domingo, 28 de abril de 2024

El Mundial del 50 - Texto de Eduardo Galeano


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Nacía la televisión en colores, las computadoras hacían mil sumas por segundo, Marilyn Monroe asomaba en Hollywood. Una película de Buñuel, Los olvidados, se imponía en Cannes. El automóvil de Fangio triunfaba en Francia. Bertrand Russell ganaba el Nobel. Neruda publicaba su Canto general y aparecían las primeras ediciones de La vida breve, de Onetti, y de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. 

Albizu Campos, que mucho había peleado por la independencia de Puerto Rico, era condenado en Estados Unidos a setenta y nueve años de prisión. Un delator entregaba a Salvatore Giuliano, el legendario bandido del sur de Italia, que caía acribillado por la policía. En China, el gobierno de Mao daba sus primeros pasos prohibiendo la poligamia y la venta de niños. Las tropas norteamericanas entraban a sangre y fuego en la península de Corea, envueltas en la bandera de las Naciones Unidas, mientras los jugadores de fútbol aterrizaban en Río de Janeiro para disputar la cuarta Copa Rimet, después del largo paréntesis de los años de la guerra mundial. 

Siete países americanos y seis naciones europeas, recién resurgidas de los escombros, participaron en el torneo brasileño del 50. La FIFA prohibió que jugara Alemania. Por primera vez, Inglaterra se hizo presente en el campeonato mundial. Hasta entonces, los ingleses no habían creído que tales escaramuzas fueran dignas de sus desvelos. El combinado inglés cayó derrotado ante los Estados Unidos, créase o no, y el gol de la victoria norteamericana no fue obra del general George Washington sino de un centrodelantero haitiano y negro llamado Larry Gaetjens. 

Brasil y Uruguay disputaron la final en Maracaná. El dueño de casa estrenaba el estadio más grande del mundo. Brasil era una fija, la final era una fiesta. Los jugadores brasileños, que venían aplastando a todos sus rivales de goleada en goleada, recibieron en la víspera, relojes de oro que al dorso decían: Para los campeones del mundo. Las primeras páginas de los diarios se habían impreso por anticipado, ya estaba armado el inmenso carruaje de carnaval que iba a encabezar los festejos, ya se había vendido medio millón de camisetas con grandes letreros que celebraban la victoria inevitable. 

Cuando el brasileño Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos mil gritos y muchos cohetes sacudió al monumental estadio. Pero después Schiaffino clavó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia otorgó el campeonato a Uruguay, que acabó ganando 2 a 1. Cuando llegó el gol de Ghiggia, estalló el silencio en Maracaná, el más estrepitoso silencio de la historia del fútbol, y Ary Barroso, el músico autor de Aquarela do Brasil, que estaba transmitiendo el partido a todo el país, decidió abandonar para siempre el oficio de relator de fútbol. 

Después del pitazo final, los comentaristas brasileños definieron la derrota como la peor tragedia de la historia de Brasil. Jules Rimet deambulaba por el campo, perdido, abrazado a la copa que llevaba su nombre: 

- Me encontró solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer. Terminé por descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y se la entregué casi a escondidas. Le estreché la mano sin decir ni una palabra. 

En el bolsillo, Rimet tenía el discurso que había escrito en homenaje al campeón brasileño. Uruguay se había impuesto limpiamente: la selección uruguaya cometió once faltas y la brasileña, 21. 

El tercer puesto fue para Suecia. El cuarto, para España. El brasileño Ademir encabezó la tabla de goleadores, con nueve tantos, seguido por el uruguayo Schiaffino, con seis, y el español Zarra, con cinco.

Libro: El fútbol a sol y a sombra (1995).

No hay comentarios:

Publicar un comentario