domingo, 16 de junio de 2024

Señor Pastoriza - Cuento de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Cuando me enteré, casi no pude decir palabra sobre su muerte, señor Pastoriza. No sé muy bien por qué. Aunque supongo que siempre me ocurre eso con las cosas que me lastiman. No puedo nombrarlas mientras me duelen, o mientras me duelen mucho, o mientras son un dolor nuevo y desconocido, un dolor que busca su sitio en el cementerio de tristezas que todos tenemos en algún lugar del alma. 

Pero al mismo tiempo supe, desde el momento mismo en que me enteré, temprano en la mañana, mientras escuchaba la radio al afeitarme, que iba a tener que escribirle estas líneas, u otras como estas, señor. Eso también es algo que me ocurre con las cosas que me duelen. Se me traban en la lengua pero se me destraban en palabras, cuando las escribo. Aunque con la muerte nunca sea sencillo. Siempre es más difícil con la muerte, señor Pastoriza. 

Pero si tengo la necesidad, casi la obligación, de escribirle por lo menos estas líneas, señor Pastoriza, es por algo que le debo desde hace muchos años, y que no pude agradecerle correctamente en su momento. Espero sepa perdonar, a medida que yo avance en este relato, semejante dilación por mi parte. Digamos que tiene que ver con eso de lo difícil que es lidiar con la muerte, señor Pastoriza. Con todas las muertes. Pero dicen que nunca es tarde, de modo que tal vez sea este el momento de darle las gracias, mis propias gracias, esas que tengo demoradas desde hace tanto tiempo. Ahora que se fue usted, señor,  siento que es el momento de decírselo, o de escribírselo, que —como ya apunté— es mi modo de decírselo.

Usted no necesita que yo le recuerde, señor Pastoriza, esa hazaña de enero de 1978 cuando Independiente, con ocho jugadores, consiguió un empate imposible contra Talleres de Córdoba, como visitante y con medio mundo en contra, en la final del Campeonato Nacional de 1977. Lo ganaba Independiente y lo dio vuelta Talleres, con un gol mentiroso, convertido con un manotazo impúdico que el árbitro no tuvo la hombría de anular. Sí tuvo la hombría de echar a tres jugadores de Independiente que le fueron a gritar su indignación. Y la historia estaba escrita. Todos querían irse, llenos de bronca y de impotencia. Pero estaba usted, señor Pastoriza. Usted estaba y los detuvo. Los detuvo y los hizo volver. Los hizo volver y les dijo: «Jueguen». Les dijo «jueguen» y ellos le hicieron caso, señor Pastoriza.

Esa noche yo no supe nada, señor Pastoriza. Me habían enviado a Villa Gesell, junto con mi hermana, a veranear con unos tíos. Esas cosas que pasan y que cuando uno es chico no se da cuenta de que lo están engatusando. ¿Cómo era posible que me fuese de vacaciones sin mis viejos ni mi hermano mayor, con lo que a todos nos gustaba el mar? Tendría que haberme dado cuenta de que había una matufia rara, con ese viaje a la playa. Pero a los diez años a veces uno se distrae y pierde las marcas, señor Pastoriza. 

De manera que esa noche yo ni me enteré. Usted estaba con los brazos en alto frenando a los jugadores de Independiente; arengándolos, sosteniéndolos, y yo dormía como un bendito. Mi viejo, allá en Castelar, fumaba como la chimenea de un acorazado con la radio pegada a la oreja, y yo soñaba como si tal cosa, fíjese qué barbaridad. Usted mandaba a la cancha a Bertoni, medio lesionado y todo, y yo no me enteraba de nada. El corazón de mi viejo latía al ritmo frenético de la pared que armaban Biondi, Bertoni y Bochini, y yo seguía en la nube más distante de los sueños. Bochini empujaba el balón hacia la gloria y yo roncaba a pata suelta. Mi viejo gritaba en la puerta de casa, para que se enterasen los vecinos, y yo como si nada, bien metido bajo la frazada porque las noches geselinas por entonces eran frescas. Recién a la mañana siguiente algún hincha del Rojo me puso en autos de la hazaña. Yo me sentí raro. Para mí, Independiente campeón eran los cantitos con mi viejo, los saltos por la casa, las banderas rojas colgadas de los muebles. No esa noticia atrasada, a cuatrocientos kilómetros de Castelar, traída por un desconocido.

Pero usted no sabe lo que fue a la vuelta, señor Pastoriza. Usted no se imagina. Con mi hermana llegamos de noche, y fue mi papá el que nos abrió la puerta. Se lo escribo y lo estoy viendo, señor Pastoriza. Alto. Levemente encorvado. Pelado. La bata que llevaba bien atada a la cintura y que no podía ocultar la ponchada de kilos que había perdido en esos meses. 

Creo que primero me dio un abrazo. No estoy seguro. De lo que sí tengo certeza, porque me acuerdo de cada uno de los diez pasos que di, es que me llevó de la mano desde la puerta hasta la mesa del comedor. «Vení, tipito», me dijo. «Vení que te guardé todo.» Cosas que tiene la vida. Yo tenía diez años y él no podía decirme que se estaba muriendo. Pero podía ingeniárselas para preparar sobre la mesa todos los recortes de esa noche de fábula del 2 a 2 con ocho hombres, señor. La Nación. Clarín. La Razón. El Gráfico. Goles. Entre todas las noticias y las fotos, eligió una para leérmela en voz alta. «El gol lo hice con la mano» era el título, y el autor del segundo gol de Talleres confesaba la trampa. Mi papá lo leyó eufórico, airado, saliéndose de la vaina. Era la prueba definitiva de que nos habían currado y ni así, señor, ni así nos habían podido sacar el campeonato. Y había otro recorte que hablaba de usted, señor Pastoriza. De cómo se plantó y los plantó y les dijo jueguen. 

Y en la noche de enero mi viejo me mostraba cada titular. Cada foto. Y yo miraba los recortes y lo miraba a él. Y miraba las fotos y lo miraba a él. Mierda que era invencible. Flaco y todo. Enfermo y todo. Medio muerto y todo. Señalaba con el dedo los papeles y el partido se levantaba desde la mesa para que yo lo viera. Los marcaba con el dedo índice y era Moisés abriendo de punta a punta las aguas del mar Rojo. Adán tocando la mano de Dios. Bochini empujando la bola, dos a dos y a cobrar. Usted no sabe lo que era ese hombre, señor Pastoriza. 

Tengo esos recortes guardados en mi casa. Tal vez alguna vez junte el valor de ir a buscarlos. No lo sé. Temo que si abro la bolsa verde en la que los tengo escondidos se escapen, también, todas las lágrimas. Pero mi debilidad no tiene que ser ingratitud.  Por eso, gracias, señor Pastoriza. Por ese campeonato de leyenda que me dio la oportunidad de dar la última vuelta olímpica con mi viejo, sobre la mesa del comedor, mientras él le hacía las últimas gambetas a la muerte. 

Ya ve que no es porque sí, que usted se muere y yo me acuerdo de estas cosas. Será más bien que Independiente es un puente que perpetuamente me conduce hacia mi viejo. Y bueno. Usted estuvo siempre parado en ese puente. Así que gracias, señor Pastoriza. Gracias y hasta siempre.

Libro: Un viejo que se pone de pie (2007).

No hay comentarios:

Publicar un comentario