Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
En 1982, la Argentina vivía los últimos tramos de una de las etapas más oscuras de su historia: una dictadura militar que había asumido el poder prometiendo orden, paz y una solución definitiva al llamado «problema de la subversión». Con ese argumento, las Fuerzas Armadas tomaron el control del país en 1976, instaurando un régimen autoritario que se tradujo en miles de desapariciones forzadas, censura, persecución política y un clima generalizado de miedo. Aquellos que decían venir a salvar a la patria terminaron sumiéndola en una de sus peores tragedias.
Pero no fue solo el terrorismo de Estado lo que definió esos años. La dictadura también dejó un país devastado económicamente. Con políticas de apertura indiscriminada, endeudamiento externo masivo y desindustrialización, el tejido social se resquebrajó. El desempleo crecía, la inflación se disparaba y la desigualdad se volvía más cruel. La promesa de reorganización nacional se había transformado en un fracaso total, visible y palpable en todos los rincones del país.
En ese contexto, la cúpula militar buscó un acto desesperado para recuperar legitimidad: la recuperación de las Islas Malvinas. Una causa históricamente sentida por el pueblo argentino fue utilizada como herramienta de manipulación y distracción. El conflicto con el Reino Unido fue presentado como un acto heroico, como una gesta patriótica, pero detrás de los discursos grandilocuentes se escondía la intención de perpetuar un régimen que ya no tenía apoyo ni futuro.
Lo más doloroso fue, sin embargo, la utilización de jóvenes soldados —muchos de ellos apenas mayores de edad— enviados al frente sin preparación, sin equipamiento adecuado, sin comida, sin abrigo, sin un plan real. Pibes que fueron abandonados por sus superiores, maltratados incluso por sus propios mandos, y dejados a la deriva en un campo de batalla feroz. Muchos murieron ahí. Otros volvieron con heridas que no se ven. Todos cargaron con un peso que no eligieron.
Por eso, aunque el reclamo sobre la soberanía de las islas es justo, aunque Malvinas sigue siendo una herida abierta para la Argentina, nunca debemos olvidar que fue una dictadura la que decidió llevar al país a la guerra. Una dictadura que intentaba perpetuarse en el poder, que buscaba legitimarse a través del sacrificio ajeno. Y ese sacrificio tuvo nombres, edades, rostros. Fue el de los chicos soldados. A ellos, más allá de toda bandera, les debemos memoria, verdad y justicia.
Aun sabiendo todo eso —la dictadura, la manipulación, el horror detrás de la guerra— no puedo evitar que me tiemble la voz cada vez que escucho hablar de Malvinas. No puedo dejar de llorar en silencio por esa tragedia que nos marcó para siempre. Porque más allá del contexto político, hay un dolor que es profundo, que es argentino, que se aloja en la piel como una cicatriz vieja: la pérdida, la impotencia, el grito que no encuentra consuelo.
Me lamento por las islas también, sí. Por esa porción de tierra lejana que, en otro momento, estuvo cerca de volver a ser parte de lo nuestro por caminos diplomáticos. Me lamento porque el conflicto armado no solo nos alejó de ese objetivo, sino que lo volvió casi inalcanzable, arruinado por una cúpula desesperada que eligió el peor camino posible. Y nos dejó, además, con una herida que ni el paso del tiempo ni los tratados pueden cerrar del todo.
Pero por sobre todo, lloro por los chicos. Por esos jóvenes que fueron arrancados de su vida civil, vestidos con uniforme y arrojados al frente bajo el discurso inflamado de “defender a la patria”. Ellos no eligieron la guerra. Ellos no sabían de geopolítica ni de estrategias militares. Sabían de miedo, de hambre, de frío. Fueron usados, manipulados y, muchas veces, abandonados. Murieron solos, asustados, creyendo que hacían lo correcto. Por ellos, cada abril, cada silencio, cada lágrima, es también un acto de memoria y de amor.
La mayoría de esos jóvenes no eligió la guerra. No soñaban con ser héroes ni empuñar un arma en nombre de la patria. Eran colimbas, chicos de 18 o 19 años, arrancados de su vida cotidiana y lanzados al frente con miedo, sin preparación, sin el abrigo ni la comida necesaria para sobrevivir al frío brutal del sur. Algunos fueron maltratados por sus propios superiores. Querían volver a casa, no ser mártires. Por eso, antes que nada, hay que nombrarlos por lo que fueron: víctimas de una decisión injusta, manipulados por un régimen que solo buscaba salvarse a sí mismo. Y sin embargo, son héroes. No por haber ido, sino por haber resistido. Porque soportaron el abandono, el miedo, la muerte al lado propio, y aun así, no se rindieron. Porque algunos, incluso sin saber cómo, cuidaron a un compañero, se mantuvieron en su puesto, o simplemente lograron volver con vida. El heroísmo, en Malvinas, no se mide por la gloria del combate, sino por la dignidad de resistir en el infierno. Y esa resistencia, aunque forzada, aunque injusta, nos dejó una lección profunda: la valentía no siempre está en el avance, a veces está en aguantar cuando todo se desmorona.
Alertadigital.ar (2 de abril, 2025)
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