«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
Hola, soy Florencia y les contaré mi historia. Hace 10 años, cuando tenía 10, estábamos de pijamada con mis amigas Sabina, Antonela, Morena y Morella. En medio de la noche, comenzamos a hablar sobre una casa abandonada en el barrio.
—¡Tengo una idea! —exclamó Sabi—. ¡Vayamos a la casa!
—¡Noooo! —dijo Morena en voz alta, pero no lo suficiente como para ser un grito. Aunque tenía miedo, al final logramos convencerla.
Cuando llegamos y entramos, la puerta se cerró de golpe detrás de nosotras con un ¡PLAM! que nos hizo saltar del susto.
—¡Buaaaa! ¡No debimos haber venido! —chilló y lloró Morena.
—Ay, chicas, tengo miedo… y la puerta no abre. ¿Qué vamos a hacer? —exclamó Morella.
—Ya vamos a encontrar una solución, no se preocupen —respondió Antonela con calma, tratando de tranquilizarlas.
—¡Ay, Anto! ¡Sos nuestra salvación! —exclamaron Morella y Morena al unísono.
De repente, mientras investigábamos entre las cinco, empezamos a escuchar sonidos raros… como si algo caminara a nuestro alrededor. Como si fueran… arañas.
Y cuando nos dimos cuenta…
¿¡Sabina no estaba!?
—¿Se habrá separado? —dije con la voz temblorosa.
—Lo dudo, Sabi es muy unida —respondió Morella, pensativa.
La buscamos por todos lados, pero no había ni rastro de ella. Nuestra preocupación creció y el miedo comenzó a invadirnos. Entonces, mientras caminábamos por los oscuros pasillos, encontramos a un niño.
Morella intentó acercarse para ver si se había perdido, pero en el último segundo me di cuenta de que algo no estaba bien. Ese niño… no era normal.
De su espalda brotaban patas de araña.
—¡MORELLA, NO! —grité aterrorizada, pero ya era tarde.
Cuando la volvimos a mirar, estaba tirada en el suelo… decapitada.
Morena quiso correr hacia ella, pero Antonela y yo logramos detenerla. Fue entonces cuando Morena gritó:
—¡Sabi! ¡Sabi está muerta en una telaraña!
—Dios… qué fastidiosas… ¿por qué simplemente no se callan y dejan de gritar? —habló el niño, con un tono curioso y perturbador.
Pero lo más escalofriante fue lo que vi cuando giré la cabeza hacia Antonela y Morena.
Ninguna tenía cara.
Estaban muertas.
Mi cuerpo entero comenzó a temblar. Con mis últimas fuerzas, salí corriendo.
Cada pasillo estaba lleno de cadáveres.
Sangre.
Huesos.
Carne.
A lo lejos, distinguí una ventana y sin pensarlo, salté a través de ella para escapar de aquel infierno.
Siete horas después desperté en el hospital, con heridas y lesiones graves.
Había llegado información a mis oídos mucho antes que todo esto comenzara pero descreí totalmente. Rumores de que muchas personas perdieron la vida durante sus conexiones de clases virtuales en diferentes plataformas y medios también cobraban fuerza día tras día. Algunos sobrevivientes, en comunicaciones de radio, han contado que las personas solo se quedan pegadas a sus computadoras, tabletas o celulares, y solo observan como sale desde las cámaras de los dispositivos un fulminante rayo que les perfora y revienta el cráneo, si tienes suerte de tener una muerte rápida.
De lo contrario un sobreviviente de Canadá habló abiertamente en radio sobre la muerte de su hermano, relatando que una criatura retorcida salió de su computadora abalanzándose sobre él, dando un certero zarpazo que le cercenó la cabeza del cuerpo.
Lamento decirles que todo esto se volvió una locura, lo que al principio era un rumor terminó siendo realidad. Nadie sabe cómo pasó pero las personas están muriendo durante las conexiones a internet o solo por usar cualquier artefacto tecnológico.
- ¿Alguien puede oírme?- repetí varias veces tomando el micrófono de la VHF.
Por alguna razón los equipos de radio son inmunes a este virus tecnológico, yo no he descubierto aun el por qué.
Repliqué varias veces en diversos canales abiertos girando la perilla de la consola principal.
-No usen nada de tecnología por favor, salvo que tengan radios para comunicarse- he perdido a mi familia por este virus, mi esposa y mis hijos han muerto, no pudieron resistir la abstinencia.
Nueva información: En algunos casos solo explota el dispositivo que están usando causándoles la muerte inmediata, en mi caso pude deshacerme de todos los artefactos tecnológicos que tenía en mi poder, solo los saqué a la terraza y los incineré. Esas porquerías chillaban como cerdos en matadero mientras el fuego las devoraba por completo.
Volví a presionar el botón del micrófono de la radio una vez más con la entera esperanza de que alguien en algún lado pudiera escucharme.
- ¿Alguien puede oírme?- quizás dentro de esta habitación no tengo mucha señal, pensé, y la torre está en la terraza. Con toda prisa desconecté la radio y la llevé al techo. El cielo se tornaba de un color de extraños tintes rojizos y verdosos.
Conecté con toda rapidez mi radio, mientras mi visión se apartaba de mis labores producto de los gritos de la gente que se tiraba por los balcones y ventanas de los edificios. No podía creer lo que estaba sucediendo.
Una mujer trataba de enfocar con su teléfono el cielo y la gente que caía de los edificios para tomar una perfecta selfie. Pero desde el teléfono emergió una especie de gelatina oscura que se apoderó de su rostro, la mujer cayó al piso gritando y retorciéndose hasta que quedó paralizada.
Puedo escuchar gritos de todos lados, gente que corre por las calles como animales, un chico con auriculares se azota la cabeza contra la pared. Veo a otro en la esquina, su cara de pavor y sus ojos desorbitados mientras intenta sacar de su muñeca un reloj que le aprieta cada vez más dejando ver un hilo de sangre que le corre hacia la parte baja de la mano, escurriéndose por sus dedos que ya se tornan de color morado.
En medio de ese pandemónium y terminada la conexión de los cables, el destartalado y viejo parlante de mi radio emitió algo.
- Hola, ¿me escuchan? Por favor, alguien- era la voz de una niña.
Inmediatamente tome el micrófono y conteste.
-Hola, Hola, te escucho fuerte y claro, ¿cómo te Ilamas?
-Soy Lucia, tengo 6 años, estoy en la escuela 204.
- ¿Estas bien? soy Juan- conteste rápidamente, y seguido otra pregunta más.
- ¿Con quién estas?
- Estoy sola, tengo mucho miedo, todos acá desaparecieron- Continuó.
- Las sillas y mesas de la sala estaban vacías, corrí a la sala de los maestros porque escuché que alguien hablaba en la radio.
-Está bien, quedate ahí, no toques nada que sea tecnología, iré a buscarte- intenté de esta manera brindarle tranquilidad a la pequeña.
Pero yo que siempre fui inseguro y temeroso debía hacer algo al respecto, no podía dejar a una pequeña sola y que algo le pasara. Me tomé un momento para poder decirme a mí mismo que si podría hacerlo y darme fuerzas.
La escuela 204 quedaba a unas quince cuadras de mi casa, mientras bajaba de la terraza ideaba un plan para poder rescatar a esa pequeña niña indefensa. Salí de la cocina, abrí la puerta para entrar al garaje y tomar el auto, pero no estaba. El portón estaba todo destrozado. Tendría que caminar en medio de toda esa locura para llegar.
Los autos se movían solos sin conductor, atropellando a la gente que corría por la calle, mientras esquivaba personas desesperadas y cuerpos en el piso. Al doblar en una esquina vi tirada una bicicleta, la tomé inmediatamente sin dudar y salí pedaleando a toda prisa pues era tracción a sangre sin nada raro, nada podía pasarme. Otras personas corrían atrás mío intentando golpearme para poder quitarme la bicicleta al ver que nada me pasaba.
Pude llegar a la escuela en poco tiempo, bajé de la bicicleta en movimiento viendo como esta se estrellaba contra un paredón. Ingresé a la escuela, no había nadie, estaba desolada, yo no dejaba de pensar cuántas criaturas muertas habría adentro. Esa imagen en mi mente me perturbaba en demasía.
- ¿Lucia? Estoy aquí soy Juan- hablé en tono fuerte para que pudiera oírme.
- Estoy aquí en la sala de maestros- dijo la pequeña para guiarme a destino valiéndome de su voz.
Corrí atravesando el pasillo, el corazón parecía salirse de mi pecho. Al llegar al final del pasillo pude ver el cartel que decía Sala de Maestros. Inmediatamente empuje la puerta con todas mis fuerzas.
Me sentí un verdadero estúpido al ver un pequeño celular con una funda rayada por fibras de diferentes colores apoyado en el micrófono de la radio.
- ¡Te engañé! sonó la voz de la pequeña y tras eso unas burdas risotadas tras de mi.
¿Y si Dios fuera mujer? pregunta Juan sin inmutarse, vaya, vaya si Dios fuera mujer es posible que agnósticos y ateos no dijéramos no con la cabeza y dijéramos sí con las entrañas.
Tal vez nos acercáramos a su divina desnudez para besar sus pies no de bronce, su pubis no de piedra, sus pechos no de mármol, sus labios no de yeso.
Si Dios fuera mujer la abrazaríamos para arrancarla de su lontananza y no habría que jurar hasta que la muerte nos separe ya que sería inmortal por antonomasia y en vez de transmitirnos SIDA o pánico nos contagiaría su inmortalidad.
Si Dios fuera mujer no se instalaría lejana en el reino de los cielos, sino que nos aguardaría en el zaguán del infierno, con sus brazos no cerrados, su rosa no de plástico y su amor no de ángeles.
Ay Dios mío, Dios mío si hasta siempre y desde siempre fueras una mujer qué lindo escándalo sería, qué venturosa, espléndida, imposible, prodigiosa blasfemia.
(Gabriel García Márquez nació el 6 de marzo de 1927. Siempre está)
En el pueblo donde mi madre se le declaró a mi padre, había un marcador de punta que repetía, entera, con comas y hasta con puntos, la primera página de Cien años de soledad cada vez que un wing quería desbordarlo. No estaba especialmente loco ni, tampoco, especialmente cuerdo, pero su fundamento era invencible. Decía que, después de esa jugada, alguien en el mundo, el wing o él, iba a quedar desencantado, por lo que darle sonido a esa página emparejaba la existencia y ponía las cosas en su lugar. Acertaba el marcador de punta porque conocía un secreto que le pertenecía a millones de personas, cómplices en el secreto: la vida había dejado de ser una oportunidad para desencantos largos desde que Gabriel García Márquez empezó a contarla.
Aquel marcador de punta jugó en algunos equipos de alto renombre y en otros de ninguna fama, casi todos lejos del pueblo donde mi madre se le declaró a mi padre. Entre esos últimos había uno que, en su acta fundacional, figuraba como el Deportivo no sé cuánto pero al que la lógica tornó primero en Deportivo García Márquez y, luego, bastante rápido, en "el García Márquez". En el triunfo, en la derrota y en cualquier otra circunstancia, el capitán pronunciaba la palabra "mierda" con el énfasis con el que se cantan un himno o un gol. Había árbitros que lo amonestaban, lo expulsaban y hasta se ofendían porque tardaban en entender que hablar "mierda", entonar "mierda" y gritar "mierda" era el homenaje consecutivo que ese capitán le hacía a su abuelo, capitán también de un club de glorias no reconocidas, idéntico en demasiadas cuestiones al viejo de El coronel no tiene quien le escriba, ese libro de abismos y de maravillas que en el final del final, tallándose en las vísceras de cada lector, ponía a la palabra "mierda" en la cumbre de todas las literaturas.
Además del marcador de punta y del capitán, el García Márquez era un equipo que honraba a un entrenador que imbuía de místicas a sus jugadores y a su público asegurándoles que cada partido era un acontecimiento tan intenso como Los funerales de la Mamá Grande. Si, a pesar de eso, las sombras del desastre se posaban sobre su plantel, el entrenador proponía una cita colectiva, elegía a uno de los personajes de La mala hora o de Crónica de una muerte anunciada, lo retrataba, casi a la manera de García Márquez, en sus agobios y en sus debilidades y les sugería a sus muchachos que, al revés, recuperaran las esperanzas de respirar, de jugar y de pelear contra lo injusto como hacía García Márquez no sólo cuando escribía sino cuando, sin fisuras, se paraba en el costado correcto en la cancha de la realidad. Una vez, otra vez y otra vez, el entrenador cerraba esas convocatorias con la misma frase: "Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida". Para él, en esas dieciseis palabras residía la esencia de La soledad de América Latina, el discurso con el que colombiano recibió el Premio Nobel en 1982. También entreveía ahí la esencia de García Márquez.
Tanta identidad germinaba bien. Un poco tosco pero mucho más tenaz que tosco, el mediocampista central del García Márquez pedía que lo llamaran Florentino Ariza, como uno de los protagonistas de El amor en los tiempos del cólera. La pelota, esa fascinación, se le volvía esquiva en muchos partidos, pero perseveraba, no se resignaba, se susurraba con él como oyente único que, así como Florentino Ariza había terminado a los abrazos con Fermina Daza tras décadas de no consumar un amor hecho paciencia, la pelota, al concluir el camino, se rendiría a la voluntad de sus pies y sobrevendría una infinita felicidad. Florentino Ariza (el mediocampista central, no el del libro) había aprendido de García Márquez que cada gente es un universo y que, en consecuencia, no todos advertían con las mismas señales eso de que "el más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza perdida". El arquero, por caso, se había educado en el arte de no extraviar las esperanzas con Memoria de mis putas tristes, una obra que instruye sobre cómo un amor imposible no tiene por qué ser imposible para todos los tiempos o, más que eso, sobre cómo lo imposible, el imposible que sea, esconde alguna llave para abrir las puertas de la posibilidad. En el vestuario en el que los futbolistas del García Márquez cobijaban sus ilusiones, de tanto en tanto brotaban ejemplares de Memorias de mis putas tristes. Muchos creían que los repartía el arquero. Falso: esos ejemplares viajaban en la mochila de un defensor suplente, tan tímido como el propio García Márquez cuando respiraba su juventud y nadie estaba enterado de que era García Márquez.
El marcador de punta del pueblo en el que mi madre se le declaró a mi padre cautivaba audiencias con sus memorias que, en ciertas confesiones, portaban putas tristes, pero en general articulaban al fútbol con García Márquez. De su paso por el equipo al que llamaban García Márquez albergaba tantas experiencias como para armar otros doce cuentos peregrinos como los Doce cuentos peregrinos que nucleó García Márquez en una construcción deslumbrante. No obstante, afirmaba que los rastros de ese escritor se esparcían en otros equipos y en otras personas. En una semifinal lo había dirigido un árbitro que concebía lo justo y lo injusto según los trazos del Simón Bolívar que García Márquez había diseñado en El general en su laberinto. En un club hundido había padecido a un dirigente que ejercía su despotismo fotocopiando, al principio, las hojas de El otoño del patriarca y, apenas más adelante, fotocopiando el comportamiento de ese patriarca tiránico. Una más: en un equipo muy defensivo ese marcador de punta había descubierto a Luis Alejandro Velasco, un delantero abandonado, al que jamás le llegaba la pelota, que sostenía ser Luis Alejandro Velasco, náufrago de fútbol tras ser náufrago en el revelador Relato de un náufrago con el que García Márquez alcanzó su graduación número mil como maestro de periodismo y de todo lo que tuviera que ver con narrar y con percibir a los demás.
De cualquier modo, en el pueblo en el que mi madre se le declaró a mi padre todavía perdura la convicción de que la historia preferida del marcador de punta ocurrió en el cuarto minuto de descuento de un clásico en el que enfrentaba a un wing admirable. Ambos habían trajinado un duelo de los más exigentes y, en el que sería su cruce del final, el marcador de punta insistió en su ritual de repetir la primera página de Cien años de soledad. El wing ensayó un amague, soltó la pelota y le pidió, si no era molestia, que, después de la primera página, siguiera con la segunda, en una de esas con la tercera, ojalá que con la cuarta. El partido se acabó y, según recuerdan en el pueblo, la voz del marcador de punta retumbaba, unas cuantas horas más tarde, haciendo que en el aire del estadio volara la frase "porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra". El wing, como todos los lectores de García Márquez en cualquier pasado y en cualquier futuro, lloraba, reía, aplaudía, vivía.
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y solo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y solo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No solo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con solo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, solo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que solo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta esos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y estas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.
Libro: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1968).
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
XIII Congreso Interamericano de Literatura, Caracas, 1967.
Cuentos, crónicas, discursos y homenajes a Gabriel García Márquez, el mágico y real Gabo, a 98 años de su nacimiento. Emitido en vivo el jueves 6 de marzo de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
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Lecturas
Algo muy grave va a suceder en este pueblo
Una mujer con importancia
El viudo
El ahogado más hermoso del mundo
En la cancha, García Márquez (homenaje de Ariel Scher)