«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
El lado romántico de escritores consagrados y locales, con cuentos y poemas. Emitido en vivo el martes 30 de julio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Lecturas
Reuniones de egresados (cuento de Eduardo Sacheri)
El amenazado (poema de Jorge Luis Borges)
Réquiem con tostadas (cuento de Mario Benedetti)
Es el amor (poema de Sebastián Sánchez)
Lo prometido es deuda (cuento de Nicolás Horbulewicz)
Me permito escribirte estas líneas, aunque no tengo el placer de conocerte personalmente; sólo te he visto en algunas oportunidades por televisión, en la Feria del Libro o en alguna que otra revista.
Sí, tengo el gusto de sentirme uno más en esa hermosa legión de admiradores de la literatura futbolera.
Cuando me pongo a escribir estas líneas, siento la necesidad imperiosa de contar un sentimiento interno. Ese de mezclar la pelota con un libro, el vértigo del gol con la paz de una lectura, la camiseta y el señalador.
No nos unen los colores futbolísticos, sí el mismo sobrenombre “Academia”. Creo que uno de los motivos por los cuales a Central no le tengo “bronca”, es por la admiración que siento por hinchas renombrados como vos, el Negro Olmedo, Fito, el Flaco Menotti y hasta los mismísimos Chelo Delgado y el Sifón Úbeda.
Un cosquilleo me corre por la espalda, del sólo hecho de saber que esta carta algún día podrá llegar a tus manos.
Quizá la misma sensación que sentiría al tirar un caño, hacer un sombrero o meter una rabona. Esa magia que fluye en una prosa dedicada a tal o cual persona.
Tal vez porque Central sea el Racing de Rosario, así como la Lepra es el Rojo.
Quizá porque cada Sábado cuando escucho a Alejandro Apo en “Todo con Afecto”, siento la misma sensación que en épocas de secundaria, cuando escuchaba al Gordo Muñoz relatando un gol en medio de una comunicación con la Base Vicecomodoro Marambio.
¿Cómo creés que conocí algo de la Antártida? ¿Cómo creés que tuve una pintura de la bohemia Ciudad de Rosario?
El escrito es una idea, muchas veces imaginaria, que se ve plasmada en letras. Algo así como la táctica empleada por el director técnico que imagina un determinado desarrollo de un partido, lo piensa, lo explica y el Domingo intenta llevarlo a cabo.
La magia de la interpretación de cada lector, es similar a la exhibida por el hincha, que con toda la adrenalina de la pasión juega un partido singular desde la tribuna.
Es cierto que me une a vos el “fóbal” y la “literatura”; pero en realidad eso es una visión superficial. Me une a vos una cuota importante de admiración.
¿Sabés a veces que me pasa? Me carteo o me encuentro con otros escritores semi desconocidos y en charlas informales, realizan la pregunta típica:
¿Qué escritor te gusta?
Yo ahí recito casi de memoria, Benedetti, el Gordo Soriano, algo de Coehlo, de Sábato, mucho de Galeano, de Roberto Arlt.
Me gusta –también les respondo- un escritor joven llamado Sacheri, que tiene un talento enorme y Roberto Fontanarrosa (siempre te dejo para el final).
¿Y con cuál de ellos te identificás como escritor? Y ahí no dudo, siempre respondo.
Me identifico con el Negro Fontanarrosa, porque ve el fútbol como yo, con el barrio en la cabeza, con el potrero en el pensamiento y la pulpo de goma en su corazón.
Esa mezcla de barrio y prosa, botín y lapicera, césped y papel, imaginación e inspiración; con el broche final de la firma con seudónimo, como una larga corrida con los brazos abiertos en la búsqueda de miles de bocas que gritan un gol.
Me permito escribirte estas líneas con cierto pudor, producto de la admiración a un grande. Robarte un minuto de tu humildad para ponerte de referente de mis escritos futboleros.
Admitiendo que día a día, con el pasar de los minutos y aunque sea en tiempo de descuento, se generará esa situación de gol que inspirará otro cuento.
No tenía ni una sola duda. Era él. El Negro Fontanarrosa me miraba con sus ojos mitad tristeza y mitad misterio, con su barba irrompible, con su frente siempre alta, con su rostro de ídolo involuntario. Era él, el Negro Fontanarrosa, que, contra sus mansedumbres de todas las veces, en un momento subía y bajaba frenéticamente, y en otro momento se hamacaba hacia la izquierda y hacia la derecha como si fuera a abarcar el ancho de este mundo. En ese movimiento imparable y asombroso, lo que no hacía el Negro Fontanarrosa era pestañear. Ni tampoco traer de regreso alguna memoria luminosa del fútbol. Ni tampoco estirar o achicar su sonrisa de tipo noble. Ni tampoco hablar.
De golpe, el Negro Fontanarrosa se quedó quieto. Y detrás de él emergió un pibe, veinte años, veintiuno si hubiera voluntad de exagerar, el flequillo cortado según alguna moda, las manos todavía indemnes de las exigencias de existir. Y la cara: la cara hecha una felicidad. Leía “El rey de la milonga”, el último de los libros de cuentos del Negro Fontanarrosa, y lo leía con tanta fe, con tanta fuerza y con tanta risa que no podía leer quieto como se leen casi todos los libros desde que uno ingresa en la escuela primaria o desde que uno ingresa en la lectura. Leía descajetado y desbordado, mientras los efectos de esa lectura lo hacían mover, sin que se diera cuenta y sin que le importara nada que no fuera la lectura, los brazos para arriba, los brazos para abajo y los brazos para todos los costados. El, el pibe, era la explicación de que el Negro Fontanarrosa se desplazara, sin sudores, hacia el norte y hacia el este, y también hacia el oeste y hacia el sur del universo. El Negro Fontanarrosa, ese que estaba sin pestañear, sin rememorar jugadas y sin hablar, era una foto grande, hasta grandísima, que forraba el ejemplar de “El rey de la milonga”.
-Disculpe, pero no puedo parar de reírme-, dijo, al detectarme, el pibe, que inclusive se reía mientras argumentaba que no podía parar de reír.
-No hay problemas -le contesté-, se ve que te gusta mucho Fontanarrosa.
Nunca lo había visto y nunca lo volví a ver, pero en ese único cruce en la historia, el pibe me dio dos clases simultáneas e inolvidables, una sobre lo que es la literatura y otra sobre lo que es el Negro Fontanarrosa, en una sola respuesta. Una sola respuesta porque, cuando le dije “se ve que te gusta mucho Fontanarrosa”, me contestó:
-Cuando leo a Fontanarrosa, el mundo se acaba. No sé si estoy en mi casa, si extraño a mi novia, si hay fecha de fútbol, si tengo o no tengo trabajo, si pasa algo más que lo que estoy leyendo. No sé nada ni del pasado ni del presente ni del futuro. Bah, del futuro, sí. El futuro, cuando leo a Fontanarrosa, es seguir leyendo a Fontanarrosa.
Una inhibición que jamás sabré si fue justa o estúpida evitó que me pusiera a llorar. Pero evitar llorar me recordó, precisamente, al llanto. Y el llanto me trajo una historia breve que le detallé al pibe, tal vez sintiéndome en la obligación de entregarle algo después de haber sido receptor de su confesión generosa y genial.
“Tengo un amigo -le conté- que es feliz y se siente feliz. No tengo demasiados amigos en esa situación permanente pero a este lo creo y lo veo feliz. Se le nota cuando me abraza al despedirnos en las siete o nueve cenas en las que nos encontramos durante el año, se le nota también cuando cuenta las películas que ve con su mujer antes de dormirse o se le nota cuando repasa las hazañas escolares de sus hijos. Mi amigo dice que se siente tan feliz que a veces le da miedo olvidarse de lo que es llorar. Por eso se inventó una fórmula: cuando lo domina el miedo a olvidarse de lo que es llorar, agarra cualquiera de los libros de su colección completa de Fontanarrosa. Y lee. Lee sin parar de leer y lee sin parar de reír. Y se ríe tanto, pero tanto, que al final termina llorando de risa. Entonces se le va el miedo porque recuerda lo que es el llanto y, además, como leyó al Negro Fontanarrosa, está todavía más feliz que antes”.
Con la mano derecha sobre su ejemplar de “El rey de la milonga”, o sea con la mano derecha sobre la imagen del rostro del Negro Fontanarrosa, el pibe se rió por la historia de mi amigo. Se rio mucho, aunque un poco menos que lo que lo hacía reír cada palabra de “El rey de la milonga”. Enseguida me informó que había sido su papá el que le había sugerido leer al Negro Fontanarrosa. “Mi papá lee pocos libros -dijo-, pero lee mucho a Fontanarrosa. Sabe, es raro. El se ríe cuando lo lee, pero se ríe bastante menos que yo. Mi papá esta convencido de que Fontanarrosa es un humorista buenísimo, pero repite que lo mejor del Negro es que entiende al mundo y que hasta entiende, así dice mi papá, que hay cosas que no se entienden. Mi mamá dice que, para mi papá, Fontanarrosa es la Biblia. Cuando escucha esa frase de mi mamá, mi papá dice que sí”.
Por segunda vez tuve ganas de llorar y. también por segunda vez, no resolví si frenarme era justo o estúpido. De todos modos, me pareció una buena determinación porque empezaba a despedirme del pibe y quería hacerlo con la alegría que me provocaba descubrir que, cerca de las lluvias y del sol, de las flores y de los autos, de los aires contaminados y de los lugares donde se toma café, todavía crece gente como él.
Lo miré y no me miró. Seguro que ese papá y esa mamá de los que supo hablarme lo habían educado con todas las cortesías sencillas, formales y humanas que hacen más agradables los días. Pero en ese momento no me podía contestar ni una mirada ni un saludo. Otra vez, como un imán, “El rey de la milonga” lo había captado.
Me alejé dos, tres, creo que diez pasos, y volví a girar la cabeza. Las risas frescas del pibe sobrevolaban el espacio y amagaban con contagiar hasta a las manchas de las paredes que había alrededor. Entonces, lo vi de nuevo. Lo vi en esa foto que funcionaba como envoltorio de sus cuentos grandiosos. Estaba como lo que era: alguien igual al honor y a la ternura. Lo vi y quise decirle algo, no sé bien qué, pero me ganó de mano, maestro de los maestros, el Negro Fontanarrosa que, juro, me guiñó un ojo mientras, de fondo, la risa del pibe seguía sonando.
Al principio yo pensé que este tipo se habla dado cuenta por los zapatos. Usted vio que los zapatos argentinos tienen cierta fama y si usted es medianamente conocedor de cueros y esas cosas puede reconocer un zapato argentino. Por la confección, por el diseño, como dicen que se reconoce un zapato italiano. Así dicen, no sé. Dicen. Pero después dejé de lado esa suposición mía porque el lugar estaba bastante oscuro, o al menos en penumbras, como para que alguien pudiera ver un par de zapatos y darse cuenta de qué procedencia eran. Porque al principio, cuando todavía estábamos tomando algo, el salón estaba iluminado, bastante iluminado, pero cuando empezó el número vivo y empezó a cantar esta chica entonces bajaron un poco las luces. Si incluso me acuerdo que me dije «bueno, mejor», porque me daba un poco de vergüenza la pinta que yo tenía. Está bien que ahí no me conocía nadie, pero usted vio cómo le queda la ropa a uno cuando hace ya casi un día que la tiene puesta y se la ha pasado yendo y viniendo de un lado para otro cargando con las valijas. Yo estaba de sport, por supuesto, como se pone uno para viajar, pero cuando salí del otro hotel por la mañana, todavía estaba planchadito y elegante, digamos. Es más, pensé que este tipo me había sacado por la ropa. Porque, usted habrá visto que ya la moda está prácticamente uniformada, con este asunto de la globalización. Las marcas son las mismas, las líneas de ropa se pueden encontrar en cualquier parte, pero, de todas maneras, a veces usted ve un grupo de gente en un aeropuerto y dice, inmediatamente, «éstos son argentinos». Y no porque sean gritones o gesticulen como hacemos siempre nosotros, no. Usted se da cuenta por la ropa, no sé, el corte, la forma de combinar los colores, la calidad de un saco, de una remera.
La cuestión fue que cuando esta chica, la cantante, empieza «Caminito» en una versión, digamos caritativamente, perdonable, este tipo que estaba solo, en la mesa de atrás pero muy cerca de la mía, me hace un gesto señalando hacia el escenario y me dice: «Es para vos». «Es para vos», en un castellano muy como lo hablan los norteamericanos, con las erres débiles, ¿vio?… «Es para vos.» Pero me sorprendió que el tipo dijera «vos» y no «es para ti» o «para usted» como generalmente hablan el castellano las personas que son de afuera.
Yo al tipo lo había visto ya en el aeropuerto, esperando como todos los demás. Digamos: sabía que lo había visto pero no le había prestado demasiada atención. Era alto, delgado, estaba de traje marrón oscuro, tenía pelo castaño ya entrecano y con esa típica mandíbula fuerte americana, bien marcadas las comisuras de los labios. Cabeza redonda, cuello largo. Fue uno de los que menos escándalo hizo en la sala de espera cuando nos informaron que el vuelo estaba demorado. Me acuerdo de que en eso sí me fijé. Este hombre estaba sentado, leyendo un libro de bolsillo, pero bien grueso, en inglés, de esos libros apropiados para viajes, que son largos, gordos, pero que no ocupan mucho lugar. Pensé que era un tipo habituado a viajar. Llevaba un bolsón de mano de buena calidad y simplemente volvió a sentarse cuando nos dijeron que el avión tenía como dos horas más de demora.
Habíamos llegado al aeropuerto de Lisboa sobre el mediodía después de la hora y media de viaje en ómnibus desde Évora y allí nos enteramos de que el vuelo a Buenos Aires estaba demorado. Después de dos horas de retraso nos dijeron que había dos horas más para esperar. La gente lo tomó con bastante filosofía.
Yo pensaba que si viajaban más argentinos seguro que armaban un despelote mayúsculo. Pero no había argentinos en el vuelo. Y así pareció confirmarlo este hombre por la noche, ya tarde, cuando la cantante empezó con «Caminito», después de haber abordado un repertorio melódico, internacional podríamos llamarlo, y el tipo me dice bastante amistosamente: «Es para vos». Yo, algo sorprendido, le devolví una sonrisa, me acuerdo, asintiendo con la cabeza. Le repito que no había cambiado ni media palabra con él y tampoco tenía muchas ganas de conversar. Se imagina que después de tamaña amansadora yo no estaba del mejor humor. El resto de los pasajeros, después de insultar y renegar por la postergación del vuelo hasta la mañana siguiente, se había ido a dormir apenas nos asignaron a aquel hotel. Algunos, yo entre ellos, comimos algo aunque lo único que la cocina podía ofrecer a esa hora, y con mucha buena voluntad, eran unos sándwiches bastante desastrosos y alguna gaseosa.
Me fui entonces a la habitación que me habían asignado con la idea de darme una ducha y acostarme porque nos habían dicho que nos iban a despertar a las seis para volver al aeropuerto. Y eso llevaría casi otra hora de ómnibus.
Pero ¿qué pasó?: que me había desvelado, me había desvelado completamente. Pese al cansancio y al relax que suele traer una ducha hirviendo, cuando me fui a la cama estaba con los ojos así, como dos carozos. Me di cuenta de que no me iba a dormir. Creo que la tensión también tenía mucho que ver. Pese a que viajo mucho les tengo cierto temor a los aviones, lo confieso. O si no temor, respeto. Y cuando llegamos al aeropuerto, el avión nuestro ya estaba ubicado junto a la manga. Podíamos verlo desde la sala de embarque, que era toda vidriada. Había bajo la panza del avión, no un Jumbo pero casi tan grande como un Jumbo, una cuadrilla de mecánicos arreglando algo. Iban y venían con luces y herramientas y cada tanto venía uno de esos carritos que andan por la pista trayendo cables o repuestos o qué sé yo qué cosas.
El asunto parecía serio y a mí no me tranquilizaba salir con el avión en ese estado. Casi prefería que postergaran el vuelo, como después hicieron, y salir con todo resuelto, o con otro aparato, al día siguiente. Claro, si apenas llegamos al aeropuerto nos hubieran avisado que el vuelo se postergaba, por lo menos nos ligábamos casi toda una tarde en el hotel al que finalmente nos llevaron y hubiéramos podido aprovechar la piscina —porque era un cuatro estrellas con pileta—, e incluso abrir las valijas, cambiarnos un poco de ropa.
Entonces, cuando me encontré totalmente desvelado esa noche y decidí bajar al lobby a caminar un poco o a tomar algo, preferí volver a ponerme la misma ropa arrugada que había usado todo el día antes que abrir la valija y desordenar todo, con el despelote que suele ser ordenar una valija.
Bajé al lobby, pero ya estaban lógicamente cerradas todas esas boutiques o negocitos que venden cosas carísimas. Anduve por ahí, vi el salón con el bar, mesas, bastante gente, un escenario y me metí a tomar algo. Fue cuando me topé de nuevo con el americano, ya con una sombra de barba y también con la misma ropa que tenía en el aeropuerto. Había una botella de whisky por la mitad sobre su mesa.
Cuando la chica ataca «Caminito», en un castellano espantoso, el americano me dice eso, me habla. Termina de cantar la chica, la gente aplaude, y yo también, quizás un poco más de lo que ella se merecía. Pero yo, ante lo que me había dicho este tipo, me sentía un poco como obligado a ser cortés. Y entonces ella arremete con una versión bastante sui géneris de «Sus ojos se cerraron», también en castellano. Allí el americano aplaude un poco, me señala y me dice: «La conquistaste, che. Se ha entusiasmado». Yo lo miro, me encojo de hombros y le sonrío de nuevo. Entonces el tipo, muy suelto de cuerpo, se levanta de su silla, agarra el vaso de whisky y la botella y se viene a mi mesa. Aparta una silla y se sienta.
—Mickey —me dice, presentándose. Cuando lo veo más de cerca ya le veo los ojos medio vidriosos y, pese a que toda su imagen era bastante pulcra, también estaba algo despeinado. Sería un poco mayor que yo, sesenta y pico, pero se lo veía en forma. Giró hacia la barra, pidió más hielo con gestos y se sirvió otro whisky.
—Viene bien un poco de alcohol —me dice, en voz baja— para distenderse.
La cantante terminó su corta rutina —la acompañaba un tecladista—, y se retiró entre algunos aplausos de compromiso.
—No cualquiera canta el tango —dijo Mickey, encendiendo un cigarrillo—. ¿Fumás?
—Tengo, gracias —dije, sacando mis Jockey largos. Se los ofrecí también.
—Uhhh —sonrió el hombre guardando presuroso su atado—. ¡Cuánto hace que no fumo de ésos! —tomó uno de mis cigarrillos y se lo guardó en un bolsillo interior de su saco—. Maravilloso tabaco rubio.
—¿Vivió en la Argentina? —le pregunté, mientras él encendía su cigarrillo y daba una larga primera pitada. Exhalando el humo me dijo que no, con la cabeza—. Porque habla muy bien el castellano —le dije— o mejor dicho, el argentino.
Mickey se encogió de hombros, restando importancia al halago.
—Trabajé mucho tiempo con un uruguayo —me dijo.
—Bueno, ellos suelen usar el «tú» en lugar del «vos», pero, es cierto, somos muy parecidos.
—Mañana a las seis nos despiertan —cambió el tema Mickey,
—Sí. Eso me dijeron. Espere que hayan solucionado lo del avión.
Mickey entonces empezó a hablar de los aviones, de modelos y características, como tratando de tranquilizarme. Parecía saber mucho del tema y, poco a poco, animado por haberme tomado un gin-tonic, me fui soltando en la charla con este tipo. Era un hombre interesante y podía resultar de provecho una conversación con él, más que todo considerando que yo seguía aún totalmente desvelado. Me cruzó la cabeza, por un instante, la fantasía de que podía tratarse de un homosexual que estaba tratando de levantarme, pero no tenía para nada pinta de eso y, por otra parte, uno ya está bastante crecidito como para saber poner algunos limites. Éramos dos tipos, en resumen, haciendo tiempo y tomando tragos en un hotel a causa del larguísimo retraso de un vuelo.
—Sabés mucho de aviones —le dije, haciendo más confianzudo el trato.
—Estuve en el Golfo —dijo, como al pasar—. Pero no combatiendo. Inteligencia. Simples trabajos de Inteligencia —se rió, como si fuera muy gracioso. De ahí en adelante iba a reírse muy a menudo, con una risa cortita que era casi un jadeo, ocultando la boca con la mano que sostenía el cigarrillo. Eso sí me alarmó un poco. Pensé que podía ponerse borracho como una cuba. Conocí varios americanos con esa característica. Sin embargo se recomponía con facilidad de los estremecimientos de la risa y me preguntó sobre mi actividad. Le conté más o menos sobre la empresa, su dimensión, sus alcances, sus problemas. Mickey, mientras tanto, se servía un whisky tras otro y estaba cada vez más despeinado.
—Vos… —contraataqué—, ¿seguís en Inteligencia o después del Golfo cambiaste de trabajo?
—Algo así…—vaciló—. No en Inteligencia, propiamente dicho, pero sigo en el Pentágono —estalló en una de sus risas—. ¡Ahora me parece que voy a cambiar de trabajo!
—¿En el Pentágono? —me asombré. Nunca había conocido a nadie que trabajara en el Pentágono—. ¿Estabas cuando el 11 de septiembre?
—Estaba. Pero en un lugar casi inaccesible. El impacto del avión fue sobre el otro lado. Nosotros estamos en una oficina miserable en el segundo subsuelo y sobre el sector opuesto. No me hagas acordar de esa oficina. Ahora hablan de trasladarnos de nuevo, pero al tercer subsuelo. Ahí será cuando me vaya definitivamente. Si no me voy antes… O nos echan. Porque ése es el rumor que está corriendo, que nos echan…
La botella había acabado, por lo que ordenó otro whisky.
—Llega un momento —siguió, como hablando consigo mismo— en que uno, si tiene algo de dignidad, tiene que irse… Cuando te rebajan el sueldo, cuando te pasan de una oficina luminosa y confortable a un escondrijo sucio en un segundo subsuelo… hay que irse. Aunque haga más de treinta años que estás en ese trabajo.
—Pero…. ¿cuál es tu trabajo? —me arrepentí inmediatamente de haber preguntado eso. Se supone que a un tipo que trabaja en el Pentágono no se le pregunta sobre su actividad. Mickey se rió abiertamente cuando se dio cuenta de mi embarazo. Me agarró el antebrazo con una mano y me apretó fuerte.
—En el Pentágono trabajan miles de personas —me dijo, soltándome—. Y no todos son espías o conspiradores o tipos que deciden los destinos de los demás países. Al contrario, la gran mayoría son simples empleados civiles que escriben memorándum, oscuros burócratas, sirvientes, alcahuetes, tipos que limpian los baños o barren los pasillos…
—¿Vos sos uno de ésos?
Mickey se rió a carcajadas, echándose hacia atrás, exageradamente. Se paró de golpe. Ahí observé que estaba más desprolijo de lo que parecía. Se le había torcido por completo la corbata oscura, tenía uno de los faldones de la camisa totalmente fuera del pantalón y le aparecía por debajo del saco. Tampoco lucía demasiado firme sobre sus piernas.
—Después te cuento —me dijo. Algo vacilante caminó hacia la barra, preguntó algo al mozo y se marchó hacia el baño. Miré mi reloj. Eran casi las dos, una buena hora para irse a dormir. Ya me había entrado un poco de sueño, pero admito que me intrigaba en cierta forma mi amigo ocasional que trabajaba en el Pentágono. Casi me asustó cuando volvió a sentarse al lado mío. Se dejó caer sobre la silla como una bolsa de papas. Se había lavado la cara y tirado el pelo hacia atrás. Todavía tenía mojadas las mejillas. Casi detrás de él vino el mozo, a quien le había pedido de paso un nuevo whisky.
—Leí una vez… —entrecerró los ojos, encendiendo otro cigarrillo— algo fantástico en un baño de La Plata…
—¿La Plata, Buenos Aires?
—Sí. Había ido a ver Gimnasia y Estudiantes, el derby. Sobre la parte interior de la puerta de uno de esos baños decía: «En este lugar sagrado…»
—«…donde acude tanta gente»… —aporté.
—«…hace fuerza el más cobarde»… —recordó Mickey con esfuerzo, la sonrisa torciéndole la mandíbula firme.
—«…y se caga el más valiente».
—«¡Y se caga el más valiente!» —Mickey estalló en nuevas carcajadas, algo descontrolado—. ¡Es una maravilla! Lástima que no se puede traducir… Se lo quería, un día, contar a mi superior, pero…
—Me ibas a decir cuál era tu ocupación —insistí, casi atrevido. Mickey pitó un par de veces su cigarrillo y frunció el entrecejo,
—Ya da lo mismo —dijo—. Ya da lo mismo que te lo diga o no te lo diga. Estoy afuera…
Lo miré, sosteniendo la mirada come para que se diera cuenta de que no le iba a permitir que me cambiara el tema.
—Trabajo en la oficina del Pentágono que prepara los complots contra la Argentina.
Solté una carcajada, pero él no se rió. Me quedé mirándolo, entonces, sin poder creer lo que había oído. Mickey se encogió de hombros.
—Mi madre hubiese querido que yo hiciera otra cosa —se puso inopinadamente triste—, algo más importante. Pienso que ella hubiese querido que yo montara con Alan, mi hermano, ese puesto ambulante de venta de salchichas alemanas. Pero creo que nunca tuve espíritu empresario. Cuando entré a esta oficina me aburguesé mucho allí dentro.
Yo seguía asombrado.
—Pero —le dije—, ¿es verdad lo que me estás diciendo? —Mickey enarcó las cejas, como reafirmándolo.
—Yo siempre escuché hablar… —seguí— sobre las conspiraciones contra la Argentina, sobre los complots contra la Argentina, pero siempre supuse que eran mentiras, fantasías, lo que allá llamamos…
—El sentido…
—…conspirativo, el sentido conspirativo de la vida. Manías nuestras de creernos que siempre en algún lado, alguien estaba conspirando contra los argentinos, como si fuéramos tan importantes, tan… relevantes.
Mickey se señaló a sí mismo, ufano, con el indice.
—Que había gente —me embalé— en un sótano, pensando veinticuatro horas al día qué maldades hacemos…
—Veinticuatro horas, no. Pero dieciocho, diecinueve, sí. Jornadas larguísimas metidos en ese cubículo, cuatró tipos nada más para tanto trabajo. Y ahora somos tres apenas. Hubo épocas en que trabajaban ocho. Hasta que pasó lo del automovilista aquel trabajaban ocho…
—¿Qué automovilista?
—Aquel que ganó tantas carreras de Fórmula Uno. Que fue cinco veces campeón mundial…
—Fangio, Juan Manuel Fangio.
Mickey sacudió la cabeza.
—El Chueco —corroboró. Sin duda sabía el nombre, dadas las exigencias de su especialidad, pero posiblemente el alcohol le confundía las ideas de la misma manera que empezaba a trabarle un poco la lengua—. Cuando ganó el quinto campeonato mundial voló media oficina. A la calle con ellos.
—Pero… ¿De eso se ocupaban ustedes?
—De eso y de todo. Pero especialmente de eso, de lo que concernía a los ídolos populares. Anular a aquellos que podían y pueden elevar la autoestima de los argentinos.
—No tanto de economía o de política.
—De eso se ocupan ustedes mismos, y bastante bien, no tenemos que cubrir ese aspecto. En lo que operamos más es sobre el orgullo nacional. Cuando Gatica fue a los Estados Unidos a pelear con Ike Williams nos fue bien. Salió todo como se había planeado: 6 de enero del ’51, día de Reyes.
—¿Gatica? —mi asombro no tenía límites—. ¿Ya en ese entonces ustedes complotaban contra nosotros?
Mickey dejó escapar un silbido comprimido.
—Desde antes —dijo—. ¿Recordás a Gardel? Bueno… Había alguien más dentro de ese avión que se incendia en Medellín…
Pegué una palmada contra la mesa, ya me había fastidiado. Me daba vueltas por la cabeza la presunción de que ese tipo me estaba haciendo una broma.
—¿Cómo se llamaba… —Mickey se echó hacia atrás apretándose la punta de la nariz con su mano derecha—… ese otro corredor de Fórmula Uno, que se quedó sin nafta a pocos metros de la meta, cuando llegaba primero en el Gran Premio de Buenos Aires?
—Reutemann.
—Allí nos felicitaron desde el Salón Oval. Recuerdo que nos llamó… —Mickey dejó de hablar abruptamente. El mozo se había acercado pensando que mi golpe contra la mesa equivalía a una llamada. Aproveché para pedir otro gin-tonic y Mickey, otro whisky.
—Pero… pero… —retomé yo—… ¿Por qué todas esas maniobras contra la Argentina? ¿O es que hay una oficina para pensar complots contra la Argentina y otra contra el Uruguay y otra contra Turquía y otra…
—No…No… —Mickey negaba con un dedito en alto frente a su nariz, como los chicos—. Contra Argentina solamente…
—¿Por qué?
Se recostó contra el respaldo de la silla, frunció la cara como si le costase encontrar el comienzo de la frase y luego esperé a que se alejara el mozo que nos traía el pedido.
—Ustedes son distintos —dijo por fin.
—Distintos…
—Distintos, ustedes son distintos… Son imaginativos, creativos, divertidos, talentosos, saben improvisar, bailan bien el tango, tocan guitarras… Todo eso genera una gran envidia en el establishment… Y no sólo envidia sino también temor… ¿Cuáles serían los límites de desarrollo de una nación poblada por habitantes inteligentes, rápidos y capaces si se la deja crecer? ¿Acaso no podrían amenazar la hegemonía americana?
Yo lo miraba desorbitado. Seguía pensando en que la borrachera trastornaba a mi interlocutor.
—Y tampoco descartemos motivaciones más personales, Roberto —por primera vez Mickey me llamó por mi nombre, pronunciando muy suave la erre inicial—. Se cuenta que uno de los primeros hombres a cargo de la oficina, Windsor G. Fleegal, desarrolló un odio visceral hacia los argentinos porque uno de ellos le quitó a su esposa. La esposa de Fleegal huyó a México con un argentino intrascendente, un pintor de cuarto nivel que vivía en New York y que la conquistó haciéndole un asado con cuero, aunque no lo creas. Y no es el único caso. Los argentinos son muy seductores. Tu caso, para no ir tan lejos…
Me dio un vuelco el corazón. ¿No se haría realidad, en definitiva, mi liviana suposición inicial de que me encontraba frante a un homosexual trashumante?
—Vos sos un hombre de buena estampa —me señaló Mickey—. Serías atractivo para cualquier mujer americana, porque el latino en general le brinda tiempo a la mujer, y la corteja: no como nosotros, que somos más fríos y, cuando nos emborrachamos, como creo estarlo yo ahora, se olvidan de ellas.
Mickey estiró los brazos, apoyando las dos manos sobre la mesa, casi sosteniéndose.
—Me pasó con Mary, Betty, Peggy, Julie… —su repaso de nombres femeninos me tranquilizó en cuanto a sus preferencias— …rubias de New York… —completó luego, riendo como un bárbaro, y canturreando el tango de Gardel. Me dio bronca haber caído así en esa broma.
—Te recuerdo —le advertí— que estás hablando con un argentino… Tal vez la borrachera te haya hecho olvidar ese detalle. Pero tu actitud no parece muy acorde con la de un profesional del complot internacional. Te callás para que no te escuche el mozo cuando se acerca, y me contás todo esto a mí que soy un argentino. Uno más de los que sufren todos esos complots a los que vos te referís. Y que se arman en tu oficina… ¿Por qué me lo contás precisamente a mí?
Mickey perdió la vista en el cielo raso, se metió la punta del dedo pulgar de la mano derecha entre los labios mientras con la misma mano sostenía el cigarrillo.
—¿Querés que te diga por qué? —inició, como podría hacerlo el mejor de los porteños—. Porque me encariñé con ustedes. No sé si no son incluso mejores que nosotros. Hay una cosa canalla en ustedes que los hace atractivos, una actitud soberbia, orgullosa que puede convertirlos en tipos repelentes, pero, además, encantadores. Y conmigo se comportaron muy bien todas las veces que he ido allá… Es por eso también que voy a dejar de trabajar…
—Vas a dejar…
—Sí… Voy a dejar antes de que me echen. Me siento mal planeando cosas contra tipos como vos, que me has dado tabaco rubio del bueno. Sería el mío un mínimo acto de dignidad antes de que cierren definitivamente la oficina…
—¿La van a cerrar?
—Sí —Mickey asintió, enérgico, con la cabeza. Pese al aire acondicionado, varias gotas de sudor se desprendieron de su frente y pegaron contra la mesa—. Cuando empiezan así, cortando el presupuesto, achicando los viáticos, reduciendo los espacios, pasando la oficina desde el segundo subsuelo al tercero, es que la van a cerrar. Ya pasó con la Oficina de Atentados contra Castro.
—Pero… ¿por qué la van a cerrar? —me sorprendí levermente dolido.
—Parece que ya no tiene sentido. Es como si la batalla se hubiese terminado…
—Y ganado. Ya no existimos.
—Algo de eso. No te ofendas, pero algo de eso… Se hacen algunas cosas, como la zona que les tocó a ustedes en el último Mundial de Fútbol…
Señalé a Mickey, airado e interrogante.
—No. No fui yo —se rió, cínico—. Fue Durrance, mi compañero de escritorio. Buen trabajo. Estuvo bien… Pero ya casi no hay más proyectos…
—No existimos…
Mickey empezó a reírse casi con afonía, y tosió después.
—Hay otra cosa, hay otra cosa. Otro motivo muy importante… —se puso de pie—. Tal vez el motivo más importante para que la oficina de complots contra tu país se cierre… Esperame que voy al baño y te lo cuento, no te vayas a dormir todavía…
Se alejó hacia el baño, más vacilante que antes, metiéndose algo torpemente los faldones de la camisa bajo el cinto. Me quedé allí, respirando agitadamente, entre enojado, sorprendido y descreído por todo lo que Mickey me había dicho y lo muy importante que estaba aún por decirme.
Tardaba mucho. Pensé que podía haberse descompuesto en el baño. Recorrí con la mirada el salón y supe que ya no quedaba nadie allí, salvo el mozo, paciente y educado tras la barra. Dos o tres veces miré hacia la puerta que daba a los baños, para ver si Mickey regresaba. Comencé a impacientarme. Tal vez mi amigo se había quedado dormido sobre el inodoro, con una borrachera irrevocable. Llamé al mozo y le comenté que el americano había ido al baño y que tenía miedo de que le hubiese ocurrido algo. Que estuviese descompuesto, le dije. El mozo accedió a ir a ver. Yo consideraba que mi relación con Mickey no era lo suficientemente estrecha como para que tuviera que ir yo, en persona. Y tampoco era yo un siervo de ese oscuro funcionario del Pentágono.
Poco después vino el mozo. Me dijo que en el baño no había nadie, que había revisado todos los compartimentos. Le dije que mi amigo, debido a su estado de ebriedad, podría haberse metido en el baño de mujeres. El mozo me dijo que ese también lo había pensado él, y que había revisado el baño de mujeres.
Sin decir nada más, se alejó hacia la barra. Yo me quedé esperando, desconcertado. Quizás Mickey había ido hasta su habitación, a buscar algo que necesitaba para respaldar la explicación final que había prometido darme. Esperé quince minutos, sintiendo en mis espaldas la mirada taliadrante del mozo, quien a su vez esperaba el momento en que yo me fuera para hacer él lo mismo. Me fijé diez minutos más de tolerancia pera a los cinco fue el mozo quien se acercó a la mesa.
—Tenemos que cerrar, señor —me susurró, siempre amable. Y me puso la cuenta junto a mi codo. Ahí di un respingo. Había olvidado el tema de la cuenta. Leí el importe.
—¡Ciento noventa y siete dólares! —grité. El mozo aprobó con la cabeza, señalando vagamente los tickets acumulados bajo el cenicero y la botella de whisky vacía.
—¡Pero es que yo no consumí esto! —me desesperé, comprendiendo que no sabía ni el nombre ni la habitación del hombre del Pentágono. El mozo permaneció impávido—. Quiero hablar con el gerente del hotel —dije, sin convicción.
—Son las dos y media de la mañana, señor —me recordé el mozo—. Pero, si lo desea, hay un destacamento policial a pocas cuadras. Puede hacer allí la denuncia.
Me quedé mirándolo, aturdido, sin comprender demasiado lo que pasaba. Por último, vencido, saqué mi tarjeta de crédito y pagué. Cuando llegué a la habitación estaba indignado y no pude dormirme hasta las seis, cuando me llamaron para ir hasta el aeropuerto. Por supuesto que no encontré a Mickey ni en el ómnibus, ni en el aeropuerto, ni tampoco en el avión.
Hasta el día de hoy, le juro, no sé si habrá sido aquélla, la factura por ciento noventa y siete dólares, la última acción de la oficina antiargentina antes de su cierre definitivo. O si se trató, nada más, que de un nuevo golpe urdido por sus integrantes y la oficina esa sigue funcionando como siempre.
A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada?-ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No -sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirándolo de nuevo.
-¿Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura…
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la danza…
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la música…
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—… ¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso… —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el fútbol.
El más sorprendido fue Chalo cuando (no iban ni cinco minutos de empezado el partido) el Lalita se cruzó toda la cancha y le entró muy fuerte y abajo a Pascual y Pascual, aún antes de caer pesadamente junto a la línea del área, le preguntó al Lalita por que no se iba a la recalcada concha de su madre puta. Pensándolo bien, recordaba luego Chalo (los brazos en jarra, algo alejado del quilombo) antes de empezar, había escuchado a los muchachos conversando mientras se cambiaban en ese vestuario de mierda y Polenta se había dicho que, seguramente, Pascual y Lalita se iban a cagar a trompadas otra vez. Es más -rememoró Chalo, viendo como los muchachos trataban de separar a los calentones- Salvador lo había cargado bastante a Pascual preguntándole si esa tarde lo iban a echar de nuevo por cagarse a trompadas con el Lalita.
- ¿Será posible? -pasó a su lado el ocho de ellos, buen jugador, callado-. Siempre lo mismo con estos dos infelices.
- Cosa de locos -dijo el Chalo, tocándolo en la panza, en gesto de amistad.
- ¡Aprendé a jugar al fútbol, choto de mierda! -gritaba, ya de pie, Pascual, contenido a medias por Norberto.
- ¡Sí, seguro que vos me vas a enseñar, pajero! -respondió Lalita.
- ¿Ah no? ¿Ah no? ¿No te voy a enseñar yo? ¿No te voy a enseñar yo? Sabes comó te enseño, la puta madre que te parió!
- ¡Seguro! ¡Vos me vas a enseñar, forro! ¡Vos me vas a enseñar a jugar al fútbol!
- ¡Choto de mierda, en la puta vida jugaste al fútbol, sorete!
- ¡Vos me vas a enseñar, maricón!
- ¡Sorete, sos un sorete mal cagado!
Tal vez ese concepto de "maricón" exaltó más a Pascual, que se libró del esfuerzo de Norberto y se le fue encima al Lalita. El Alemán se abalanzó para agarrarlo, con Prado y el flaco Peralta. El referí pegaba saltitos en torno al tumulto como un perro que no puede zambullirse en una pelea multitudinaria.
- ¡Pero dejalos que se maten! -gritó desde lejos el cuatro de ellos-. ¡Dejalos que se maten de una vez por todas esos boludos!
- ¡Así nos dejan jugar tranquilos!
- ¡Vení, vení a enseñarme, maricón! -insistía Lalita, contenido por sus compañeros, viendo como Pascual se debatía entre una maraña de brazos.
- ¡Callate, pelotudo! -se anotó, desde lejos, Hernán, con escaso sentido de la oportunidad en el uso del humor-. ¡Si vos tuviste poliomelitis de chico y no te dijeron!
- ¡Pero pisale la cabeza a ese conchudo! -saltó de pronto Antonio corriendo también hacia Lalita-. ¡Siempre el mismo hijo de puta ese hijo de puta!
Allí Chalo pensó que el conflicto se generalizaría.
- ¡Antonio! ¡Antonio! -trato de pararlo el Negro.
- ¡Agarralo! ¡Agarralo, Pedro!
- ¡Hijo de mil putas, la otra vez hiciste lo mismo! -recordaba Antonio, medio estrangulado por un brazo de Pedro, las venas del cuello a punto de estallar, la cara roja como una brasa.
- ¿Qué querés vos? ¿Qué querés vos? -Lalita se volvió hacia Antonio, estirando el mentón hacia adelante. Dos de ellos lo agarraron de la camiseta y otro de la cintura.
- ¡Te hacés mucho el gallito porque nuncan te han puesto una buena quema!
- ¡Aflojá, Lalita, no seas boludo!
- ¡Te echan, pelotudo, te van a echar!
- ¿Qué querés vos? ¿Qué querés negrito villero y la concha de tu madre?
- ¡Tito! ¡Paralo, carajo, paralo!
- ¡Cortala, cinco, no te metás que es peor!
- ¡Pará, Mario, pará!
- ¡Te voy a reventar, la concha de tu madre! -Pascual se había zafado de los que lo contenían y corría en un movimiento semicircular hacia su enemigo tratando de eludir los nuevos componedores que se le interponían. Chalo se dejo caer sentado sobre el césped sin llegar a entender demasiado bien como se podía armar semejante quilombo cuando incluso algunos no habían llegado siquiera a tocar la pelota (como él). Miró al dos de ellos y enarcó las cejas en señal de complicidad.
- ¿Podés creer, vos? -dijo el otro, parado en el círculo central y acomodándose los huevos. Escupió a un costado.
Prácticamente todos los muchachos, sin olvidar al tío del Perita (fiel y único hincha del "Olimpia") se habían metido en la cancha y estaban separando a los beligerantes. Eran dos grupos que se movilizaban en bloque, hacia atrás o hacia adelante, correlativos unos con otros, como dos arañas negras y deformes, de acuerdo a los impulsos mas o menos homicidas de los contendientes.
- ¡Vos me vas a venir seguro a enseñar a jugar al fútbol, sorete! -la seguía Lalita-. ¡Seguro que vos me vas a venir a enseñar!
- ¡No te enloquesá, Lalita! ¡No te enloquesá! -repetía una voz aguda, desde afuera, como un sonsonete.
- ¡Choto de mierda! ¡Choto de mierda! -Pascual se atragantaba con las palabras y despedía por la boca una baba blanca, casi acogotado por los compañeros-. ¡Claro que te voy...! ¡Choto de...! -obnubilado, no encontraba los mas elementales sinónimos para enriquecer sus agravios y recaía siempre en las mismas diatribas-. ¡Choto de mierda! ¡Chotazo!
El árbitro, apreciando un claro en el tumulto, dió dos zancadas mayúsculas hacia adelante, manoteó el bolsillo superior y anunció a Pascual.
- ¡Señor! -y le plantó una tarjeta roja incandescente frente a los ojos.
Pascual ni lo miró. Después el árbitro giró con la misma aparatosidad, caminó tres pasos hacia Lalita y repitió el gesto de la mano en alto, como dando por terminado el problema. A Pascual ya se lo llevaban hacia el costado. Lalita caminaba medio ladeado, aplastado en parte por el peso de sus compañeros, buscando todavía con los ojos a su rival, respirando fuerte por la nariz, como un toro.
- ¡Dejame! ¡Dejame, Miguel! -pidió, sofocado, y hasta llegó a tirar un par de piñas a sus amigos.
- Ya está, Lalita -le recitaba el cuatro al oído-. Cortala.
El lungo que jugaba al arco le pasó un par de veces la mano por el pelo, comprensivo, pero el Lalita apartó la cabeza, negándose a la caricia.
- ¡Señores! ¡Señores! -gritó el referí-. ¡Miren! ¡Miren! -y mostró la fatídica tarjeta roja casi oculta en la palma de la mano, como una carta tramposa-. ¡No la guardo! ¡No la guardo! ¡La tengo en la mano! ¡Al primero que siga jodiendo lo echo de la cancha! ¿Estamos? -y salió corriendo para atrás, elástico, señalando con la mano donde debía ponerse la pelota-. ¡Juego, señores!
Y decían que no había que joder mucho con ese árbitro. Que era cana. Que siempre andaba con un bufoso dentro del bolso. Así le había contado Camargo al Chalo, porque lo conocía de la liga de Veteranos Mayores, los que están entre los 42 y la muerte.
Ya sentado en la vereda, la espalda empapada contra la pared del quiosco, las piernas extendidas sobre el piso, desprendidos los cordones de los botines, Chalo se apretó fuerte los parpados para mitigar el escozor profundo que le producía el sudor al metérsele en los ojos. Sin decir palabra, el Lito, al lado suyo, le alargó la botella de Seven familiar, casi vacía. Chalo tomó unos seis tragos apurados, puso despues el culo frío y humedo de la botella sobre su muslo derecho, eructó con deliberación y se secó la boca.
- Hay que joderse -exhaló-. Qué manera de correr al pedo -y le extendió la botella a Salvador que esperaba, mirando la calle, las manos en la cintura, a su lado.
- ¡Chau, loco! -gritó Antonio, subiendo al auto de Pedro, yéndose- ¡Chau, Salva!
- ¿Hablastes con el referí? -le preguntó Lito. Antonio se encogió de hombros.
- ¿Para qué?
- Para que no te escrache en el informe.
- Me echó por tumulto.
- Por pelotudo te echo -rió Salvador. Antonio levantó la mano, se metió en el auto de Pedro y Pedro puso marcha atrás cuidando de no caerse en la cuneta.
- Veinte fechas le van a dar a este -dijo Salva, limpiando el pico de la botella de Seven con la manga de la camiseta verde. Chalo no contestó. Apenas si tenía aliento para hablar. Lito, más que sentarse a su lado, se derrumbó, con un quejido animal.
- Parece mentira -dijo Chalo-. Cuando yo jugaba en la "25 de Mayo", donde no hay limite de edad, pensaba que los veteranos serían más tranquilos, que cuando pasara a la liga de veteranos las cosas se iban a tomar de otra manera.
- Nooo... -Lito se reía.
- ¡Pero es peor! Es indudable que las locuras se agudizan cuando viejos. Acá me he encontrado con tipos de cincuenta, cincuenta y pico de años, que se cagan a trompadas, le pegan al referí, se putean entre ellos, más que los jóvenes.
- Y... -dijo Lito-. Las manías, cuando viejo, se agudizan...
- Además, Chalo -Salvador ya había encontrado las llaves del auto entre los mil bolsillos de su bolsón deportivo-. El fútbol es asi. Hay tipos que descargan todas las jodeduras de toda la semana acá en la cancha. Yo he visto a tipos cagarse a trompadas en un partido de papi, en un mezclado, que no son ni por los puntos ni por nada. Un picado cualquiera y se han cagado a trompadas, oíme.
- Sí -aprobó Chalo-. Son calenturas del juego...
- Es así -cerró Salvador. Dijo "Chau muchachos", puso en duda su presencia para el difícil compromiso del sabado siguiente contra el Sarratea y se fue hacia el auto rengueando ostensiblemente de su pierna derecha.
Chalo se inclinó con esfuerzo hacia sus medias, ceñidas bajo las rodillas por dos banditas elásticas, y las fue bajando hasta enrollarlas sobre los tobillos. Recién allí cayó en la cuenta de cuanto necesitaba liberar su circulación sanguínea de tal tortura y se preguntó como había podido sobrevivir hasta ese momento bajo presión semejante. Volvió a recostarse contra la pared caliente.
- De todas maneras -retomó- por más que sean cosas del fútbol, esto de Pascual es difícil de entender.
- No son cosas del fútbol, Chalo -dijo Lito, sin mirarlo.
- Dejame de joder... ¡No iban más de cinco minutos!
- No son cosas del fútbol, Chalo... -Lito hizo un paréntesis largo-. Acá el asunto viene de lejos. Un asunto de guita.
- Ah... Ah... -se contuvo Chalo. Empezaba a comprender. Lito bajo la voz, confidente, como si alguien pudiese oirlo.
- Pascual le salió de garantía de un crédito a Lalita. Y el Lalita lo cagó. De ahí viene la cosa.
- Ahhh... Ese es otro cantar.
- Claro... Eran socios, o algo así. A mí me conto el Hugo, que era cuñado del Lalita en esa época. Tenían una gomería o algo así, no sé muy bien. Y la cosa vino por el asunto del crédito.
- Bueno, ya me parecía -dijo Chalo-. No te digo que uno no vaya a entender que dos tipos se agarren a piñas en un partido, porque es lo más común del mundo... Pero, cuando ya uno ve que un tipo, a los cuatro minutos de estar jugando, se cruza la cancha para estrolarlo a otro, y después se reputean de arriba a abajo... Ya sale de lo común, es sospechoso.
- No -precisó Lito-. La cosa viene de antes. Son cosas extrafutbolísticas -. Con un esfuerzo digno de un levantador de pesas, Chalo se puso de pie.
- Y ahora les van a dar como ocho fechas a cada uno-dijo.
- Lo menos. Porque son reincidentes -aprobó Lito.
Fueron ocho las fechas, o diez, o quince. Lo cierto es que, en la segunda rueda, en el partido revancha contra Minerva, Pascual y Lalita estaban en la cancha. Hasta los veinte minutos del segundo tiempo no sucedió nada e incluso dio la impresión de que habían surtido efecto los reiterados consejos de los compañeros de ambos bandos en el sentido de que los seculares contendientes evitaran la conflagración. Hubo un par de cruces, sí, alguna trabada dura, fuerte pero abajo, pero Pascual y el Lalita ni se miraron después tras el choque, atentos a aquello de "reciba y pegue callado" que tantos futboleros pregonan virilmente. Pero, casi sobre el final, en una jugada tonta que no los tuvo como protagonistas directos, los envolvió esa violencia recurrente que parecía ser su sino. Hubo de nuevo corridas, gritos, insultos y el consabido intercambio de golpes entre Pascual y el Lalita, al punto que todos se olvidaron de los otros dos anónimos jugadores que habían iniciado la escaramuza para ocuparse de ellos. La tarjeta roja en alto, elevada por el árbitro con la firmeza y pomposidad con la que puede elevarse un cáliz, marcó, simplemente, el final de un nuevo capítulo para los duelistas.
Una hora después, sentados a una mesa de "El Morocho de Abasto", Chalo apuraba una cerveza con el Alemán. Y el Alemán no cesaba de preguntarse como podía ser Pascual tan pelotudo.
- Es que... -inició Chalo, consciente de que quien tiene la información tiene el poder-. No es un fato meramente futbolístico, Alemán. Hubo un quilombo de guita entre ellos.
El Alemán lo miró, curioso.
- Me contó Lito -siguió Chalo-. Una cuestión de un crédito. Parece que Pascual salió de garantía.
- No -la respuesta del Alemán fue lo suficientemente breve y segura como para cortar a Chalo- Eso fue después.
- Me lo contó Lito.
- Te lo contó Lito. Pero Lito solamente sabe esa parte porque el llegó al equipo hace tres años recién. Eso fue después. Yo sé la justa, Chalo. El quilombo fue de polleras. Lala, en la facultad, estuvo a punto de casarse con una mina y el Pascual se la chorió.
- ¿En la facultad?
- Y el Pascual se la chorió.
- ¡Entonces se conocen de hace una punta de años!
- ¡Añares! Amigos de pendejos. Entonces Pascual se casó con esa mina, su actual mujer para más datos, sin saber que la mina le había salido de garantía al Lalita en un crédito para una moto.
- ¡Ah! ¡Y ese es el crédito famoso!
- Ese es el crédito famoso. Por supuesto, Lalita, en llamas porque el otro le había choreado la mina, dejó de pagar el crédito, y el Pascual se tuvo que poner rigurosamente hasta el último mango. Eso le hizo un buen buco al Pascual.
- Mirá vos. Así había sido la cosa.
En el camino de vuelta hasta la casa, Chalo no dejó de pensar en las mujeres, en el dinero, temas por siempre conflictivos que pueden llegar a torpedear una amistad, en apariencia milenaria, como la de Pascual y el Lalita. Y siguió cavilando sobre eso casi hasta el final de la segunda rueda, máxime que se había hecho bastante compinche con el Pascual mismo, hombre en el que había descubierto una afabilidad y un certero sentido del humor tras la apariencia rústica y silenciosa del áspero cuevero. Y quiso el destino ("empeñado en deshacer" diría el tango) que en la cuarta fecha del torneo Consuelo, volvieran a encontrarse en el campo con Minerva. Y que volvieran a enfrentarse sobre el campo de juego Pascual y Lalita, quienes, para colmo, no faltaban nunca a sus compromisos futboleros. Como arrastrados por un designio oriental y fatalista, los presentes asistieron puntualmente a las consabidas trompadas, insultos y forcejeos que terminaron, esta vez, con cinco hombres fuera de la cancha.
Suplente de un ocho nuevo que habían traído de "La Cortada", Chalo, recostado sobre un césped que se hacía yuyo, miraba el despelote desde bastante lejos, sin siquiera levantar la cabeza de la pelota que le servía de almohada, propiedad del hijo más chico del Cabezón Miraglia.
- El asunto no es futbolístico, Cabezón -le confío, locuaz, al Cabezón Miraglia, que todavía estaba rumiando su bronca por no haber entrado de titular-. Hubo un problema de mujeres.
Miraglia no contestó. Siguió masticando chicle, mirando como el Pascual, desaliñado, caminaba hacia afuera de la cancha y se tiraba unos veinte metros más alla, en su ya remanido sendero hacia el exilio de la expulsión.
El Cabezón giró hacia Chalo, se acercó un poco más como para que el viento que favorecía al equipo adversario no llevara sus palabras hacia Pascual y, mientras pateaba prolijamente un hormiguero, le dijo al Chalo:
- Eso fue después, Chalo.
- ¿Como después?
- Lo de la mina fue después. La cosa fue política, más que nada...
Chalo frunció el entrecejo sin quitar sus manos entrelazadas de bajo la nuca, sintiendo el roce auténtico y voluptuoso de la pelota a gajos hexagonales. Le parecía mentira asistir a ese relato por capítulos futbolísticos, fecha a fecha, expulsión tras expulsión, que lo iba ahondando en la vida de dos sujetos conocidos casualmente en las canchas de fútbol, abocados a la defensa de una divisa. El Cabezón se agachó para seguir contando.
- En la secundaria, Pascual era dirigente estudiantil de izquierda. Estaba en una de esas agrupaciones como el P.T.P., el R.T. nosecuanto, una de esas. Te estoy hablando de los sesenta. Y el Lalita militaba con él. Y un día, yo pienso que debe haber habido uno de esos clásicos celos por la dirigencia, una cosa así, el Lalita se aparece en la escuela, ya estarían por sexto año, con una foto del Pascual, de traje blanco, bailando en una fiesta del Jockey Club.
- ¡No me jodás! -se asombró Chalo.
- ¡Te imaginás! -se rió el Cabezón-. En esa época, pasabas nomás frente al Jockey Club y ya eras un conservador, un facho...
- ¡Claro! Estaba todo tan politizado...
- Y de traje blanco para colmo el Pascual. En una de esas fiestas a todo culo que se daban ahí.
- Lo crucificaron.
- Lo hicieron mierda. Los compañeros de ruta no se lo perdonaron.
- El Pascual habrá dicho que el puesto que no se ocupa lo ocupa el enemigo -volvió a reírse Chalo.
- No sé, no sé. Pero se le acabó la carrera política. Pasó de golpe a ser un chancho burgués, un enemigo de la clase obrera.
Se quedaron un rato en silencio, mirando el partido. Tatino acababa de perderse un gol increíble.
- Es por eso que, después... -retomó el Cabezón-. Pascual se empecinó en afanarle la mina al Lalita. Porque creo yo que fue un capricho, nomás. En venganza.
- Pero mirá vos -se quedó pensativo, Chalo, mirando al cielo. El Cabezón había empezado a trotar porque Salvador le gritaba "Calentá, calentá!", mientras se agarraba el rebelde aductor derecho que lo tenía loco desde hacía mucho.
Fue Pascual quien le pidió a Chalo que lo alcanzara con el auto. Se había puesto un viejo pantalón de salir sobre el pantaloncito de fútbol y después se había vuelto a calzar pero sin atarse los trabajosos cordones, a los que arrastró hasta que salieron del predio. "Un chico" comparó Chalo, mientras desestimaba la idea de decirle que se atara los cordones porque se podía cagar de un golpe. Y luego, ya en el auto, siguió dando vueltas a los conceptos de dinero, mujeres y política, que entreveraban sus coordenadas y llevaban a dos personas mayores, como Pascual y Lalita, a romperse literalmente la crisma del mismo modo formal y caballeresco con que aquellos románticos personajes cruzaban sus espadas en el relato de Conrad.
-... porque me han dicho que vos, con el Lalita, se conocen de hace mucho -se animó a decirle, por fin, al Pascual, tras un largo silencio en el auto, solo amenizado por el sobrio comentario radial de José Pipo Parattore desde el estadio "Gabino Sosa" de Central Córdoba. El mismo Pascual le había dado pie, tras quejarse de que le ardía una peladura en la rodilla y tambien el piñón voleado que le había acertado Lalita en medio del despelote.
- Mucho. Demasiado -crispó una sonrisa, Pascual, tocándose una ceja-. Es al pedo -concluyó, con esa críptica frase donde no se entendía bien si encerraba un escepticismo existencial frente al misterio de la vida, o una desalentada conclusión ante el inútil acopio de años de amistad, o de la convicción del guerrero de cara a una lucha que adivina estéril e inconducente.
- Pero... claro... -se animó Chalo, quizá ante la ambiguedad de la afirmación de Pascual-. Me contaban que no es un asunto futbolero, ¿no? De lo contrario, sería difícil de entender. Por más que uno entienda perfectamente que te podes cagar a trompadas incluso jugando un cabeza en un pasillo...
Pascual volvió a sonreir, o quizá fue solo la expulsión de un poco de aire de sus pulmones.
- ¿Qué te contaron? -apuró.
Chalo esgrimió la mano derecha en el aire, como espantando una mosca, antes de depositarla de nuevo sobre la palanca de cambios.
- El asunto de un crédito -intentó ser vago-. Un fato relacionado con la política, algo así...
Omitió el detalle de la mujer, temiendo meterse en temas demasiado privados o bien deschavar al ocasional informante. Pascual estiró otra sonrisa apretada mientras se tocaba la nariz. Pareció que iba a sumirse en uno de sus habituales silencios de cuevero. Pero la siguió.
- Te informaron mal -dijo.
- Bueno... te cuento...-mintió Chalo- que no fueron conversaciones formales. Fueron, digamos, comentarios al pasar, opiniones...
- Ya sé, ya sé... Pero te informaron mal.
Ya habían llegado. Chalo puteó para sus adentros. Tal vez hubiese debido retrasar la marcha, pero la maniobra dilatoria hubiera sido demasiado ostensible. Pascual abrió la puerta de su lado, puso el bolso sobre sus muslos y saco el pie derecho como para bajarse. "Me pierdo el final" pensó Chalo.
Pascual se había tomado del borde del techo del auto con su mano diestra para dar el envión de salida. Era muy grandote.
- ¿Sabés de cuando lo conozco yo al Lalita? -dijo, pese a todo-. ¿Sabés de cuando lo conozco yo a ese hijo de puta? -Chalo lo miraba fijo-. De cuando teníamos los dos cinco años y jugábamos en el baby del club Fisherton.
- Mirá vos -dijo el Chalo.
- ¿Y sabés de donde arranca todo? ¿Sabés de donde arranca la bronca?
Chalo negó con la cabeza.
- De un día en que jugábamos contra El Torito y al Lalita le hacen un penal y nos peleamos por patearlo. Mirá lo que te digo. Cinco años teníamos.
Pascual, ya incorporado, medio cuerpo metido dentro del auto, osciló los cinco dedos de su mano derecha frente a los ojos de Chalo.
- ¡Tomá, patear él! -percutió el puño cerrado como un émbolo, Pascual-. El penal se lo habían hecho a él, pero el que los pateaba siempre era yo. Esa era la orden que yo tenía del director técnico. Pero él ya era un pendejo caprichoso. Y nos cagamos a trompadas -Pascual se refregó la cara con la palma de la mano, como con intención de desfigurarse-. ¡Cómo nos cagamos a trompadas ese día, Dios querido! Y de ahí viene todo...
Se irguió por completo y cerró la puerta. Chalo se inclinó un poco para verle la cara.
- ¿De ahí viene todo?
- De ahí. Lo demás llega por añadidura. Pero el quilombo empieza con aquel penal.
Pascual dijo chau con la mano y se metió en su casa. Chalo puso primera y se fue, pensando. La vida era mas simple de lo que uno suponía, al final de cuentas.
Celebración de la amistad desde la obra de Roberto Fontanarrosa. Emitido en vivo el sábado 20 de julio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Lecturas
¡No te enloquesá, Lalita! (de Roberto Fontanarrosa)
Viejo con árbol (de Roberto Fontanarrosa)
Mi amigo Mickey (de Roberto Fontanarrosa)
El rey de la milonga (homenaje de Ariel Scher)
Me permito escribirte... (homenaje de Eduardo Quintana)
El Negro Fontanarrosa era capaz de jugarle un partido a la tristeza y ganarle. Más que eso: era capaz de ganarle y de que la tristeza acabara despatarrada de risa. Pero a veces, humanísimo, sufría. Sufría de fútbol, por ejemplo. Sufría, específicamente, cuando sus equipos más queridos no generaban aquello que él esperaba como un gusto, como un placer o como un sueño. Algo así lo atravesó, en ciertos tiempos, con la Selección Argentina, a la que siguió primero como hincha, gozando o rabiando ecos en su casa, y luego como cronista para parir unas columnas que, amasando humores y ternuras, resultaban un golazo. Una rabia entre las rabias y un sufrimiento entre los sufrimientos lo recorrían en la mitad de la década del noventa: quería que Argentina jugara como Colombia.
Dejó constancia Fontanarrosa. A lo Fontanarrosa, claro. En una columna rotulada sin vaivenes: "Hay que obligarlos a que nos devuelvan la pelota". Y no cualquier día sino el 10 de febrero de 1997, cuando la Selección que orientaba Daniel Passarella debía enfrentar, como visitante, a los colombianos en el camino hacia el Mundial de Francia: "Es el momento de notificarles a los colombianos que llegó la hora de devolver la pelota. No podemos aceptar esa ingratitud de que no quieran compartirla con nosotros olvidando que este es un juego colectivo".
Difícil medir cuánto modificó los estados anímicos-futbolísticos de Fontanarrosa la victoria de Argentina por 1 a 0, con gol de Claudio López, de la que fue testigo en el estadio Metropolitano de Barranquilla, 48 horas después de anudar esas líneas. Lo que surge certero es que sus textos de esa etapa, igual que otros muchos que escribió antes y después, forman parte del rico cuerpo literario que modelan los cruces futbolísticos entre argentinos y colombianos.
Si Fontanarrosa le envidiaba a Colombia la apropiación de un estilo que, en otras épocas, distinguía a la argentinidad futbolera era, sobre todo, a causa de la exhibición de belleza y contundencia que Colombia le había dado a la Argentina, el 5 de septiembre de 1993 y sobre el césped de River, en un memorable partido de las Eliminatorias a través de las que se llegaba o no al Mundial de los Estados Unidos. Aquel 5 a 0 mítico gravitó alto en Fontanarrosa, pero no sólo en él. También empujó más expresiones escritas sobresalientes (de las puteadas al aire que suscitó no hay registro numérico posible). Entre ellas, la de Osvaldo Soriano, compañero de generación y de pasión deportiva de Fontanarrosa, a quien ese tropezón lo motivó a poner las palabras de punta. "No se vayan que hay más", tituló, con el sacudón del Monumental en el alma y evocando que ya había advertido sobre los déficits que observaba en el ciclo que conducía Alfio Basile luego del partido de ida, en el que Colombia se había impuesto por 2 a 1.
"Nadie imaginaba semejante humillación -manifestó Soriano, abrazado por una furia en la que se mezclaban el pibe hecho de fútbol que había sido y el escriba famoso que se había vuelto-, pero el partido se había perdido hacía mucho, el día que Ruggeri y los otros se empecinaron en no escuchar las críticas. Yo, que no abundo en sentido común, lo di por perdido el martes pasado a sabiendas de que estos colombianos son maravillosos. Eso desató muchas broncas. Gente que me escribía y me dejaba mensajes. En el fútbol, si uno no está en el negocio, mejor no opinar".
"Humillación", ese término que eligió Soriano todavía retumba potente, pero posee una tradición en la literatura referida al deporte. Julio Cortázar, a quien Soriano primero quiso como admirador y luego como admirador y amigo, lo usó, con ritmo de boxeo, en "Circe", uno de sus cuentos clásicos: "Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial”. Verdad que ahí no hay ni fútbol ni Colombia, pero es Cortázar y eso justifica todo. También desde el boxeo hizo arte el periodista y escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos con una de sus obras más conocidas, "El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé", biografía de un campeón que supo perder y vencer a Nicolino Locche. Menos notoria es una de sus crónicas de fútbol a la que bautizó "La humillación de Araújo", a partir de un duelo entre el Junior de Barranquilla y Once Caldas. Tributo a un maestro, ese relato comienza con una cita de Fontanarrosa, así, de nuevo, ligado con Colombia: "Es cierto. De un tiempo a esta parte vengo jugando mal. Pero digo yo… ¿quién no tiene una década mala?”.
Salcedo Ramos nació en Barranquilla, la urbe donde Gabriel García Márquez, la más planetaria de las plumas colombianas, fecundó su contribución a la asociación literaria entre el fútbol de su patria y el de la Argentina. Transcurría 1950, un año en el que Colombia no sólo no intervino en el Mundial de Brasil sino que estaba a doce calendarios de estrenarse en la más famosa de las convocatorias del fútbol. Encima, en el Campeonato Sudamericano de la temporada anterior, también en Brasil, la selección nacional había concluido en el último puesto. Los memoriosos del fútbol de Colombia afirman que el escenario empezó a revertirse en esas latitudes en ese período, gracias al desembarco de una lluvia de cracks argentinos como Adolfo Pedernera, Néstor Rossi, Oscar Basso o Julio Cozzi. Eso detalló, además, Fontanarrosa en su proclama humorística de 1997: "¡Recordarles que ellos aprendieron a jugar con nosotros!". En ese marco, García Márquez se entusiasmó con el fútbol y lo comunicó en "El juramento", una de sus magias en El Heraldo de Barranquilla. La caricia rumbo a la Argentina consistió en un elogio para un muchacho que brilló en Millonarios, esa tarde adversario de Junior, y que brillaría mucho más en el Real Madrid unos años más adelante. Lo abrevió impecable: "El gran Di Stéfano".
Sin embargo, inclusive más que en García Márquez, Barranquilla conquistó protagonismo futbolero por un esencial narrador argentino. Esencial narrador, se insiste, pero en su edad de piernas frescas más delantero que narrador y, ni hablar, un esperanzado en gritar goles y no en dirigir la Biblioteca Nacional entre 2020 y 2023. Es que Juan Sasturain, el individuo que va siendo todo eso en una sola vida, coloreó unas cuantas pinturas de las Eliminatorias en las hojas de un diario o en sus volúmenes futboleros ("El día del arquero", "Wing de metegol", "La patria transpirada"), pero para la Barranquilla de fútbol abrió el espacio de su novela "La lucha continúa" y por medio de las desventuras del Che Pirovano, un arquero que lee al austríaco Peter Handke, tan premio Nobel de Literatura como García Márquez: "En el '85 yo jugaba en el Unión de Barranquilla desde hacía dos temporadas. Un equipo chico y sin pretensiones, de media tabla para abajo. Antes había estado en el América de Cali, cuando me trajeron del Espanyol de Barcelona, en el ochenta; pero no anduve bien y me vendieron. Lo notable fue que en ese año el Unión de Barranquilla hizo una campaña bárbara y yo nunca atajé mejor. Incluso Bilardo me llevó al banco en unos amistosos de la preselección para México 86, aunque no llegué jugar las Eliminatorias".
Carlos Bilardo no apeló al arquero que fabuló Sasturain pero sí a Jorge Valdano, quien convirtió el gol con el que Argentina festejó un 1 a 0 sobre Colombia, el 16 de junio de 1985 en el Monumental, como parte del bravo recorrido de Eliminatorias hacia México 86. Cuando ya no hizo goles así, Valdano profundizó su tentación por escribir y por leer. Como escritor, firmó un cuento que compartió el libro "Pelota de papel 1" con uno de Jorge Bermúdez, el central colombiano que participó de aquel partido en el que Fontanarrosa ansiaba que la Argentina recuperara la pelota, y con otro de Juan Pablo Sorin, que chocó con los colombianos en las Eliminatorias hacia el Mundial del 2002 y les metió un tanto en la Copa América del 2004. Como lector, a Valdano le encantaron las páginas del colombiano Daniel Samper, un devoto del fútbol con cuentos impecables como "Dele duro, monseñor". Realidad digna de una ficción: Samper asistió al estadio de River en el junio de aquel partido y, desde ese momento, año tras año, le insistió a Valdano con que su gol por las Eliminatorias había sido en posición adelantada, lo que trasluce que el fútbol es capaz, entre un millón de consecuencias, de colarse en el vínculo entre alguien que lee y alguien que escribe.
De ese gol y de muchos otros departieron largo Samper y dos amigos suyos, muy talentosos y muy futboleros: uno, Fontanarrosa; el otro, Joan Manuel Serrat. A los miembros de ese trío los hermanaba ser hinchas del Independiente Santa Fe en Colombia ("espíritus sensibles, como Joan Manuel Serrat y el Negro Fontanarrosa, prefieren perder con Santa Fe que ganar con cualquier otro equipo de Colombia", reveló Samper), del Barcelona en España y de Rosario Central en Argentina. Samper fue el cálido anfitrión del Negro en su último viaje a tierras colombianas, para el Carnaval de las Artes de Barranquilla, pero nada pudo hacer para frenar una réplica contra esas identidades futboleras durante el último periplo de Fontanarrosa a España. Ocurrió que la Editorial Alfaguara lanzaba un ancho libro con cuentos del autor rosarino entre los que relucía el clásico "El mundo ha vivido equivocado". Revancha tierna, en ese contexto emergió Valdano, ex jugador de Newell's y por entonces trabajando en el Real Madrid, y le entregó una camiseta precisamente del Real Madrid que incluía una inscripción labrada entre la gracia y el cariño: "El Negro ha vivido equivocado".
El novelista colombiano Santiago Gamboa pareció heredar, en marzo del 2021, algo de la atmósfera frustrante que respiraba Fontanarrosa en el febrero de 1997 cuando Colombia desplegaba lo que a la Argentina le costaba. Pero, claro, cambiando la camiseta. "Nuestro triste fútbol" se llamó una nota suya reveladora de desencantos con lo que germina en los pastos futbolísticos de su tierra. "¿Qué silenciosa catástrofe supondrá para esos jugadores argentinos, por ejemplo, que se sepa en sus familias o en su barrio que se van a jugar a Colombia?", se interroga, quejándose, sobre todo, de la presencia de equipos sin pasado que carecen de hinchada. Gamboa llamó a uno de sus libros "Perder es cuestión de método", pero sería extraño que se estancara en la resignación ahora, con el porvenir regalando otra cumbre por las Eliminatorias. Por las dudas, dispone de una receta insólita para recuperar la capacidad de creer: Borges. Ojo: Jorge Luis Borges, despreciador hasta gracioso del fútbol, jamás anotó media coma sobre las Eliminatorias. No obstante, en su cuento "Ulrica", el protagonista, Javier Otálora, sentencia: "Ser colombiano es un acto de fe". Vaya a saber si eso no vale para el fútbol.
Tal vez esa fe borgeana recubrirá a los jugadores colombianos de cara a este partido con Argentina. Un antecedente no los ayuda. En Barranquilla, el 17 de noviembre del 2015, perfilando cómo sacar boleto al Mundial de Rusia, la selección celeste y blanca triunfó por 1 a 0, con gol de Lucas Biglia. Casualidad o documento para la ciencia, en ese episodio floreció otra huella literaria. Justo el 17 de noviembre, pero de 1929, el maestro Roberto Arlt vio su único partido internacional de fútbol, un Argentina-Uruguay que le inspiró su célebre artículo "Ayer vi ganar a los argentinos".
El plantel argentino, por su parte, seguro apoyará sus suelas en la final de Copa América de 2024 con una bibliografía obligatoria. Obvio: aquella columna de Fontanarrosa de 1997. Y con énfasis indispensable en este párrafo: "¡Es más, hay que agarrar la redonda y no dejárselas tocar en todo el partido! Y eso es lo que haremos, señores. El encuentro se definirá en el sorteo del saque. Allí don Julio Grondona deberá estar muy atento y controlar la moneda. Si ganamos el sorteo, elegimos sacar. ¡Y no se las dejamos tocar por 45 minutos!".
Sería útil. Aunque nada es garantía. Entre Colombia y Argentina, la historia está siempre por jugarse.
—¿Sabés cómo sería un día perfecto? —dijo Hugo tocándose, pensativo, la punta de la nariz. Pipo meneó la cabeza lentamente, sin mirarlo. Estaba abstraído observando algo a través de los ventanales.
—Suponete… —enunció Hugo entrecerrando algo los ojos, acomodándose mecánicamente el bigote, corriendo un poco hacia el costado el sexteto de tazas de café que se amontonaba sobre la mesa de nerolite—… que vos vas de viaje y llegás, ponele, a una isla del Caribe. Qué sé yo, Martinica, ponele, Barbados, no sé… Saint Thomas.
—¿Martinica es una isla? —preguntó Pipo, aún sin mirarlo, hurgando con el índice de su mano izquierda en su dentadura.
—Sí. Creo que sí. Martinica. La isla de Martinica.
Pipo aprobó con la cabeza y se estiró un poco más en la silla, las piernas por debajo de la mesa, casi tocando la pared.
—Llegás a la isla… —prosiguió Hugo—… Solo ¿viste? Tenés que estar un día, ponele. Un par de días. Entonces vas, llegás al hotel, un hotel de la gran puta, cinco estrellas, subís a la habitación, dejás las cosas y bajás a la cafetería a tomar algo. Es de mañana, vos llegaste en un avión bien temprano, entonces es media mañana. Bajás a tomar algo.
—Un jugo —aportó Pipo, bostezando, pero al parecer algo más interesado.
—Un jugo. Un jugo de tamarindo, de piña…
—De guayaba, de guayaba —corrigió Pipo.
—De guayaba, de esas frutas raras que tienen por ahí. Calor. Hace calor. Vos bajás, pantaloncito blanco livianón. Camisita. Zapatillitas.
—Deportivo.
—Deportivo.
—Tipo tenis.
—No. No. Ojo, pantaloncito blanco pero largo ¿eh? No short. No. Largo. Livianón. Bajás… Poca gente. Música suave. Cafetería amplia. Te sentás en una mesa y… se ve el mar ¿No? Se ve el mar. El hotel tiene su playa privada, como corresponde. Poca gente. Poca gente. No mucha gente. No es temporada. Porque tampoco vos vas de turismo. Vos vas por laburo. Una cosa así.
—Claro. —Pipo aprobó con la cabeza y saludó con un dedo levantado al Chango que se iba con una rulienta.
—Entonces ahí… —Hugo estiró las sílabas de esas palabras anunciando que se acercaba el meollo de la cuestión—… a un par de mesas de la mesa tuya: una mina, sentadita. Desayunando.
—Sola —por primera vez Pipo mira a Hugo, frunciendo el entrecejo.
Hugo arruga la cara, dudando.
—Sola… o con un macho. Mejor con un macho ¿viste? Pero, la mina, te juna. Te marca. No alevosamente, pero, registra. La mina, muy buena, alta rubia, ojos verdes, tipo Jacqueline Bisset.
—Me gusta.
—La mina, poca bola. Marca de vez en cuando, pero poca bola.
—Jacqueline Bisset no es rubia.
—¿No es rubia? ¿Qué es? ¿Castaña?
—Sí, castaña, castañona.
—Bueno… Pero ésta es rubia. Remerita azul, pantaloncitos blancos. Cruzada de gambas, fumando. Hablando con el tipo, recostada en el respaldo del silloncito. Esos silloncitos de caña.
—¿Silloncitos de caña? ¿En una cafetería? —dudó Pipo.
—Bueno, no —admitió Hugo—. Uno de esos comunes. O como éstos —giró un poco el torso y pegó dos tincazos cortos contra el plástico de un respaldo—. Pero con apoyabrazos ¿me entendés? Porque la mina está estirada, así, para atrás, medio alejada de la mesa. Mirando al tipo, cruzada de gambas. O sea, queda de perfil a vos. Pero… ¿qué pasa?
—¿Qué pasa?
—La mina se aburre. Se nota que se aburre. El tipo chamuya algunas boludeces y la mina hace así, con la cabeza —Hugo imita gesto de asentimiento— pero se nota que se hincha las pelotas.
—Y claro, loco…
—Entonces, entonces… —Hugo toca levemente el antebrazo de Pipo llamando su atención— Vos empezás a hacerte el bocho. Con la mina. ¿Viste cuando vos empezás a junar a una mina y no podés dejar de mirarla? ¿Y que entrás a pensar: «Mamita, si te agarro»? Vos te empezás a hacer el bocho. Claro, te hacés el boludo…
—Porque está el macho.
—No. Pero el macho no calienta. Porque está de espaldas. No te ve. No te ve. Vos te hacés el boludo por si la mina mira. Cosa de que no vaya a ser cosa que mire y vos estás sonriendo como un boludo, o que le hagás una inclinación de cabeza…
—O que se te esté cayendo un hilo de baba sobre la mesa.
—Claro, claro —se rió, definitivamente entusiasmado con su propio relato Hugo, haciendo gestos elocuentes de refregarse la boca con el dorso de la mano y limpiar la mesa con una servilleta de papel—. No. No. Vos, atento, atento, pero digno. Tipo Mitchum. Tipo Robert Mitchum.
—Bogart, loco. Vamos a los clásicos.
—Sí. Una cosa así. Fumando el hombre. Medio entrecerrados los ojuelos por el humo del faso. Un duro.
—Sí. A esa altura yo ya estaría duro.
—También. También. Pero con dignidad —sentenció Hugo—. Porque por ahí te tenés que levantar y tenés que salir encorvado como el jorobado de Notre Dame y ahí se te va a la mierda el encanto. Cagó el atraque. No. Vos, en la tuya. Juguito, un par de sorbos vichando por encima de las pajitas ésas, de colores…
—Los sorbetes.
—Los sorbetes. Una pitada. Mirando de vez en cuando al mar. Pero vos siempre atento a la rubia que balancea lentamente la piernita y a vos…
—A vos te corre un sudor helado desde la nuca…
—Desde la nuca hasta el mismo nacimiento de los glúteos. Y una palpitación en la garganta… ¿viste? Como los sapos. Que se les hincha la garganta.
—Lindo espectáculo para la mina si te mira.
—No, pero eso te parece a vos desde adentro —Hugo golpea con uno de sus puños contra su pecho—. No. Vos, un duque. Un duque. Y… ¿viste? Viste cuando vos decís: «Viejo, si esta mina me da bola yo me muero. Me caigo al piso redondo». Y que medio agradecés que la mina esté con un macho porque te saca de encima el compromiso de tener que atracártela. Pero por otro lado vos decís «¿Cómo carajo no me le voy a tirar, si esta mina es un avión, un avión?». ¿Viste?
—Típico.
—Pero vos, claro, perdedor neto, también pensás: «Esta mina, ni en pedo me puede dar bola a mí». Porque es una mina de ésas de James Bond, de ésas bien de las películas. Un aparato infernal. Digamos, todo el hotel es de las películas. Con piletas, piscinas, parques, palmeras, cocoteros, playa privada…
—Catamaranes.
—Surf, grones, confitería con pianista, negro también. Una cosa de locos. Entonces vos decís: «Esta mina no me puede dar bola en la puta vida de Dios». Pero, pero…
—Al frente —indicó Pipo, con la mano.
—¡Al frente, sí señor! —se enardeció Hugo—. Al frente. Y por ahí, por ahí… el tipo se levanta.
—El tipo que está con la mina.
—El tipo que está con la mina se levanta y se pira. Le da un besito en la boca, corto, y se pira. A vos medio se te estruja el corazón porque pensás: «si el tipo éste la besó en la boca, es el macho. No hay duda».
Pipo meneó la cabeza, dudando.
—Porque uno siempre al principio tiene esa esperanza —prosiguió Hugo—. «Puede ser el hermano», piensa, «un amigo» «o el tío», que sé yo…
—O una tía muy extraña que se viste de hombre.
—También.
—Una institutriz de esas alemanas. Muy rígidas —documentó un poco más su aporte Pipo.
—Claro. Claro. Pero cuando el tipo le zampa un beso en la trucha ya ahí medio que se te acaban las posibilidades. —Hugo se corta. Se queda pensando—. Aunque viste cómo son los yanquis. Se besan por cualquier cosa —aclara—. Ahí viene una mina y te da un chupón y es cosa de todos los días.
—¿Sí?
—Sí. Bueno, bueno. La cuestión que la mina se ha quedado sola en la mesa. El tipo se piró. Se fue. Y la rubia está en la mesa, mirando el mar. Balanceando la piernita. Y ahí te agarra el ataque. Ahí te agarra el ataque. ¡Está servida, loco! Sola y aburrida. Rebuena, para colmo.
—¡Qué te parece!
—Claro, primero vos esperás. Te hacés el sota y esperás. Porque en una de esas vuelve el marido. O el tipo ése que estaba con ella y es un quilombo. Entonces vos te quedás en el molde. Y te empieza a laburar el marote de que si te vas y te sentás con ella. ¿Qué carajo le decís?
—Y además la mina habla en inglés.
—No sé. No sé. Eso no sé —vacila Hugo.
—¿La mina no es norteamericana?
—No sé. Porque vos no la escuchás. Vos la viste que está ahí chamuyando con el tipo pero no escuchás en qué habla.
—Y… si habla en inglés te caga.
—Sí, sí —admite Hugo, turbado— pero esperá…
—Bah. Si habla en inglés, o en francés o en ruso, te caga.
—Pará, pará.
—Vos inglés no hablás, que yo sepa.
—¡Pará, pará! —se enoja Hugo.
—Porque nosotros, acá, porque manejamos el verso, pero si te agarra una mina que no hable castellano…
—Oíme, boludo. Pará. ¿Vos sos amigo mío o amigo de la mina? La mina puede ser francesa, por ejemplo, y saber un poco de castellano.
—O española —simplifica Pipo—. La mina es española.
—¡No! Española no. Dejame de joder con las españolas.
—¿Por qué no?
—Las españolas son horribles. Tienen unos pelos así en las piernas.
—Sí, mirá la Cantudo.
—No, no —se empecina Hugo— dejame de joder con la Cantudo. La mina es una francesa tipo, tipo…
—¿Por qué no la Cantudo?
—Tipo… ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo golpetea con un dedo sobre el nerolite.
—Romy Schneider.
—No. No. Esta mina que canta…
—A mí dejame con la Cantudo y sabés…
—¡No rompás las bolas con la Cantudo! ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo señala con el dedo a Pipo, ya cabrero—. Mirá, el día que vos me vengas con tu día perfecto, muy bien, que la mina sea la Cantudo. Pero yo te estoy contando mi día. Además esta mina es rubia.
—Bueno —aprueba Pipo, reacomodándose algo en la silla—. La próxima vez que me cuentes tu día perfecto, vos quedate con la rubia. Pero que la rubia esté con la Cantudo y salimos los cuatro. Así…
—Está bien, está bien —concede Hugo sin dejar de rebuscar en su memoria—. ¡Françoise Hardy! ¡Françoise Hardy! Un tipo así.
—Tampoco es del todo rubia.
—Bueno, pero de ese tipo. De cara medio angulosa. Jetona. Más rubia, eso sí. Y con esa voz así… profunda.
—Oíme —cortó Pipo—. Si no la escuchaste hablar. Decías…
—La mina es francesa —se embaló Hugo—. Pero habla castellano porque ha vivido un tiempo en Perú. ¿Viste que los franceses viajan mucho a Perú?
—¿Sí? —se interesa Pipo. Se acomoda definitivamente erguido en la silla, gira y con un gesto pide otro café a Molina, el morocho, que está descansando contra la barra, aprovechando la poca gente de las once de la noche.
—Claro. Porque esta mina es una mina del jet-set. Una arqueóloga o algo así, que viaja por todo el mundo.
—Una cosmetóloga.
—O dirige una línea internacional de cosmética. Una línea suiza de cosmética —sopesa Hugo—. O diseña moda. Habla varios idiomas. Y entonces habla castellano con un acento francés, arrastra las erres…
—Como el dueño del hotel donde para Patoruzú —ejemplifica Pipo.
—Eso. Y tiene una voz profunda. Medio áspera. Como Ornella Vanoni.
—Ajá, ajá. Me gusta —aprueba Pipo, dispuesto a colaborar mientras se echa algo hacia atrás para permitir que Molina le deje, sin una palabra, un café, un vaso de agua, tire otros saquitos de azúcar junto al cenicero y apriete un nuevo ticket bajo la pata del servilletero.
—La cuestión es que la mina se quedó sola en la mesa, fumando —recupera el hilo Hugo— y vos estás ahí, haciendo el bocho, viendo cómo carajo hacés para atracártela. Para colmo todavía no sabés en qué carajo habla esta mina. Entonces, entonces, empezás a junar las pilchas, los zapatos, la remera, los cigarrillos que la mina tiene sobre la mesa para ver si dicen alguna marca, algún dato que te bata más o menos de dónde es la mina. La mina llama al mozo. Paga su cuenta. Vos ahí parás la oreja para ver si agarrás en qué habla, pero la mina habla en voz baja, como se habla en esos ambientes internacionales…
—Además la mina con esa voz profunda que tiene… —Pipo ha terminado de sacudir rítmicamente la bolsita de azúcar y se dispone a arrancarle uno de los ángulos.
—Claro. Agarra un bolso que tiene sobre otro sillón y ahí… ahí… Primero… —se autointerrumpe Hugo— cuando se para, ahí te das cuenta realmente de que la mina es un avión aerodinámico. De esas minas elegantes, pero que están un vagón. De ésas flacas pero fibrosas, ésas que juegan al tenis y que vos les tocás las gambas y son una madera. Entonces ahí, en tanto la mina se acomoda el bolso sobre el hombro y agarra los puchos y el encendedor de arriba de la mesa…
—Los puchos son Gitanes —documenta Pipo.
—Claro. Los puchos son Gitanes y tiene ¿viste? atado a una de las manijas del bolso, un pañuelo de seda, fucsia. Bueno, ahí, cuando la mina se levanta. Se da vuelta. Y te mira.
—¡Mierda!
—Te mira ¿viste? —Hugo está envarado sobre la silla, tenso. Una mano en el borde del asiento y la otra sobre el borde de la mesa. Los ojos algo entrecerrados miran fijo en dirección a la ventana que da a calle Sarmiento—. Te mira un momentito, pero un momentito largón. Ya no es la mirada de refilón… eh… la mirada de rigor de cuando uno mira a una persona que entra o que se te sienta cerca. No. No. Una mirada ya de interés. Profunda.
—Ahí te acabás.
—No. Vos… un hielo. Le mantenés la mirada. Serio. Sin un gesto. Como diciendo «¿Qué te pasa, cariño?». Claro, por dentro se te arma tal quilombo en el mate, se te ponen en cortocircuito todos los cables. «Uy, la puta que lo reparió, no puede ser», decís. «No puede ser. Dios querido». Pero le sostenés la mirada hasta que la mina da media vuelta y se va para la playa con el bolso al hombro.
—Y… —se sonríe Hugo— ¿Viste cuando las minas se dan cuenta de que las están junando, entonces caminan un poquito remarcando más el balanceo? —Hugo oscila sus propios hombros y el torso— ¿así? La mina se va para la playa, despacito. Matadora. Claro. Vos estás paralizado en la silla, tenés la boca seca y si te mandás un trago del jugo te parece que tragas papel picado. Cualquier cosa parece. Te zumban los oídos.
—Te sale sangre por la nariz.
—No. No. Porque ya te recuperaste. Ya te recuperaste —ataja Hugo—. Y ya empezás a sentir ¿viste? Esa sensación, esa sensación, ese olfato, esa cosa… de la cacería. ¿No? Para colmo, para colmo —Hugo vuelve a poner su mano sobre el antebrazo de Pipo para concentrar su atención.
—Ahá…
—Para colmo, la mina llega al ventanal, todo vidriado. Porque la parte de la cafetería que da al mar es puro vidrio —asesora Hugo—. Entonces cuando la mina llega a la parte de la puerta donde ya sale a la parte de playa, que hay una explanada y después está la arena, se para. Se para en la puerta, ¿viste? Como deslumbrada por el sol. Y mira para todos lados. Busca algo adentro del bolso con un gesto como de fastidio…
—Los lentes negros.
—Algo así. Lo que pasa es que la mina está aburrida. Y en eso, antes de salir ya del todo, gira un poco. Y te vuelve a mirar…
—Ahh… jajajá… —ríe nervioso Pipo.
—¿Viste cuando de golpe una mina te mira y vos no sabés…?
—Sí. Si te mira a vos o a alguien de atrás.
—Claro, claro, eso —se enfervoriza Hugo—. Que vos te das vuelta para ver si atrás no hay otro tipo, qué sé yo. Como para asegurarte.
—Sí, sí —se vuelve a reír Pipo.
—Pero no. La mina te vuelve a mirar a vos. Ya no tan largo, pero…
—Está con vos.
—Está con vos.
—La mina siempre seria —casi pregunta Pipo.
—Ah, sí. Sí. Seria. Juna pero ni una sonrisa. Los ojitos nada más. No. No se regala. Digamos…
—Insinúa.
—Eso. Insinúa… Entonces, vos, llamás al mozo. ¿Viste? —se divierte Hugo. Hace voz afónica—. «Mozo»… No te sale ni la voz. Tenés la garganta seca. «Mozo». Firmás tu cuenta y ahí no más te mandás para la habitación. A los pedos.
—A la habitación.
—Claro. Porque vos ya viste que la mina se fue para la playa. O sea, la tenés ubicada y un poco la seguridad de que la mina se va a quedar ahí. Entonces vas a la habitación y te pones la malla, cazás una toalla. Una revista…
—Ah. Eso sí. Imprescindible. Un libro…
—Sí. Sí, sí. Un libro, una revista, cualquier cosa, para llevar debajo del brazo y salís rajando para la playa cosa de que no vaya a aparecer algún otro y te primeree. Bajás y te mandás a la playa. Como siempre pasa, la primer ojeada que das, no la ves. Ahí te puteás, decís «¿Para qué mierda me fui arriba a cambiar?». Y te desesperás. Pero por ahí la ves que viene caminando, entre alguna gente que hay, tomando una Coca Cola que ha ido a comprar. La mina te ve pero se hace la sota. Se tira por ahí, en una lona. No, en una de esas reposeras y se pone a tomar sol. Medio se apoliya.
—Ahí te cagó.
—No. Bueno. Al fin te la atracás —sintetiza Hugo.
—Ah no. ¡Qué piola! —se enerva Pipo—. Así cualquiera. Es como en esas películas donde un tipo dice «Me voy a atracar a esa mina» y después ya aparece con la mina, charlando lo más piola, encamado. Y no te dicen cómo el tipo se la atracó, atracó. Que es la parte jodida.
—Bueno. Pará. Pará —contemporiza Hugo—. Vos te quedás vigilando. Ves por ejemplo que no hay ningún peligro cercano. Ningún tipo, algún tiburonazo como vos que ande rondando. O hay algún tipo con su mujer que vicha pero se tiene que quedar en el molde pero además vos viste cómo son estas cosas. Los yanquis, los ingleses por ahí ven una mina que es una bestia increíble y no se les mueve un pelo. Ni se dan vuelta. No dan bola. No son latinos. Entonces vos ves que no hay peligro cercano y planeás la cosa. Vos tenés una situación privilegiada. Estás solo. Tenés tiempo. Tenés guita…
—No como acá.
—Claro. Además ahí no te juna nadie. No hay quemo posible. Entonces por ahí te vas un poco al mar, nadás, hacés la plancha. Y cuando volvés ves que la mina está leyendo. En la reposera, pero leyendo. Entonces vos, desde tu puesto de vigilancia, ni muy cerca ni muy lejos, te ponés también a leer. Por ahí te dan ganas, ¿viste? —Hugo busca las palabras— de largar todo a la mierda, cazar un bote, alquilar un catamarán y disfrutar un poco en lugar de andar sufriendo por una mina que por ahí… Pero claro, cuando la mirás y por ahí la ves mover una piernita, sacudir un poco el pelo rubio se te queman todos los papeles. Te hacés el bocho como un loco. Se te seca de nuevo la garganta.
—Venís muerto.
—Lógico. En eso la mina se levanta y se va para un barcito que hay en la playa, muy bacán. Ese es el momento, es el momento… Lo que vos me pedías que te explicara.
—Claro —parece que se disculpara Pipo— porque si no, es muy fácil…
—La mina va, se sienta en un taburete, debajo de esos quinchos ¿viste? como de paja, cónicos, pero grande, porque ahí está el bar. Y vos vas y te sentás al lado. Ya sin hacerte tanto el boludo, ya, ya en la lucha. Y ahí vas a los bifes. Le preguntás, por ejemplo «¿Usted es norteamericana?». En un tono monocorde, casi digamos, periodístico. Sin sonrisitas ni nada de eso. Ahí la mina te mira un momento, fijamente y es cuando…
—Te cagás en las patas —dictamina Pipo.
—¡Claro! ¡Claro! Porque ése es el momento crucial. Ahí se juega el destino del país. Si la mina se hace la sota y mira para otro lado. O dice «sí» caza el vaso y se alza a la mierda, perdiste. Perdiste completamente. Pero no. La mina te mira, dice: «Sí». «Sí ¿por qué?». Y se sonríe.
—¡Papito!
—¡Papito! ¡Vamos Argentina todavía! ¡Se viene abajo el estadio! —Hugo se sacude en la silla—. ¿Viste esas minas que son serias, que no se ríen ni de casualidad, pero que por ahí se sonríen y es como si tuvieran un fluorescente en la boca? ¿Qué vos no sabés de dónde carajo sacan tantos dientes? Una cosa… —Hugo estira la comisura de los labios con los dientes de arriba tocándose apretadamente con los de la fila inferior.
—Como la Farrah Fawcett.
—Sí. Que es una particularidad de las modelos —asesora Hugo—. Están serias, de golpe le dicen «sonreí» y ¡plin! encienden una sonrisa de puta madre que no sabés de dónde la sacan… Buena, la rubia te mira, te dice «sí ¿por qué?» y…
—Te da el pie.
—Claro. Te da el pie, para colmo. Entonces vos decís «permiso», el barrio es el barrio, y te sentás en el taburete de al lado y entrás al chamuyo… —Hugo lleva dos o tres veces el dedo índice de su mano derecha a la boca y lo hace girar hacia adelante como quien desenrolla algo. Pipo hace un gesto escéptico.
—Muy facilongo lo veo —dice.
—Lo que pasa es que la mina está con vos. Está con vos. La mina ya tiene decidido que te va a dar bola. No va a andar haciendo las boludeces de hacerse la estrecha o esas cosas. Es una mina que está en el gran mundo internacional y sabe lo que quiere. La mina va a los bifes. No se regala pero va a los bifes. Si le gusta un tipo le da pelota de entrada y a otra cosa.
—Eso es cierto. Esas minas son así.
—Entonces vos empezás el chamuyo. Ya tranquilo. Ya gozando la cosa porque sabés que la cosa viene bien, ya estás en ganador y medio que ya te estás haciendo la croqueta pensando que te vas a llevar la rubia para la pieza del hotel y esas cosas. Ya entrás a disfrutar, ahí, vos, ganador. Garpás los tragos, tirás unas rupias sobre el mostrador al grone y te vas con la mina para las reposeras. La mina, claro, una bola bárbara. Y vos ves que los tipos te junan como diciendo «hijo de puta, se levantó el avión ése». Pero vos, un duque, fumás, te hacés el sota y la ves caminar a la rubia adelante tuyo, en la arena, ahí, el pantaloncito ajustado y pensás «Dios querido ¡Y esta mina está conmigo!». Y bueno…
—Bueno —suspira Pipo, aflojando un poco la tensión. El peor momento ya ha pasado.
—En fin. Entonces escuchame cómo es la milonga, ¿no? La milonga del día perfecto. Al menos para mí. Primero, ahí, en la playa, con la rubiona. Un poco de natación, el mar, las olas. Alquilás un catamarán, te vas con la mina de recorrida. Y a eso de las seis, siete de la tarde, te mandás al bar y te das algún trago largo…
—Un ron Barbados.
—Puede ser. Puede ser. Fijate, fijate… —gesticula, calculador, Hugo—. Me gustaría más un gin-tonic. Un gin-tonic.
—Loco, eso pedilo en Mombasa, en algún boliche de ésos. Pero no te pidas un gin-tonic en un lugar así. Con esa mina…
—Grave error. Grave error. ¿Qué tomaban los tipos que aparecen en la novela de Hemingway, de ésas en el Caribe, Islas en el Golfo, por ejemplo?
—Bacardí.
—Bacardí. ¡Y gin-tonic! Gin-tonic, mi amigo. Pero la cosa no es esa. No es que vos vayas a pedir tal o cual trago. No. La cosa es que no te des con algún trago que te tire a la lona. Tenés que tomar algo que más o menos sepas que te la aguantás. Algo que te achispe, que te ponga vivaracho pero que no te haga pelota. Mirá si todavía que ya tenés la mina en casa te levantás un pedo que flameás o te descomponés y después andás con diarrea, te cagás ahí en el lobby del hotel…
—Vomitás —se asqueó Pipo.
—Vomitás. Le vomitás las pilchas a la mina. Un asco. No. No. Por eso, por eso, pedís algo sobrio, que vos sabés que te la aguantás y que te ponga ahí, en el umbral de la locura para acometer el acto… el acto… el acto carnal. Además vos ves que el asunto viene sobrio. Sin espectacularidad. No te vas a pedir tampoco uno de esos tragos que vienen adentro de un coco partido por la mitad, que adentro le meten flores, guirnaldas, guindas, que lo tomás con pajita. Eso es para las películas de Doris Day que todos bailaban en bolas al lado de la pileta…
—Doris Day. Qué antigüedad.
—No. Vos te pedís entonces un gin-tonic. La mina alguna otra cosa así. Ahí charlás un ratito. La mina muy piola. Muy bien. Muy agradable. Simpática.
—Muy bien la mina —certificó Pipo, como asombrado.
—Sí. Sí. Una mina de unos 26, 27 años. No una pendeja. Casada. Bien en su matrimonio. Bien. Que sabe lo que está haciendo. La mina quiere pasar bien esa noche, y a otra cosa.
—Claro.
—Claro. Ninguna complicación. No es de las que te va a hacer un quilombo al día siguiente ni nada de eso. La mina sabe cómo son estas cosas.
—No. No se te va a venir a la Argentina tampoco.
—¡Nooo! ¡No! No es de ésas que agarran el teléfono y te dicen «Arribo a Fisherton mañana». Y se te arma tal despelote. No, nada de eso. Entonces…
—Entonces.
—Entonces, son como las siete, las ocho de la tarde —el relato de Hugo se hace moroso—. Te vas con la rubia a la habitación del hotel.
—¿A la tuya o a la de la mina?
—A cualquiera. Allá no es como acá que por ahí te agarra el conserje y no te deja entrar con la mina en la pieza. Allá no hay problemas. Te vas con la mina a la habitación. No. Mejor le decís a la mina que vaya a su habitación. Vos vas a la tuya y te das una buena ducha.
—Te sacás toda la arena.
—Claro, te sacás la arena. Los moluscos que te hayan quedado pegados. Y te vas a la pieza de ella. —Hugo hace un pequeño silencio contenido—. Y bueno. Ahí, viejo ¿para qué te cuento? —sigue—. Te echás veinte, veinticinco polvos. Cualquier cosa.
—¿Veinticinco, che? —duda Pipo.
—Bueno… Dejame lugar para la fantasía. Bah… Te echás cinco, seis. De esas cosas que ya los dos últimos la mina te tiene que hacer respiración boca a boca porque vos estás al borde del infarto…
—Sí. Que ya lo hacés de vicioso.
—Claro. Pero que te decís: «Hay un país detrás mío». No es joda.
—Muy lindo, che. Muy lindo —aprueba Pipo, que se ha vuelto a repantigar en la silla y manotea, distraído, el paquete de cigarrillos.
—No. No —le llama la atención Hugo—. No. Ahora viene lo interesante. Porque yo te digo una cosa. Te digo una cosa… eh… Pipo. Te digo una cosa, Pipo: El mundo ha vivido equivocado. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé por qué carajo en todas las películas el tipo, para atracarse la mina, primero la invita a cenar. La lleva a morfar, a un lugar muy elegante, de esos con candelabros, con violinistas. Y morfan como leones, pavo, pato, ciervo, le dan groso al champán mientras el tipo se la parla para encamarse con ella. Yo, Pipo, yo, si hago eso… ¡me agarra un apoliyo! Un apoliyo me agarra, que la mina me tiene que llevar después dormido a mi casa y tirarme ahí en el pasillo. O si no me apoliyo me agarra una pesadez, un dolor de balero. Eructo.
—Y eso no colabora.
—No. Eso no colabora —Hugo se pega repetidamente con la punta de los dedos agrupados en la frente—. ¿A quién se le ocurre, a quién se le ocurre ir a encamarse después de haber morfado como un beduino? Es como terminar de comer e ir a darte quince vueltas corriendo alrededor del Parque Urquiza. Hay que estar loco.
—Sí. Es cierto.
—Por eso te digo. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé cómo hacían los galanes esos de cine que se iban a encamar después de comer.
—Es la magia del cinematógrafo, Hugo. Hay que admitirlo.
—Pero en este día perfecto que te digo yo —puntualiza, orgulloso, Hugo—, vos terminás de echarte los quince polvos con la rubia, te levantás hecho un duque. Te pegás una flor de ducha, cosa de quitarte de encima los residuos del pecado y ¿qué te pasa? Tenés un hambre de la puta madre que te parió. ¡Loco! No comés desde el desayuno. Acordate que no comés desde el desayuno que picaste alguna boludez. Y después no almorzaste porque un tipo que está de cacería no puede permitirse andar con sueño y hecho un pelotudo. Entonces, entonces… imaginate bien, eh. Prestá atención. Te empilchás livianito, la mina también. Ya es de noche, te has pasado cerca de tres horas cogiendo y la luna se ve sobre el mar. Está fresquito. No hay ese calor puto que suele haber acá. Ahí refresca de noche. Vos abrís bien las puertas de vidrio que dan al balconcito y desde abajo se escucha la música de una orquesta que es la que anima el bailongo que se hace abajo, porque hay mesitas en los jardines, entre las palmeras y ahí los yankis cenan y esas cosas. Vos no. Vos como un duque, pedís el morfi en la habitación. ¡Imaginate vos! —Hugo reclama más atención de parte de Pipo—. Vos ahí te sentís Gardel. Acabás de encamarte con una mina de novela. Estás en un lugar de puta madre, tenés un hambre de lobo. Sabés que tenés todo el tiempo del mundo para comer tranquilo. La mina es muy piola y agradable y no te hace nada, al contrario, te gratifica que ella se quede con vos después de la sesión de encame. No es de esas minas que después de encamarte tenés unas ganas locas de decirle «nena, ha sido un gusto haberte conocido; ahora vestite y tomátela que tengo un sueño que me muero y quiero apoliyar cruzado en la cama grande». No. La mina es un encanto. Entonces te hacés traer un vino blanco helado, pero bien helado de esos que te duelen acá —Hugo se señala entre las cejas—. ¡Bien helado!
—¡Papito!
—Porque también tenés una sed que te morís. Te has pasado todo el día en la playa, bajo el sol. Y además después de un enfrentamiento amoroso de ese tipo si no tenés a tiro un buen vino blanco pronto capaz que te chupás hasta el bronceador.
—La crema Nivea.
—Y ahí te sentás con la rubia —Hugo se arrellana en su silla, hace ademán de apartar las cosas de la mesita— y le entrás a dar a los mariscos, los langostinos, la langosta, algún cangrejo, con la salsita, el buen pancito. Pero tranquilo, eh, tranquilo… sin apuro. Mirando el mar, escuchando el ruido del mar. Sos Pelé. Sos Pelé.
—Alguna que otra cholga —aventura Pipo.
—Sí, señor. Alguna que otra cholga. Pulpo. Mucho pulpito. Y siempre vino ¿viste? Le das al blanco. Sin apuro. Ahí es cuando entrás a charlar con la mina de cosas más domésticas. De la casa. De la familia. Cuando ya no es necesario hacer ningún verso.
—Cuando ya te aflojás.
—Claro. Ese momento es hermoso. Entonces le contás de tu vieja. De tus amigos. Que tenés un perro. Que de chico te meabas en la cama. La mina te cuenta de su granja en Kentucky. Que le gustan los helados de jengibre. Pero ya tranquilo. Estás hecho. Estás hecho. Porque si vos morfás antes de encamarte —vuelve a la carga Hugo—, por más que te sirvan el plato más sensacional y lo que más te gusta en la vida a vos no te pasa un sorete por la garganta porque tenés el bocho puesto en la mina y en saber si te va a dar bola o no te va a dar bola. Comés nervioso, para el culo, te queda el morfi acá. La mina te habla de cualquier cosa y vos estás pensando «Mamita, si te agarro» y no sabés ni de qué mierda está hablando ella ni qué carajo le contestás vos. Es así. ¿Es así o no es así?
—Es así.
—Entonces ahí, después de morfar como un asqueroso, después de bajarte con la rubia dos o tres tubos de blanco, vos vas sintiendo que te entra a agarrar un apoliyo ¡pero un apoliyo! Sentís que se te bajan las persianas.
—Ahí es cuando uno ya se entra a reír de cualquier pavada.
—¡Eso! ¡Claro! —se alboroza Hugo por el aporte de Pipo—, que te reís de cualquier cosa. Bueno, ahí, te vas al sobre. Sabés, además, que podés al día siguiente dormir hasta cualquier hora porque vos te vas, ponele, a la noche del día siguiente. Y te acostás con la rubia, ya sin ningún apetito de ningún tipo, sólo a disfrutar de la catrera. Te vas hundiendo en el sueño. Te vas hundiendo. Está fresquito. Entra por la ventana la brisa del mar. Oís el ruido del mar. Un poco la música de abajo…
Hugo se queda en silencio, mordisqueándose una uña. Casi no hay nadie en El Cairo. Pipo también se ha quedado callado. Bosteza. Mira para calle Santa Fe. Hugo busca con la vista a Molina, que está charlando con el adicionista. Levanta un dedo para llamarlo. Molina se acerca despacioso pegando al pasar con una servilleta en las mesas vacías.