martes, 23 de julio de 2024

Mi amigo Mickey - Cuento de Roberto Fontanarrosa


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Al principio yo pensé que este tipo se habla dado cuenta por los zapatos. Usted vio que los zapatos argentinos tienen cierta fama y si usted es medianamente conocedor de cueros y esas cosas puede reconocer un zapato argentino. Por la confección, por el diseño, como dicen que se reconoce un zapato italiano. Así dicen, no sé. Dicen. Pero después dejé de lado esa suposición mía porque el lugar estaba bastante oscuro, o al menos en penumbras, como para que alguien pudiera ver un par de zapatos y darse cuenta de qué procedencia eran. Porque al principio, cuando todavía estábamos tomando algo, el salón estaba iluminado, bastante iluminado, pero cuando empezó el número vivo y empezó a cantar esta chica entonces bajaron un poco las luces. Si incluso me acuerdo que me dije «bueno, mejor», porque me daba un poco de vergüenza la pinta que yo tenía. Está bien que ahí no me conocía nadie, pero usted vio cómo le queda la ropa a uno cuando hace ya casi un día que la tiene puesta y se la ha pasado yendo y viniendo de un lado para otro cargando con las valijas. Yo estaba de sport, por supuesto, como se pone uno para viajar, pero cuando salí del otro hotel por la mañana, todavía estaba planchadito y elegante, digamos. Es más, pensé que este tipo me había sacado por la ropa. Porque, usted habrá visto que ya la moda está prácticamente uniformada, con este asunto de la globalización. Las marcas son las mismas, las líneas de ropa se pueden encontrar en cualquier parte, pero, de todas maneras, a veces usted ve un grupo de gente en un aeropuerto y dice, inmediatamente, «éstos son argentinos». Y no porque sean gritones o gesticulen como hacemos siempre nosotros, no. Usted se da cuenta por la ropa, no sé, el corte, la forma de combinar los colores, la calidad de un saco, de una remera.

La cuestión fue que cuando esta chica, la cantante, empieza «Caminito» en una versión, digamos caritativamente, perdonable, este tipo que estaba solo, en la mesa de atrás pero muy cerca de la mía, me hace un gesto señalando hacia el escenario y me dice: «Es para vos». «Es para vos», en un castellano muy como lo hablan los norteamericanos, con las erres débiles, ¿vio?… «Es para vos.» Pero me sorprendió que el tipo dijera «vos» y no «es para ti» o «para usted» como generalmente hablan el castellano las personas que son de afuera.

Yo al tipo lo había visto ya en el aeropuerto, esperando como todos los demás. Digamos: sabía que lo había visto pero no le había prestado demasiada atención. Era alto, delgado, estaba de traje marrón oscuro, tenía pelo castaño ya entrecano y con esa típica mandíbula fuerte americana, bien marcadas las comisuras de los labios. Cabeza redonda, cuello largo. Fue uno de los que menos escándalo hizo en la sala de espera cuando nos informaron que el vuelo estaba demorado. Me acuerdo de que en eso sí me fijé. Este hombre estaba sentado, leyendo un libro de bolsillo, pero bien grueso, en inglés, de esos libros apropiados para viajes, que son largos, gordos, pero que no ocupan mucho lugar. Pensé que era un tipo habituado a viajar. Llevaba un bolsón de mano de buena calidad y simplemente volvió a sentarse cuando nos dijeron que el avión tenía como dos horas más de demora.

Habíamos llegado al aeropuerto de Lisboa sobre el mediodía después de la hora y media de viaje en ómnibus desde Évora y allí nos enteramos de que el vuelo a Buenos Aires estaba demorado. Después de dos horas de retraso nos dijeron que había dos horas más para esperar. La gente lo tomó con bastante filosofía.

Yo pensaba que si viajaban más argentinos seguro que armaban un despelote mayúsculo. Pero no había argentinos en el vuelo. Y así pareció confirmarlo este hombre por la noche, ya tarde, cuando la cantante empezó con «Caminito», después de haber abordado un repertorio melódico, internacional podríamos llamarlo, y el tipo me dice bastante amistosamente: «Es para vos». Yo, algo sorprendido, le devolví una sonrisa, me acuerdo, asintiendo con la cabeza. Le repito que no había cambiado ni media palabra con él y tampoco tenía muchas ganas de conversar. Se imagina que después de tamaña amansadora yo no estaba del mejor humor. El resto de los pasajeros, después de insultar y renegar por la postergación del vuelo hasta la mañana siguiente, se había ido a dormir apenas nos asignaron a aquel hotel. Algunos, yo entre ellos, comimos algo aunque lo único que la cocina podía ofrecer a esa hora, y con mucha buena voluntad, eran unos sándwiches bastante desastrosos y alguna gaseosa.

Me fui entonces a la habitación que me habían asignado con la idea de darme una ducha y acostarme porque nos habían dicho que nos iban a despertar a las seis para volver al aeropuerto. Y eso llevaría casi otra hora de ómnibus.

Pero ¿qué pasó?: que me había desvelado, me había desvelado completamente. Pese al cansancio y al relax que suele traer una ducha hirviendo, cuando me fui a la cama estaba con los ojos así, como dos carozos. Me di cuenta de que no me iba a dormir. Creo que la tensión también tenía mucho que ver. Pese a que viajo mucho les tengo cierto temor a los aviones, lo confieso. O si no temor, respeto. Y cuando llegamos al aeropuerto, el avión nuestro ya estaba ubicado junto a la manga. Podíamos verlo desde la sala de embarque, que era toda vidriada. Había bajo la panza del avión, no un Jumbo pero casi tan grande como un Jumbo, una cuadrilla de mecánicos arreglando algo. Iban y venían con luces y herramientas y cada tanto venía uno de esos carritos que andan por la pista trayendo cables o repuestos o qué sé yo qué cosas.

El asunto parecía serio y a mí no me tranquilizaba salir con el avión en ese estado. Casi prefería que postergaran el vuelo, como después hicieron, y salir con todo resuelto, o con otro aparato, al día siguiente. Claro, si apenas llegamos al aeropuerto nos hubieran avisado que el vuelo se postergaba, por lo menos nos ligábamos casi toda una tarde en el hotel al que finalmente nos llevaron y hubiéramos podido aprovechar la piscina —porque era un cuatro estrellas con pileta—, e incluso abrir las valijas, cambiarnos un poco de ropa.

Entonces, cuando me encontré totalmente desvelado esa noche y decidí bajar al lobby a caminar un poco o a tomar algo, preferí volver a ponerme la misma ropa arrugada que había usado todo el día antes que abrir la valija y desordenar todo, con el despelote que suele ser ordenar una valija.

Bajé al lobby, pero ya estaban lógicamente cerradas todas esas boutiques o negocitos que venden cosas carísimas. Anduve por ahí, vi el salón con el bar, mesas, bastante gente, un escenario y me metí a tomar algo. Fue cuando me topé de nuevo con el americano, ya con una sombra de barba y también con la misma ropa que tenía en el aeropuerto. Había una botella de whisky por la mitad sobre su mesa.

Cuando la chica ataca «Caminito», en un castellano espantoso, el americano me dice eso, me habla. Termina de cantar la chica, la gente aplaude, y yo también, quizás un poco más de lo que ella se merecía. Pero yo, ante lo que me había dicho este tipo, me sentía un poco como obligado a ser cortés. Y entonces ella arremete con una versión bastante sui géneris de «Sus ojos se cerraron», también en castellano. Allí el americano aplaude un poco, me señala y me dice: «La conquistaste, che. Se ha entusiasmado». Yo lo miro, me encojo de hombros y le sonrío de nuevo. Entonces el tipo, muy suelto de cuerpo, se levanta de su silla, agarra el vaso de whisky y la botella y se viene a mi mesa. Aparta una silla y se sienta.

—Mickey —me dice, presentándose. Cuando lo veo más de cerca ya le veo los ojos medio vidriosos y, pese a que toda su imagen era bastante pulcra, también estaba algo despeinado. Sería un poco mayor que yo, sesenta y pico, pero se lo veía en forma. Giró hacia la barra, pidió más hielo con gestos y se sirvió otro whisky.

—Viene bien un poco de alcohol —me dice, en voz baja— para distenderse.

La cantante terminó su corta rutina —la acompañaba un tecladista—, y se retiró entre algunos aplausos de compromiso.

—No cualquiera canta el tango —dijo Mickey, encendiendo un cigarrillo—. ¿Fumás?

—Tengo, gracias —dije, sacando mis Jockey largos. Se los ofrecí también.

—Uhhh —sonrió el hombre guardando presuroso su atado—. ¡Cuánto hace que no fumo de ésos! —tomó uno de mis cigarrillos y se lo guardó en un bolsillo interior de su saco—. Maravilloso tabaco rubio.

—¿Vivió en la Argentina? —le pregunté, mientras él encendía su cigarrillo y daba una larga primera pitada. Exhalando el humo me dijo que no, con la cabeza—. Porque habla muy bien el castellano —le dije— o mejor dicho, el argentino.

Mickey se encogió de hombros, restando importancia al halago.

—Trabajé mucho tiempo con un uruguayo —me dijo.

—Bueno, ellos suelen usar el «tú» en lugar del «vos», pero, es cierto, somos muy parecidos.

—Mañana a las seis nos despiertan —cambió el tema Mickey,

—Sí. Eso me dijeron. Espere que hayan solucionado lo del avión.

Mickey entonces empezó a hablar de los aviones, de modelos y características, como tratando de tranquilizarme. Parecía saber mucho del tema y, poco a poco, animado por haberme tomado un gin-tonic, me fui soltando en la charla con este tipo. Era un hombre interesante y podía resultar de provecho una conversación con él, más que todo considerando que yo seguía aún totalmente desvelado. Me cruzó la cabeza, por un instante, la fantasía de que podía tratarse de un homosexual que estaba tratando de levantarme, pero no tenía para nada pinta de eso y, por otra parte, uno ya está bastante crecidito como para saber poner algunos limites. Éramos dos tipos, en resumen, haciendo tiempo y tomando tragos en un hotel a causa del larguísimo retraso de un vuelo.

—Sabés mucho de aviones —le dije, haciendo más confianzudo el trato.

—Estuve en el Golfo —dijo, como al pasar—. Pero no combatiendo. Inteligencia. Simples trabajos de Inteligencia —se rió, como si fuera muy gracioso. De ahí en adelante iba a reírse muy a menudo, con una risa cortita que era casi un jadeo, ocultando la boca con la mano que sostenía el cigarrillo. Eso sí me alarmó un poco. Pensé que podía ponerse borracho como una cuba. Conocí varios americanos con esa característica. Sin embargo se recomponía con facilidad de los estremecimientos de la risa y me preguntó sobre mi actividad. Le conté más o menos sobre la empresa, su dimensión, sus alcances, sus problemas. Mickey, mientras tanto, se servía un whisky tras otro y estaba cada vez más despeinado.

—Vos… —contraataqué—, ¿seguís en Inteligencia o después del Golfo cambiaste de trabajo?

—Algo así…—vaciló—. No en Inteligencia, propiamente dicho, pero sigo en el Pentágono —estalló en una de sus risas—. ¡Ahora me parece que voy a cambiar de trabajo!

—¿En el Pentágono? —me asombré. Nunca había conocido a nadie que trabajara en el Pentágono—. ¿Estabas cuando el 11 de septiembre?

—Estaba. Pero en un lugar casi inaccesible. El impacto del avión fue sobre el otro lado. Nosotros estamos en una oficina miserable en el segundo subsuelo y sobre el sector opuesto. No me hagas acordar de esa oficina. Ahora hablan de trasladarnos de nuevo, pero al tercer subsuelo. Ahí será cuando me vaya definitivamente. Si no me voy antes… O nos echan. Porque ése es el rumor que está corriendo, que nos echan…

La botella había acabado, por lo que ordenó otro whisky.

—Llega un momento —siguió, como hablando consigo mismo— en que uno, si tiene algo de dignidad, tiene que irse… Cuando te rebajan el sueldo, cuando te pasan de una oficina luminosa y confortable a un escondrijo sucio en un segundo subsuelo… hay que irse. Aunque haga más de treinta años que estás en ese trabajo.

—Pero…. ¿cuál es tu trabajo? —me arrepentí inmediatamente de haber preguntado eso. Se supone que a un tipo que trabaja en el Pentágono no se le pregunta sobre su actividad. Mickey se rió abiertamente cuando se dio cuenta de mi embarazo. Me agarró el antebrazo con una mano y me apretó fuerte.

—En el Pentágono trabajan miles de personas —me dijo, soltándome—. Y no todos son espías o conspiradores o tipos que deciden los destinos de los demás países. Al contrario, la gran mayoría son simples empleados civiles que escriben memorándum, oscuros burócratas, sirvientes, alcahuetes, tipos que limpian los baños o barren los pasillos…

—¿Vos sos uno de ésos?

Mickey se rió a carcajadas, echándose hacia atrás, exageradamente. Se paró de golpe. Ahí observé que estaba más desprolijo de lo que parecía. Se le había torcido por completo la corbata oscura, tenía uno de los faldones de la camisa totalmente fuera del pantalón y le aparecía por debajo del saco. Tampoco lucía demasiado firme sobre sus piernas.

—Después te cuento —me dijo. Algo vacilante caminó hacia la barra, preguntó algo al mozo y se marchó hacia el baño. Miré mi reloj. Eran casi las dos, una buena hora para irse a dormir. Ya me había entrado un poco de sueño, pero admito que me intrigaba en cierta forma mi amigo ocasional que trabajaba en el Pentágono. Casi me asustó cuando volvió a sentarse al lado mío. Se dejó caer sobre la silla como una bolsa de papas. Se había lavado la cara y tirado el pelo hacia atrás. Todavía tenía mojadas las mejillas. Casi detrás de él vino el mozo, a quien le había pedido de paso un nuevo whisky.

—Leí una vez… —entrecerró los ojos, encendiendo otro cigarrillo— algo fantástico en un baño de La Plata…

—¿La Plata, Buenos Aires?

—Sí. Había ido a ver Gimnasia y Estudiantes, el derby. Sobre la parte interior de la puerta de uno de esos baños decía: «En este lugar sagrado…»

—«…donde acude tanta gente»… —aporté.

—«…hace fuerza el más cobarde»… —recordó Mickey con esfuerzo, la sonrisa torciéndole la mandíbula firme.

—«…y se caga el más valiente».

—«¡Y se caga el más valiente!» —Mickey estalló en nuevas carcajadas, algo descontrolado—. ¡Es una maravilla! Lástima que no se puede traducir… Se lo quería, un día, contar a mi superior, pero…

—Me ibas a decir cuál era tu ocupación —insistí, casi atrevido. Mickey pitó un par de veces su cigarrillo y frunció el entrecejo,

—Ya da lo mismo —dijo—. Ya da lo mismo que te lo diga o no te lo diga. Estoy afuera…

Lo miré, sosteniendo la mirada come para que se diera cuenta de que no le iba a permitir que me cambiara el tema.

—Trabajo en la oficina del Pentágono que prepara los complots contra la Argentina.

Solté una carcajada, pero él no se rió. Me quedé mirándolo, entonces, sin poder creer lo que había oído. Mickey se encogió de hombros.

—Mi madre hubiese querido que yo hiciera otra cosa —se puso inopinadamente triste—, algo más importante. Pienso que ella hubiese querido que yo montara con Alan, mi hermano, ese puesto ambulante de venta de salchichas alemanas. Pero creo que nunca tuve espíritu empresario. Cuando entré a esta oficina me aburguesé mucho allí dentro.

Yo seguía asombrado.

—Pero —le dije—, ¿es verdad lo que me estás diciendo? —Mickey enarcó las cejas, como reafirmándolo.

—Yo siempre escuché hablar… —seguí— sobre las conspiraciones contra la Argentina, sobre los complots contra la Argentina, pero siempre supuse que eran mentiras, fantasías, lo que allá llamamos…

—El sentido…

—…conspirativo, el sentido conspirativo de la vida. Manías nuestras de creernos que siempre en algún lado, alguien estaba conspirando contra los argentinos, como si fuéramos tan importantes, tan… relevantes.

Mickey se señaló a sí mismo, ufano, con el indice.


—Que había gente —me embalé— en un sótano, pensando veinticuatro horas al día qué maldades hacemos…

—Veinticuatro horas, no. Pero dieciocho, diecinueve, sí. Jornadas larguísimas metidos en ese cubículo, cuatró tipos nada más para tanto trabajo. Y ahora somos tres apenas. Hubo épocas en que trabajaban ocho. Hasta que pasó lo del automovilista aquel trabajaban ocho…

—¿Qué automovilista?

—Aquel que ganó tantas carreras de Fórmula Uno. Que fue cinco veces campeón mundial…

—Fangio, Juan Manuel Fangio.

Mickey sacudió la cabeza.

—El Chueco —corroboró. Sin duda sabía el nombre, dadas las exigencias de su especialidad, pero posiblemente el alcohol le confundía las ideas de la misma manera que empezaba a trabarle un poco la lengua—. Cuando ganó el quinto campeonato mundial voló media oficina. A la calle con ellos.

—Pero… ¿De eso se ocupaban ustedes?

—De eso y de todo. Pero especialmente de eso, de lo que concernía a los ídolos populares. Anular a aquellos que podían y pueden elevar la autoestima de los argentinos.

—No tanto de economía o de política.

—De eso se ocupan ustedes mismos, y bastante bien, no tenemos que cubrir ese aspecto. En lo que operamos más es sobre el orgullo nacional. Cuando Gatica fue a los Estados Unidos a pelear con Ike Williams nos fue bien. Salió todo como se había planeado: 6 de enero del ’51, día de Reyes.

—¿Gatica? —mi asombro no tenía límites—. ¿Ya en ese entonces ustedes complotaban contra nosotros?

Mickey dejó escapar un silbido comprimido.

—Desde antes —dijo—. ¿Recordás a Gardel? Bueno… Había alguien más dentro de ese avión que se incendia en Medellín…

Pegué una palmada contra la mesa, ya me había fastidiado. Me daba vueltas por la cabeza la presunción de que ese tipo me estaba haciendo una broma.


—¿Cómo se llamaba… —Mickey se echó hacia atrás apretándose la punta de la nariz con su mano derecha—… ese otro corredor de Fórmula Uno, que se quedó sin nafta a pocos metros de la meta, cuando llegaba primero en el Gran Premio de Buenos Aires?

—Reutemann.

—Allí nos felicitaron desde el Salón Oval. Recuerdo que nos llamó… —Mickey dejó de hablar abruptamente. El mozo se había acercado pensando que mi golpe contra la mesa equivalía a una llamada. Aproveché para pedir otro gin-tonic y Mickey, otro whisky.

—Pero… pero… —retomé yo—… ¿Por qué todas esas maniobras contra la Argentina? ¿O es que hay una oficina para pensar complots contra la Argentina y otra contra el Uruguay y otra contra Turquía y otra…

—No…No… —Mickey negaba con un dedito en alto frente a su nariz, como los chicos—. Contra Argentina solamente…

—¿Por qué?

Se recostó contra el respaldo de la silla, frunció la cara como si le costase encontrar el comienzo de la frase y luego esperé a que se alejara el mozo que nos traía el pedido.

—Ustedes son distintos —dijo por fin.

—Distintos…

—Distintos, ustedes son distintos… Son imaginativos, creativos, divertidos, talentosos, saben improvisar, bailan bien el tango, tocan guitarras… Todo eso genera una gran envidia en el establishment… Y no sólo envidia sino también temor… ¿Cuáles serían los límites de desarrollo de una nación poblada por habitantes inteligentes, rápidos y capaces si se la deja crecer? ¿Acaso no podrían amenazar la hegemonía americana?

Yo lo miraba desorbitado. Seguía pensando en que la borrachera trastornaba a mi interlocutor.

—Y tampoco descartemos motivaciones más personales, Roberto —por primera vez Mickey me llamó por mi nombre, pronunciando muy suave la erre inicial—. Se cuenta que uno de los primeros hombres a cargo de la oficina, Windsor G. Fleegal, desarrolló un odio visceral hacia los argentinos porque uno de ellos le quitó a su esposa. La esposa de Fleegal huyó a México con un argentino intrascendente, un pintor de cuarto nivel que vivía en New York y que la conquistó haciéndole un asado con cuero, aunque no lo creas. Y no es el único caso. Los argentinos son muy seductores. Tu caso, para no ir tan lejos…

Me dio un vuelco el corazón. ¿No se haría realidad, en definitiva, mi liviana suposición inicial de que me encontraba frante a un homosexual trashumante?

—Vos sos un hombre de buena estampa —me señaló Mickey—. Serías atractivo para cualquier mujer americana, porque el latino en general le brinda tiempo a la mujer, y la corteja: no como nosotros, que somos más fríos y, cuando nos emborrachamos, como creo estarlo yo ahora, se olvidan de ellas.

Mickey estiró los brazos, apoyando las dos manos sobre la mesa, casi sosteniéndose.

—Me pasó con Mary, Betty, Peggy, Julie… —su repaso de nombres femeninos me tranquilizó en cuanto a sus preferencias— …rubias de New York… —completó luego, riendo como un bárbaro, y canturreando el tango de Gardel. Me dio bronca haber caído así en esa broma.

—Te recuerdo —le advertí— que estás hablando con un argentino… Tal vez la borrachera te haya hecho olvidar ese detalle. Pero tu actitud no parece muy acorde con la de un profesional del complot internacional. Te callás para que no te escuche el mozo cuando se acerca, y me contás todo esto a mí que soy un argentino. Uno más de los que sufren todos esos complots a los que vos te referís. Y que se arman en tu oficina… ¿Por qué me lo contás precisamente a mí?

Mickey perdió la vista en el cielo raso, se metió la punta del dedo pulgar de la mano derecha entre los labios mientras con la misma mano sostenía el cigarrillo.

—¿Querés que te diga por qué? —inició, como podría hacerlo el mejor de los porteños—. Porque me encariñé con ustedes. No sé si no son incluso mejores que nosotros. Hay una cosa canalla en ustedes que los hace atractivos, una actitud soberbia, orgullosa que puede convertirlos en tipos repelentes, pero, además, encantadores. Y conmigo se comportaron muy bien todas las veces que he ido allá… Es por eso también que voy a dejar de trabajar…

—Vas a dejar…

—Sí… Voy a dejar antes de que me echen. Me siento mal planeando cosas contra tipos como vos, que me has dado tabaco rubio del bueno. Sería el mío un mínimo acto de dignidad antes de que cierren definitivamente la oficina…

—¿La van a cerrar?

—Sí —Mickey asintió, enérgico, con la cabeza. Pese al aire acondicionado, varias gotas de sudor se desprendieron de su frente y pegaron contra la mesa—. Cuando empiezan así, cortando el presupuesto, achicando los viáticos, reduciendo los espacios, pasando la oficina desde el segundo subsuelo al tercero, es que la van a cerrar. Ya pasó con la Oficina de Atentados contra Castro.

—Pero… ¿por qué la van a cerrar? —me sorprendí levermente dolido.

—Parece que ya no tiene sentido. Es como si la batalla se hubiese terminado…

—Y ganado. Ya no existimos.

—Algo de eso. No te ofendas, pero algo de eso… Se hacen algunas cosas, como la zona que les tocó a ustedes en el último Mundial de Fútbol…

Señalé a Mickey, airado e interrogante.

—No. No fui yo —se rió, cínico—. Fue Durrance, mi compañero de escritorio. Buen trabajo. Estuvo bien… Pero ya casi no hay más proyectos…

—No existimos…

Mickey empezó a reírse casi con afonía, y tosió después.

—Hay otra cosa, hay otra cosa. Otro motivo muy importante… —se puso de pie—. Tal vez el motivo más importante para que la oficina de complots contra tu país se cierre… Esperame que voy al baño y te lo cuento, no te vayas a dormir todavía…

Se alejó hacia el baño, más vacilante que antes, metiéndose algo torpemente los faldones de la camisa bajo el cinto. Me quedé allí, respirando agitadamente, entre enojado, sorprendido y descreído por todo lo que Mickey me había dicho y lo muy importante que estaba aún por decirme.

Tardaba mucho. Pensé que podía haberse descompuesto en el baño. Recorrí con la mirada el salón y supe que ya no quedaba nadie allí, salvo el mozo, paciente y educado tras la barra. Dos o tres veces miré hacia la puerta que daba a los baños, para ver si Mickey regresaba. Comencé a impacientarme. Tal vez mi amigo se había quedado dormido sobre el inodoro, con una borrachera irrevocable. Llamé al mozo y le comenté que el americano había ido al baño y que tenía miedo de que le hubiese ocurrido algo. Que estuviese descompuesto, le dije. El mozo accedió a ir a ver. Yo consideraba que mi relación con Mickey no era lo suficientemente estrecha como para que tuviera que ir yo, en persona. Y tampoco era yo un siervo de ese oscuro funcionario del Pentágono.

Poco después vino el mozo. Me dijo que en el baño no había nadie, que había revisado todos los compartimentos. Le dije que mi amigo, debido a su estado de ebriedad, podría haberse metido en el baño de mujeres. El mozo me dijo que ese también lo había pensado él, y que había revisado el baño de mujeres.

Sin decir nada más, se alejó hacia la barra. Yo me quedé esperando, desconcertado. Quizás Mickey había ido hasta su habitación, a buscar algo que necesitaba para respaldar la explicación final que había prometido darme. Esperé quince minutos, sintiendo en mis espaldas la mirada taliadrante del mozo, quien a su vez esperaba el momento en que yo me fuera para hacer él lo mismo. Me fijé diez minutos más de tolerancia pera a los cinco fue el mozo quien se acercó a la mesa.

—Tenemos que cerrar, señor —me susurró, siempre amable. Y me puso la cuenta junto a mi codo. Ahí di un respingo. Había olvidado el tema de la cuenta. Leí el importe.

—¡Ciento noventa y siete dólares! —grité. El mozo aprobó con la cabeza, señalando vagamente los tickets acumulados bajo el cenicero y la botella de whisky vacía.

—¡Pero es que yo no consumí esto! —me desesperé, comprendiendo que no sabía ni el nombre ni la habitación del hombre del Pentágono. El mozo permaneció impávido—. Quiero hablar con el gerente del hotel —dije, sin convicción.

—Son las dos y media de la mañana, señor —me recordé el mozo—. Pero, si lo desea, hay un destacamento policial a pocas cuadras. Puede hacer allí la denuncia.

Me quedé mirándolo, aturdido, sin comprender demasiado lo que pasaba. Por último, vencido, saqué mi tarjeta de crédito y pagué. Cuando llegué a la habitación estaba indignado y no pude dormirme hasta las seis, cuando me llamaron para ir hasta el aeropuerto. Por supuesto que no encontré a Mickey ni en el ómnibus, ni en el aeropuerto, ni tampoco en el avión.

Hasta el día de hoy, le juro, no sé si habrá sido aquélla, la factura por ciento noventa y siete dólares, la última acción de la oficina antiargentina antes de su cierre definitivo. O si se trató, nada más, que de un nuevo golpe urdido por sus integrantes y la oficina esa sigue funcionando como siempre.

Libro: Usted no me lo va a creer (2003).

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