domingo, 12 de mayo de 2024

Verón, en una foto - Cuento de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Las cosas suceden separadas. Pero a veces se juntan. O seremos nosotros, los seres humanos, los que les asignamos significados a las cosas, y al hacerlo las vinculamos, las unimos. Y sucesos que nacen cada cual por su lado terminan unidos. ¿Qué es lo que los une? ¿Y por qué?

Les doy un ejemplo de cosas que nacen separadas. Un día de 1970, Juan Ramón Verón mete un gol en un clásico Estudiantes - Gimnasia. Otro día, de 1972, la revista El Gráfico publica una foto. Otro día, de 2006, un tipo cuelga un cuadro en una pared. Tres meses después, el mismo tipo, sentado, solo, en un departamento casi vacío, espera un milagro. Y el milagro es que todas esas cosas se conjuguen y adquieran un sentido. Un sentido para la vida de ese hombre que espera.

Volvamos al principio. El 27 de septiembre de 1970 Estudiantes y Gimnasia y Esgrima de La Plata juegan un interzonal por la cuarta fecha del Torneo Nacional. Lo gana Estudiantes 4 a 1, con cuatro goles de Juan Ramón La Bruja Verón. Unos días después, El Gráfico publica una fotografía de ese partido.

En primer plano, Verón inicia la carrera y el grito de festejo. A sus espaldas (y también de espaldas a nosotros, que miramos), un Hugo Orlando Gatti de indumentaria clara yace vencido. Un poco más atrás, un jugador de Gimnasia (disculpen mi ignorancia de su nombre) observa la escena con las manos en la cintura, en el gesto de quien acaba de recibir un gol. No sé si sucede en todos los deportes, pero en el fútbol, las manos en la cintura es el modo digno y sereno de aguantar un gol del rival. Menos decoroso, pero aceptable, es encorvarse, apoyar los codos en los muslos y agarrarse la cabeza. Más bochornoso, en cambio, es increpar a los compañeros, con gestos y con gritos, mandándolos en cana delante de miles de personas. Pero no es el caso. Este defensor aguanta así, con las manos en la cintura, a que lo peor haya pasado. Pero no quiero irme del tema, que es la foto. O, más bien, el segundísimo plano de la foto. Allí en el fondo, cientos de hinchas de Estudiantes alzan los brazos y abren la boca vociferando el gol de Verón.

El protagonista de esta historia tiene, en 1970, doce años. Y ha ido a la cancha con su padre. Y cuando esa revista El Gráfico cae en sus manos, se busca en el fondo. Le encantaría verse ahí, con su padre, gritando, inmortalizados los dos en las páginas de la revista que compra cada vez que puede. Pero lo aguarda una desilusión. Cuestiones de encuadre, o de espacio, lo cierto es que la foto no los muestra, ni a su padre ni a él. Están sus vecinos de tribuna, pero el marco de la foto los deja afuera, a su padre y a él. Y los años pasan, como siempre hacen los años. Son más de treinta los años que pasan. Ese chico que se buscó inútilmente en la foto de Verón acaba de separarse de su mujer. Como para casi todos los padres, separarse de su mujer es, también, separarse un poco de los hijos. De su hija, en este caso. Por supuesto que la verá todo lo que pueda. La acompañará todo lo que la vida lo deje acompañarla. Pero desde más lejos. No desde todas las noches y todas las mañanas, que es como a los padres nos gusta acompañar a los hijos. A muchos padres, por lo menos. El protagonista de esta historia, el chico de 1970, es ese tipo de padre. De los que quieren estar. Y separarse le va a complicar, le va a reducir, el estar. Y por eso se siente triste y derrotado. No se sentirá así para siempre. Pero así se siente mientras busca dónde vivir, mientras alquila un departamento en la zona del Botánico, mientras piensa cómo ocupar tantas paredes vacías.

El chico de 1970, convertido en el hombre de 2006, construye unas cuantas bibliotecas con listones de madera, porque tiene muchos libros consigo. Muchos libros y muchas revistas. Por las noches, para matar esas horas de soledad, esa tristeza de departamento vacío en la zona del Botánico, abre las cajas de la mudanza y ordena los libros. Y cuando termina con los libros, empieza a ordenar las revistas. Algunas las tiene desde que era chico. Muchas las compró después, en grandes paquetes, en el Parque Rivadavia.

Por curiosidad, por prolongar un poco el acto de ordenarlas y llenar mejor la noche, o porque muchas de esas revistas no las leyó nunca, las hojea antes de apilarlas en los estantes de madera nueva. Y ahí, de repente, aparece la foto de Verón. A veces las cosas regresan como fueron. A veces no. Regresan ligeramente modificadas. Y este es el caso de la foto. No es el mismo número de El Gráfico que el hombre leyó cuando era chico. Es otro número de la revista, un par de años posterior, pero la foto es la misma. O casi. Verón sigue gritando el gol e iniciando su carrera. Gatti sigue derrumbado en el pasto. El defensor sigue resignado con las manos en la cintura. Pero algo ha cambiado. Porque el espacio que tenía el diagramador, en este otro número de la revista era mayor, y los márgenes de la foto son más amplios.

Treinta y seis años después, el chico repite el gesto de buscarse. Pasa el dedo por la foto, adivinando por detrás del grano desvaído de la imagen. Y de repente se encuentra. En el ángulo superior derecho de la foto, ahí está él, treinta y seis años antes, con un buzo oscuro encima de una remera clara, con la boca muy abierta. Y un par de escalones más abajos, está el señor de frente ancha que fue su padre. Extraño modo de retornar, el de ese hombre que ha muerto no hace mucho. El epígrafe de la foto habla de milagros. De los milagros de Verón, habla el epígrafe. Y el hombre que muchos años después mira esa foto llora. Llora con la imagen de su padre y de él. Llora por la casualidad improbable de esa segunda oportunidad, de esa repetición levemente diferente de la foto, que ahora los incluye, a él y a su padre. Llora por lo que ha perdido, mientras observa esa foto que rememora una tarde de victoria. Y llora, tal vez, por todas las veces que le ha tocado perder. Uno nunca llora por una sola cosa, cada vez que llora.

Esta columna podría terminar acá, con ese hombre sentado en el piso de un departamento semivacío en la zona del Botánico, que llora y mientras llora se limpia, y mientras se limpia se cura algunas heridas. Pero no termina porque a veces, en la vida, las cosas tienden a juntarse, en eso que damos en llamar milagros.

Al día siguiente, el hombre amplía la foto y la lleva a enmarcar. Después cuelga ese cuadro en una pared del living. Mientras se aleja un poco para observar si el cuadro quedó derecho, el tipo piensa que esos no son días demasiado felices. No sólo por las cosas que a él le están pasando. Tampoco lo son para Estudiantes de La Plata. El Cholo Simeone es el director técnico. Y Juan Sebastián Verón acaba de volver de Europa a jugar en el Pincha. Y después de un comienzo prometedor, con tres victorias, las cosas han comenzado a torcerse. Derrota con Belgrano, derrota con Boca, empate con Banfield, derrota con Central. Un punto de doce, y las dudas y los ceños fruncidos. Por supuesto que una cosa son los dolores de la vida y otra los dolores del fútbol. Pero cuando se juntan duelen más que la suma de sus partes.

Antes de que comience el siguiente partido, el hombre se acerca al cuadro y besa la foto. Y Estudiantes le gana a Independiente con goles de Calderón y Alayes. Con el pitazo final, el hombre se levanta de su sillón, va hacia la pared y vuelve a besar la foto, como dando las gracias, o como diciendo “hasta la próxima”. Acaba de nacerle una esperanza. Y en las fechas siguientes, Estudiantes le gana a San Lorenzo, a Lanús y a Gimnasia. Y después le gana a Godoy Cruz, a Chicago y a Vélez. Y siguen los besos a esa foto en la que Juan Ramón Verón, y ese padre y ese pibe festejan el gol con toda la boca. Y vienen tres victorias más contra River, Newells y Racing. Y de repente faltan dos fechas y están a cuatro puntos de Boca, que es el puntero.

Como esta historia tiene su épica, y la épica se nutre de las malas, en la fecha 18 todo parece irse al mismísimo demonio. Porque en La Paternal, el Pincha apenas empata con Argentinos. Pero Boca, ese mismo día, pierde con Belgrano, y deja abierta una chance. Tres puntos de distancia con tres en juego. Y en la última, el Pincha le gana a Arsenal y Boca pierde con Lanús.

Y el 13 de diciembre de 2006 se juega el desempate. Y por supuesto, antes de sentarse frente al televisor, en ese departamento alquilado de la zona del Botánico, el hombre besa la foto en la que grita con Verón y con su padre. Y el Pincha arranca perdiendo, hasta que lo empata Sosa y lo da vuelta Pavone. Y Estudiantes de La Plata, después de veintitrés años, es otra vez campeón del fútbol argentino.

¿Existen los milagros? ¿O somos las personas, a fuerza de ingenua credulidad, quienes los construimos? No tengo una respuesta concluyente. Pero me gusta pensar en la imagen de ese hombre que, después de ver a su equipo, por fin, salir otra vez campeón, se incorpora, se seca las lágrimas, sonríe, descuelga una foto de la pared y le pega un intenso, un prolongado, un gigantesco abrazo de gol.

Revista El Gráfico (2013).

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