implicó, para él, la obligación de seguir la campaña velezana, lo que le costó no pocos disgustos: durante casi cuarenta años debió soportar las bromas de sus amigos, de sus compañeros del correo, de la barra de La Estrella, porque en Resistencia todos eran de Boca o de River, y cada lunes la polémica lo excluía porque los jugadores de Vélez no estaban en el seleccionado, nunca encabezaban las tablas de goleadores, jamás sus arqueros eran los menos vencidos, y Cosso, goleador en el 34 y en el 35, Conde en el 54, Rugilo, guardavallas de la selección (quien en Inglaterra se había convertido en héroe mereciendo el apodo de “El león de Wembley”), eran sólo excepciones. La regla era la mediocridad de Vélez y lo más que podía ocurrir era que se destacara algún jugador, el que al año siguiente sería comprado, seguramente, por algún club grande. Y así sus ídolos pasaban a ser de Boca o de River. Y de sus amigos, sus compañeros de la barra.
Claro que había tenido algunas satisfacciones: 1953, por ejemplo, el glorioso año del subcampeonato, cuando el equipo terminó encaramado al tope de la tabla, sólo detrás de River. O aquellas temporadas en que Zubeldía, Ferrero, Marrapodi en el arco, Avio, Conde, formaban equipos más o menos exitosos. Todos ellos pasaron por la selección nacional: Ludovico Avio estuvo en el Mundial de Suecia, en 1958, y hasta marcó un gol contra Irlanda del Norte. Amaro había escuchado muy bien a Fioravanti, cuando relató ese partido desde el otro lado del mundo, y se imaginó a Avio vistiendo la celeste y blanca, en Estocolmo, admirado por miles y miles de rubios todos igualitos, como los chinos, pero al revés, y por eso no le importó que a Carrizo los checoslovacos le hicieran seis goles, si Carrizo era de River.
Amaro podía acordarse de cada domingo de los últimos treinta y siete años porque todos habían sido iguales, sentado frente a la vieja y enorme radio, durante casi tres horas, en calzoncillos, abanicándose y tomando mates mientras se arreglaba las uñas de los pies. Entonces no se transmitían los partidos que jugaba Vélez; sólo se mencionaba la formación del equipo, se interrumpía a Fioravanti cada vez que se convertía un gol o se iba a patear un penal, y al final se informaban la recaudación y el resultado. Pero era suficiente.
Todos los lunes a las seis menos cuarto, cuando iba hacia el correo, compraba El Territorio en la esquina de la catedral y caminaba leyendo la tabla de posiciones, haciendo especulaciones sobre la ubicación de Vélez, dispuesto a soportar las bromas de sus compañeros, a escuchar los comentarios sobre las campañas de Boca o de River.
Genaro Benítez, aquel cadetito que murió ahogado en el río Negro, frente al Regatas, siempre lo provocaba:
—Ché, Amaro, ¿por qué no te hacés hincha de Boca, eh?
—Calláte, pendejo —respondía él, sin mirarlo, estoico, mientras preparaba su valija de reparto, distribuyendo las cartas calle por calle, con una mueca de resignación y pensando que algún día Vélez obtendría el campeonato. Se imaginaba la envidia de todos, las felicitaciones, y se decía que ésa sería la revancha de su vida. No le importaba que Vélez tuviera siempre más posibilidades de ir al descenso que de salir campeón. Cada año que el equipo empezaba una buena campaña, Amaro era optimista y se esforzaba por evitar que lo invadiera esa detestable sensación de que inexorablemente un domingo cualquiera comenzaría la debacle, la que, por supuesto, se producía y le acarreaba esas profundas depresiones, durante las cuales se sentía frustrado, se ensimismaba y dejaba de ir a La Estrella hasta que algún buen resultado lo ayudaba a reponerse. Un empate, por ejemplo, sobre todo si se lograba frente a Boca o a River, le servía de excusa para volver a la vereda de La Estrella y saludar, sonriente, como superando las miradas sobradoras, a los integrantes de la barra: Julio Candia, el Boina Blanca, el Barato Smith, Puchito Aguilar, Diosmelibre Giovanotto y tantos más, la mayoría bancarios o empleados públicos, solterones, viudos algunos, jubilados los menos (sólo los viejitos Angel Festa, el que se quejaba de que en su vida nunca había ganado a la lotería, aunque jamás había comprado un billete; y Lindor Dell'Orto, el tano mujeriego que fue padre a los cincuenta y siete años y no encontró mejor nombre para su hija que Dolores, con ese apellido), pero todos solitarios, mordaces y crueles, provistos de ese humor acre que dan los años perdidos.
En ese ambiente, Amaro no desperdiciaba oportunidad de recordar la historia de Vélez. Podía hablar durante horas de la fundación del club, aquel primero de mayo de 1910, o evocar el viejo nombre, que se usó hasta el 23, y ponerse nostálgico al rememorar la antigua camiseta verde, blanca y roja, a rayas verticales, que usaron hasta el 40 y que todavía guardaba en su ropero. Y no le importaban las pullas, el fastidio ni los flatos orales con que todos, en La Estrella, acogían sus remembranzas. Como sucedió en el 41, cuando Vélez descendió de categoría y Diosmelibre sentenció: "Amaro, no hablés más de ese cuadrito de primera be", y él se mantuvo en silencio durante dos años, mortificado y echándole íntimamente la culpa al cambio de camiseta, esa blanca con la ve azul, a la que odió hasta el 43, una época en la que las malas actuaciones lo sumieron en tan completa desolación que hasta dejó de ir a La Estrella los lunes, para no escuchar a sus amigos, para no verles las caras burlonas. Pero lo que más le dolía era sentirse avergonzado de Vélez. Tan deprimido estuvo esos años, que en el correo sus superiores le llamaron la atención reiteradamente, hasta que el señor Rodríguez, su jefe, comprendió la causa de su desconsuelo. Rodríguez, hincha de Boca y hombre acostumbrado a saborear triunfos, se condolió de Amaro y le concedió una semana de vacaciones para que viajara a Buenos Aires a ver la final del campeonato de primera be.
Era un noviembre caluroso y húmedo. Amaro no bajaba a la capital desde aquella mañana en la que abordó el “Ciudad de Asunción” rumbo al Paraguay, para el que sería su último viaje. La encontró casi desconocida, ensanchada, más alta, más cosmopolita que nunca y casi perdida aquella forma de vida provinciana de los años veinte. No se preocupó por saludar al par de tías a quienes no veía desde hacía tanto tiempo y durante cinco días deambuló por el barrio de Liniers recordando su niñez, rondando la cancha de Villa Luro, y el viernes anterior al partido fue a ver el entrenamiento y se quedó con la cara pegada al alambrado, deseoso de hablar con alguno de los jugadores, pero sin atreverse. Le pareció, simplemente, que estaba en presencia de los mejores muchachos del mundo, imaginó las ilusiones de cada uno de ellos, los contempló como a buenos y tiernos jóvenes de vida sacrificada, tan enamorados de la casaca como él mismo, y supo que Vélez iba a volver a primera A.
Aquel domingo, en el Fortín, las tribunas comenzaron a llenarse a partir de las dos de la tarde, pero Amaro estuvo en la platea desde las once de la mañana. El sol le dio de frente hasta el mediodía y el partido empezó cuando le rebotaba en la nuca y él sentía que vivía uno de los momentos culminantes de su existencia. Se acordó de los muchachos del correo, de la barra de La Estrella, de todos los domingos que había pasado, tan iguales, en calzoncillos, pendiente de ese equipo que ahora estaba ante sus ojos. Le pareció que todo Resistencia aguardaba la suerte que correría Vélez esa tarde. De ninguna manera podía admitir que alguno deseara una derrota. Lo cargaban, sí, pero sabía que todos querrían que Vélez volviera a jugar en la A el año siguiente.
Miró el partido sin verlo, y lloró de emoción cuando el gol del chico ése, García, aseguró el triunfo y el ascenso de Vélez. Y cuando salió del estadio tenía el rostro radiante, los ojos brillosos y húmedos, las manos transpiradas y como una pelota en la garganta, pero la pucha Amaro, un tipo grande, se dijo a sí mismo, meneando la cabeza hacia los costados, y después pateó una piedra de la calle y siguió caminando rumbo a la estación, bajo el crepúsculo medio bermejo que escamoteaban los edificios, y esa misma noche tomó el Internacional hacia Resistencia.
Desde entonces, cada domingo Amaro se transportaba imaginariamente a Buenos Aires, era un hombre más en la hinchada, revivía la tarde del triunfo, se acordaba del pibe García y lo veía dominar la pelota, hacer fintas y acercarse a la valla adversaria. Y todas las tardes, en La Estrella, cada vez que se discutía sobre fútbol, Amaro recordaba:
—Un buen jugador era el pibe García. Si lo hubiesen visto. Tenía una cinturita...
O bien:
—¿Una defensa bien plantada? Cuando yo estuve en Buenos Aires...
Y cuando los demás reaccionaban:
—¡Qué me hablan de Boca, de River, de tal o cual delantera, si ustedes nunca los vieron jugar!
A medida que fueron pasando los años, Amaro Fuentes se convirtió en un perfecto solitario, aferrado a una sola ilusión y como desprendido del mundo. La vejez pareció caérsele encima con el creciente mal humor, la debilidad de su vista, la pérdida de los dientes y esa magra jubilación que le acarreó una odiosa, fatigante artritis y el reajuste de sus ya medidos gastos. Como nunca había ahorrado dinero, ni había sentido jamás sensualidad alguna que no fuera su amor por Vélez Sársfield, su vida continuó plena de carencias y nadie sabía de él más que lo que mostraba: su cuerpo espigado y lleno de arrugas, su pasividad, su estoicismo, su mirada lánguida y esa pasión velezana que se manifestaba en el escudito siempre prendido en la solapa del saco, más con empecinamiento que con orgullo porque carajo, decía, alguna vez se tiene que dar el campeonato, ese único sobresalto que esperaba de la vida monótona, sedentaria que llevaba y que parecía que sólo se justificaría si Vélez salía campeón. Y quizás por eso aprendió a ver a la esperanza en cada partido, confiado en que su constancia tendría un premio, como si alcanzar el título fuera una cuestión personal y él no estuviera dispuesto a morir sin haberse tomado una revancha contra la adversidad porque, como se decía a sí mismo, si llevé una vida de mierda por lo menos voy a morirme saboreando una pizca de la gloria.
Casualidad o no, la campaña de Vélez Sársfield en 1968 fue sorprendente. Tras las primeras confrontaciones Amaro intuyó que ése sería el esperado gran año. Desde poco después de la sexta fecha, la escuadra de Liniers se convirtió en la sensación del torneo, y las radios porteñas comenzaron a transmitir algunos partidos que jugaba Vélez, en los clásicos con los equipos campeones, lo que para Amaro fue una doble satisfacción, puesto que también sus amigos tenían que escuchar los relatos y sólo se sabía de Boca o de River por el comentario previo o por la síntesis final de la jornada, como antes ocurría con Vélez, y éstas sí son tardes memorables, gran siete, pensaba Amaro mientras tomaba un par de pavas de mate y hasta se cortaba los callos plantales, que eran los más difíciles, confiado en que sus muchachos no lo defraudarían.
Era el gran año, sin duda, y la barra de La Estrella pronto lo comprendió, de modo que todos debían recurrir al pasado para sus burlas. Pero a Amaro eso no le importaba porque le sobraban argumentos para contraatacar: los riverplatenses hacía diez años que salían subcampeones, los boquenses estaban desdibujados, y todos envidiaban a Willington, a Wehbe, a Marín, a Gallo, a Luna y a todos esos muchachos que eran sus ídolos.
—¡Gooooooooool de Vélesárfiiiiiiiiiillllllllll!
La voz de Fioravanti estiraba las vocales en el aparato y Amaro, llorando, sintió que jamás nadie había interpretado tan maravillosamente la emoción de un gol. Vélez se clasificaba, por fin, campeón nacional de fútbol, tras cumplir una campaña significativa: además de encabezar las posiciones, tenía la delantera más positiva, la defensa menos batida, y Carone y Wehbe estaban al tope de la tabla de goleadores.
Pocos segundos después de ese cuarto gol, cuando Fioravanti anunció la finalización del partido, Amaro estaba de pie, lanzando trompadas al aire, dando saltitos y emitiendo discretos alaridos. Dio la tan jurada vuelta olímpica alrededor de la mesa, corrió hacia el ropero, eligió la corbata con los colores de Vélez y su mejor traje y salió a la calle, harto de ver todos los años, para esa época, las caravanas de hinchas de los cuadros grandes, que recorrían la ciudad en automóviles, cantando, tocando bocinas y agitando banderas.
Caminó resueltamente hacia la plaza, mientras el crepúsculo se insinuaba sobre los lapachos y las cigarras entonaban sus últimas canciones vespertinas, y frente a la iglesia se acercó a la parada de taxis, eligió el mejor coche, un Rambler nuevito, y subió a él con la suficiencia de un ejecutivo que acaba de firmar un importante contrato.
—Hola, Amaro —saludó el taxista, dejando el diario.
—A recorrer la ciudad, Juan, y tocando bocina —ordenó Amaro—. Vélez salió campeón.
Bajó los cristales de las ventanillas, extrajo el banderín del bolsillo del saco y empezó a agitarlo al viento, en silencio, con una sonrisa emocionada y el corazón galopándole en el pecho, sin importarle que la solitaria bocina desentonara, casi afónica, con el atardecer, y sin reparar siquiera en el reloj que marcaba la sucesión de fichas que le costaría el aguinaldo, pero carajo, se justificó, el campeonato me ha costado una espera de toda la vida y los muchachos de Vélez, en todo caso, se merecen este homenaje a mil kilómetros de distancia.
Cuando llegaron a la cuadra de La Estrella, Amaro vio que la barra estaba en la vereda, ya organizada la larga mesa de habitués que los domingos al anochecer se reunían para comentar la jornada. Y vio también que cuando descubrieron al Rambler en la esquina, con la solitaria banderita asomándose por la ventanilla, se pusieron todos de pie y empezaron a aplaudir.
—Más despacio, Juan, pero sin detenernos —dijo Amaro, mientras se esforzaba por contener esas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, libremente, como gotas de lluvia, y los aplausos de la barra de La Estrella se tornaban más vigorosos y sonoros, como si supieran que debían llenar la tarde de diciembre sólo para Amaro Fuentes, el amigo que había dedicado toda su vida a esperar un campeonato, y hasta alguno gritó viva Vélez carajo y Amaro ya no pudo contenerse y le pidió al chofer que lo llevara hasta su casa.
Dejó colgado el banderín en el picaporte, del lado de afuera, y entró en silencio. Hacía unos minutos que su corazón se agitaba desusadamente. Un cierto dolor parecía golpearle el pecho desde adentro. Amaro supo que necesitaba acostarse. Lo hizo, sin desvestirse, y encendió la radio a todo volumen. Un equipo de periodistas, desde Buenos Aires, relataba las alternativas de los festejos en las calles de Liniers. Amaro suspiró y enseguida sintió ese golpe seco en el medio del pecho. Abrió los ojos, mientras intentaba aspirar el aire que se le acababa, pero sólo alcanzó a ver que los muebles se esfumaban, justo en el momento en que el mundo entero se llamaba Vélez Sársfield.
Libro: Vidas ejemplares (1982).
El hincha desde la literatura, la música y el cine. Homenaje a Ringo Bonavena. Canciones de los '90 que parecen escritas esta semans Emitido en vivo el sábado 18 de mayo de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche.
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Como se sabe, la “vida” de Evita no terminó con su muerte. No sólo por la notable persistencia de la memoria sino porque su cuerpo embalsamado fue secuestrado en el primer piso de la CGT por un comando de la llamada “Revolución Libertadora”. La decisión se tomó tras arduos debates sobre qué debía hacerse con el cadáver que incluyeron proposiciones premonitorias, como arrojarla al mar desde un avión de la Marina o incinerar el cadáver. Finalmente se decidió que, ante todo, debía sacársela de la CGT para evitar que el edificio de la calle Azopardo se transformara en un lugar de culto y por lo tanto de reunión de sus fervientes partidarios. Como se le escuchó decir al subsecretario de Trabajo del gobierno golpista: “Mi problema no son los obreros. Mi problema es ‘eso’ que está en el segundo piso de la CGT”.
En la noche del 22 de noviembre de 1955, el teniente coronel Carlos Eugenio Moori Koenig –su apellido significa “rey de la ciénaga”–, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), y su lugarteniente el mayor Eduardo Antonio Arandía ordenaron a los capitanes Lupano, Alemán y Gotten que abandonaran sus puestos de guardia en la CGT sobre la puerta que separaba al cadáver de Eva Perón del mundo exterior. El coronel, el mayor y la patota que los acompañaba traían la orden emanada de las más altas autoridades de la llamada “Revolución Libertadora” de secuestrar el cadáver de la mujer más amada y más odiada –aunque no en las mismas proporciones– de la Argentina. Y así, por aquellas cosas de la “obediencia debida” y del propio odio de clase, cumplieron acabadamente con su misión ante la mirada atónita del doctor Pedro Ara, que veía cómo se llevaban junto con Evita a su obra más perfecta.
Las órdenes dadas por los jefes golpistas, curiosamente denominados “libertadores”, al teniente coronel y su grupo eran muy precisas: había que darle al cuerpo “cristiana sepultura”, lo cual no podía significar otra cosa que un entierro clandestino. Pero el “rey de la ciénaga” no era sólo el jefe de aquel servicio de inteligencia, era un fanático antiperonista que sentía un particular odio por Evita. Ese odio se fue convirtiendo en una necrófila obsesión que lo llevó a desobedecer al propio presidente Aramburu y a someter el cuerpo a insólitos paseos por la ciudad de Buenos Aires en una furgoneta de florería. Intentó depositarlo en una unidad de la Marina y finalmente lo dejó en el altillo de la casa de su compañero y confidente, el mayor Arandía. A pesar del hermetismo de la operación, la resistencia peronista parecía seguir la pista del cadáver y por donde pasaba, a las pocas horas aparecían velas y flores. La paranoia no dejaba dormir al mayor Arandía. Una noche, escuchó ruidos en su casa de la avenida General Paz al 500 y, creyendo que se trataba de un comando peronista que venía a rescatar a su abanderada, tomó su 9 milímetros y vació el cargador sobre un bulto que se movía en la oscuridad: era su mujer embarazada, quien cayó muerta en el acto.
Moori Koenig intentó llevar el cuerpo a su casa; pero su esposa, María, se opuso terminantemente. Así lo recordaba hace unos años junto a su hija, Susana Moori Koenig: “Susana: papá lo iba a traer a nuestra casa, pero mamá se puso celosa. María (interrumpe): Y cuando lo quiso traer, yo dije no, en casa el cadáver no. Todo tiene un límite”.
El hombre tenía una pasión enfermiza por el cadáver. Los testimonios coinciden en afirmar que colocaba el cuerpo –guardado dentro de una caja de madera que originalmente contenía material para radiotransmisiones– en posición vertical en su despacho del SIE; que manoseaba y vejaba el cadáver y que exhibía el cuerpo de Evita a sus amigos como un trofeo. Una de sus desprevenidas visitantes, la futura cineasta María Luisa Bemberg, no pudo creer lo que vio; azorada por el desparpajo de Moori Koenig, corrió espantada a comentarle el hecho al amigo de la familia y jefe de la Casa Militar, el capitán de navío Francisco Manrique.
Enterado Aramburu del asunto, dispuso el relevo de Moori Koenig, su traslado a Comodoro Rivadavia y su reemplazo por el coronel Héctor Cabanillas, quien propuso sacar el cuerpo del país y organizar un “Operativo Traslado”. Allí entró en la historia el futuro presidente de facto y entonces jefe del Regimiento de Granaderos a caballo, teniente coronel Alejandro Lanusse, quien pidió ayuda a su amigo, el capellán Francisco “Paco” Rotger. El plan consistía en trasladar el cuerpo a Italia y enterrarlo en un cementerio de Milán con nombre falso. La clave era la participación de la Compañía de San Pablo, comunidad religiosa de Rotger, que se encargaría de custodiar la tumba. El desafío para Rotger era comprometer la ayuda del superior general de los paulinos, el padre Giovanni Penco, y del propio Papa Pío XII.
Rotger viajó a Italia y finalmente logró su cometido. A su regreso, Cabanillas puso en práctica el Operativo Traslado. Embarcaron el féretro en el buque Conte Biancamano con destino a Génova; acompañaban la misión el oficial Hamilton Díaz y el suboficial Manuel Sorolla. En Génova los esperaba el propio Penco. El cuerpo de Evita fue sacado del país bajo el nombre de “María Maggi de Magistris”.
Evita fue inhumada en el Cementerio Mayor de Milán en presencia de Hamilton Díaz y Sorolla, quien hizo las veces de Carlo Maggi, hermano de la fallecida. Una laica consagrada de la orden de San Pablo, llamada Giuseppina Airoldi, conocida como la “Tía Pina”, fue la encargada de llevarle flores durante los 14 años que el cuerpo permaneció sepultado en Milán. Pina nunca supo que le estaba llevando flores a Eva Perón.
La operación eclesiástico-militar fue un éxito y uno de los secretos de la historia argentina mejor guardados.
El asunto volvió a los primeros planos cuando en 1970 Montoneros secuestró a Pedro Aramburu y exigió el cuerpo de Evita. En los interrogatorios se le preguntó insistentemente por el destino del cadáver de Evita. Según declaraciones de Mario Firmenich: “Nosotros le preguntábamos a Aramburu por el cadáver de Evita. Dijo que estaba en Italia y que la documentación estaba guardada en una caja de seguridad del Banco Nación, y después de dar muchas vueltas y no querer decir las cosas, finalmente dijo que el cadáver de Evita tenía cristiana sepultura y que estaba toda la documentación del caso en manos del coronel Cabanillas, y además se comprometió a que si nosotros lo dejábamos en libertad él haría aparecer el cadáver de Evita. Pero nosotros decíamos que esto no era una negociación, que era un juicio. Para nosotros no estaba en discusión la pena [de muerte]. Pero además nos interesaba averiguar sobre el cadáver de Eva Perón. Por eso, no planificamos un simple atentado callejero, sino una acción de más envergadura, de más audacia, que era como decir: ‘nos vamos a jugar, vamos a hacer lo que el pueblo ha sentenciado’”.
El Comunicado Número 3 de Montoneros, fechado el 31 de mayo de 1970, dice que Aramburu se declaró responsable “de la profanación del lugar donde descansaban los restos de la compañera Evita y la posterior desaparición de los mismos para quitarle al pueblo hasta el último resto material de quien fuera su abanderada”.
En 1971, durante la presidencia de Lanusse y en plena formación del Gran Acuerdo Nacional, como gesto de reconocimiento, devolvió el cuerpo a Perón. Rotger viajó a Milán y obtuvo el cadáver. Cabanillas y Sorolla viajaron a Italia para cumplir con el “Operativo Devolución”. El cuerpo fue exhumado el 1° de septiembre de 1971, llevado a España y entregado a Perón en Puerta de Hierro, dos días después, por el embajador Rojas Silveyra.
Por pedido de Perón, Pedro Ara revisó el cadáver y lo encontró intacto; pero para las hermanas de Eva y el doctor Tellechea, que lo restauró en 1974, estaba muy deteriorado. Perón regresó al país con Isabel y el “brujo” José López Rega, pero sin los restos de Evita. Ya muerto Perón, la organización Montoneros secuestró el 15 de octubre de 1974 el cadáver de Aramburu para exigir la repatriación del de Eva. Isabel accedió al canje y dispuso el traslado, que se concretó el 17 de noviembre (día del militante peronista). El cuerpo de Evita fue depositado junto al de Perón en una cripta diseñada especialmente en la Quinta de Olivos para que el público pudiera visitarla. Tras el golpe de marzo de 1976, los jerarcas de la dictadura tuvieron largos conciliábulos sobre qué hacer al respecto. El almirante Massera, siguiendo su costumbre, propuso arrojar el cuerpo de Evita al mar, sumándolo a los de tantos detenidos-desaparecidos. 3 Finalmente, los dictadores decidieron acceder al pedido de las hermanas de Eva y trasladar los restos a la bóveda de la familia Duarte en la Recoleta. En la nota citada, María Seoane y Silvana Boschi le preguntaron a un alto jefe de la represión ilegal, muy cercano a Videla, testigo de aquellos conciliábulos: “¿Por qué urgía más a la Junta trasladar el cadáver de Evita que el de Perón?”. La respuesta del militar no se hizo esperar: “Tal vez porque a ella es a la única que siempre, aun después de muerta, le tuvimos miedo”.
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Calle Florida, túnel de flores podridas.
Y el pobrerío se quedó sin madre llorando entre faroles sin crespones.
Llorando en cueros, para siempre, solos.
Sombríos machos de corbata negra sufrían rencorosos por decreto y el órgano por Radio del Estado hizo durar a Dios un mes o dos.
Buenos Aires de niebla y de silencio.
El Barrio Norte tras las celosías encargaba a París rayos de sol.
La cola interminable para verla y los que maldecían por si acaso no vayan esos cabecitas negras a bienaventurar a una cualquiera.
Flores podridas para Cleopatra.
Y los grasitas con el corazón rajado, rajado en serio. Huérfanos. Silencio.
Calles de invierno donde nadie pregona El Líder, Democracia, La Razón.
Y Antonio Tormo calla "amémonos".
Un vendaval de luto obligatorio.
Escarapelas con coágulos negros.
El siglo nunca vio muerte más muerte.
Pobrecitos rubíes, esmeraldas, visones ofrendados por el pueblo, sandalias de oro, sedas virreinales, vacías, arrumbadas en la noche.
Y el odio entre paréntesis, rumiando venganza en sótanos y con picana.
Y el amor y el dolor que eran de veras gimiendo en el cordón de la vereda.
Lágrimas enjuagadas con harapos, Madrecita de los Desamparados.
Silencio, que hasta el tango se murió.
Orden de arriba y lágrimas de abajo.
En plena juventud. No somos nada.
No somos nada más que un gran castigo.
Se pintó la República de negro mientras te maquillaban y enlodaban.
En los altares populares, santa.
Hiena de hielo para los gorilas pero eso sí, solísima en la muerte.
Y el pueblo que lloraba para siempre sin prever tu atroz peregrinaje.
Con mis ojos la vi, no me vendieron esta leyenda, ni me la robaron.
Días de julio del 52 ¿Qué importa donde estaba yo? No descanses en paz, alza los brazos no para el día del renunciamiento sino para juntarte a las mujeres con tu bandera redentora lavada en pólvora, resucitando.
No sé quién fuiste, pero te jugaste.
Torciste el Riachuelo a Plaza de Mayo, metiste a las mujeres en la historia de prepo, arrebatando los micrófonos, repartiendo venganzas y limosnas.
Bruta como un diamante en un chiquero ¿Quién va a tirarte la última piedra? Quizás un día nos juntemos para invocar tu insólito coraje.
Todas, las contreras, las idólatras, las madres incesantes, las rameras, las que te amaron, las que te maldijeron, las que obedientes tiran hijos a la basura de la guerra, todas las que ahora en el mundo fraternizan sublevándose contra la aniquilación.
Cuando los buitres te dejen tranquila y huyas de las estampas y el ultraje empezaremos a saber quién fuiste.
Con látigo y sumisa, pasiva y compasiva, única reina que tuvimos, loca que arrebató el poder a los soldados.
Cuando juntas las reas y las monjas y las violadas en los teleteatros y las que callan pero no consienten arrebatemos la liberación para no naufragar en espejitos ni bañarnos para los ejecutivos.
Cuando hagamos escándalo y justicia el tiempo habrá pasado en limpio tu prepotencia y tu martirio, hermana.
Tener agallas, como vos tuviste, fanática, leal, desenfrenada en el candor de la beneficencia pero la única que se dio el lujo de coronarse por los sumergidos.
Agallas para hacer de nuevo el mundo.
Tener agallas para gritar basta aunque nos amordacen con cañones.
Libro: Cancionero contra el mal de ojo (1976).
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
¡Viva el cáncer!, escribió alguna mano enemiga en un muro de Buenos Aires.
La odiaban, la odian los biencomidos: por pobre, por mujer, por insolente.
Ella los desafía hablando y los ofendía viviendo.
Nacida para sirvienta, o a lo sumo para actriz de melodramas baratos. Evita se había salido de su lugar.
La querían, la quieren los malqueridos; por su boca ellos decían y maldecían.
Además Evita era el hada rubia que abrazaba al leproso y al haraposo y daba paz al desesperado, el incesante manantial que prodigaba empleos y colchones, zapatos y máquinas de coser, dentaduras postizas, ajuares de novia.
Los míseros recibían estas caridades desde al lado, no desde arriba, aunque Evita luciera joyas despampanantes y en pleno verano ostentara abrigos de visón. No es que le perdonaran el lujo: se lo celebraban. No se sentía el pueblo humillado sino vengado por sus atavíos de reina.
Ante el cuerpo de Evita, rodeado de claveles blancos desfila el pueblo llorando. Día tras día, noche tras noche, la hilera de antorchas: una caravana de dos semanas de largo. Suspiran aliviados los usureros, los mercaderes, los señores de la tierra.
Muerta Evita, el presidente Perón es un cuchillo sin filo.
Libro: Memorias del fuego (1982).
Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Todos tenemos nuestros momentos, los buenos y los malos, las cimas y los pozos. Nuestras vidas, más o menos anónimas, recorren caminos que suben y que bajan. Por momentos andamos ahí, en las alturas, mirándolo todo desde la lozana beatitud de sentirnos exitosos. Y por momentos sucede lo contrario. El mundo parecer girar en sentido contrario al que necesitamos. Nos agobia con su peso, nos derrota y nos golpea en todas las esquinas.
Yo me imagino que estos tipos sintieron, en ese invierno lejano y turbio, que estaban tocando el cielo con las manos. Que la vida se acomodaba a sus sueños. Que el bronce les guardaba un sitio mágico y redondo. Que estaban haciendo historia. Que estaban saldando una deuda que el fútbol argentino tenía, para consigo mismo, desde la final perdida en 1930.
Al principio sí. Esos jugadores de 1978 habrán sentido, en los días y en los meses posteriores al Mundial, que el planeta les sonreía y que la Argentina los amaba. Hay unas cuantas imágenes de ellos en la televisión, enfundados en esos trajes de pantalones y nudos de corbata anchos. En las revistas. Con la copa o sin ella. En grupo o solos, sonriendo felices.
Detrás está la gente. Los periodistas. Los hinchas. Los curiosos. Todos sonríen. Los palmean, les agradecen y festejan. Será por eso que aquellos jugadores sienten que han entrado en la historia grande del fútbol argentino. Por los reportajes y las fotos. Por los saludos callejeros. Por los aplausos en las canchas.
Y sin embargo, no. La suya será la gloria más efímera de todas. En unos pocos años, los sepultará el olvido. O algo peor: la toma de distancia consciente y voluntaria. Y el silencio. A medida que la dictadura militar se aproxime a su ocaso, la sociedad argentina irá manifestándose cada vez más ajena al régimen y, sobre todo, buscará borrar todas las huellas de su anterior aquiescencia para con el régimen.
Ejercerá la hipócrita prudencia de olvidar los aplausos, las banderitas, las calcomanías en los autos. Los desfiles, el himno cantado de pie en el cine, los bocinazos. Los papelitos en la vereda, los cantos en las plazas. Nosotros no estuvimos. No fuimos. No supimos. Nosotros no quisimos, no celebramos, no aplaudimos.
Despacio, como quien no quiere la cosa, en grupitos silenciosos, nos iremos alejando. Ellos no. Los jugadores no. Estaban en las fotos. No podían alejarse. No sé si quisieron, pero aunque hubieran querido, no habrían podido.
Tal vez alguno de ellos albergue una secreta rebeldía. Una recóndita impotencia. Tal vez alguno se pregunte dónde estuvo su pecado. Si buena parte de la Argentina los aplaudió y los celebró y se embanderó con ellos y su hazaña. Qué hicieron mal. En qué se equivocaron. Qué debieron haber hecho distinto. Pero no hay peligro de que se lo pregunten en voz alta. Para empezar, de eso no se habla. Porque hablar de eso implica obligar a unos cuantos millones de argentinos a preguntarse qué hicieron, dónde estaban, aplaudiendo a quién, por detrás de esos partidos de fútbol mundialista. A preguntarse y a responderse.
Y nosotros, mejor no. Mejor el silencio. Mejor nos hacemos a un lado, calladitos. Encima, para colmo de suertes (para nosotros, los millones, no para ellos, el puñadito de jugadores), ocho años después ganaremos otro Mundial. Y de visitantes, y en democracia, y con el Diego y los suyos por todo lo alto. Y en esa fuente de alegría pura e inmaculada, iremos todos a purificarnos. Benditos y diáfanos, como recién nacidos. Esa felicidad nos ayudará a sepultar la otra, la anterior, esa de la que preferiremos avergonzarnos por el resto de la eternidad.
No se nos ocurrirá increpar a un tipo por trabajar en una compañía de seguros, en 1978. Pero a estos otros sí, les endilgaremos la pregunta tácita de por qué, en 1978, trabajaron de jugadores mundialistas. Por qué ganaron. Descubriremos horrorizados que, en una de esas, por primera vez y única vez en la historia del fútbol argentino y mundial se presionó a un plantel o se amañó un resultado.
Y durante todo ese trabajo mental y emocional que llevaremos adelante, no se nos caerá la cara de vergüenza. En absoluto. Orgullosos de nuestra hombría de bien, de nuestro civismo, sobreactuaremos nuestra honestidad de demócratas a prueba de balas, a prueba de operaciones de prensa, a prueba de manipulaciones demagógicas. Borraremos mágicamente las multitudes de las fotos. Haremos mutis por el foro. Todos nosotros, con las banderas, las gorras, las vinchas, los papelitos y las calcomanías de “Somos derechos y humanos”.
Quedarán ellos. Esos jugadores de fútbol que el 25 de junio de 1978 sintieron que la gloria los recibía con los brazos abiertos y se equivocaron.
Es verdad que algunos consiguieron mantenerse en el esquivo promontorio de la celebridad. Pero lo lograron merced al éxito que cosecharon en sus clubes. Casi todos ellos, en la Argentina. Unos pocos, en el exterior. Pero no en la Selección. No en esa. Esas medallas de 1978 están archivadas. Como sus dueños.
Campeones que cargan con la maldición de haber ganado el mundial equivocado. Culpables de un montaje propagandístico del que fueron meros instrumentos. Reos del delito de beneficiar a un régimen político ilegítimo del que ellos, sin embargo, no eran responsables. Ya imagino algún dedito acusador, alzado en contra de esta columna: “Si no querían ser cómplices, deberían haber renunciado”. Ajá. Y mientras escucho la acusación, no puedo evitar preguntarme cuántos deberían haber renunciado, a cuántos empleos, para evitar esa complicidad. ¿Los jugadores sí, y los maestros de escuela no? ¿Los jugadores sí, y los bancarios no? ¿Los jugadores sí, y los empleados municipales no?
De todos modos, las mías son preguntas casi ociosas. Cuestiones del pasado. Cuestiones sin nombre, porque nadie las habla. Nadie las habla, pero todos las actúan. Las actúan en silencio. Con esa hipocresía de truhanes que los argentinos lucimos como una medalla, y que en el mundo del fútbol desplegamos con sus mejores galas.
Mientras daban la vuelta olímpica en el Monumental, y casi todo el país los aplaudía y los amaba, no debieron pensar que estaba cayendo una maldición sobre sus espaldas. No lo pensaban, pero sucedió. Mientras trotaban, exhaustos de cansancio, felices hasta la incredulidad, alrededor de la cancha en la que acababan de consagrarse campeones del mundo, la maldición planeaba sobre ellos, como una sombra.
Cosas que pasan.
Revista El Gráfico (2014).