domingo, 30 de junio de 2024

El hijo de Butch Cassidy - Cuento de Osvaldo Soriano


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos.

Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de desaciertos históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores testigos.

La guerra en Europa había interrumpido los mundiales. Los dos últimos, en 1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que construían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Génova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido.

Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba la era de las comunicaciones y la primera pelota del mundo a válvula automática que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.

El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo arbitraje de William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.

No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los profesionales del régimen de Mussolini.

Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.

Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuánto tiempo debía jugarse ni las dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el télefono.

Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió insostenible. ¿Cómo seguir proclamándose campeones de una Copa que ni siquiera reconocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?

En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capataz calabrés Giorgio Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los enviados del Fuhrer, que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin descanso, fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales a favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.

Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala, mientras un ingeniero de Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la señora Fanny-La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mancini al que le habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran invencibles. En el lugar no había ningún ruso que pudiera darse por aludido, pero el ingeniero alemán dio un salto, levantó el brazo y aceptó el desafío. El capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre de Italia.

A la madrugada, mientras regresaban a Barda del Medio a bordo de un Ford A, los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota pegada a los pies.

Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de que se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbrados a los rigores del desierto aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol. También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para completar los once pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.

Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.

Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.

El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con el sistema de la paja más corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y argentinos y sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.

En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que suspenderse por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles por cinco o seis goles de diferencia.

Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal a favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la serie. Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.

La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detras de cada arco y al final de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que quedaban dentro del terreno.

En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes se presentaron con cascos para protegerse las cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada para arrojar a los ojos de sus adversarios.

Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sorteó los arcos con un dólar de oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comunista a un cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga bastante dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la política y después se retiro a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la cancha.

Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escondidos entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.

Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a 2, pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.

En un corner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego, cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los delanteros rivales, detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar el revólver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que había jugado todo el partido recitando el Eclesíastes, se puso los anteojos para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dió por terminado el partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.

Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y custodiar el orden pero los mapuches no tenían país reconocido ni música escrita y ejecutaron una danza que invocaba el auxilio de sus dioses.

Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anunciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora de la cena ya no había donde convertir los goles. A medianoche, cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.

A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si todavía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquietos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Fuhrer que iniciaba un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las comunicaciones.

En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.

William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dió el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.

Libro: Cuentos de los años felices (1993).

sábado, 29 de junio de 2024

Qué Grande! Ep. 35: Mundiales

Cuentos de guerra, gloria, muerte, y amor en historias Mundiales. Emitido en vivo el sábado 29 de junio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Lecturas
  • El hijo de Butch Cassidy (de Osvaldo Soriano)
  • Dos mundiales y un país de fantasía (de Eduardo Sacheri)
  • El hombre que murió dos veces (de Juan Villoro)
  • Un verano italiano (de Eduardo Sacheri)

miércoles, 26 de junio de 2024

No es tu culpa - Texto de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

La pelicula, en Argentina, se llamó “Busco mi destino”. Un título malísimo, si se me permite la opinión. En la versión original, en Estados Unidos, se llamaba “Good Will Hunting”, que significa más o menos “El indomable Will Hunting”. Tampoco es gran cosa ese título original, confesemos. Pero la peli está muy buena. Matt Damon personifica a un muchacho superdotado, que tiene un cerebro incomparable para las matemáticas, pero vive en una situación familiar y social de marginalidad y violencia. No les voy a contar acá la película (aunque si no la vieron se las recomiendo, porque está muy buena). Pero sí quiero destacar una escena: Robin Williams (el actor, no el cantante carilindo), hace del psicólogo que atiende a Will. Y en esa escena lo enfrenta con una terrible situación de su pasado y le dice, sencillamente, “No es tu culpa”. El pibe primero no lo entiende, y el psicólogo se lo repite “No es tu culpa”. Después el flaco se siente turbado, confundido. Y el psicólogo insiste: “No es tu culpa”. Después el flaco medio que se enoja, y forcejea con el terapeuta, incómodo ante esa insistencia. Y el psicólogo repite: “No es tu culpa”. Finalmente el protagonista se abandona en esa idea, se afloja, se pone a llorar, y uno comprende que ese pobre pibe venía sometiéndose a una presión que no se merecía, por una situación que no tenía nada que ver con sus acciones en la vida. Uno entiende, en ese momento, que el psicólogo hacía bien en decirle al pobre Will Hunting que no tenía la culpa de lo que le había tocado vivir, porque, aunque fuera cierto y evidente para el que lo veía de afuera, la vida del flaco se había puesto tan enroscada y difícil que hasta pensaba equivocadamente que sí, que tenía la culpa de lo que le había tocado padecer.

Bueno, aunque esta escena de cine no tenga nada que ver con Leo Messi, yo creo que sí. Porque más de una vez he sentido el deseo de decirle un “no es su culpa”. Aclaración importante: yo escribo esto a fines de 2012, después de que Lionel cierra un año bárbaro con la Selección. Y entonces el abultado bando de sus críticos, esos que ponían cara de asquito para decir “Ese en el Barcelona juega, pero en la Selección no”, están en franca desbandada. Sin embargo, conociendo el fútbol, bastará que las cosas el año que viene no sean tan buenas para la celeste y blanca para que las aves rapaces vuelvan a sobrevolar el asunto, a poner carita de estar oliendo sustancias en descomposición y a desvalorizar a Leo.

Y vuelvo a la escena de la peli, y a esas palabras de “No es tu culpa”. No es culpa de Messi ser un superdotado. No lo eligió. Lo habrá cultivado, mejorado, perfeccionado. Pero evidentemente nació con algo. Como el que nace con habilidad para las artes plásticas o para tirar piedrazos con gomera. Este nació con predisposición a una gambeta corta y endemoniada, a llevar el balón con toquecitos cortos a una velocidad de escándalo. Nació con habilidades suficientes como para convertirse en el mejor jugador de fútbol del mundo hoy en día. Y ahí está. Lo es. Por más que a alguno le moleste, Lionel Messi es el mejor jugador del mundo.

Y tampoco es culpa de Messi que exista Diego Armando Maradona. Ni que haya nacido también en la Argentina. Ni que el Diego nos haya dado todo lo que nos dio a los futboleros argentinos. Ni de que haya comandado a esa selección inolvidable campeona en México 86, ni que con el tobillo hecho fruta nos haya dejado en la puerta de otra hazaña en Italia 90. “¿Culpa de qué?”, se me podría preguntar. “De nada”, respondo yo. Culpa de nada.

Y sin embargo, siento que hasta el día de hoy se sigue cometiendo una injusticia absoluta con Messi, en esa comparación constante a la que se lo somete con el Diego. Le ruego al lector que haga la prueba. En el próximo asado que le toque compartir con amigos, póngase a hablar de Lionel Messi. Lo que quiera: arranque por los goles que hizo este año en las eliminatorias, o con su campaña en el Barcelona. Insisto. Empiece por donde mejor le cuadre. Deje ahí, sobre la mesa, suelto el tema, para que los otros comensales lo recojan, lo lleven y lo traigan. Y cuente el tiempo. Verá que no pasan cinco minutos sin que alguno pronuncie la palabra mágica: Maradona. Y no es que lo van a nombrar simplemente para invocarlo. Nada de eso. Van a nombrarlo para compararlos. Lo usual será que quien lo convoque, con el dedito en alto y el aire desenvuelto, diga algo al estilo de “No me vengan con Messi, porque Maradona tal cosa y tal otra”. Y ahí se desplegarán las distintas variantes. El nostálgico del carisma de Diego se quejará de que Messi no habla en la cancha y recordará el modo en que el Diego se parlaba a los árbitros, a los contrarios, a los jueces de línea. El añorante de su emotividad le reclamará a Messi que no canta el Himno y hará memoria acerca de cómo el viejo diez se carajeó con toda Italia por su ingrata silbatina. El melancólico de su pegada se lamentará de que Messi no le pega bien a la pelota y hará una rápida composición intitulada “Diego y los tiros libres”.

Al final, todos chasquearán la lengua, ladeando la cabeza, y murmurando “No me vas a comparar…”. Pues bien. Yo, en esos casos, pienso, casi a gritos: “¿Qué? ¡Si yo no dije nada! ¡Si el que los comparás sos vos!” Y esas son las situaciones en las que vuelvo a recordar esa escena de la película y me dan ganas de decirle, a Messi: “No te hagas cargo, flaco. No es tu culpa“.

No es culpa de Messi que Diego haya significado todo lo que significó. Ni es culpa de Messi tener otro carácter, otro estilo, otra manera de ser, otra manera de llevarse con sus compañeros o de andar la cancha. Messi no tiene por qué ser como Diego. Y mejor que no lo sea. Porque cada jugador –y cada persona– se merece ser lo que tenga ganas, o lo mejor que pueda, pero sin tener que mirarse cada día en el espejo inalcanzable de la admiración de los otros por alguien que no es él.

Si los argentinos nos empeñamos en que Messi tiene que ser como Maradona estamos, como tantas otras veces, equivocándonos. Porque nos perderemos de disfrutar al pibe que mejor juega al fútbol en la actualidad. Ahogados de añoranza, presos de la nostalgia, paralizados de historia, nos vamos a privar de disfrutar a ese pibe que, gracias a Dios, nació en Rosario y, de vez en cuando, se pone la camiseta argentina.

Yo no sé si en Brasil 2014 vamos a dar la vuelta gracias al talento de Leo. O en Rusia 2018, o en Qatar 2022, o en Saturno 2026. Ojalá que sí. Ojalá que Leo, alguna vez, me ponga en la obligación de deberle tanto como le debo al Diego por la alegría que me dio con la camiseta argentina.

Pero no quiero vivir pendiente de eso. No es culpa de Messi que los argentinos seamos incapaces de cerrar nuestro duelo con Diego, con su retiro, con su partida, con el hecho indubitable de que no juega más. Así que no le pega a la pelota como Diego. Perfecto. No tiene por qué. En una de esas, Leo lo sabe y por eso se asegura de limpiarse a cuanto marcador se le ponga enfrente para definir a menos de diez metros del arco. Así que no tiene el carisma de Diego para hacer declaraciones. Asunto de él. En una de esas, le tocó transitar una vida más apacible. Y feliz de él, si ese es el caso. Así que Messi no nos tiene en el subibaja emocional de Diego y sus caídas y sus resurrecciones. Asunto de él. Si al propio Diego yo le desearía una vida a salvo de los chismes, no puedo menos que alegrarme de que Messi pueda sortear esos escollos humillantes.

Yo no quiero naturalizar lo extraordinario. Cuando Messi encara a cuatro tipos que se escalonan para marcarlo en dos metros, el sentido común dice que por ahí no se puede pasar. Y el tipo pasa. Y cuando pone un pase de cirujano entre un revoleo infernal de patas para que un compañero haga el gol, y la pelota surge limpia al otro lado, emergiendo por donde se supone que no debería aparecer, yo quiero seguir asombrándome. No quiero decir “Ajá, mirá vos, lo hizo otra vez”. Quiero seguir con los pies en la tierra, y darme cuenta de que ese pibe acaba de hacer, otra vez, algo imposible para todos los demás.

No quiero arruinarme el presente por el peso del pasado. Yo no sé cuánto tiempo más voy a poder ver a este pibe extraordinario, aunque espero que esto dure muchos años.

Y la mejor manera de honrar lo que Diego hizo dentro de una cancha es, me parece, celebrar que en este país nuestro sigan surgiendo pibes que juegan mejor que el resto. Y que alguno, a la primera de cambio, se convierta en el mejor del mundo.

No me interesa comparar a Maradona con Messi. Primero porque la carrera de uno de los dos, como jugador, está terminada. Ha concluido. Es una obra completa, y a medida que se aleja en el tiempo uno puede verla en perspectiva. En mi caso, la veo para maravillarme y decirle gracias. En el caso de algunos otros, para mezquinarle parte de su grandeza con cosas que no tienen que ver con lo que el Diego hizo dentro de la cancha. Y en el de otros, para llenarse de esa nostalgia odiosa que parte de la base de que lo mejor que tenía que suceder ya sucedió, y lo único que nos toca en el futuro es sufrir y padecer que nunca más pase lo que pasó.

Messi, en cambio, tiene 25 años de edad y una década, si Dios quiere, para seguir jugando. Y yo no tengo ni idea de cómo van a ser esos años que vienen. Yo no necesito que Leo sea como Diego. Necesito que sea como Leo.

Para lo único que quiero poner, en la misma oración, a Diego Maradona y a Lionel Messi es para decir que los dos son de otro planeta, pero gracias a Dios nacieron acá, en este país que es el mío. Y ver jugar tipos así no puede menos que hacerme feliz. Y punto.

Revista El Gráfico (2012).

martes, 25 de junio de 2024

Carlos Gardel: Un amor argentino - Evocación de Osvaldo Soriano


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Libro: Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988).

El último de estos últimos - Texto de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Acerca de Riquelme se han escrito ríos de tinta, y se han impreso páginas como para empapelar la patria entera. En estas últimas semanas, sin ir más lejos, su decisión de irse de Boca se convirtió en un tema de debate público.

Al día siguiente de la final de la Copa, contra Corinthians, los canales de noticias exhibían, en cámara lenta, la cara que ponía el presidente de Boca Juniors cuando se cruzaba con Riquelme, después del partido. Y diversos periodistas especializados se convirtieron en consumados analistas de expresiones faciales, con el objeto de determinar si la de Angelici era cara de bronca o de desilusión, de despecho o de desprecio, de angustia o de rabia, de pena o de incredulidad. Horas y horas de programas de radio se dedicaron a analizar los entretelones de su decisión, sus causas y sus consecuencias, sus antecedentes y derivaciones.

Y yo me encuentro en una terrible disyuntiva. Tal vez los lectores hayan notado que suelo rehuirle, en mis columnas para El Gráfico, a los temas de actualidad. No lo hago por hacerme el difícil. Lo hago porque no soy periodista, y carezco de su capacidad para buscar, para desmenuzar, para procesar la información. Es más: ni siquiera tengo el cuero curtido como para aguantar los chubascos de la gente que te odia por las opiniones que vertís en una nota. Me imagino que los periodistas están acostumbrados al destrato cibernético de los “comentarios” en los sitios web, o a los mensajes en las redes sociales. Yo, en mi tierna torpeza, me quedo pensando, al leer un comentario que me defenestra… “¿Y a este… qué le hice?”.

“Zapatero a tus zapatos”, decía mi vieja cuando yo era chico y me veía deambular por la casa, demorando el momento de sentarme a hacer, de una vez por todas, los deberes. Pues bien, yo reconozco que no soy zapatero en estas labores. Soy, a duras penas, un tipo al que le gusta mucho el fútbol y le gusta escribir. Y esas dos cosas juntas confluyen acá, en estas páginas. Y algo tengo ganas de decir, sobre Riquelme, ahora que parece que no va a jugar más por estos lados. Por lo menos en lo inmediato. Lo que sigue es lo que yo pienso de Juan Román Riquelme.

Cuando en una tribuna me pongo a conversar con uno de esos hinchas viejos, que mastican su nostalgia en cualquier platea, casi siempre se me ponen a contar de una época (“SU” época) en la que todos los jugadores tenían buen pie, y se daban la pelota redonda unos a otros, y tiraban lujos cuando iban ganando y cuando iban perdiendo. Tal vez el pasado fue así. O tal vez esos viejos eligen recordar lo que les conviene, o lo que les quedó grabado en la memoria a pura fuerza de asombro y de belleza, y por eso suponen que el pasado fue mejor de lo que fue.

Lo cierto es que a mí me tocó otra época. Esta época. Una época donde abundan los atletas que parecen tener ocho pulmones pero los pies redondos. Tipos que pueden correr doce kilómetros en noventa minutos, pero incapaces de darte un pase como la gente a cinco metros de distancia. Tipos dotados con la agilidad de saltar un metro y medio desde el piso (y de paso romperse la cabeza contra un rival que sabe hacer exactamente lo mismo), pero inhábiles para anticipar el pique de un balón que viene envenenado por el efecto. Tipos que pueden hostigar a un rival como perros que le ladran a la rueda de un colectivo, pero que no saben cómo sacar un lateral sin tirarla a dividir.

Este es el mundo en el que juega Riquelme. No es un jugador exquisito en una época de exquisiteces (suponiendo, repito, que esa época haya existido, nomás). Es un exquisito cuando casi todos han renunciado a serlo. Un gourmet en una época de hamburguesas mal cocidas.

No voy a cometer el desatino de sostener que Riquelme no corre. Sí que corre (y por algo el físico le viene pasando las facturas que le viene pasando). Es posible, empero, que corra un poco menos que esos atletas de pies chúcaros. Y suceda que Riquelme sabe tanto, pero tanto, con la pelota y sin ella, que usa el tiempo y la velocidad ajena para lo que necesita. No importa el pase de morondanga que le entregue un compañero. Riquelme sabe recibir, domesticar ese balón, y poner el cuerpo. Para Riquelme poner el cuerpo no es ir al choque, como dos energúmenos, a ver cuál termina con más puntos de sutura. Poner el cuerpo es ubicar la pierna, y la cadera, y el trasero, y la espalda, entre el rival y la pelota. Y mientras el rival gira como un trompo para encontrar un resquicio, mover apenas el cuerpo, y zarandear apenas el balón, para que su posición se mantenga inexpugnable. Y mientras hace eso, con la displicencia y el automatismo de quien espanta moscas, Riquelme observa y piensa. Sabe tanto con la pelota que no necesita mirarla. Y entonces puede observar al resto. A sus compañeros y a sus rivales. A los sitios de la cancha en los que están y en los que van a estar dentro de cinco, dentro de seis, dentro de siete segundos, cuando Riquelme considere que es el momento y el lugar exactos para que la cosa siga. Y ahí viene la otra parte de la magia de Riquelme.

Mi suegro, además de tenista, era un excelente jugador de ajedrez. Lo que más me llamaba la atención –cuando me destrozaba en una partida- era que el tipo se anticipaba dos, tres, cuatro movidas para decidir sus acciones. Yo, que a duras penas podía tomar una cabal dimensión del tablero tal como estaba en el momento, me enfrentaba a alguien que sabía lo que iba a suceder y lo que no. Un bombardero B-52 (él) contra un carrito de rulemanes (yo). Pues bien, Riquelme, y los jugadores que son como Riquelme, juegan así. Sabiendo no solo lo que pasa, sino lo que está a punto de pasar.

Más de una vez le escuché decir a Alejandro Dolina –uno de los tipos más lúcidos que andan por ahí, si se me permite- que los hombres merecen ser juzgados por sus mejores obras, no por las más mediocres. Me parece un principio absolutamente digno. Nuestras vidas, las de todos, la de Riquelme, la de cualquiera, están llenas de actos diversos. Reprobables, dignos, rutinarios, lamentables, especiales, bellos, insípidos, despreciables. Si voy a recordar a alguien… ¿qué me cuesta detenerme, sobre todo, en lo mejor que hizo?

Yo no puedo meterme a describir, ni mucho menos a juzgar, qué motivos tiene Riquelme para proceder como lo hace. Ni puedo decir si hace bien, o hace mal. No soy quién para detenerme a juzgar si fue un tipo conflictivo o armonioso, amarrete o generoso, materialista o bohemio. Si a duras penas uno conoce a las personas con las que convive... ¿Qué puedo yo saber del modo de ser de alguien a quien solo vi a través de una pantalla de televisión, o a setenta metros de distancia y desde una tribuna? Mucho menos puedo anticipar lo que será de la vida de Riquelme en el futuro.

Lo único que puedo rescatar es esto: que Riquelme hizo de este juego del fútbol, que a mí me gusta tanto, algo más lindo que lo que habría sido si Riquelme no hubiera jugado. Y habiendo, en el fútbol y afuera del fútbol, tanta gente dispuesta a generar y reproducir mugre y fealdad –basta con mirar un rato de tele, por ejemplo-, yo me quedo con eso.

Creo que existen dos clases de grandes jugadores. Los que te provocan asombro porque nunca hacen lo que uno supone que van a hacer. Y los que te provocan asombro porque, aunque hagan lo que uno supone que van a hacer, no hay manera de impedírselo. Y Juan Román Riquelme es de estos últimos. Tal vez –ojalá que no-, el último de estos últimos.

Revista El Gráfico (2012).

domingo, 23 de junio de 2024

22 de junio de 1986 - Cuento de Eduardo Sacheri

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Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Para junio de 1986 yo llevaba un año y un mes de novio con Gabriela, una morocha de ojos enormes y curvas inquietantes que me tenía absolutamente encandilado. Éramos chicos, eran otros tiempos, y su familia me ponía las cosas un tanto difíciles. En sus conversaciones, en sus permisos y sus prohibiciones, yo no conseguía traspasar la categoría de “amiguito”. Solo Gabriela –Gaby, como la llamaba todo el mundo- aludía a su “novio”. Ni su padre, ni su madre, ni su hermano mayor, utilizaban semejante calificativo para mencionarme. En realidad, supongo que me mencionaban lo menos posible. Y cuando lo hacían, era para unir mi nombre al de alguna prohibición. No, no podés salir el sábado a la noche con Eduardo. No, no queremos que Eduardo te visite en las vacaciones en Villa Gesell. No, no nos parece bien que vayas a la casa de Eduardo. No, no nos importa que en su casa estén su madre y su hermana. No, no estamos de acuerdo en que te pases media hora hablando por teléfono con tu amiguito Eduardo. Cosas así.

Como mi novia estaba más buena que el flan con dulce de leche me armé de paciencia, y me acostumbré a volverme transparente. Con puntualidad de tren alemán me habitué a despedirla en el zaguán de su casa un minuto antes de las nueve de la noche, con disciplina de monje budista me acostumbré a cortar el teléfono a los diez minutos de conversación, y con ardides de agente secreto me las ingenié para verla a hurtadillas durante sus dichosas vacaciones en Villa Gesell.

Y así fue pasando el tiempo. Hasta que de repente, sin prólogos que me hicieran intuir un cambio semejante, y cuando ya llevábamos un año cumplido en esas lides, fui oficialmente invitado a comer en casa de mi novia, un domingo a mediodía. A comer un asado, más precisamente. Ella me lo contó desbordante de alegría. Nuestro amor, al parecer, había derribado los altos muros de la desconfianza de sus progenitores. “¿Justo el domingo que viene?”, pregunté yo. “¡Este domingo!” confirmó mi novia, en el colmo de la dicha. A veces la vida es así: nos pone a prueba, nos otorga algo que hemos deseado, pero en condiciones que convierten en una desgracia lo que debería ser un regalo del Cielo.

Porque el domingo siguiente no era cualquier domingo. Era el domingo más difícil, más importante, más complicado y más desesperante de mi vida. El domingo siguiente era 22 de junio de 1986. Jugaba Argentina. Jugaba un partido del campeonato mundial de México. Jugaba por cuartos de final. Jugaba contra Inglaterra.

“¿Pasa algo malo?”, me preguntó mi novia. Abrí grandes los ojos y murmuré que no, aclarando que justo el domingo, a las tres de la tarde, Argentina jugaba contra Inglaterra. Mi novia, en el mejor de los mundos, se alegró con la noticia. “¡Mejor –aseguró- así vemos todos juntos el partido después del asado!”.

¿Cómo explicarle la verdad? Hay cosas que se saben, o que no se saben, pero que no se explican. Hay partidos que se miran con tranquilidad, partidos que se miran con preocupación, partidos que se viven con desesperación, y partidos que se sufren al borde del abismo. Y, por supuesto, ese partido contra Inglaterra pertenecía al último grupo. Y eso es algo que solo los futboleros pueden entender. Durante los mundiales, sobre todo durante ese mundial de México, los argentinos no futboleros se asomaron al fútbol con interés, con entusiasmo, maravillados por lo que hacían Maradona y la selección de Bilardo. Triunfo ante los coreanos, empate con autoridad frente a la Italia campeona, victoria cómoda ante Bulgaria, victoria sufrida pero merecida frente a Uruguay por octavos… La gente que no es del fútbol supone que después de una victoria lo más probable es que haya otra victoria. Los futboleros, en cambio, sabemos cuánto dolor nos aguarda siempre en el futuro. Y si no es dolor, por lo menos, cuánta incertidumbre. Que los partidos no se ganan por currículum. Que hay seis millones de cosas que pueden salir mal en un partido. Que el fútbol es cualquier cosa menos justo. Que mil veces hemos merecido ganar y no ganamos.

De manera que los futboleros llegábamos a ese partido contra Inglaterra con la sensación inhóspita de que hubiésemos preferido cualquier otro rival para el partido de cuartos. Claro que el incentivo de ganarles y dejarlos afuera era interesantísimo. Pero al mismo tiempo, el terror de que fueran los ingleses los que nos dejaran afuera nos ponía al borde del pánico. Por supuesto que ganar ese partido, o ganar el mundial, no iba a arreglar el dolor enorme de Malvinas, y todos esos chicos muertos. Pero perder ese partido, perderlo con ellos, volvería todo más cruel, más amargo, más injusto. A mí nunca me ha gustado mezclar la política y la nación con el deporte, pero en ese caso, en ese año, después de todo lo que habíamos sufrido, yo sentía que el domingo 22 era una frontera definitiva.

Y la buena de mi novia me invitaba a ver el partido más importante de mi vida en presencia de su familia en pleno. Yo no sé ustedes, pero yo veo los partidos importantes como si estuviera en la cancha. Grito, salto, comento, puteo, reclamo, gambeteo, sudo, relato, gesticulo, despejo los balones sueltos en el área propia, estiro la pierna para llegar con lo justo a las pelotas indecisas de la mitad de la cancha. En otras palabras: doy un espectáculo bochornoso para cualquiera que no entienda de este juego. Cualquiera que me observe sin entender de qué se trata, deberá concluir que soy un loco o un infradotado, o un loco infradotado. De manera que ver ese partido, EL partido del mundial, como figurita de estreno en la casa de mi novia me ponía en riesgo de convertir mi debut en despedida. Quedaba una chance a favor: que mi proyecto de suegro, y mi proyecto de cuñado fuesen futboleros a muerte, esos tipos que comparten tus códigos y que saben de qué se trata. Si ese era el caso, santa solución. Los tipos iban a estar tan carcomidos por los nervios como yo, y apenas me iban a llevar el apunte. Lástima que no era el caso: el padre y el hermano de mi novia eran tenistas. Tenistas de estos que juegan todas las semanas. Tenistas de club, de zapatillas blancas, de bolsos grandes, tenistas de nos tomamos una cerveza después del partido. Aclaro que, por mi parte, no tengo ningún problema con los tenistas. El problema era tener que ver el partido más difícil de mi vida como hincha, al lado de dos tipos que veían fútbol nada más que en los mundiales.

Traté de explicarle a mi novia que no podía aceptar su invitación. Que iba a dar un espectáculo vergonzoso, que si hasta ahora en su casa me miraban con recelo, de ahora en más lo harían con repugnancia. Ella me miró con ojos acuosos, me habló de la alegría que había sentido con la invitación, de sus esperanzas de que de ahora en adelante podríamos salir los sábados a la noche sin la oposición de sus padres…

La carne es débil. Sobre todo la mía. La sola posibilidad de salir con ella de noche, y sobre todo de pasear en el auto, y sobre todo despedirla en el zaguán de su casa sin la delatora luz diurna arruinando cualquier aproximación que uno intentase, pudo más que mis justificadas prevenciones.

Ese día me tomé el tren en Castelar poco después de las doce. Iba de pie, cerca de una de las puertas, apoyado en uno de los parapetos. Era un domingo gris, frío, típico de junio. En el parante de enfrente viajaba un tipo. En un momento nuestros ojos se cruzaron. No nos conocíamos. Nunca nos habíamos visto. Jamás volvimos a vernos. Pero en ese momento los dos hicimos el mismo gesto con las cejas y los ojos. Gesto de “Mama mía, qué partido nos espera”. Después volvimos a mirar el suelo o el paisaje más allá de las ventanillas. Cuando bajé en Ramos Mejía volvimos a mirarnos. Ahora el gesto significó “Ojalá. Ojalá que se nos dé”. Y eso fue todo.

Cuando llegué a lo de mi novia puse cara de muchacho bueno, atendí a las presentaciones, elogié los preparativos del asado: lo que se espera de todo novio recién presentado y bien nacido. Cuando nos sentamos a comer tuve un instante de incredulidad. Esa gente comía el asado como si no fuera a existir un mañana. Con la angustia que yo cargaba, no me entraba una arveja de canto. Pero el resto de los comensales les daba a las achuras, al vacío, a la tira, al vino y a la ensalada como si la vida fuese coser y cantar. “¿No comés, Eduardo? ¿No tenés hambre? Gaby nos dijo que el asado te gustaba mucho!”. Yo dije que sí, que no, que sí me gustaba, pero que me sentía ligeramente mareado, enfermo, indispuesto, indigestado, no sé, o todo junto. Y lo dije con sonrisa de estampa, como si también para mí la vida fuese nada más que ese mediodía gris, el postre y la sobremesa. Cada cinco minutos miraba la hora y calculaba: deben haber llegado al estadio Azteca; deben estar reconociendo el campo de juego; deben estar en la charla técnica.

Cuando se hizo la hora pregunté si podía poner la radio para escuchar el relato de Víctor Hugo. Me miraron como si fuese un visitante de Venus. “Mirá que por la tele lo relatan”, me explicaron los tenistas, con amplio espíritu pedagógico. ¿Qué responderles? Yo tenía mis razones para pedirlo. Uno: los relatores de radio me parecían mucho mejores que los de la tele. Dos: venía escuchando a Víctor Hugo desde el debut contra los coreanos, y no pensaba cambiar la cábala aunque explotase el mundo. Finalmente accedieron, tal vez por no llevarle la contra al loco recién llegado.

Les ruego, señores lectores, que se tomen un instante para evaluar mi situación. Muchos de ustedes habrán tenido la necesidad, alguna vez, de dar la imagen de un joven educado, centrado, simpático, cortés, amable, conversador y tranquilo. Ahora supongan que les hubiese tocado fingirse así durante el partido en que Argentina se jugaba, contra los ingleses, la chance de pasar a semifinales del Mundial de México. ¿Adquieren ustedes la dimensión de mi martirio?

El primer gol de Diego no lo grité. Ya dije que tenía puesta la radio con el relato de Víctor Hugo, que vio la mano de Dios como casi nadie, y lo dijo de inmediato. Por eso, mientras a mi alrededor todos gritaban y saltaban y festejaban, yo me limité a mirarlo a Maradona deseando que lo enfocaran al línea, o al árbitro, o a los dos, para asegurarme de que sí, de que lo habían cobrado. Cuando me convencí de que sí lo convalidaban, solté un par de gritos, pero no los alaridos desaforados que habría proferido en directo. Fueron un par de gritos civilizados, contenidos, gentiles, mesurados.

Pero lo que vino después se me fue absolutamente de las manos. Cuando cuatro minutos más tarde Maradona recibió de Héctor Enrique un pase intrascendente, seis metros detrás del mediocampo, y encaró hacia el mejor gol de la historia, no pude menos que ponerme de pie, como hace uno cuando está en la cancha y siente que algo está por pasar. Sé que me mantuve en silencio los siguientes segundos, mientras Diego avanzaba por izquierda gambeteando ingleses. Sé que dejé de respirar cuando se tomó un instante para quedar de vuelta de zurdo, después del último enganche al dejar pagando a Shilton. Y después no sé más nada.

Mejor dicho, cuando recupero la consciencia, estoy colgado de los barrotes de una ventana, a un metro del suelo, con los pies sobre el alfeizar, gritando como un enajenado, insultando a los ingleses y a la madre que los parió, deshaciéndome la garganta, descoyuntándome la mandíbula, desintegrándome las cuerdas vocales, que es el único modo de gritar un gol como ese.

O me bajó la presión, o me quedé sin aire, o simplemente la vida volvió a ponerse en movimiento. Lo cierto es que terminé por darme cuenta del sitio en el que estaba. Aun sin darme vuelta sabía que, detrás, debían estar mi hipotético suegro, mi hipotética suegra y mi hipotético cuñado, preguntándose qué clase de salvaje pretendía convertirse en el novio oficial de su hija menor. Junté valor, solté los barrotes y me dejé caer al piso. Me levanté dispuesto a que me indicaran en qué dirección estaba la puerta.

Y sin embargo, nadie me estaba mirando. Todos, empezando por los tenistas, seguían con los ojos clavados en el televisor, mientras repetían una vez y otra vez ese gol imposible. Me acerqué al grupo, sacudiéndome el polvo de las rodillas y carraspeando para recuperar aunque fuera un hilo de voz. “¿Qué golazo, no?”. Comentaron. Dije que sí. Como quien no quiere la cosa, limpié como pude las marcas de mis zapatos en la ventana. Nadie mencionó –nadie había visto- mis acrobacias ni mis gritos ni mis insultos. Volví a mi sitio y seguí viendo el partido. Eso sí, después del gol de Lineker preferí salir a la vereda, porque sentía que si los ingleses empataban, después del baile que se habían comido, yo iba a romper el televisor contra la pared que estuviese más a mano, y ya no me salvaba nadie.

Me senté en la vereda de Avenida de Mayo y Coronel Díaz, mientras le prometía a Dios ser bueno desde entonces y para siempre, con tal de que Inglaterra no nos empatase ese partido de leyenda. Detuve mis rezos recién cuando escuché los primeros bocinazos.

Yo le debo al Diego muchas cosas. La principal son esos goles a Inglaterra. Primero, por lo que esos goles fueron y seguirán siendo para los argentinos. Y segundo, porque sirvieron para dejar pasmados a los tenistas. De lo contrario, en una de esas, la familia de Gaby me repudiaba. Y yo no me casaba con ella, y no tenía los hijos que tengo. Menos mal que, gracias a Maradona, nadie me vio, a los gritos, trepado en la ventana.

Revista El Gráfico (2012).

sábado, 22 de junio de 2024

Qué Grande! Ep. 34: Ídolos

Cuentos, poemas, música, evocaciones y relatos desde el 22 de junio de 1986 hasta los ídolos argentinos del 24 de junio. Emitido en vivo el sábado 22 de junio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche.

Lecturas
  • 22 de junio de 1986 (de Eduardo Sacheri)
  • Claudio Paul Le Pera (de Daniel Roncoli)
  • Carlos Gardel: un amor argentino (de Osvaldo Soriano)
  • No es tu culpa (de Eduardo Sacheri)
  • El último de estos últimos (de Eduardo Sacheri)
  • Cacique (de Lalo Brodi)

jueves, 20 de junio de 2024

El piloto de combate - Cuento de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Uno de los recuerdos más lindos que conservo de mi papá fue cuando me enteré de que era piloto de combate. Era sábado, era de mañana, y era en primavera. Yo era muy chico, pero esos datos son absolutamente fidedignos. Era sábado porque papá estaba en casa. Era de mañana porque las imágenes que conservo tienen al sol del lado de las vías.

Y era noviembre porque me acuerdo de la cuadra de casa sombreada por el naciente follaje verde claro de los tilos frondosos de la calle.

Yo estaba con dos chicos, no demasiado amigos. Permítaseme proteger sus nombres. Digamos que se llamaban Daniel y Damián. Si agrego que eran dos tipos bastante tontos, tal vez se entienda mi afán de ocultar sus nombres ciertos. No eran como Andrés —nombre correcto—, mi gran amigo de la infancia. Por empezar, no les gustaba jugar al fútbol. Esa sola circunstancia, por demás descalificante, iba acompañada por otras severas deficiencias de carácter. No sabían jugar a nada. Ni a los soldaditos, ni a las carreras de autitos Matchbox. Mucho menos armar aviones con Rasti. Tal vez ahora el lector comprenda mi negativa a identificarlos. Puede ser que ahora sean hombres de bien, y se sientan disgustados por mi forma de caracterizarlos. Y si he de ser sincero, tal vez ellos me vieran a mí como el imbécil y el pánfilo. No he de guardarles rencor, al fin y al cabo. Me basta con considerar que, para Andrés y para mí, los otarios eran ellos.

Puede el lector preguntarse por qué estaban conmigo, si nuestra afinidad era inexistente.

Simplemente porque su padre estaba visitando al mío. Dejo aclarado que su padre siempre me mereció el mayor de los respetos. Era un tipo piola, poco hablador, pero a su modo divertido. Aun así me hubiese quedado la chance de escapar y ganar la calle por la otra puerta para evitar el encuentro. Pero, ¡oh, flaqueza del espíritu!: venían en un jeep, igualito a los que se veían en las películas de guerra de los sábados a la tarde. Y el padre nos dejaba subirnos y hacer que manejábamos.

Y a mí —debo reconocerlo— jugar a manejar me enloquecía. Sobre todo (imagino) porque nosotros no teníamos auto. Y eso era algo que me intranquilizaba en cierta medida. En casa siempre me habían enseñado que era pecado ser codicioso, y que era de chicos malos envidiar el bienestar ajeno. De modo que yo no sólo estaba en estado de pecado, sino que por añadidura me veía obligado a mantenerlo en secreto. ¿Por qué —me preguntaba ofuscado— todos los vecinos tienen auto? ¿Por qué nosotros no? En mi hogar nunca pasamos penurias demasiado serias, gracias a Dios. Éramos parte de esa clase media que intentaba capear el temporal de la Revolución Argentina, y se encaminaba sin saberlo al martirio del Rodrigazo y a todo lo que vendría después, aunque lo ignorásemos cándidamente. Pero en Castelar, en aquellos años, muchos tenían auto. Hasta empezaban a florecer algunos potentados que tenían dos. Y a mí me parecía una absoluta injusticia que nosotros careciéramos de tan preciado bien; útil ante todo para meterse adentro a jugar en días de lluvia, o para viajar en él, llegado el caso, y creo que en ese orden de prioridades.

De modo que aunque Daniel y Damián fueran unos plomos, jugar a manejar el jeep era toda una aventura. No obstante, hacerlo de a tres tenía sus bemoles. De hecho, todos queríamos manejar el jeep de Combate, pero ninguno se resignaba al triste papel de copiloto. Ni siquiera menciono la obtusa función de ametralladorista, parado como un tonto en la parte de atrás. Sabiéndome el «combatiente invitado en jeep ajeno», yo toleraba estoicamente esos papeles secundarios. Hasta solía inmolarme en defensa de la patrulla. Para que el lector advierta mi buena disposición para con el divertimento, he de decir que solía caer muerto en pleno pavimento, con las piernas aún enganchadas en la carrocería, como solía suceder con los alemanes de Combate; y todo sin que nadie me lo pidiera, pero en el afán de dar verosimilitud al argumento.

En cierto momento de aquella mañana consideré, naturalmente, que había llegado mi turno de pasar al volante. Pero para mi infinito dolor, Daniel se volvió hacia mí, me miró de arriba abajo, y con la expresión entre distante y complacida de quien asiste al estertor final de una cucaracha moribunda, y volviéndose a su hermanito comentó: «¿Y éste qué quiere manejar, si ni siquiera tiene auto?».

Todavía recuerdo el oprobio en que me sumieron sus palabras. Como siempre tuve pocas pulgas, me dispuse a desalojarlo por la fuerza. Pero ahí terció el infeliz del hermanito (que dicho sea de paso como ametralladorista era un fiasco, porque se distraía, no mataba a nadie, y cuando hacía el efecto sonoro del tableteo del arma nos escupía la nuca que daba asco). «¿Sabés qué pasa, Daniel? No tienen auto porque el padre no sabe manejar.»

Ese fue el acabose. Que se burlaran de nuestro patrimonio era grave. Pero que pusieran en duda los valores y capacidades de mi padre era algo intolerable. Yo tendría unos cinco años, seis a lo sumo. Y para entonces papá combinaba la fortaleza física de Superman, la sabiduría del Libro Gordo de Petete, la valentía de Sandokán y la perfección de Dios todopoderoso y eterno. De modo que no tuve más remedio que sonrojarme, resoplar varias veces para no llorar y encajarle dos buenas trompadas a Danielito para aflojarme los nervios, ante los gritos despavoridos del inservible de su hermano. Ahora me he convertido en un tipo más bien pacífico, pero entonces era algo proclive a las decisiones coléricas.

Mi viejo y el de ellos, alertados por los chillidos del otro imbécil, salieron raudos de mi casa y detuvieron la pelea. Podrá imaginar el lector los acontecimientos que siguieron: reconvenciones paternas a cada uno de los involucrados, un apretón de manos de fingida reconciliación, esas cosas.

Después vienen algunos minutos confusos, que en este montón de años se me han escabullido por completo. El siguiente recuerdo que me queda nos sitúa a todos a bordo del jeep, con el papá de ellos al volante, a punto de partir hacia no me acuerdo dónde.

Fue entonces que el turro de Danielito, haciéndose el tonto y como al pasar, le preguntó a mi viejo: «¿No es cierto que vos no sabés manejar, Héctor?». A mí las cosas empezaron a ponérseme rojas, mientras la impotencia, la rabia y la vergüenza se me iban canalizando hacia otras dos trompadas inminentes.

Entonces papá, sin volverse siquiera pero midiendo la escena con pericia, anunció su verdad demoledora: «No, Daniel. Autos no manejo. Porque me gustan más los aviones. Soy piloto de aviones, ¿sabés?». El otro quedó mudo, y el más chico empezó a codearlo como para que le aclarara el rumbo de una conversación cuyas derivaciones empezaban a intranquilizarlo. Yo mismo, a punto de postrarme en el piso del jeep para agradecer a Dios la materialización de semejante milagro, pregunté azorado: «Pero papi, ¿vos no sos odontólogo?». (Observe el lector mi falta de picardía y mi honestidad a toda prueba.)

«Sí, Edu —contestó—. Pero aparte soy piloto.» Y ahí descerrajó las palabras cósmicas, que iban a golpear a mis rivales como un tren de carga en pleno rostro. «Piloto de combate.»

Tres palabras, y luego el silencio. Lo dijo en un tono como tímido, como quien informa algo a regañadientes, como disculpándose, como no queriendo darle importancia. Era un artista, cuando quería.

Nosotros tres quedamos mudos. En nuestras mentes afiebradas se abría paso mi papá piloteando uno de esos aviones de guerra que de vez en cuando pasaban volando bajito hacia la Séptima Brigada de Morón. Comparado con eso, el jeep y cualquier otro chirimbolo que estuviese atado a la tierra era una insignificancia. ¿Qué podía importar tener un auto, poseyendo un padre capaz de manejar un avión de guerra?

Danielito, aferrándose a una última esperanza, intentó mantener su incredulidad a ultranza: «¿Pero entonces por qué trabajás de odontólogo?». A lo que mi viejo, sin que se le moviese uno de los pocos pelos que le quedaban, contestó con sencillez: «¿Sabés qué pasa? Aprendí en el servicio militar. Pero ahora ya estoy retirado. Pero ojo que si hay una guerra me llaman de nuevo, y me dan uno de esos aviones de la Base».

El padre de ellos, cuya sonrisa yo entonces no alcanzaba a entender, puso primera y nos fuimos. El último retazo del recuerdo se pierde ahí, con la imagen de la nuca de mi viejo en el asiento del acompañante, salpicada del sol entre la sombra nueva de los tilos.

Han pasado veinticinco años desde aquella mañana. Lo extraño de algunos recuerdos es que crecen con uno. Cambian con uno. Por un tiempo, recordé esa mañana como la de nuestra victoria fenomenal sobre aquel par de pedantes. Después, en mi adolescencia, como un gesto cariñoso destinado a salvarme a mí de una humillación tan pequeña como mis cinco años y tan grande como mi orgullo.

Ahora, en cambio, entiendo la actitud de mi padre en una dimensión distinta. Ese recuerdo se mezcla con otros. Él y yo arreglando el jardín, tratando de hacer crecer el gramillón en el desierto. Él con la Spika y los partidos los domingos a la tarde, enfrascado en el diseño perpetuo de planos a mano alzada para la gran reforma de mi casa que nunca llegó a materializarse, y yo jugando a los soldaditos debajo de la mesa. Él y yo en el ajedrez de sobremesa con handicap, en el fulbito de vereda, en el tren local de la mañana, en el cine Los Ángeles.

De modo que hoy, cuando recuerdo esa mañana, ya no pienso que mi viejo armó una fantástica mentira para salvarme delante de aquellos dos tarados. Estoy seguro, en cambio, de que cuando afirmó que era piloto de combate se quedó corto. Cortísimo.

Libro: Te conozco, Mendizábal y otros cuentos (2001).

domingo, 16 de junio de 2024

Señor Pastoriza - Cuento de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Cuando me enteré, casi no pude decir palabra sobre su muerte, señor Pastoriza. No sé muy bien por qué. Aunque supongo que siempre me ocurre eso con las cosas que me lastiman. No puedo nombrarlas mientras me duelen, o mientras me duelen mucho, o mientras son un dolor nuevo y desconocido, un dolor que busca su sitio en el cementerio de tristezas que todos tenemos en algún lugar del alma. 

Pero al mismo tiempo supe, desde el momento mismo en que me enteré, temprano en la mañana, mientras escuchaba la radio al afeitarme, que iba a tener que escribirle estas líneas, u otras como estas, señor. Eso también es algo que me ocurre con las cosas que me duelen. Se me traban en la lengua pero se me destraban en palabras, cuando las escribo. Aunque con la muerte nunca sea sencillo. Siempre es más difícil con la muerte, señor Pastoriza. 

Pero si tengo la necesidad, casi la obligación, de escribirle por lo menos estas líneas, señor Pastoriza, es por algo que le debo desde hace muchos años, y que no pude agradecerle correctamente en su momento. Espero sepa perdonar, a medida que yo avance en este relato, semejante dilación por mi parte. Digamos que tiene que ver con eso de lo difícil que es lidiar con la muerte, señor Pastoriza. Con todas las muertes. Pero dicen que nunca es tarde, de modo que tal vez sea este el momento de darle las gracias, mis propias gracias, esas que tengo demoradas desde hace tanto tiempo. Ahora que se fue usted, señor,  siento que es el momento de decírselo, o de escribírselo, que —como ya apunté— es mi modo de decírselo.

Usted no necesita que yo le recuerde, señor Pastoriza, esa hazaña de enero de 1978 cuando Independiente, con ocho jugadores, consiguió un empate imposible contra Talleres de Córdoba, como visitante y con medio mundo en contra, en la final del Campeonato Nacional de 1977. Lo ganaba Independiente y lo dio vuelta Talleres, con un gol mentiroso, convertido con un manotazo impúdico que el árbitro no tuvo la hombría de anular. Sí tuvo la hombría de echar a tres jugadores de Independiente que le fueron a gritar su indignación. Y la historia estaba escrita. Todos querían irse, llenos de bronca y de impotencia. Pero estaba usted, señor Pastoriza. Usted estaba y los detuvo. Los detuvo y los hizo volver. Los hizo volver y les dijo: «Jueguen». Les dijo «jueguen» y ellos le hicieron caso, señor Pastoriza.

Esa noche yo no supe nada, señor Pastoriza. Me habían enviado a Villa Gesell, junto con mi hermana, a veranear con unos tíos. Esas cosas que pasan y que cuando uno es chico no se da cuenta de que lo están engatusando. ¿Cómo era posible que me fuese de vacaciones sin mis viejos ni mi hermano mayor, con lo que a todos nos gustaba el mar? Tendría que haberme dado cuenta de que había una matufia rara, con ese viaje a la playa. Pero a los diez años a veces uno se distrae y pierde las marcas, señor Pastoriza. 

De manera que esa noche yo ni me enteré. Usted estaba con los brazos en alto frenando a los jugadores de Independiente; arengándolos, sosteniéndolos, y yo dormía como un bendito. Mi viejo, allá en Castelar, fumaba como la chimenea de un acorazado con la radio pegada a la oreja, y yo soñaba como si tal cosa, fíjese qué barbaridad. Usted mandaba a la cancha a Bertoni, medio lesionado y todo, y yo no me enteraba de nada. El corazón de mi viejo latía al ritmo frenético de la pared que armaban Biondi, Bertoni y Bochini, y yo seguía en la nube más distante de los sueños. Bochini empujaba el balón hacia la gloria y yo roncaba a pata suelta. Mi viejo gritaba en la puerta de casa, para que se enterasen los vecinos, y yo como si nada, bien metido bajo la frazada porque las noches geselinas por entonces eran frescas. Recién a la mañana siguiente algún hincha del Rojo me puso en autos de la hazaña. Yo me sentí raro. Para mí, Independiente campeón eran los cantitos con mi viejo, los saltos por la casa, las banderas rojas colgadas de los muebles. No esa noticia atrasada, a cuatrocientos kilómetros de Castelar, traída por un desconocido.

Pero usted no sabe lo que fue a la vuelta, señor Pastoriza. Usted no se imagina. Con mi hermana llegamos de noche, y fue mi papá el que nos abrió la puerta. Se lo escribo y lo estoy viendo, señor Pastoriza. Alto. Levemente encorvado. Pelado. La bata que llevaba bien atada a la cintura y que no podía ocultar la ponchada de kilos que había perdido en esos meses. 

Creo que primero me dio un abrazo. No estoy seguro. De lo que sí tengo certeza, porque me acuerdo de cada uno de los diez pasos que di, es que me llevó de la mano desde la puerta hasta la mesa del comedor. «Vení, tipito», me dijo. «Vení que te guardé todo.» Cosas que tiene la vida. Yo tenía diez años y él no podía decirme que se estaba muriendo. Pero podía ingeniárselas para preparar sobre la mesa todos los recortes de esa noche de fábula del 2 a 2 con ocho hombres, señor. La Nación. Clarín. La Razón. El Gráfico. Goles. Entre todas las noticias y las fotos, eligió una para leérmela en voz alta. «El gol lo hice con la mano» era el título, y el autor del segundo gol de Talleres confesaba la trampa. Mi papá lo leyó eufórico, airado, saliéndose de la vaina. Era la prueba definitiva de que nos habían currado y ni así, señor, ni así nos habían podido sacar el campeonato. Y había otro recorte que hablaba de usted, señor Pastoriza. De cómo se plantó y los plantó y les dijo jueguen. 

Y en la noche de enero mi viejo me mostraba cada titular. Cada foto. Y yo miraba los recortes y lo miraba a él. Y miraba las fotos y lo miraba a él. Mierda que era invencible. Flaco y todo. Enfermo y todo. Medio muerto y todo. Señalaba con el dedo los papeles y el partido se levantaba desde la mesa para que yo lo viera. Los marcaba con el dedo índice y era Moisés abriendo de punta a punta las aguas del mar Rojo. Adán tocando la mano de Dios. Bochini empujando la bola, dos a dos y a cobrar. Usted no sabe lo que era ese hombre, señor Pastoriza. 

Tengo esos recortes guardados en mi casa. Tal vez alguna vez junte el valor de ir a buscarlos. No lo sé. Temo que si abro la bolsa verde en la que los tengo escondidos se escapen, también, todas las lágrimas. Pero mi debilidad no tiene que ser ingratitud.  Por eso, gracias, señor Pastoriza. Por ese campeonato de leyenda que me dio la oportunidad de dar la última vuelta olímpica con mi viejo, sobre la mesa del comedor, mientras él le hacía las últimas gambetas a la muerte. 

Ya ve que no es porque sí, que usted se muere y yo me acuerdo de estas cosas. Será más bien que Independiente es un puente que perpetuamente me conduce hacia mi viejo. Y bueno. Usted estuvo siempre parado en ese puente. Así que gracias, señor Pastoriza. Gracias y hasta siempre.

Libro: Un viejo que se pone de pie (2007).

sábado, 15 de junio de 2024

Qué Grande! Ep. 33: Día del Padre

Cuentos, poemas y música del Día del Padre. Emitido en vivo el sábado 15 de junio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Lecturas
  • Señor Pastoriza (de Eduardo Sacheri)
  • Justo a tiempo (de Daniel Rearte)
  • Imagen de mi padre (de Chimpoy)
  • A mi querido viejo (de Víctor Elgueta)
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domingo, 9 de junio de 2024

Una noticia que sorprende - Cuento de Roberto Fontanarrosa


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

La noticia, cuando menos, sorprende. En Paraná, provincia de Entre Ríos, una mujer, tras treinta años de matrimonio, des­cubrió que su marido era ciego.

¿Cómo podemos interpretar la conducta de esta señora, pre­gunto yo, cómo podemos interpretarla? Porque no estamos di­ciendo que ella descubrió que su marido no tenía visión, diga­mos, para los negocios, o no tenía visión para las grandes empresas, no. Ella descubrió, tras treinta años de matrimonio, que su marido no tenía visión en los ojos, que no veía nada, que era completamente ciego.

Se le preguntó a esta señora, le preguntaron los periodistas cuando la insólita noticia tuvo difusión, cómo era posible que no se hubiese dado cuenta antes. Y ella dijo: "Mi esposo tiene tantas falencias, tantas falencias tiene mi marido que, ésa, la de la ceguera, pasaba desapercibida".

Entonces usted, yo, nosotros, todos, nos preguntamos... ¿No notó doña Asunta -porque así se llama la mujer en cues­tión- durante una convivencia de tres décadas, que su mari­do no veía? Ella se defendió diciendo que sí, que lo había notado. Que a veces observaba a su marido vacilante, al parecer indeciso. Pero como su marido lo era siempre para tomar de­terminaciones, para resolver qué ropa ponerse o incluso para decidir qué deseaba comer, a ella aquello no le pareció sorprendente.

Paso a leerles, ahora, algunos párrafos de las declaraciones de esta señora de Paraná a diarios de Buenos Aires que acu­dieron a entrevistarla.

"Yo notaba que mi José leía poco, es cierto, pero yo tampo­co soy una intelectual. Puedo leer alguna revista vieja, algún diario o las efemérides de los calendarios, pero no es la lectura una cosa que hagamos muy a menudo en mi casa."

Vamos percibiendo, entonces, mis amigas -y algunos ami­gos que advierto por allí, especialmente en las filas del fondo-, cómo esta anécdota francamente extraña que traigo hoy a co­lación se entronca, se contacta, se enclava -en el tema de mi charla "La incomunicación en la pareja moderna". Y surge la pregunta, la curiosidad, la requisitoria... ¿Quién es más ciego en este caso? ¿El marido de la señora Asunta -José- con su fal­ta de visión congénita o la misma señora Asunta, que no supo, o no pudo, o no quiso, enterarse de la anomalía de su esposo?

Veamos este otro dato, francamente notable, que nos entre­ga la prensa: "La señora Asunta -remarca el diario 'El Impre­so' de Nogoyá- no sospechó ni siquiera cuando su marido, pa­ra empezar a concurrir a un gimnasio de la zona, le solicitó la compañía de un perro".

Acá hay una situación concreta. Este hombre austero, poco comunicativo, parco, acostumbrado a no pedir demasiadas co­sas, rompe por fin con su austeridad y solicita algo: un animal, un perro. Recordemos que José, el marido, no trabajaba. Esta­ba ya jubilado de su oficio de relojero, que había ejercido du­rante cuarenta años ayudado solamente por su sentido del tac­to. Y era Asunta la que salía para hacer las compras, pagar los impuestos y visitar a su familia.

"Debo reconocer -dice la señora en este otro recorte de dia­rio- que no me cayó muy bien el pedido de mi esposo. Era co­mo decirme que no le alcanzaba con mi compañía. Era intro­ducir entre nosotros dos, que siempre habíamos vivido solos, que no habíamos querido tener hijos para no dispersar nuestro cariño y que, además, vivimos con un presupuesto muy ajustado, un elemento nuevo, desconocido, costoso y, además, no humano, porque se trataba de un animal."

Es clásica esta situación, queridos amigos: la de la pareja cerrada, simbiótica, en la que no se sabe dónde termina uno de los componentes y dónde comienza el otro. Como también es clásica en estos casos la aparición del temor a que un elemento externo, como el perro, altere la relación. He hablado de esto en mi charla anterior, "La interferencia de Perico", donde toqué el caso de esa pareja venezolana madura que ve destruida toda su intimidad tras la compra de un loro. Recordarán quienes con­currieron a este mismo auditorio a fines de enero que el loro co­menzó a memorizar cortas frases que escuchaba de labios del esposo las pocas veces en que éste estaba solo, y las repetía lue­go frente a la esposa cuando ella llegaba.

Ahora repito yo como un loro, y perdonen el mal chiste, que la pareja de Asunta y José era una pareja simbiótica. Simbió­tica al punto que él suele usar polleras de ella y que ella luce en estas fotografías una sombra de bigote, un bozo, como se de­cía antes, una pelusa grisácea sobre el labio superior. En el marido puede disculparse la confusión, dado que no nos resul­ta difícil imaginarlo tanteando dentro del ropero en busca de su vestuario y sacando al azar una prenda cualquiera. Incluso el tacto más adiestrado puede confundir un cuello de piel de nutria con una corbata de fieltro. O, prestemos atención, un cuello de piel de nutria con un perro lazarillo vivo y coleando.

¿Qué respondía la señora Asunta ante esta particular for­ma de vestirse de su marido? "Mi José sale poco -declara acá-y no era raro que se paseara por el patio con un batón que era de mi madre. Un batón muy lindo, marroncito con pintitas blancas. Por eso tampoco me resultaba demasiado raro verlo en polleras."

"¿No pensó que su marido podía tener tendencias un tanto raras?", -le pregunta el periodista, que trabajaba, sin duda, pa­ra un medio con tendencia al escándalo. "No me pregunte esas cosas", responde ella. Vemos la negativa, el rechazo, el temor ante la intromisión ajena en una pareja blindada. El marido de Asunta entonces solicita un perro, pero no un perro común y silvestre sino un perro lazarillo, un perro adiestrado para conducir no videntes.

Asunta está ajena al mundo animal. Piensa que un perro lazarillo es de una raza determinada, como los perros labrado­res o los perros ovejeros. Y no lo compra sin antes preguntarle a su esposo: "¿Quién habrá de cuidarlo, quién lo sacará a pa­sear, quién limpiará todo lo que ensucie?". "Él me sacará a pa­sear", fue la contestación de José. Y ella no entendió el sentido de la respuesta. Como, al parecer, no entendía un montón de otras cosas.

"Me preguntaba —cuentan que decía doña Asunta— por qué mi marido usaba lentes negros durante la noche, cuando no hay sol ni tanta luz desde los focos de cuarzo de la avenida." Y él tampoco le explicaba nada, le decía que era moda, que esos lentes se los había regalado su padre, que se sentía desnudo sin ellos. Adviertan ustedes la situación. Cómo se va notando que, paso a paso, se debía hacer más evidente ante los ojos de Asunta la condición lamentable de su marido, pero ella se ne­gaba a verla. ¡Ella, que sí podía ver!

Al parecer, en los últimos tiempos, José comenzó a animar­se a salir a la calle conducido por su perro. Ya la simbiosis de la cual les hablaba se iba tornando más y más aguda. Mientras José se vestía casi íntegramente de mujer, Asunta dejaba cre­cer su bigote enormemente, lucía pantalones e incluso cubría el pelo corto de su cabeza con un sombrero de fieltro de su ma­rido, el clásico funyi. Y poco ayudaba a José usar tacones altos, que elegía, uno supone, aturdido por su falta de visión. Se torcía los tobillos, cayendo con facilidad de bruces sobre el animal, que más de una vez lo mordió, ya que era un perro cualquiera, sin adiestramiento alguno. La señora Asunta luego reconoció que no había conseguido uno de esos lazarillos en el negocio del barrio que vendía mascotas y le compró un dálmata ya crecido, segura de que su marido no iba a protestar porque casi siempre se conformaba con todo lo que ella le com­praba. Oigan lo que dice Asunta en esta parte del reportaje: "Una vez le compré a mi José una bufanda verde cuando él me había pedido una gris. Pero la aceptó tranquilamente y sin protestar. Él es así. Se adapta a todo".

En muchas ocasiones José volvió a su casa golpeado y tu­mefacto, ya que el dálmata lo hacía caer y lo arrastraba por la vereda varias cuadras. Pero ese hombre siempre se negó a que lo ayudaran a levantarse porque era muy orgulloso. De un or­gullo casi lindante con la tontería, según un vecino. "No acep­taba ni que le prestaran una taza de azúcar -declara este mis­mo vecino—. Prefería tomar el café amargo antes que pedirnos azúcar a nosotros."

Podrán apreciar ustedes que Asunta y José nunca quisie­ron, pudieron o se atrevieron a hablar de sus problemas más íntimos, a preguntarse cuáles eran sus temores, sus limitacio­nes, sus problemas. "Éramos la clásica pareja de otros tiempos —contó doña Asunta a un programa de televisión por cable-, concertada por nuestros padres. A mí me habían dicho que mi José era un buen partido, y a él le habían dicho que yo era una chica atractiva."

¿Y cómo termina esta historia, mis amigas, que nos deja tantas enseñanzas y sobre la cual cada una de ustedes, cada uno de ustedes, reflexionará largamente en sus casas? Asunta des­cubre la ceguera de su marido. ¿Y cómo la descubre? Muy sim­ple... Un día le pide que le alcance el salero y él le alcanza un si­fón de soda. Un gesto simple, chiquito, doméstico, pero que, al parecer, rebalsa el vaso. Tal vez por la presión misma del sifón. "José, vos sos ciego", le dice Asunta. Y José no puede menos que aceptar esa realidad tan dura.

Amigas, amigos, atrevámonos a mirar de frente nuestra realidad, observemos un poco más detenidamente a la persona que tenemos más cerca. Usted, señora, usted, señor, gire su ca­beza y contemple al semejante que está sentado en la butaca, a su lado, estudie esos rasgos, esa mirada y aprenderá a comprender un poco mejor las cosas de la vida. Aunque cueste, aun­que duela, aunque espante. Es sólo una aventura en busca de la verdad.

La dura verdad que encontró un día la señora Asunta, a quien su marido abandonó tres días después del descubrimien­to de su ceguera. Leamos las palabras de la desolada señora ante el abandono, tanto de su marido como del perro dálmata, al pie de la foto donde se la ve fumando, con el pelo cortito, el bigote ya cano y luciendo una corbata a lunares grandes.

"Mi José es muy orgulloso -dice ella- y no podía soportar la idea de que yo permaneciera al lado de él sólo por lástima, por piedad, o por darme pena. Todavía me parece verlo, yéndose de casa, con la capelina que era de mi tía Fina y ese trajecito sas­tre que a mí me quedaba muy bien y que, ya al final, él usaba tanto que ni me importaba que se lo llevara."

Reflexionemos, mis amigas, mis amigos, sobre este caso de una pareja tan simbiótica que él era ciego y ella no veía. Y nos encontraremos en mi próxima charla de fines de junio, en esta misma sala, con el tema "La comida casera tras la caída del Muro".

Libro: Usted no me lo va a creer y otros cuentos (2003)

sábado, 8 de junio de 2024

Qué Grande! Ep. 32: Día del Periodista

Cuentos y poemas divertidos y reflexivos de género periodístico. Emitido en vivo el sábado 9 de junio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Lecturas
  • Una noticia que sorprende (de Roberto Fontanarrosa)
  • Reportaje y autoconfesión (de Nuncio Agostino)
  • Días de radio, de trompadas y de amor (de Sebastián Wainraich)
  • Gran jugador, peor persona (de Sebastián Sánchez)

miércoles, 5 de junio de 2024

El muerto de la calle Morrison - Cuento de Teresa Fleitas


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Norita - Homenaje de Ariel Scher a Nora Cortiñas


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Cuando las cosas se ponían bravas, no sabíamos qué iba a pasar. Sólo sabíamos que iba a estar Norita.

Y cuando las cosas se ponían mucho más que bravas, tampoco sabíamos qué iba a pasar. Sólo sabíamos que iba a estar Norita.

Y cuando las cosas se ponían mucho más que bravas y el mundo se ponía vacío porque el futuro se ponía vacío, no sabíamos qué iba a pasar. Sólo sabíamos que iba a estar Norita porque Norita nunca dejaba vacío al mundo y nunca dejaba al mundo sin futuro.

Y cuando las que se quedaban vacías eran las palabras y, entonces, sonaba hueco decir coraje, o decir igualdad, o decir derechos, o decir corazón, o decir pueblo, no sabíamos qué iba a pasar pero creíamos y sentíamos que iba a pasar lo peor. Y, sin embargo, sensación extraordinaria, a la vez sólo sabíamos que, igual que en la plaza más grande, igual que en las plazas chiquitas, igual que en cada camino que casi nadie se animaba a recorrer y delante de cada individuo y de cada organización que necesitara luces y compañía, iba a estar Norita y, si estaba Norita y si hablaba Norita, las palabras recuperarían sentido y la vida recuperaría la esperanza.

Y cuando la que se vaciaba era la lucha o la voluntad de luchar, nosotros -los corrientes, los cualquiera, sueltos o juntos- no sabíamos qué iba a pasar aunque intuíamos que nada bueno podía pasar. Sólo sabíamos que, chiquitísima y gigante, hermosamente empañuelada e invariablemente invencible, desde alguna esquina brotaría Norita para luchar y para hacer recordar que la verdadera derrota era (es) dejar de luchar.

Y cuando llegaban malas noticias, noticias como la que ahora estremece porque se murió Norita, no sabíamos qué iba a pasar, salvo que cerrábamos los ojos por la plenitud de la tristeza. Y, sin embargo, al abrir los ojos, no por milagro y sí por su historia, sólo sabíamos y sólo veíamos la sonrisa de Norita.

Esa sonrisa que vemos en este instante, mientras seguimos sin saber qué va a pasar con las cosas bravas, pero sí sabemos que, donde alguien resista y donde alguien construya, ahí va a estar ella, Norita imprescindible, hasta las Madres siempre, hasta la memoria siempre, hasta la victoria siempre, hasta la humanidad siempre.