Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
I. Lucy y los silencios
Lucy tenía 14 años y el mundo le pesaba más de lo que debía a esa edad. Vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas, donde todos se conocían y nadie hablaba de lo que era diferente. En la escuela, sus compañeras hablaban de pintarse las uñas, de vestidos, de chicos. Lucy asentía, sonreía, pero no decía nada.
Su cuarto era un refugio. Allí no tenía que fingir. Se ponía camisetas grandes, se peinaba como quería, y en su cuaderno escribía nombres. Uno de ellos siempre reaparecía, con más fuerza: Matías.
"Si yo fuera Matías, todo tendría sentido."
No sabía por qué ese nombre. Solo que lo sentía. Como si alguien dentro de él lo pronunciara en secreto.
II. La semilla del nombre
Una tarde, mientras navegaba en internet a escondidas, encontró un video de un chico trans contando su historia. Lucy se quedó quieta, sintiendo cómo el corazón se le encendía. Cada palabra, cada lágrima contenida, cada gesto del chico del video era como mirarse en un espejo por primera vez.
Y entonces lo supo.
No era una chica que se sentía extraña.
Era un chico que aún no había podido decir su nombre.
Esa noche escribió en grande en su cuaderno:
"Mi nombre es Matías. No soy Lucy. Siempre he sido Matías."
Y por primera vez en mucho tiempo, durmió en paz.
III. El miedo tiene nombre
Durante semanas llevó el secreto como un tesoro frágil. Probaba su voz en el espejo, decía "soy Matías" en voz baja. Practicaba una sonrisa distinta, una que no ocultara tanto.
Pero el mundo no cambia solo porque uno lo sienta distinto.
El miedo era real: a su madre, a los profesores, a sus amigas, al qué dirán. En un pueblo donde nadie era "raro", él temía convertirse en el primero señalado. Pero el dolor de vivir como Lucy era más fuerte que el miedo.
Así que una tarde, mientras ayudaba a su madre a cocinar, lo dijo:
—Mamá… necesito contarte algo.
—¿Qué pasa, Lucy?
—No… no soy Lucy.
Su madre frunció el ceño. Dejó la cuchara en la olla y lo miró en silencio.
—Me llamo Matías. Soy un chico.
Lo dijo entero, sin titubear. Y fue como si el aire se rompiera.
IV. La tormenta
No hubo gritos. No hubo abrazos. Solo silencio.
Su madre se secó las manos con el delantal, lo miró de nuevo como si no lo reconociera, y se fue al cuarto. No hablaron esa noche. Ni la siguiente.
En la escuela, solo su mejor amiga, Camila, supo algo:
—¿Entonces... siempre lo supiste?
—Sí. Solo que antes no tenía las palabras.
Camila lo abrazó. Lo llamó Matías sin dudar. Y eso bastó para que algo dentro de él volviera a florecer.
Pero no todos fueron como ella. Cuando pidió que le llamaran por su nuevo nombre, algunos profesores se negaron. Otros compañeros lo miraban raro, se reían, murmuraban. Matías sentía cómo la invisibilidad se volvía una carga distinta: ahora lo veían, pero con juicio.
V. El cuerpo y el espejo
No era solo el nombre. Era el cuerpo. El pecho que no quería. La voz que no lo representaba. Cada día frente al espejo era una lucha.
Con ayuda de Camila, encontró grupos de apoyo online. Aprendió sobre disforia, sobre hormonas, sobre transiciones. Y entendió que no estaba solo. Que había otros Matías como él, en rincones del mundo donde también se sentían atrapados.
A los 16, con el apoyo de una psicóloga en la ciudad vecina, comenzó el proceso para cambiar legalmente su nombre. Cuando recibió su DNI con la palabra “Matías” impresa, lloró. Lo miró como quien encuentra una estrella con su nombre en el cielo.
VI. Ser Matías
Con los años, su madre comenzó a entender. No del todo. Pero ya no lo llamaba Lucy. Ya no le cerraba la puerta en la cara. Un día, incluso le compró una camisa de botones que le quedaba bien.
—Para vos, Matías —dijo sin mirarlo, pero con un tono que no necesitaba más.
A los 18, Matías se fue a estudiar a la ciudad. Allí conoció a otros chicos y chicas trans, y por primera vez sintió que pertenecía. Ya no tenía que explicar cada gesto. Ya no era una anomalía: era un joven más buscando su lugar.
Y lo encontró.
En sus estudios de arte, en su grupo de amigos, en un chico que le robó el corazón y lo llamó “mi valiente”.
VII. El viento sabe tu nombre
Un día volvió al pueblo. Caminó por las mismas calles donde había callado tanto. Nadie lo reconoció a primera vista. Pero cuando dijo “soy Matías Fernández”, algunos ojos se abrieron con sorpresa, otros con respeto, y otros simplemente bajaron la mirada.
Pero a él ya no le importaba.
Había dicho su nombre en voz alta. Se había encontrado a sí mismo. Y el viento, cómplice, lo susurraba entre los árboles como un secreto que ya no dolía.
Porque un nombre no es solo una palabra. Es la llave que abre la puerta a ser quien eres.
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