martes, 6 de diciembre de 2011

El chileno y su lugar en el mundo

Allá me decían “el chileno” porque nací acá, en Angol, al pie de la Cordillera de Los Andes del lado chileno. El techo de nuestra casita apenas nos cubría del frío y se agujereaba dos por tres por el viento, dos veces se voló entero y una con habitación incluida. Cansados del trueque, de sobrevivir más que vivir en el medio de la nada, con mi mujer decidimos ir a probar suerte allá, a Villa Regina, el pueblo de la Patagonia Argentina en donde Ivo, mi hermano, decía que le iba tan bien desde principios de la década del ’60. En el 63 nos visitó y nos confirmó el futuro promisorio, que nos vaticinaba en las pocas cartas que nos habían llegado de las tantas que nos escribió.

Mi madre le decía que era un exagerado, un cobarde, que solo andaba con suerte, que ya se iba a arrepentir, que estaba perdiendo el tiempo. Pero cuando Ivo le respondía con una sonrisa luminosa entendíamos que no exageraba. Además, yo pensaba que, si había cruzado la cordillera con unos pocos pesos, y estaba formando una familia en Argentina con una chacarera de allá, no era ningún cobarde. En la alegría de mi hermano se vislumbraba que le iba bien, que había encontrado su vida y su lugar en el mundo.

Nos fuimos para allá. Lo único que teníamos para perder era yoa mi madre, y mi mujer a su familia. A mí me remordía la conciencia saber que yo la abandonaba igual que Ivo. Porque aunque no lo decía, a mi mamita le dolían dos cosas: que la dejemos en Chile, aunque se negara rotundamente a venir con nosotros y nos recordaba el arsenal de malos augurios que pobres ingenuos no veíamos, y además que sospechaba que nos íbamos con papá. Pero como no nos decía nada, no teníamos la tranquilidad de asegurarle que no, que papá nos abandonó en serio, que no teníamos idea siquiera de si estaba vivo o no. Ni nos importaba, por lo que hizo sufrir a mamita.

Mi amor por River Plate empezó en 1967, cuando jugábamos en los torneos de barrio, más que jugar nos matábamos. Todos idolatrábamos a muchachos que no conocíamos: Carrizo, Delem, Onega, Matosas, Artime, Pinino Más. En Regina se rumoreaba que iba a pasar un tren con todos ellos, algunos buscábamos quién había inventado esa fábula, pero muchos apostaron su locura a ambos lados del ferrocarril, y durante más de treinta horas esperaron al tren riverplatense hasta que llegó. No lo podíamos creer, ahí estaban ellos, les preguntábamos a cada uno qué jugador era, y en las respuestas nos temblaban las piernas. Algunos preguntaban por otros ídolos nacionales y nos contestaban que jugaban en Boca o en Racing, claro que por entonces no conocíamos tantos detalles de los equipos grandes, sólo los admirábamos.

Ellos se mezclaron con nosotros como personas normales. Y lo eran. Pero para nosotros eran seres más grandes que Dios, cuya existencia divina, sólo estaba adentro de la radio ante un comentarista que seguramente habla de cosas que son demasiado lindas para ser ciertas. Como cuando vas a misa y mientras el cura te convence de hermosas historias, te imaginás y admirás a Dios pero no sabés dónde está, hasta que terminás dudando si puede existir algo tan extraordinario. Los jugadores de River almorzaron con nosotros los sanguches y el vino que nos servía para matizar la espera, el almuerzo y las botellas frescas de agua, que ellos bajaron del tren. Ellos parecían más contentos que nosotros, hasta ensayaron un picado, pero fue tal la cantidad de gente que se volcó a jugar que el picadito murió en el intento.

River jugaba con el Colo Colo de Chile en la cancha del Club Cipolletti, era la cancha más linda de la región, y Cipolletti era lo menos malo que teníamos en nuestro magro fútbol regional. Hicimos lo imposible por ir con mi hermano y un amigo, caminamos hasta un poco más allá de Ingeniero Huergo y pensamos que nos sacábamos la lotería cuando se acercó el tren, pero cuando nos fuimos a subir, Ivo se cayó, se rompió un tobillo y el tren no lo pasó por arriba de milagro. Lo socorrimos, buscamos ayuda, algunos se acercaron, pero mucho no nos pudieron ayudar. Entrada la noche un chacarero nos encontró, no lo podíamos creer, había ido a la cancha, “el partido lo ganó River 4 a 1, no saben lo que fue ver a esos maestros” nos dijo, mientras llevaba a Ivo a un hospital en Roca. Después nos invitó a tomar un licor, para él era un día festivo, había jugado en las inferiores de Cipolletti y había sido entrenador campeón de la Liga Confluencia. Era fanático de ese club, y económicamente estaba muy bien, en su camión no hubiésemos tenido problemas para llegar a la cancha y hasta podríamos haber llevado a muchos amigos.

Dormimos en su garaje, menos Ivo que lo hizo más cómodo, como lo merecía. Ivo le prometió retribuirle la gentileza en Regina y no tardó en cumplir. El profe, apodo seguramente burlón, que se ganó el chacarero en su intento de hacerse el intelectual y que lo traicione su incapacidad para hablar con propiedad, pasaba seguido por Regina por laburo y era impostergable su visita en lo de Ivo o en casa. Así durante años. Un día cayó en casa con un recorte del diario Río Negro:

- Mirá esta foto. Se reía.
No la miré, leí el epígrafe. “Julio Felipe Luna, el héroe de la tarde, vive la emoción en andas de los adictos cipoleños”. Miré el título. “Cipolletti al Nacional”. No entendí.

- ¡Mirá José, mirá!
Me repitió el profe adivinando mi desconcierto y señalándome una figura humana borrosa. Era él quien llevaba al tal Luna en andas. Se mataba de risa. Me explicó que Cipolletti había ascendido a primera división. Que la semana venidera me pasaba a buscar para ir a la cancha de River. Ahí me reí yo.

La otra semana efectivamente me pasó a buscar. No sabía si realmente íbamos a la cancha de River, apenas me la imaginaba por las fotos. Me dolió como en el ‘62 pero por mi mujer. Estaba a dos meses de dar a luz, pero me iba a arrepentir toda la vida si no iba. Cuántas veces me había imaginado a esos genios en la cancha de Cipolletti, nunca lo había soñado siquiera en la de River. Si el profe me llevaba, seguro que íbamos al Monumental, pero no me imaginaba a Cipolletti en primera. Me llevó a su casa, dormimos ahí y al otro día temprano salimos para Capital Federal en una camioneta, menos imponente, pero mucho más ágil que el camión. En el camino el profe me contó que por el viaje habían intercambiado vehículos con su primo, que a su vez era su socio.

Yo le conté me acuerdo que cuando Boca pasó en el tren en Regina en 1969 también pararon, pero los jugadores no eran simpáticos como los de River, el profe sonrió y me dijo que mi fanatismo me cegaba, o algo por el estilo, y me contó lo lindo que estuvo aquel Cipolletti contra Boca. No me acuerdo qué me contó, pero le pude responder que a él también lo cegaba su fanatismo.

Hicimos noche en Santa Rosa, provincia de La Pampa, lo recuerdo bien, porque se llama igual que el pueblito de mi señora en la cordillera chilena. Y a la otra nochecita llegamos a Buenos Aires.

Esa ciudad no terminaba nunca, nunca me voy a olvidar. Menos mal que el profe la tenía clara, fuimos directamente a una hostería de Belgrano y de ahí a cenar. Al otro día jugaban River y Cipolletti en el Monumental. A la cena, en un bar barato y muy poco concurrido, invitamos a un muchacho de la mesa de al lado, a comer con nosotros como es costumbre en nuestros pueblitos del valle. Nos miró con pánico, pagó y salió casi corriendo pero disimulando el apuro. Nos miramos con el profe, nos desconcertó. “Así será la gente acá” me dijo y seguimos en lo nuestro.

Cuando llegamos al hotel, nos topamos con el mismo muchacho, dejándolo, hablando casi en secreto con el conserje. Se horrorizó al vernos y el conserje sonrió: “Quedate tranquilo, son de la Patagonia” le dijo en voz alta. El hombre nos miró desconfiado, pero el conserje alentó una mini reunión en la recepción: “¿Qué quieren tomar, whisky, licor, café?”. Yo no paraba de preguntarme qué se traían entre manos, el profe más confiado, se entregó a la reunión.

El hombre se llamaba Miguel. Yo tenía mucho sueño y observaba el hotel minuciosamente, no estaba al tanto de la charla. Miguel comentó que era de una Unidad Básica, no lo entendí, el profe tampoco porque enseguida le preguntó qué era y Miguel soltó rápido: “De la Juventud Peronista”, se hizo un silencio, el profe y yo entendíamos menos, hasta que Miguel agregó, “y el brujo nos la tiene junada”. Me fui a dormir imaginando a un tipo vestido de brujo, con el sombrero, el grano en la nariz y volando con su escoba. El profe se quedó.

Al otro día fuimos a la cancha. El Monumental. Como el estadio, ese día fue "monumental". Primero salió Cipolletti y nos sorprendió que desde la platea, todos vociferaran una voz aguda y se sopapeaban la boca. No entendíamos nada. Un nene que estaba delante de nosotros le preguntó a su papá:

- ¿Qué hacen?
- Es porque los de Cipolletti son unos indios, le respondió el padre, lo más campante.


Nuestra cara se transformó. Compadecí la bronca que guardaba el profe. Me quedé bastante mal por el insulto, hasta que la salida de River me devolvió al paraíso.

Yo no lo podía creer, ahí estaban todos esos genios. Y estaba en la cancha de River. Era el espectáculo que tantas veces imaginé. Tenía mucho miedo de despertarme, miraba para todos lados, tocaba todo, para convencerme que era real, que no estaba soñando. Trataba de no perderme detalle de nada, de no distraerme pensando en cotidianidades. No me importaba el trámite del partido, estar ahí para mí era un momento cumbre en mi vida, y lo estaba disfrutando de lo lindo. Cuando Cipolletti se puso 2 a 1, me llamó un poco más la atención el partido, no quería perderme detalle de los goles de River que faltaban aunque en veinte minutos terminaba el partido, era River y no podía perder. El profe se regodeaba de lo lindo con el penal que atajó su héroe Luna y la victoria histórica que estaba presenciando.

Igual un buen resultado para Cipolletti para mí no era injusto, porque estar ahí ya era un premio, y ese premio se lo debía al profe. Pensé que no me iba a alcanzar la vida para agradecerle haberme llevado. Pero el Beto Alonso todavía no se había metido en el partido. En mi vida vi algo semejante, ¡qué maestro! El Beto metió el empate y le hizo hacer dos goles más a Jota Jota López, ganó mi River 4 a 2.

Salimos con un silencio de estupefacción, por haber presenciado un espectáculo semejante. Inexplicable. Sabía que toda la vida me iba a acordar de ese día. Cuando le agradecí al profe me sonrió. Hizo una mueca negando y enseguida cambió de tema:

- El porteño viene con nosotros.
- ¿Qué porteño?
Le pregunté sinceramente sorprendido.
- Miguel, el de la Juventud Peronista, se quiere venir con nosotros. Yo le doy laburo y puede vivir en la chacra hasta que se acomode. Está muy contento

Yo no entendía nada, ¿tan amigos se habían hecho? ¿Hasta qué hora se quedaron anoche? Y el profe me explicó que “los peronistas lo quieren matar, él es peronista, pero están peleados entre los peronistas o algo así”.

Recordé lo que había llegado a escuchar de boca de Miguel, y le pregunté quién era el brujo. “Así le dicen a López Rega”, me contestó. Yo sabía que ese tipo estaba siempre al lado de Perón pero no me preocupé nunca por ver que pito tocaba, menos después de la muerte de Perón. No me imaginé cómo podían seguir a un líder que estaba muerto, aunque todavía costaba creer su muerte.

El viaje de vuelta fue muy divertido, hicimos buenas migas con el porteño, nos llevábamos muy bien los tres. De vuelta en el valle, nos hicimos inseparables. Ese viaje nos había unido para siempre. Acompañamos muy seguido al profe a la cancha, en realidad nos citaba en su chacra y después nos llevaba. Con tal de pasar más tiempo juntos íbamos con él.

Miguel se olvidó de su nombre, era “el porteño”, porque así hablábamos de él con el profe y regamos su apodo por todos lados, a él no le importaba. Nos quería mucho. Era muy agradecido.

Lo último que hicimos los tres juntos, fue ir a la cancha de Cipolletti a ver un partido de poca expectativa, el local contra el sub 20 de Argentina.

Hasta Ivo nos acompañó, que después de su accidente con el tren, rara vez transigió en salir de Regina. Pero Ivo, quería volver a ver el puente de Cipolletti con Neuquén “es hermoso y es gratis” nos repetía. “¡Qué gratis! Si lo pagamos nosotros con los impuestos” le respondía siempre el profe. “No, si te van a cobrar por pasar por un puente” se burlaba el porteño. A mí me apenaba que Ivo no conozca Buenos Aires, me imaginaba su cara allá, quería inventar una excusa para que el profe lo lleve, pero no me daba la cara.

Ya estábamos en otoño del ’77. El profe se agrandaba por la calidad de rivales que Cipolletti llevaba a la zona, y con "el porteño" le decíamos que los de Argentina eran unos pendejos que no conocía nadie. Yo sólo me desvivía por ver una vez más al Beto Alonso, y lo hacía saber. El porteño me insistía con el pibe nuevo de Argentinos Juniors, que era mejor que el Beto, creo que lo decía más por burlarse de mi sentimiento que por convicción. Yo le decía que ese pibe no iba a llegar a nada. ¡Cómo nos sorprendió verlo cuando entró a jugar contra Cipolletti en ese partido de morondanga! Y metió un gol, ¡para qué! "El porteño" se puso insoportable.

Se pasó con las gastadas y me fui con bronca a casa. Yo lo amaba al Beto, “¡sí es lo más grande que hay!” me repetía a mi mismo en voz alta. Creo, que supuso que yo había quedado mal, porque al otro día me invitó a tomar unos mates en el departamentito de mala muerte que el profe tenía en la chacra, pero que él con razón tomó como propio. No podía creer que el porteño viviese con tanto gusto en un lugarcito así, se notaba por lo que contaba, que él era de otro nivel económico, pero igual estaba loco de contento. Nunca se comunicaba con nadie de Buenos Aires.

Me llamó justo a tiempo para decirme que tenía una reunión con sus “compañeros” y que postergábamos los mates para otro día. Le dije que no se hiciera problema, que estaba todo bien. A la noche me llamó el profe asustado, el departamentito del porteño estaba todo revuelto, con la puerta rota, y el porteño no estaba. Le dije lo de la reunión y lo desconcerté peor, “si el porteño no conoce a nadie” me dijo.

Seis días después apareció el profe por casa, destruido:
- ¿No sabés nada del porteño? Le pregunté, a modo de saludo, y se me largó a llorar desconsolado.
- Lo dejaron en la chacra… muerto… desnudo… tiene quemaduras por todos lados… le faltan los dientes… le faltan dedos… lo hicieron mierda los hijos de puta… balbuceó ¿Quién le puede hacer una cosa así? ¿Quién es tan hijo de puta? Estaba aterrorizado, yo también, “en el pecho le pegaron un panfleto, con una convocatoria a los compañeros por la democracia, no sé qué mierda”, me detalló un rato después más tranquilo.

- Estaba en política, lo de “compañeros” es muy peronista, ¿fueron los milicos? ¿No sabés quién lo delató?.
- ¡Que se yo!
Me respondió, y volvió a llorar desconsolado.

Yo estaba muerto, no destruido, muerto. En el corto y austero velorio del porteño, nos enteramos que no se llamaba Miguel. Tenía un nombre raro, o por lo menos no lo recuerdo. El profe no podía creer que la policía aceleró los trámites del deceso pero no tomó la denuncia. “No se puede” le repitieron una y otra vez, sin abundar en detalles. No entendíamos nada. Como cuando lo conocimos al porteño cuatro años atrás. Pobre.

El mes siguiente, o un par de meses después, no me acuerdo, a mi mujer le diagnosticaron un cáncer fulminante y quiso ir a Chile a despedirse de sus seres queridos. Yo tenía la esperanza que sea una mentira para sacarme a mí del infierno en que se había convertido mi vida en el Alto Valle. Todos los días, ya en el pueblito de Santa Rosa, esperaba que me vuelva a acomodar el mundo diciendo que se curó milagrosamente. Todos me decían que el cáncer en el páncreas es mortal. Mi mujer murió en septiembre de 1977. Ese horrible 1977.

Vino Ivo a acompañarme, sin su mujer. Me contó asustado, que el profe estaba destrozado, muy deprimido, con barba, sucio, su chacra era un desastre, la había desatendido y era imposible convencerlo para que vuelva a su vida normal. “Está irreconocible” me resumió. Lo llamé, le iba a decir lo de mi mujer, para que nos demos ánimo mutuamente pero no pude, ese ser humano daba lástima, era imposible sacarlo de su cueva depresiva. El odio y el rencor que guardaba, le salían por los poros.

En las fiestas hablé con Ivo por teléfono:
- ¿Que sabés del profe? Esperé otra vez un alivio milagroso.
- Nada, es raro que atienda el teléfono. Supe que lo amenazan por lo del porteño.
- ¿Por qué lo amenazan, si él no hizo nada?
- Y que se yo. Me enteré que está por venir Boca a jugar contra Cipolletti por el campeonato, pensé en acompañarlo.
- Bueno, al menos me das una excusa para llamarlo.


Después de probar varias veces, me atendió.
- ¿Vas a ir a ver el partido? Traté de devolverlo a su vida.
- ¿Qué partido? Era la peor respuesta que me podía dar.
- ¿No vas a ver a Cipolletti? ¿No juega contra Boca?
- Ah, creo que sí, hace rato que no voy a la cancha. Siempre lo mismo, llegamos ahí y perdemos contra los grandes.

El profe no se preocupó por prolongar mucho la charla.

Dos o tres días después de año nuevo me llama mi hermano, con una voz de destrucción que lamentablemente ya conocía bien: “se mató el profe, se ahorcó”. No me sorprendió ya. Casi estaba esperando que me lo confirme. Dos días después, estaba en Cipolletti saliendo del cementerio y me puse a llorar como un nene cuando vi la pila de diarios con el título: “Cipolletti apabulló a Boca y le ganó 4 a 2”.

Me sentí culpable de la muerte del profe. No podía dejar a mi mujer en su enfermedad, pero abandoné a mi amigo y se mató. Trataba de consolarme pensando que no había un camino alternativo, o iba con mi mujer o me quedaba con el profe. Pero después pensaba que al profe, lo dejé solo en la angustia y se mató.

Volví a Chile y elegí mi pueblo para vivir por lo menos cerca de mi madre, no quería volver a abandonar a nadie. Mi madre murió en 1998, tranquila, en paz, agradecida por mi compañía. Dos años después, mirando en un bar un partido de River contra Cerro Porteño por la Libertadores, se me acercó un hombre alto de unos cincuenta años de edad:

- Veo que usted es fanático de River, ¿es argentino? Me preguntó con un acento chileno falso, que demostraba que ese hombre vivía ahí hace muchos años pero era de otro país.
- No, soy de acá, pero viví muchos años en Argentina, en la Patagonia.

Abrió los ojos muy grandes y se invitó solo a sentarse en mi mesa. Era sorprendente que nos encontremos tan lejos del valle, pero a la vez era razonable si los dos estábamos en el mismo pueblo, ya que somos menos de 50 mil habitantes.

- Yo también viví en la Patagonia, jugué al fútbol ahí y jugué contra River.
- ¿Usted es chileno?
Fue lo único que me salió para evitar el silencio de mi sorpresa, y pensé quién sería ese hombre, mientras esperaba su evidente respuesta negativa.
- No, argentino. Jugué el Nacional para Cipolletti, y jugué dos veces contra River.
- En el ‘73 en la cancha de River y en el ‘75 de local, ¿no?
Me anticipé sonriendo y le pregunté: ¿Quién es usted? ¿De qué jugaba?
- Era el arquero. No salía de su asombro.
- ¡Mire dónde lo vengo a encontrar! ¡Luna! ¿No?
- Si, el mismo.

El mismo del recorte, que el profe llevó en andas pensé yo.
- ¿Me cree si le digo que yo estuve en la cancha en los dos partidos que usted jugó contra River? Yo lo vi atajar el penal a Daulte en el Monumental.
- No me acordaba que era Daulte.
- Si. Y estuve en la cancha el día del gol de Pedro González.

Apenas hablé me quise morir. Siempre me pasa eso de decir algo, y darme cuenta que hiere a la otra persona cuando lo estoy terminando de decir y no hay vuelta atrás.
- Si (me dijo con una mueca triste, resignada), ese fue mi partido despedida, el fútbol es muy ingrato, ese gol me costó el puesto.
- ¿En serio?
(me hice el sorprendido). ¡Pero si fue un error involuntario! (traté de minimizar el asunto).
El loco prefirió meterse en el partido. No se que me comentó de Trotta y Berizzo, los marcadores centrales de River.

Nos hicimos compadres, hasta que ayer se suicidó. Estaba deprimido. Maldita depresión. Si la habré sufrido y ni siquiera tuve la cobardía de mis amigos para decir basta. Tengo que reconocer que me salvó mi hijo que me trae a mis nietos desde Regina en el tren trasandino, y me devuelven las ganas de vivir. Siempre pienso que el tren, fue lo único bueno que impulsaron los genocidas chilenos y argentinos, y concluyeron los gobiernos constitucionales de ambos países. Pero ahí está, cuando me acuerdo de los genocidas inevitablemente me acuerdo del porteño y del profe.

La muerte del loco me hizo acordar a la del profe, a la de mi señora, a la del porteño. ¡No se puede sufrir tanto! Ni pensar de volverme a Regina con mi hijo como él me lo implora. Pero me entiende, esa región donde él se recibió de ingeniero industrial y tuvo cuatro hijos, a mí me destruye moralmente. Ya no es mi lugar en el mundo, ninguno lo será, eso pienso mientras imagino un tren fantástico que me lleve con mis amigos, a ese profundo cielo negro de luna y estrellas blancas.

Sebastián Sánchez.
Octubre de 2011.
Agradecimiento a mi amigo Enrique Vázquez por su inclemente corrección al texto.

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