Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Uno de los recuerdos más lindos que conservo de mi papá fue cuando me enteré de que era piloto de combate. Era sábado, era de mañana, y era en primavera. Yo era muy chico, pero esos datos son absolutamente fidedignos. Era sábado porque papá estaba en casa. Era de mañana porque las imágenes que conservo tienen al sol del lado de las vías.
Y era noviembre porque me acuerdo de la cuadra de casa sombreada por el naciente follaje verde claro de los tilos frondosos de la calle.
Yo estaba con dos chicos, no demasiado amigos. Permítaseme proteger sus nombres. Digamos que se llamaban Daniel y Damián. Si agrego que eran dos tipos bastante tontos, tal vez se entienda mi afán de ocultar sus nombres ciertos. No eran como Andrés —nombre correcto—, mi gran amigo de la infancia. Por empezar, no les gustaba jugar al fútbol. Esa sola circunstancia, por demás descalificante, iba acompañada por otras severas deficiencias de carácter. No sabían jugar a nada. Ni a los soldaditos, ni a las carreras de autitos Matchbox. Mucho menos armar aviones con Rasti. Tal vez ahora el lector comprenda mi negativa a identificarlos. Puede ser que ahora sean hombres de bien, y se sientan disgustados por mi forma de caracterizarlos. Y si he de ser sincero, tal vez ellos me vieran a mí como el imbécil y el pánfilo. No he de guardarles rencor, al fin y al cabo. Me basta con considerar que, para Andrés y para mí, los otarios eran ellos.
Puede el lector preguntarse por qué estaban conmigo, si nuestra afinidad era inexistente.
Simplemente porque su padre estaba visitando al mío. Dejo aclarado que su padre siempre me mereció el mayor de los respetos. Era un tipo piola, poco hablador, pero a su modo divertido. Aun así me hubiese quedado la chance de escapar y ganar la calle por la otra puerta para evitar el encuentro. Pero, ¡oh, flaqueza del espíritu!: venían en un jeep, igualito a los que se veían en las películas de guerra de los sábados a la tarde. Y el padre nos dejaba subirnos y hacer que manejábamos.
Y a mí —debo reconocerlo— jugar a manejar me enloquecía. Sobre todo (imagino) porque nosotros no teníamos auto. Y eso era algo que me intranquilizaba en cierta medida. En casa siempre me habían enseñado que era pecado ser codicioso, y que era de chicos malos envidiar el bienestar ajeno. De modo que yo no sólo estaba en estado de pecado, sino que por añadidura me veía obligado a mantenerlo en secreto. ¿Por qué —me preguntaba ofuscado— todos los vecinos tienen auto? ¿Por qué nosotros no? En mi hogar nunca pasamos penurias demasiado serias, gracias a Dios. Éramos parte de esa clase media que intentaba capear el temporal de la Revolución Argentina, y se encaminaba sin saberlo al martirio del Rodrigazo y a todo lo que vendría después, aunque lo ignorásemos cándidamente. Pero en Castelar, en aquellos años, muchos tenían auto. Hasta empezaban a florecer algunos potentados que tenían dos. Y a mí me parecía una absoluta injusticia que nosotros careciéramos de tan preciado bien; útil ante todo para meterse adentro a jugar en días de lluvia, o para viajar en él, llegado el caso, y creo que en ese orden de prioridades.
De modo que aunque Daniel y Damián fueran unos plomos, jugar a manejar el jeep era toda una aventura. No obstante, hacerlo de a tres tenía sus bemoles. De hecho, todos queríamos manejar el jeep de Combate, pero ninguno se resignaba al triste papel de copiloto. Ni siquiera menciono la obtusa función de ametralladorista, parado como un tonto en la parte de atrás. Sabiéndome el «combatiente invitado en jeep ajeno», yo toleraba estoicamente esos papeles secundarios. Hasta solía inmolarme en defensa de la patrulla. Para que el lector advierta mi buena disposición para con el divertimento, he de decir que solía caer muerto en pleno pavimento, con las piernas aún enganchadas en la carrocería, como solía suceder con los alemanes de Combate; y todo sin que nadie me lo pidiera, pero en el afán de dar verosimilitud al argumento.
En cierto momento de aquella mañana consideré, naturalmente, que había llegado mi turno de pasar al volante. Pero para mi infinito dolor, Daniel se volvió hacia mí, me miró de arriba abajo, y con la expresión entre distante y complacida de quien asiste al estertor final de una cucaracha moribunda, y volviéndose a su hermanito comentó: «¿Y éste qué quiere manejar, si ni siquiera tiene auto?».
Todavía recuerdo el oprobio en que me sumieron sus palabras. Como siempre tuve pocas pulgas, me dispuse a desalojarlo por la fuerza. Pero ahí terció el infeliz del hermanito (que dicho sea de paso como ametralladorista era un fiasco, porque se distraía, no mataba a nadie, y cuando hacía el efecto sonoro del tableteo del arma nos escupía la nuca que daba asco). «¿Sabés qué pasa, Daniel? No tienen auto porque el padre no sabe manejar.»
Ese fue el acabose. Que se burlaran de nuestro patrimonio era grave. Pero que pusieran en duda los valores y capacidades de mi padre era algo intolerable. Yo tendría unos cinco años, seis a lo sumo. Y para entonces papá combinaba la fortaleza física de Superman, la sabiduría del Libro Gordo de Petete, la valentía de Sandokán y la perfección de Dios todopoderoso y eterno. De modo que no tuve más remedio que sonrojarme, resoplar varias veces para no llorar y encajarle dos buenas trompadas a Danielito para aflojarme los nervios, ante los gritos despavoridos del inservible de su hermano. Ahora me he convertido en un tipo más bien pacífico, pero entonces era algo proclive a las decisiones coléricas.
Mi viejo y el de ellos, alertados por los chillidos del otro imbécil, salieron raudos de mi casa y detuvieron la pelea. Podrá imaginar el lector los acontecimientos que siguieron: reconvenciones paternas a cada uno de los involucrados, un apretón de manos de fingida reconciliación, esas cosas.
Después vienen algunos minutos confusos, que en este montón de años se me han escabullido por completo. El siguiente recuerdo que me queda nos sitúa a todos a bordo del jeep, con el papá de ellos al volante, a punto de partir hacia no me acuerdo dónde.
Fue entonces que el turro de Danielito, haciéndose el tonto y como al pasar, le preguntó a mi viejo: «¿No es cierto que vos no sabés manejar, Héctor?». A mí las cosas empezaron a ponérseme rojas, mientras la impotencia, la rabia y la vergüenza se me iban canalizando hacia otras dos trompadas inminentes.
Entonces papá, sin volverse siquiera pero midiendo la escena con pericia, anunció su verdad demoledora: «No, Daniel. Autos no manejo. Porque me gustan más los aviones. Soy piloto de aviones, ¿sabés?». El otro quedó mudo, y el más chico empezó a codearlo como para que le aclarara el rumbo de una conversación cuyas derivaciones empezaban a intranquilizarlo. Yo mismo, a punto de postrarme en el piso del jeep para agradecer a Dios la materialización de semejante milagro, pregunté azorado: «Pero papi, ¿vos no sos odontólogo?». (Observe el lector mi falta de picardía y mi honestidad a toda prueba.)
«Sí, Edu —contestó—. Pero aparte soy piloto.» Y ahí descerrajó las palabras cósmicas, que iban a golpear a mis rivales como un tren de carga en pleno rostro. «Piloto de combate.»
Tres palabras, y luego el silencio. Lo dijo en un tono como tímido, como quien informa algo a regañadientes, como disculpándose, como no queriendo darle importancia. Era un artista, cuando quería.
Nosotros tres quedamos mudos. En nuestras mentes afiebradas se abría paso mi papá piloteando uno de esos aviones de guerra que de vez en cuando pasaban volando bajito hacia la Séptima Brigada de Morón. Comparado con eso, el jeep y cualquier otro chirimbolo que estuviese atado a la tierra era una insignificancia. ¿Qué podía importar tener un auto, poseyendo un padre capaz de manejar un avión de guerra?
Danielito, aferrándose a una última esperanza, intentó mantener su incredulidad a ultranza: «¿Pero entonces por qué trabajás de odontólogo?». A lo que mi viejo, sin que se le moviese uno de los pocos pelos que le quedaban, contestó con sencillez: «¿Sabés qué pasa? Aprendí en el servicio militar. Pero ahora ya estoy retirado. Pero ojo que si hay una guerra me llaman de nuevo, y me dan uno de esos aviones de la Base».
El padre de ellos, cuya sonrisa yo entonces no alcanzaba a entender, puso primera y nos fuimos. El último retazo del recuerdo se pierde ahí, con la imagen de la nuca de mi viejo en el asiento del acompañante, salpicada del sol entre la sombra nueva de los tilos.
Han pasado veinticinco años desde aquella mañana. Lo extraño de algunos recuerdos es que crecen con uno. Cambian con uno. Por un tiempo, recordé esa mañana como la de nuestra victoria fenomenal sobre aquel par de pedantes. Después, en mi adolescencia, como un gesto cariñoso destinado a salvarme a mí de una humillación tan pequeña como mis cinco años y tan grande como mi orgullo.
Ahora, en cambio, entiendo la actitud de mi padre en una dimensión distinta. Ese recuerdo se mezcla con otros. Él y yo arreglando el jardín, tratando de hacer crecer el gramillón en el desierto. Él con la Spika y los partidos los domingos a la tarde, enfrascado en el diseño perpetuo de planos a mano alzada para la gran reforma de mi casa que nunca llegó a materializarse, y yo jugando a los soldaditos debajo de la mesa. Él y yo en el ajedrez de sobremesa con handicap, en el fulbito de vereda, en el tren local de la mañana, en el cine Los Ángeles.
De modo que hoy, cuando recuerdo esa mañana, ya no pienso que mi viejo armó una fantástica mentira para salvarme delante de aquellos dos tarados. Estoy seguro, en cambio, de que cuando afirmó que era piloto de combate se quedó corto. Cortísimo.
Libro: Te conozco, Mendizábal y otros cuentos (2001).
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