Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
La pelicula, en Argentina, se llamó “Busco mi destino”. Un título malísimo, si se me permite la opinión. En la versión original, en Estados Unidos, se llamaba “Good Will Hunting”, que significa más o menos “El indomable Will Hunting”. Tampoco es gran cosa ese título original, confesemos. Pero la peli está muy buena. Matt Damon personifica a un muchacho superdotado, que tiene un cerebro incomparable para las matemáticas, pero vive en una situación familiar y social de marginalidad y violencia. No les voy a contar acá la película (aunque si no la vieron se las recomiendo, porque está muy buena). Pero sí quiero destacar una escena: Robin Williams (el actor, no el cantante carilindo), hace del psicólogo que atiende a Will. Y en esa escena lo enfrenta con una terrible situación de su pasado y le dice, sencillamente, “No es tu culpa”. El pibe primero no lo entiende, y el psicólogo se lo repite “No es tu culpa”. Después el flaco se siente turbado, confundido. Y el psicólogo insiste: “No es tu culpa”. Después el flaco medio que se enoja, y forcejea con el terapeuta, incómodo ante esa insistencia. Y el psicólogo repite: “No es tu culpa”. Finalmente el protagonista se abandona en esa idea, se afloja, se pone a llorar, y uno comprende que ese pobre pibe venía sometiéndose a una presión que no se merecía, por una situación que no tenía nada que ver con sus acciones en la vida. Uno entiende, en ese momento, que el psicólogo hacía bien en decirle al pobre Will Hunting que no tenía la culpa de lo que le había tocado vivir, porque, aunque fuera cierto y evidente para el que lo veía de afuera, la vida del flaco se había puesto tan enroscada y difícil que hasta pensaba equivocadamente que sí, que tenía la culpa de lo que le había tocado padecer.
Bueno, aunque esta escena de cine no tenga nada que ver con Leo Messi, yo creo que sí. Porque más de una vez he sentido el deseo de decirle un “no es su culpa”. Aclaración importante: yo escribo esto a fines de 2012, después de que Lionel cierra un año bárbaro con la Selección. Y entonces el abultado bando de sus críticos, esos que ponían cara de asquito para decir “Ese en el Barcelona juega, pero en la Selección no”, están en franca desbandada. Sin embargo, conociendo el fútbol, bastará que las cosas el año que viene no sean tan buenas para la celeste y blanca para que las aves rapaces vuelvan a sobrevolar el asunto, a poner carita de estar oliendo sustancias en descomposición y a desvalorizar a Leo.
Y vuelvo a la escena de la peli, y a esas palabras de “No es tu culpa”. No es culpa de Messi ser un superdotado. No lo eligió. Lo habrá cultivado, mejorado, perfeccionado. Pero evidentemente nació con algo. Como el que nace con habilidad para las artes plásticas o para tirar piedrazos con gomera. Este nació con predisposición a una gambeta corta y endemoniada, a llevar el balón con toquecitos cortos a una velocidad de escándalo. Nació con habilidades suficientes como para convertirse en el mejor jugador de fútbol del mundo hoy en día. Y ahí está. Lo es. Por más que a alguno le moleste, Lionel Messi es el mejor jugador del mundo.
Y tampoco es culpa de Messi que exista Diego Armando Maradona. Ni que haya nacido también en la Argentina. Ni que el Diego nos haya dado todo lo que nos dio a los futboleros argentinos. Ni de que haya comandado a esa selección inolvidable campeona en México 86, ni que con el tobillo hecho fruta nos haya dejado en la puerta de otra hazaña en Italia 90. “¿Culpa de qué?”, se me podría preguntar. “De nada”, respondo yo. Culpa de nada.
Y sin embargo, siento que hasta el día de hoy se sigue cometiendo una injusticia absoluta con Messi, en esa comparación constante a la que se lo somete con el Diego. Le ruego al lector que haga la prueba. En el próximo asado que le toque compartir con amigos, póngase a hablar de Lionel Messi. Lo que quiera: arranque por los goles que hizo este año en las eliminatorias, o con su campaña en el Barcelona. Insisto. Empiece por donde mejor le cuadre. Deje ahí, sobre la mesa, suelto el tema, para que los otros comensales lo recojan, lo lleven y lo traigan. Y cuente el tiempo. Verá que no pasan cinco minutos sin que alguno pronuncie la palabra mágica: Maradona. Y no es que lo van a nombrar simplemente para invocarlo. Nada de eso. Van a nombrarlo para compararlos. Lo usual será que quien lo convoque, con el dedito en alto y el aire desenvuelto, diga algo al estilo de “No me vengan con Messi, porque Maradona tal cosa y tal otra”. Y ahí se desplegarán las distintas variantes. El nostálgico del carisma de Diego se quejará de que Messi no habla en la cancha y recordará el modo en que el Diego se parlaba a los árbitros, a los contrarios, a los jueces de línea. El añorante de su emotividad le reclamará a Messi que no canta el Himno y hará memoria acerca de cómo el viejo diez se carajeó con toda Italia por su ingrata silbatina. El melancólico de su pegada se lamentará de que Messi no le pega bien a la pelota y hará una rápida composición intitulada “Diego y los tiros libres”.
Al final, todos chasquearán la lengua, ladeando la cabeza, y murmurando “No me vas a comparar…”. Pues bien. Yo, en esos casos, pienso, casi a gritos: “¿Qué? ¡Si yo no dije nada! ¡Si el que los comparás sos vos!” Y esas son las situaciones en las que vuelvo a recordar esa escena de la película y me dan ganas de decirle, a Messi: “No te hagas cargo, flaco. No es tu culpa“.
No es culpa de Messi que Diego haya significado todo lo que significó. Ni es culpa de Messi tener otro carácter, otro estilo, otra manera de ser, otra manera de llevarse con sus compañeros o de andar la cancha. Messi no tiene por qué ser como Diego. Y mejor que no lo sea. Porque cada jugador –y cada persona– se merece ser lo que tenga ganas, o lo mejor que pueda, pero sin tener que mirarse cada día en el espejo inalcanzable de la admiración de los otros por alguien que no es él.
Si los argentinos nos empeñamos en que Messi tiene que ser como Maradona estamos, como tantas otras veces, equivocándonos. Porque nos perderemos de disfrutar al pibe que mejor juega al fútbol en la actualidad. Ahogados de añoranza, presos de la nostalgia, paralizados de historia, nos vamos a privar de disfrutar a ese pibe que, gracias a Dios, nació en Rosario y, de vez en cuando, se pone la camiseta argentina.
Yo no sé si en Brasil 2014 vamos a dar la vuelta gracias al talento de Leo. O en Rusia 2018, o en Qatar 2022, o en Saturno 2026. Ojalá que sí. Ojalá que Leo, alguna vez, me ponga en la obligación de deberle tanto como le debo al Diego por la alegría que me dio con la camiseta argentina.
Pero no quiero vivir pendiente de eso. No es culpa de Messi que los argentinos seamos incapaces de cerrar nuestro duelo con Diego, con su retiro, con su partida, con el hecho indubitable de que no juega más. Así que no le pega a la pelota como Diego. Perfecto. No tiene por qué. En una de esas, Leo lo sabe y por eso se asegura de limpiarse a cuanto marcador se le ponga enfrente para definir a menos de diez metros del arco. Así que no tiene el carisma de Diego para hacer declaraciones. Asunto de él. En una de esas, le tocó transitar una vida más apacible. Y feliz de él, si ese es el caso. Así que Messi no nos tiene en el subibaja emocional de Diego y sus caídas y sus resurrecciones. Asunto de él. Si al propio Diego yo le desearía una vida a salvo de los chismes, no puedo menos que alegrarme de que Messi pueda sortear esos escollos humillantes.
Yo no quiero naturalizar lo extraordinario. Cuando Messi encara a cuatro tipos que se escalonan para marcarlo en dos metros, el sentido común dice que por ahí no se puede pasar. Y el tipo pasa. Y cuando pone un pase de cirujano entre un revoleo infernal de patas para que un compañero haga el gol, y la pelota surge limpia al otro lado, emergiendo por donde se supone que no debería aparecer, yo quiero seguir asombrándome. No quiero decir “Ajá, mirá vos, lo hizo otra vez”. Quiero seguir con los pies en la tierra, y darme cuenta de que ese pibe acaba de hacer, otra vez, algo imposible para todos los demás.
No quiero arruinarme el presente por el peso del pasado. Yo no sé cuánto tiempo más voy a poder ver a este pibe extraordinario, aunque espero que esto dure muchos años.
Y la mejor manera de honrar lo que Diego hizo dentro de una cancha es, me parece, celebrar que en este país nuestro sigan surgiendo pibes que juegan mejor que el resto. Y que alguno, a la primera de cambio, se convierta en el mejor del mundo.
No me interesa comparar a Maradona con Messi. Primero porque la carrera de uno de los dos, como jugador, está terminada. Ha concluido. Es una obra completa, y a medida que se aleja en el tiempo uno puede verla en perspectiva. En mi caso, la veo para maravillarme y decirle gracias. En el caso de algunos otros, para mezquinarle parte de su grandeza con cosas que no tienen que ver con lo que el Diego hizo dentro de la cancha. Y en el de otros, para llenarse de esa nostalgia odiosa que parte de la base de que lo mejor que tenía que suceder ya sucedió, y lo único que nos toca en el futuro es sufrir y padecer que nunca más pase lo que pasó.
Messi, en cambio, tiene 25 años de edad y una década, si Dios quiere, para seguir jugando. Y yo no tengo ni idea de cómo van a ser esos años que vienen. Yo no necesito que Leo sea como Diego. Necesito que sea como Leo.
Para lo único que quiero poner, en la misma oración, a Diego Maradona y a Lionel Messi es para decir que los dos son de otro planeta, pero gracias a Dios nacieron acá, en este país que es el mío. Y ver jugar tipos así no puede menos que hacerme feliz. Y punto.
Revista El Gráfico (2012).
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