martes, 27 de agosto de 2024

Qué Grande! Ep. 43: Genios

Cuentos, relatos, y evocaciones de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Emitido en vivo el martes 27 de agosto de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Lecturas
  • Carta abierta a la patria (de Julio Cortázar)
  • Funes, el memorioso (de Jorge Luis Borges)
  • Casa tomada (de Julio Cortázar)
  • Continuidad de los parques (de Julio Cortázar)
  • Prólogo de Cortázar, de la experiencia histórica a la Revolución (de Pablo Montanaro)
  • Los dos reyes y los dos laberintos (de Jorge Luis Borges)

viernes, 23 de agosto de 2024

El ahijado de Dios - Cuento de Eduardo Quintana


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Hay cosas en la vida que se llevan eternamente, muchas de ellas, impuestas por los padres. Los nombres y apellidos, los familiares, la religión y el club de fútbol, entre tantos ejemplos Es muy raro que dichos mandatos se cambien, más aún, cuando son herencia de los viejos. En los pueblos grandes o ciudades pequeñas, y en algunas ocasiones, los nombres son todo un problema. Por costumbres familiares, por el santoral, por el nombre de un cacique o bien por algún personaje de novela, el niño es castigado con un apelativo para toda la vida. El caso de Sandro, si bien no era extremo, se ubicaba dentro de las variantes de elección compartida. Sandro Diego Armando Ruiz Sotelo era rionegrino y había nacido en la ciudad de General Roca. Hijo único del matrimonio formado por Amalia Sotelo y Felipe Ruiz, ambos roquenses e hinchas desde el primer día del Club Social y Deportivo General Roca, algo que heredó naturalmente Sandro, el sentimiento puro del Naranja y de nadie más. General Roca es una ciudad ubicada en la margen norte del Río Negro, en el Alto Valle; el lugar elegido por los antecesores de ambas parentelas para desarrollar sus vidas. Amalia provenía de una familia hincha y socia del Club Río Negro y los Ruiz eran fanáticos de Italia Unida. Unos meses antes de la fecha de la fundación, directivos de ambas instituciones, sumados a dirigentes de Tiro Federal, sentaron las bases de la fusión y juntos participaron en la fundación, que fue un 1° de septiembre de 1974, ciento cinco años después del nacimiento de la ciudad; adquiriendo como colores para los símbolos, el naranja con vivos azules y como localía, el estadio aportado por Italia Unida, que lleva el nombre de uno de los dirigentes que más hizo por la fusión: Luis Maiolino. Sandro llegó a la familia en 1979, justo con la Selección Argentina campeona juvenil y ahí parte de su nombre. Amalia, y su locura por “Sandro de América”, logró imponerse ante el Diego Armando, “maradoniano”, de Felipe. La vida iba a recordar que ese momento, por lo largo de la conjunción, no encontraba lugar en ningún formulario y que fue obviado en la firma. Cuando creció y preguntó el porqué de lo largo de su nombre, la respuesta de Felipe fue sencilla: “Vos te llamás así porque Diego Armando Maradona es tu padrino”. Ni Amalia, ni el mismo Felipe entendían el motivo de aquella mentira. Había salido de adentro y no había forma de volver atrás. Todo comenzó con una foto, sacada con una vieja Kodak, un frío viernes de septiembre de 1980, por la tarde, cuando Felipe y Amalia, con Sandro en brazos, caminaban por la Avenida 25 de Mayo rumbo al pediatra. Esa noche, la Asociación Atlética Argentinos Juniors visitaba el estadio Luis Maiolino en un partido amistoso frente al Naranja. El Bicho de La Paternal contaba en sus filas con un tal Diego Armando Maradona. Cuando Felipe vio al Pelusa, que paseaba junto otros jugadores, se acercó a saludarlo y a presentarle a Amalia, que cargaba con el pequeño Sandro. Un fotógrafo que merodeaba el plantel de Argentinos Juniors, tomó una foto en el momento que Maradona le daba un beso en la cabecita al niño. Esa foto recorrió los diarios del país, ante la sorpresa de las familias Ruiz y Sotelo, con un título que decía “Sandro, ya tiene padrino”. Allí se generó ese mito que Felipe siguió por muchos años. Sandro fue creciendo con la figura de Diego como padrino, sin saber siquiera que no había sido bautizado. Cada cumpleaños invitaba a “su padrino” y a la postre recibía una carta debajo de la puerta, que prolijamente escribía Felipe, excusándose y enviándole saludos. Así fueron pasando los años y sosteniéndose la mentira.

A la participación en el Nacional ’78, se le sumó la de 1982, en los cuales ambas familias estuvieron presentes; en realidad todos menos Martín, el hermano menor de Amalia, hincha furioso de Argentinos del Norte. El Carcelero y el Depo dirimían el clásico de la ciudad. Pero no era el único partido que Sandro y su familia esperaban. Deportivo Roca y Cipolletti jugaban el duelo más importante del Alto Valle y cada encuentro era un gran peregrinar de unos y otros, de ciudad a ciudad. En la crisis del 2001, Sandro con veintidós años mudó sus sueños a Italia, donde unos años después se recibió de Ingeniero en Sistemas y forjó una familia junto a una bella napolitana. El mito del “ahijado” de Diego siguió normalmente su curso, sabiendo que Nápoles y Maradona eran denominador común en el amor mutuo. La foto con la nota que los diarios replicaron, formaba parte de los adornos que engalanaban una de las paredes del estudio de su casa del “Golfo de Nápoles”, más precisamente en Sorrento. A medida que fue mejorando la situación económica, Sandro comenzó a viajar anualmente a ver a su familia, visitar su ciudad y a reencontrarse con la pasión por Deportivo Roca. Su sentido de pertenencia lo demostraba a diario, vistiendo la camiseta naranja o estando al tanto de las participaciones en los Torneos Federales y semana a semana, por internet, siguiendo las incidencias de la Liga Confluencia. El idioma italiano y sobre todo el dialecto napolitano fueron comprendidos, asumidos y hablados en la nueva familia, que sumó en seis años dos hijas y un hijo. Al sentimiento por la Societá Sportiva Calcio Napoli que, indudablemente, todo napolitano siente, Sandro les inculcó el amor por el Club Social y Deportivo General Roca y, ni hablar, la veneración como napolitanos y argentinos por el jugador más grande de todos los tiempos: Diego Armando Maradona. Las vacaciones del año 2010, no fueron en el Alto Valle; la familia completa decidió ir a ver el Mundial de Sudáfrica. Mucho tiempo antes compraron el paquete turístico para los cinco integrantes y las entradas hasta la final. En uno de los días libres de la Selección Nacional, se encontraron con muchos jugadores, entre ellos con Messi, a quienes sus hijos idolatraban. Buscaron la foto y la consiguieron. Unos metros más atrás el director técnico de la selección, el mismísimo Maradona, caminaba tranquilo charlando con sus colaboradores, y ahí fue cuando Sandro le gritó: ¡Padrinooo…! Diego giró la cabeza y lo miró extrañado. —¿Deportivo Roca, no…? Preguntó, ante la alegría del roquense. —Sí, Diego… Sigue caminando y Sandro le dice: —¿No te acordás de mí, padrino? Diego que se ríe y acota: —Por lo menos me encajaron un ahijado y no un hijo… Sandro se quedó helado y con la mano temblando sacó de su bolsillo la foto del diario y le dijo: —¿No te acordás de esto? Diego que lee el encabezado. —“Sandro ya tiene padrino”. ¿Vos sos el bebé? —Sí, tenía un año. —Sí, me acuerdo, perdimos con Roca dos a uno, una noche de frío. —Sí, mi viejo siempre me cuenta que Graneros hizo los dos goles del Depo. —Claro —interrumpe Diego— y Pedro Pablo Pasculli hizo el nuestro. Mirá vos, qué lindo recuerdo. ¿Me lo regalás…? —Por supuesto, es tuyo, padrino. Maradona se aleja y le pide algo a un colaborador, que sale al trote. Mientras Sandro le contaba sobre la admiración que junto a su padre le tenían desde siempre. —¿Sandro te llamás? Le pregunta Diego. —Sí, mi vieja me puso el primer nombre. —¿Por Roberto Sánchez? —Sí claro, mi mamá me puso el primer nombre y mi viejo los otros.

—¿Y cómo son tus otros nombres? —Sandro Diego Armando Ruiz Sotelo. De la emoción su “padrino” le dio un abrazo que quedó retratado por Ornella, ya no por una máquina Kodak de rollo, sino por una sofisticada cámara digital Diego lo mira y le dice: —Tomá “ahijado” esta es para vos. Y le regaló la celeste y blanca con el diez en la espalda. Instintivamente, Sandro se sacó la “Naranja” y se la obsequió en el mismo momento. —Esta es para vos, Diego. Y Diego no tiene mejor idea que colocársela y decirle: —Vení que nos sacamos una foto. Mientras Ornella sacaba con su máquina, el fotógrafo oficial de la selección lo hacía con la suya. Ahí llegaron los chicos y juntos con Ornella incluida se fotografiaron con el jugador más grande de todos los tiempos Se abrazaron fraternalmente y allí se fue Diego junto a sus colaboradores, luciendo la camiseta naranja del Depo. Sandro quedó feliz, rodeado por su familia, con los ojos llenos de lágrimas y una acongojada emoción. Seguramente, ya no le importaría todo lo que quedaba por vivir en Sudáfrica. Haber visto al diez con la camiseta de Roca era el sueño de todo hincha del Depo. Lucir la celeste y blanca de Maradona, con toda la magia que ello implicaba, debería ser el logro más grande de cualquier hincha de fútbol. Caminaron un rato por Johannesburgo, visitaron lugares turísticos y volvieron a cenar al hotel. Antes de acostarse, en una de las computadoras de la recepción, Sandro les escribió a Amalia y Felipe para contarles la historia vivida. La mañana siguiente, como era previsible, la ciudad de Roca amaneció convulsionada con el título de tapa del periódico, que decía: “Diego Maradona se reencontró en Johannesburgo con su ahijado roquense Sandro Ruiz Sotelo”. Ilustrado con una foto en la que aparecía Sandro vestido con la camiseta oficial de la selección, abrazado a un sonriente Diego Armando Maradona, que lucía la tradicional camiseta naranja, con vivos azules, del Club Social y Deportivo General Roca. Padrino y ahijado. La albiceleste y la naranja. Argentina y el Depo. Diego y Sandro. El amor y el fútbol. Simplemente eso, el fútbol…

Libro: Con la ilusión en ascenso Entretiempo (2014).

miércoles, 21 de agosto de 2024

Un amor y nada más - Cuento de Eduardo Quintana


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Cuando me preguntan cuál es mi lugar en el mundo, siempre respondo “El Coliseo de Valle Grande” sin pensarlo, sin estudiar la respuesta, sólo por el dictado de mi corazón y el legado de mis viejos. Ese sitio signado en mi vida por acumulación de minutos y pasión, era ni más ni menos que el alambrado lateral de la cancha del Club Social y Deportivo Estudiantil de Valle Grande, el equipo más grande del universo, mi club.

Cada domingo luego de las pastas de la vieja, mi lugar en el mundo me esperaba para pasar una tarde de sol, de lluvia, una tarde de fútbol. Ver el partido desde el alambrado quita perspectiva, es verdad, pero te acerca mucho más a los jugadores, al juego, a la pelota y por sobre todo al juez de línea. Tenía a dos de punto: a Juan Carlos López y a Maximiliano Cúneo. Ya me conocían, me saludaban cuando llegaban, sabían de mis puteadas, de mis pedidos; conocían mis gritos y sobre todo admiraban mi pasión. Me había hecho un personaje conocido, ahí junto al alambrado y entre alegrías y tristezas del Estudiantil me manejé siempre igual, con una pasión inusitada que rozaba la locura.

En mi vida particular fuera de la cancha, era un ser tranquilo, muy sereno y sumamente romántico. Hacía tiempo que estaba sólo y sabía que una novia me vendría bien. Pero se cumplía la regla que cuando buscás y necesitás no se acerca nadie. Por eso cuando conocí a Jazmín, me enamoré a primera vista, fue en un barcito del centro cuando unas amigas me presentaron a esa rubia perfecta, que recién se había afincado en el pueblo y provenía de la Capital. Me gustó ni bien la vi, me enamoré ni bien le di un beso y sentí el roce de sus rizos rubios y el perfume de su piel. Simplemente me enamoré.

Muy pocas veces me había sentido así con el corazón flechado, el romanticismo me serenaba. Mis amigos decían que me ponía como un boludo; por eso resultó muy raro lo que me pasó el domingo en el Coliseo, junto al alambrado, en ese lugar que había elegido desde pibe para ver al Estudiantil. Y digo que fue raro, porque pese a mi fanatismo nunca había tenido problemas graves como lo tuve ese día. Se habían dado varias circunstancias, los jueces de líneas eran desconocidos y el que estaba junto a la línea de cal de mi lado era un gringo, alto de ojos claros y una soberbia poco común en el pueblo. El árbitro el conocido y temible Félix Avenamar Iturraspe, árbitro nacional de enorme trayectoria y múltiples clásicos en su lomo. Garantía de imparcialidad.

Jugábamos contra Gimnasia y Tiro de Vladimir Pinto, un pueblo cercano que si bien no era el clásico, era un partido picante. Todo se desarrollaba normalmente y el primer tiempo el rubio juez de línea, del cual no conocía el nombre, marcó el ataque de Gimnasia y lo hizo con solvencia, pero en el segundo tiempo a los veinticinco minutos, cuando el flaco Salsari remató al arco clavándola en un ángulo, el “linesman” levantó el banderín cobrando un offside totalmente inexistente y allí empezó todo.

Comencé a putear al gringo de una forma tal, que dos veces giró la cabeza para mirarme, cosa que respondí con gestos y más insultos. Se había puesto nervioso de tal forma que Félix Avenamar Iturraspe se acercó y algo le murmuró porque me miró y me hizo un gesto de silencio que fue respondido con un repertorio de puteadas. Todo siguió igual, el juez de línea errando en jugadas claves y yo completamente nervioso, insultando, gritando y gesticulando. Tal fue el ida y vuelta con el linesman, que en un momento Félix Avenamar Iturraspe se acercó al alambrado, mi lugar en el mundo y me gritó:

-       Si no se calla suspendo el partido

Y cuando lo tuve cerca, a tiro, cometí un grave error, algo que jamás había hecho en mi vida y de lo que me arrepentí en ese mismo instante, le lancé un “gargajo” que pegó de lleno en su rostro. Nunca vi algo igual, se limpió con la remera, salió corriendo y en tres trancos llegó al alambrado, lo subió como un mono y saltó hacia el otro lado. Cuando estábamos frente a frente comenzamos con los golpes que fueron apaciguados por los mismos hinchas que pararon la pelea y alejaron a Félix Avenamar Iturraspe que suspendió el partido a los cuarenta y dos minutos.

Me retiré avergonzado y directamente me fui a casa. Mi reacción no tenía justificación y lo sabía perfectamente. Me di un baño, me metí en la pieza y medité el error. En un pueblo chico todos se sabe y si bien la gente del Estudiantil había aplaudido mi gesto, la suspensión del partido trajo sentimientos encontrados. Ante los hechos acaecidos, nunca recordé que tenía que encontrarme con Jazmín en el centro, por cuanto una hora después el timbre y el llamado de mi vieja me alertaron que Jazmín y una pareja de amigos estaban en la puerta, Ya estaba duchado, así que me cambié y salí. La rubia charlaba en el jardín con mi mamá y mi papá que no se habían enterado todavía de lo ocurrido en “El Coliseo de Valle Grande” En realidad, ninguno de los cinco lo sabía y charlaban del día estupendo y de la futura salida. Saludé a mis viejos, le di un beso a Jazmín y le pedí disculpas.

Fuimos los cuatro a la Parque Independencia y luego al cine. Al finalizar la película, fuimos a tomar algo y luego a acompañar a las chicas a sus respectivas casas. Cuando llegamos al chalecito de Jazmín, en la parte residencial del pueblo y en el momento que la iba a saludar con un cálido beso, la puerta se abrió apareciendo la madre en escena. Me presenté educadamente ante su mamá, una mujer muy bella de similares características a su hija, saludo que devolvió afectuosamente con una invitación a pasar a tomar un cafecito. Obviamente, no tuve alternativa, Jazmín me gustaba mucho y el amor todo lo puede.

Ingresamos a la casa, muy bien ambientada, con muy buen gusto y mucho dinero invertido. Pasamos a un gran patio trasero lleno de plantas y flores, con una hermosa pileta y un quincho admirable. Nos sentamos junto a una mesa de hierro forjado y vidrio, mientras la madre preparaba el café. A los pocos minutos se acercó a saludar la hermana de Jazmín, tan bella como la madre y la hija. La simpática rubia llamada Tatiana, dos años menor que Jazmín y muy parecida, con una simpatía plena se sentó con nosotros y se puso a charlar:

-       ¿Papá está?

-       Sí contestó Tatiana, se esta bañando. Parece que hoy no tuvo un buen día.

Instantáneamente Jazmín se levantó y fue hacia el interior de la casa.

-       Ahí fue a ver a papá, ella es la única que lo calma cuando no tiene un buen día. Es su preferida.

Contaba Tatiana los pormenores de amor y preferencia entre padre e hija. Minutos después aparecía la mamá con una bandeja con los cafecitos y unas facturas.

-       ¿Y Jazmín? Preguntó la madre

-       Fue a buscar a papá, seguramente ya viene.

Y mientras esperábamos a la otra parte de la familia seguimos charlando, cuando un ratito después salió de la casa Jazmín que al pasar me dio un dulce beso, ante la cara de alegría de su madre y su hermana. Al mismo tiempo que hacía su aparición en el patio trasero que daba al garaje, donde estaba estacionada una cuatro por cuatro de poco uso, el padre de Jazmín, ante mi sorpresa y su cara que se desfiguró inmediatamente. Félix Avenamar Iturraspe era el padre de Jazmín, esa rubia divina de la que me había enamorado perdidamente.

Un amor fugaz que apenas duró un poquito más que lo que tardé en levantarme y encarar una loca carrera para saltar el portón de garaje, ante los manotazos que me tiraba el árbitro.

Un amor fugaz y nada más…

Libro: Corazón futbolero y otros cuentos (2020).

martes, 20 de agosto de 2024

Qué Grande! Ep. 42: Eduardo Quintana

El amor anhelado, el terror real, y un hermoso viaje por el Alto Valle de Río Negro y Neuquén en la literatura de Eduardo Quintana. Emitido en vivo el martes 20 de agosto de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Lecturas
  • Un amor y nada más
  • Cipollone Cipolletti
  • El ahijado de Dios
  • El chueco y la sombra
  • Fotografía inesperada
  • Ángel del infierno

martes, 13 de agosto de 2024

Qué Grande! Ep. 41: Visitando criminales

Cuentos, relatos, y evocaciones de criminales, en la literatura y en la cárcel del Fin del Mundo. Emitido en vivo el martes 13 de julio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Cuentos
  • El chileno (de Roberto Fontanarrosa)
  • Te conozco, Mendizábal (de Eduardo Sacheri)
Historias
  • Cayetano Santos Godino "El petiso orejudo"
  • Simón Radowitsky
  • Miguel Ernst

miércoles, 7 de agosto de 2024

Roma Andrian: Ser arte y brillar en los escenarios - Nos Estamos Viendo

Episodio 7:

Charla entre Mabel Campos, Sebastian Sánchez y Romina Andrian en vivo por instagram.

 
Ciclo de Vivos de Instagram de Sebastián Sánchez y Mabel Campos.

Inspiradora desde el talento, la energía y la docencia. Cumplidora de sueños que no llegó a soñar. Se perdió una parte de la nota en la que Roma desarrolló que no ve incoherencia entre recibirse en una escuela técnica y ser artista, todo suma a la creatividad. 

Para que Apo lo lea - Cuento de Ariel Scher


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Detrás de sus lentes cósmicos, Ray Bradbury parpadea. Y después de parpadear, carraspea. Y después de carraspear, dice:

-Yo escribí «La mujer ilustrada» para que lo leyera Alejandro Apo.

Apo no lo oye. Apo está encendiendo la voz. La voz, claro, siempre, un manjar en los tímpanos esa voz que es sinónimo de la radio. Apo enciende la voz en la radio para pronunciar cuentos o para pronunciar fútbol o para pronunciar historias pequeñas y mayúsculas que provocan un efecto tan extraordinario como necesario: quien recibe a esa voz encendida, más lejos o más cerca, se siente mejor.

Apo no oye a Bradbury, pero el que lo oye es el Negro Fontanarrosa. Y el Negro Fontanarrosa, que tiene encumbrado a Apo en su rosarineidad más cariñosa, contesta:

-Usted no me lo va a creer, míster Bradbury, pero andamos a mano. Se lo confieso: yo escribí «Los heraldos negros» para que lo leyera Apo.

No oye Apo. No oye aunque es un escuchador más que amable y más que generoso de las miles de personas que lo admiran, que lo registran, que lo sienten propio, que lo quieren. Medio siglo haciendo eso Apo. De nuevo: medio siglo haciendo eso Apo. De nuevo: medio siglo haciendo eso. Habría que reiterarlo en cincuenta ocasiones para honrar al medio siglo y para honrar a Apo. Y a eso que hace Apo: encender la voz para que la existencia cotidiana sea más cálida, más rica, más buena, más profunda. Pero no oye ahora, justo ahora, porque, durante ese medio siglo, Apo interpretó en cada día y ejerció en cada día el compromiso de concentrarse en el trabajo y en la pasión. Y hacer esa tarea, encender la voz para que su encendido desate luces y fuegos, exige no distraerse en lo colateral, exige un respeto invulnerable hacia los seres humanos que laten del otro lado de la radio, los seres humanos que completan a Apo porque si algo conoce Apo, entre todo lo que conoce, es que la radio no funciona a causa de un solo lado. Domina como un mandamiento Apo, tal cual le vio a su viejo – a quien rebautiza «el verdadero Apo»- y tal cual lo instruyó el maestro Mario Trucco -a quien reconoce como su «segundo papá»-, que la radio es lo que es porque hay otras y hay otros con quienes se viaja en un itinerario de ida y de vuelta, de vuelta y de ida. Entonces, Apo, que ama las letras de Bradbury y las imaginerías del Negro Fontanarrosa, no los oye en este instante porque, en cada instante del medio siglo que lleva eslabonando oraciones en la radio con la voz encendida, entrega, más que a pleno, el cuerpo grandote, y el paladar afinado y grave, y el silencio, y las pausas, y las ideas a su condición de laburante convencido y entusiasmado. Un laburante convencido y entusiasmado medio siglo antes. Un laburante convencido y entusiasmado medio siglo después.

Pero Caniggia, Claudio, el Pájaro, sí recibe, muy atento, las confidencias de Bradbury y de Fontanarrosa. Y, audaz como cuando aceleraba más que los vientos sobre todos los pastos, suscribe:

-Estoy en la misma, muchachos. Igualito que usted, Bradbury. Igualito que vos, Fontanarrosa. Jugué al fútbol para que un día, en un partido bien mundialista y bastante más que chivo contra Brasil y en Italia, Apo avisara que yo, sí justo yo, una iba a tener. Soltó algo así o más o menos así, Apo, aunque, cuando lo soltó, parecía un milagro o dos milagros juntos. Y tuve una, una que fue gol y ganamos, que era importante. Aunque para mí, se los juro, lo importante era lo mismo que les importaba a tantos jugadores de fútbol como yo: pisar el césped, hacer lo máximo posible y que Apo, en alguna cabina, donde fuera, pronunciara nuestro apellido y hasta asegurara que jugábamos bien.

Sin embargo, Apo, nada. Persiste en otra cosa. Construye radio, desmenuza fútbol, encandila gentes. Medio siglo así. Otra vez, otra vez: convencido y entusiasmado. Así que desparrama una memoria del Feo Labruna en algún rincón futbolero, repone una anécdota bella de Carlitos Bianchi en vaya a saber qué copa, encadena las huellas de los grandes de la radiofonía argentina y cataloga sus sustantivos preferidos, sus entrevistas más gravitantes, sus cadencias para acurrucar al lenguaje y acariciarlo. O no: o lo que despliega Apo es un acontecimiento anterior a su medio siglo de radio pero justificador de su medio siglo de radio. Porque Apo reivindica que la raíz del medio siglo habita en las sobremesas de su familia de origen, en Dorita, su mami, invitando a cada miembro de la tribu a sugerir una buena lectura, en la misma Dorita, siempre mami, educando en el arte de leer para los adentros más hondos y para los afueras más queribles, esos afueras que explican que la existencia es un acto que requiere compartirse del modo en que, con las amistades y con la oyentada, suele compartir Apo.

Apo les detalla a sus audiencias por qué «El corazón delator», de Edgar Allan Poe, es un cuento como ninguno y, de inmediato, como si lo citaran Bradbury, Fontanarrosa y Caniggia, brota Poe y revela que enhebró esa maravilla apenas con el propósito de que, en un día futuro, Apo le pusiera la garganta. Apo les transparenta a esas audiencias que nadie hizo de la radio un instrumento tan sonoro como el peruano Hugo Guerrero Marthineitz y, enseguida, Guerrero Marthineitz carcajea desde alguna parte y trasluce que está enterado de que Apo era el único de los pibes oyentes de su programa «El show del minuto» que entregaba las orejas desde el saludo inicial con «Hola, hola, camarón con cola» hasta la despedida de «Hasta mañana, si Dios y los omnibuses lo permiten». Apo les vuelca a esas mismas audiencias una conversación con Bochini, otra con el Bocha Maschio, otra más con Pedro González y otra y otra y otra, luego de lo cual esos talentos asumen lo lindo de ser futbolistas no olvidados porque todos se ilusionaron con no ser olvidados y Apo los rescata de cualquier vecindad con el olvido.

-Yo también, yo también -afirma, dicción impecable, Víctor Hugo, alguien hermanado con Bradbury, con Fontanarrosa, con Caniggia, con todos los demás. Y se explaya: «Qué formidable ser relator y tener al lado, como analista, a alguien como Alejandro Apo. Seguro que quise relatar para que me ocurriera eso».

Muy metido en la lectura, por ejemplo, de «La música de los domingos», de Liliana Heker, o en la de «Réquiem de Marcial Palma», de Abelardo Castillo, o en la de «Esperándolo a Tito», de Eduardo Sacheri, Apo ni se frena por semejante elogio de semejante relator. A lo sumo, como orgullo de la profesión que tan bien desarrolla, enuncia que el más brillante de los comentaristas que acompañaron a la brillantez de Víctor Hugo fue Néstor Ibarra. Y nada más porque, en este momento, transcurre el entretiempo de un partido cualquiera y Apo disecciona vaivenes, se compenetra en la riqueza inatrapable del fútbol y edifica un parlamento tan poético como barrial en el que quedan sintetizados los sucesos de la cancha, desde luego, con la voz encendida, encendida en la temperatura exacta.

-¿Y yo?

Ese eco faltaba. Faltaba pero ya no. Retumba: Diego

-Eh, Bradbury, Negrito, Cani, Víctor Hugo, yo soy del club de ustedes. No me dejen afuera que me caliento. ¿Saben quién soy yo? Saben, sí que saben: «El inventor de la pelota». Apo me puso esa medalla, Apo lo dijo. ¿Quién no se hubiera vuelto Maradona si le anticipaban que un periodista así, que una voz así, que un tipo así, te iba a llamar de ese modo? Yo jugué por muchos motivos, pero ese que me dio Apo, es enorme. «El inventor de la pelota…» Y después creen que el crack soy yo…

En lo suyo, con un amor por Diego que incluye y excede eso de «El inventor de la pelota», Apo persevera en su labor. Ahora, eternamente ahora. Larga tres consideraciones excelsas sobre Messi, susurra una metáfora para evocar las atajadas del Pato Fillol, introduce su recuerdo para el hallazgo del periodismo deportivo que le representaron los relatos que nunca envejecen de Fioravanti o de Félix de Alcázar. Y, luego, deja correr la voz, la voz invariablemente encendida, que desgrana capítulo a capítulo de «Pedro Páramo», del mexicano Juan Rulfo, o de «La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile», del colombiano Gabriel García Márquez. Cuando acaba, en los teléfonos de la radio se articulan los mensajes de ciegos a los que Apo les permite ver un libro, de señores que admiten que Apo los condujo a llorar, de señoras que susurran que Apo las encaminó rumbo a un descubrimiento que ya no podrán extraviar.

Bradbury y Maradona, emocionados, se permitan volar con cada palabra. Y se abrazan. Se abrazan entre ellos y con los otros y con las otras. Y, también, con tanto y con tantísimo oído anónimo que, a través del tiempo, se regaló reflexiones y encantos gracias a esa voz encendida. Apo, la radio. Apo, el fútbol. Apo, un recorrido. Apo, lo que fue. Apo, lo que viene. Apo, que sigue y sigue engalanando al aire y a la Tierra. Como durante medio siglo. Como toda la vida.

Revista Meta (2024).

martes, 6 de agosto de 2024

Qué Grande! Ep. 40: Alejandro Apo

Cuentos, evocaciones y relatos en homenaje a los 50 años de radio de Alejandro Apo. Emitido en vivo el martes 6 de agosto de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Lecturas
  • Me van a tener que disculpar (de Eduardo Sacheri por Alejandro Apo)
  • La voz de Alejandro Apo (de Fabián Salvioli)
  • La promesa (de Eduardo Sacheri por Alejandro Apo)
  • Para que Apo lo lea (de Ariel Scher)

jueves, 1 de agosto de 2024

Lo prometido es deuda - Cuento de Nicolás Horbulewicz


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Hace veinte años, Paula era la vecina de la otra cuadra a la que nadie se animaba a saludar, pero de ella todo el mundo hablaba. Tenía todo: era linda, inteligente, parecía ser buena mina y, encima, era fanática de Cipo. Aquellos eran simplemente otros tiempos, otras rutinas, donde la principal preocupación de nuestras vidas pasaba por comprobar que nadie quería ir al arco, o que habia que pagar con los ahorros la pelota en el caso de pincharla. Yo era uno de los pocos que la saludaba porque era amigo de Carlos, su hermano mayor, y casi siempre el padre de ambos nos llevaba a la cancha en la caja de una camioneta Ford F100 viejísima que todavía tiene.

La cuestión es que a fines de mayo del 97, Cipo recibía a San Martín de Tucumán, y si ganaba clasificaba para jugar el octogonal por el segundo ascenso Primera División. Era un partido sin duda trascendental que nadie quería perderse. Por esa razón, el día anterior me acerqué hasta su casa con la intención de ultimar detalles, pero, al entrar, el ambiente tenso y dramático que allí se respiraba me sorprendió. Como ningún adulto responsable la iba a poder acompañar, Paula se hallaba gritando al borde de las lágrimas porque no la dejaban ir sola a ver el partido. Sucedía que Carlos estaba castigado por desaprobar un par de materias, y Jorge, su padre, no iba a poder asistir porque tenía una reunión importante en Zapala con un gerente de la empresa en la que trabajaba. No obstante, cuando ella me vio ingresando al living, cambió su semblante por completo, y me señaló con el dedo como a quien lo encuentran robando algo:

-Voy con él -dijo.

Jorge me miró de arriba abajo varias veces, y como no emitía respuesta, a los pocos segundos Paula insistió;

-Dale Pa, me lo merezco, yo siempre traigo buenas notas.

-Bueno, está bien -expresó ofuscado-. Pero no se metan en quilombos.

Traté de sonar maduro:

-Si Jorge, por supuesto, vamos a ir lejos de la hinchada- contesté sin pensar mucho lo que estaba diciendo, porque casi sin quererlo, había conseguido una especie de cita con la mujer con la que todos soñaban.

Como ella almorzaba en lo de su abuela, habíamos decidido encontrarnos una hora antes del partido en la Shell que por ese entonces estaba en la esquina de Yrigoyen y Mengelle. Ella llegó un poco más tarde de la hora pactada. Vestía un jean, una campera abrigada, y un gorrito con lanas blancas y negras a los costados que le quedaba hermoso. Yo la saludé con un tímido beso pero ella respondió con un fuerte abrazo y una sonrisa que en mi corazón fue como un gol. Sacamos las entradas para la popular detrás del arco, y entramos a paso lento por el pasaje Kleppe, a ritmo de cánticos de aliento.

Ya dentro del estadio subimos las escalinatas corriendo como dos niños que todavía éramos, y nos situamos a media altura, a la izquierda del arco. Las nubes cubrían el Alto Valle y de a ratos lloviznaba. Cipo ya había salido al campo de juego a hacer el calentamiento previo. Recuerdo que Paula buscaba al Bachi lachetti, su amor imposible de esa época, y yo no pude evitar en ese momento un sentimiento de envidia por el delantero cipoleño. A los pocos minutos la voz del estadio presentó al equipo, y las gradas, ya colmadas, explotaron sobre todo cuando el locutor nombró a Pablo Parra y al Ruso Homann.

Cuando empezó el partido, ella pareció dejar su lado femenino en el vestuario y empezó a gritar como un barrabrava más. Cipo tuvo dos muy claras en el primer tiempo, una en los pies del Bachi, que tapó el arquero, y otra en los del Ruso, que se fue desviado por arriba. Los tucumanos también tuvieron lo suyo, y en una escapada letal pudieron abrir el marcador, pero Gastón González tapó el mano a mano de manera alucinante.

En el entretiempo su femineidad volvió, pero no dejaba de insultar:

-No puede ser que no le ganemos a estos putos -decía, y golpeaba el cemento de la tribuna para expresar su bronca-. El arquero de ellos está teniendo un culo bárbaro.

Le sugerí que nos sentáramos para descansar un poco y nos acurrucamos para mitigar el frío. Compramos garrapiñada y comenzamos a entretenernos con un hincha cercano, un hombre de unos setenta años que, visiblemente alcoholizado comenzó a repartir improperios contra los jugadores, dirigentes e hinchas, sin distinción alguna.

En el complemento Cipo salió con todo. Antes de los 15' Parra quedó solo contra el arquero en la medialuna del área; el Chala definió con un bello sombrero, pero la pelota se estrelló en el travesaño. A los pocos minutos, un cabezazo del Bachi dio en el palo. Paula no dejaba de putear:

-No puede ser loco, no quiere entrar.

Hasta que a los 30' llegó lo que parecía el colmo. En un ataque aislado de los tucumanos, Colombo entró sin marca al área y definió tranquilo sobre el palo izquierdo de González. Uno a cero abajo y parecía que se veía la noche. Ahí yo me senté porque no lo podia creer, y por primera vez en toda la tarde, la idea de la eliminación comenzó a rondar por mi cabeza. Comencé a imaginar mis domingos más tristes, por meses hasta que empezara el nuevo campeonato.

Pero a 5' del final, Cornejo se escapó por la derecha, y a medio metro del área se zambulló en la misma y el árbitro Madorrán no dudó en cobrar penal. ¿Había sido? No había tiempo para discutir. El Chala Parra le pegó de arrastrón pero la pelota entró igual ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! Entre los gritos busqué a Paula para abrazarla y la vi arrodillada, con manos en señal de rezo, como pidiendo un deseo, entonces yo me uní a su pedido y le juré a un Dios en el que no creía que si Cipo metía un gol más, yo renunciaba al amor de ella para siempre. No me importaba nada. Quería el gol. Alrededor todos cantaban. No era algo al unísono, todo era un descontrol y un griterío infernal. Faltaba uno más.

Y yo no sé si fueron las promesas o qué, pero a la jugada siguiente, luego de un centro pasado, Diego Landeiro se tiró en el área y Madorrán nuevamente pitó la pena máxima. Entre las quejas de los jugadores tucumanos, otra vez el Chala acomodó el balón a doce pasos y se dispuso a enfrentar al portero. Y cuando la red se movió por el disparo de Pablito, un disparo fortísimo que el arquero alcanzó a tocar, ahí se vino el mundo abajo. Me importó un bledo perder el amor de Paula. Grité el gol como nunca. Roberto Perfumo decía que los goles de penal no se festejan, pero tenías que estar ahí mi querido Mariscal, con toda esa gente y esa euforia. Y después de gritar el gol como un desquiciado, la busqué a Paula, que me esperaba con los brazos abiertos, la abracé, y juntos abrazamos a una señora que había estado todo el tiempo quieta como una estatua y que ahora gritaba desaforada. Y al viejo que se la había pasado criticando todo el partido, lo fuimos a buscar y por supuesto que también lo abrazamos. Al minuto llegó el tercero, pero fue anulado por una supuesta posición adelantada. Nada importaba. ¡Íbamos a jugar el octogonal para ascender a la Primera División! La Visera era una fiesta como pocas veces yo lo había visto.

Años después, en un cotejo menos trascendental y con Cipo en una categoría menor, me reencontré con ella en la tribuna del pasaje Kleppe, y nos pusimos a rememorar ese partido, Habíamos acordado no contarnos las promesas realizadas, pero esa vez no me pude contener y le conté cual había sido mi juramento aquel dia. Ella respondió a carcajadas. Yo aproveché la risa para preguntarle qué era lo que había prometido.

-Di mi palabra de que si el árbitro cobraba un penal más a mi hijo le iba a poner el nombre de él- me dijo, y sonrió de una manera hermosa como cuando tenía quince.

-¿Le vas a poner a tu futuro hijo el nombre de un árbitro? -volví a preguntar, incrédulo.

-Obvio. Las promesas se cumplen -respondió.

Y ahí nomás yo le prometí que algún día escribiría un cuento para cuando su hijo le preguntara por qué lo había llamado Fabián.

Libro: Fuerte al Medio (2019) / La última hija de la margarita (2020).