«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, elThesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, la caldera, Napoleón, Agustín Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas… Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
Esta tierra sobre los ojos, este paño pegajoso, negro de estrellas impasibles, esta noche contínua, esta distancia. Te quiero, país, tirado abajo del mar, pez panza arriba, pobre sombra de país, lleno de vientos, de monumentos, de esperpentos, de orgullo sin objeto, sujeto de asaltos, estúpido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas, repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando de babas y estupor canchas de fútbol y ring sides. Pobres negros. Te estás quemando a fuego lento y donde el fuego, donde el que come los asados y tira los huesos, malandras, cajetillas, señores y cafishios, diputados, tilingas de apellido compuesto, gordas tejiendo a dos agujas, maestras normales, curas, escribanos, centrofowards livianos, Fangio solo, tenientes primeros, coroneles, generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos, bagualas, chamamés, malambos, mambos, tangos, secretarías, subsecretarías, jefes, contrajefes, truco, contraflor al resto.
Y qué carajo si la casita era un sueño, si lo mataron en pelea, si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva, liquidación forzosa, se remata hasta lo último. Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía.
Te quiero, tacho de basura que se llevan sobre una cureña envuelto en una bandera que nos legó Belgrano, mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate con su verde consuelo, lotería de pobre.
En cada piso hay alguien que nació haciendo discurso para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos. Pobres negros que untan las ganas de ser blancos, pobres blancos que viven en un carnaval de negros. Qué quiniela, hermanito, en Boedo, en Palermo y Barracas, en los puentes, afuera, en los ranchos que paran la mugre de la pampa, en las casas blanqueadas del silencio del Norte, en las chapas de zinc donde el frío se frota, en la Plaza de Mayo, donde ronda la muerte trajeada de mentira.
Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking, vicecampeón del mundo en cualquier cosa, en lo que salga: tercera posición, energía nuclear, justicialismo, vacas, tango, coraje, puño, viveza y elegancia. Tan triste en lo más hondo del grito, tan golpeado en lo mejor de la garufa, tan garifo a la hora de la autopsia.
Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga, no te metás, que vachaché, dale que va, paciencia. La tierra, entre los dedos, la basura en los ojos, es estar triste, ser argentino es estar lejos, y no decir mañana porque ya basta con ser flojo ahora.
Tapándome la cara, me acuerdo de una estrella en pleno campo, me acuerdo de un amanecer de Puna, de Tilcara de tarde, de Paraná fragante, de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos quemando un horizonte de bañados.
Te quiero país, pañuelo sucio, con sus calles cubiertas de carteles peronistas, te quiero sin esperanzas y sin perdón, sin vuelta y sin derecho, nada más que de lejos y amargado. Y de noche.
Cuentos, relatos, y evocaciones de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Emitido en vivo el martes 27 de agosto de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Lecturas
Carta abierta a la patria (de Julio Cortázar)
Funes, el memorioso (de Jorge Luis Borges)
Casa tomada (de Julio Cortázar)
Continuidad de los parques (de Julio Cortázar)
Prólogo de Cortázar, de la experiencia histórica a la Revolución (de Pablo Montanaro)
Los dos reyes y los dos laberintos (de Jorge Luis Borges)
Noche de intenso calor, cama de dos plazas, ventilador de techo en tercera velocidad y un sueño profundo. Sueño retrotraído a otras épocas, sueño en paz pero con violencia interior; un calabozo, llantos, gritos desgarradores, música fuerte, olor nauseabundo y soledad, esa palabra que se hizo vida en Eduardo, este cincuentón longilíneo de larga barba y pelo cano. Viudo, desde el setenta y pico, padre frustrado de un niño que se gestaba en el vientre de su mujer, cuando este perdió su rastro; cuando engrosó la negra lista de personas buscadas por los organismos de derechos humanos.
Desaparecidos ambos del mundo de las utopías alocadas y de las otras, aquellas de la igualdad y la libertad. Desaparecidos del mundo de las alegrías y de las tristezas. Desaparecidos sin razón.
Y Eduardo en la búsqueda incesante de una respuesta que jamás apareció, esa respuesta a su ingrata pregunta: ¿Porqué ellos y no yo?.
Sueños violentos dentro de la paz de la noche, pesadillas del tiempo a cada hora y por sobre todas las cosas el sueño de no ser.
Noche de verano, noche de impaciencia, malestar, odio y venganza.
Recuerdos de oscuros lugares, de terribles palizas, submarinos y picanas.
Recuerdos del Ángel; comandante del terror. Apodos e imágenes borrosas de un rostro joven, de gesto angelical; impartiendo órdenes de ejecución, terminando con una y hasta con dos vidas a la vez.
Eduardo, el pobre Eduardo, ignoto en la multitud de corazones solitarios y destrozados, pero único a la hora de recordar su vida y su tragedia.
Sólo por pensar distinto, Solo por querer otro mundo.
El Ángel, todopoderoso de antaño, dueño del destino que implicaba que el pobre Eduardo viviera otra vida, en un mundo completamente distinto al que imaginaban en la lucha codo a codo con su esposa Mabel.
El Ángel, gestor de desgracias ajenas, internó a muchísimas personas en un complejo mundo de soledad y apatía.
Corta noche de Enero, sudor a flor de piel, nervios a instancias del pasado.
Las sombras de la noche recorrían cada rincón de la memoria de Eduardo.
Vuelta y otra vuelta, la almohada compañera implacable de los raptos de violencia, las sábanas yacían como nubes de algodón entre tantas espinas y el tiempo que se detiene con imágenes irreproducibles, aunque la noche siga su curso. Y el Ángel siempre allí, con su mirada vengativa, dando y quitando vidas, emulando al gran Dios.
El Ángel, luchador de la tiranía y organizador del exterminio de culpables e inocentes. El Ángel de la muerte; juzgado por la Justicia de turno, libre por obra y gracia del poder dependiente, preso por decisión de un pueblo que no olvida.
Veinte años después y la corta noche de verano que se hace interminable.
Interminable como la agonía de la vida de cientos y cientos de personas que pensaban distinto, tan solo eso.
Sábado de sol profundo, desayuno solitario como cada mañana, día de descanso y noche de amigos.
Eran ellos; los amigos de toda la vida, los que paliaban tanta soledad quienes invitaron ese sábado a Eduardo a tomar algo en un bar de Recoleta.
Ante la insistencia de estos, aceptó el convite, se arregló para la ocasión y partió rumbo al encuentro.
Noche calurosa de verano, una mesa redonda y cuatro amigos a su alrededor festejando quien sabe que, quizá su amistad, quizá el hecho de estar juntos.
Noche de verano, ruido y música de alto volumen, en un rincón junto al amplio ventanal un grupo de personas comparten otra ronda de amigos, como en otras tantas mesas.
Noche de charlas y tragos, de alegrías y anécdotas, noche como otras tantas de acompañamiento del solitario Eduardo.
En un momento, comenzaron los insultos, gente que abandonó sus propias mesas para retirarse en señal de desagravio, gente que encaró hacia la mesa del ventanal para insultar a uno de sus integrantes.
Cuando el lugar quedó prácticamente vacío y casi sin poder comprender que había ocurrido, el mozo que atendía la mesa se acercó y solicitó las disculpas del caso, explicando que la gente había reconocido a un represor del pasado inmediato.
Todas las miradas apuntaron a Eduardo, quien nervios de por medio, cambió los gestos de su rostro.
Su mirada se dirigió a la mesa del represor como presagiando algo malo.
Sus amigos trataron de calmarlo y hasta intentaron retirarlo del lugar, encontrando por supuesto su respuesta negativa, demostrando actuar mas tranquilo que sus propios acompañantes.
Y llegó el instante crucial, Eduardo se levantó de su silla para poder visualizar la cara del presunto represor, que por la distancia era imposible de reconocer.
Dirigió sus pasos hacia la mesa, en forma pausada pero decidida, sin acatar el pedido de sus amigos.
La tensión fue incrementándose a medida que disminuía la distancia entre Eduardo y la mesa conflictuada.
Infructuosas fueron las súplicas de sus amigos, quienes temían por la integridad y por sobre todas las cosas por la actitud que tomaría Eduardo cuando se enfrente al presunto represor.
Interminable fue el espacio que los separaba, la oscuridad acompañaba la incógnita; tres, dos, un metro y otra vez cara a cara.
El Ángel, mirada penetrante y provocativa, cara angelical y un cerebro diabólico.
Frente a frente Eduardo versus el asesino de su esposa y su hijo, frente a frente Eduardo y el ladrón de su ilusión.
Un metro de distancia, miradas furtivas casi sin pestañear, miradas con odio y sed de venganza.
El desenlace era esperado por los amigos de ambos, el Ángel se levantó de su silla y con tono desafiante preguntó:
- ¿Qué miras, te debo algo?
- Miro tu cara angelical, miro tus ojos y veo mi pasado, y que me debés; me debés solamente una esposa, un hijo y la felicidad de toda una vida.
Pero quedate tranquilo que yo no te voy a insultar, solo me acerqué para decirte algo que quiero que te grabes, esta va a ser la única vez que nos veremos frente a frente, porque hay una cosa de la que estoy seguro, el día que muera mi cuerpo y mi alma descansarán allá en el cielo con Mabel, el nene y los ángeles de verdad; en cambio vos te vas a pudrir allá abajo. Seguro pibe, vos vas a ser El Ángel pero del infierno.
Dio media vuelta, abrazó a sus amigos y partió a disfrutar su primera noche de libertad.
Había vengado su pasado, había aniquilado el terror de su mente.
Noche de intenso calor, noche de verano, noche de libertad.
Imágenes que van y vienen. El segundo exacto en que el dedo índice, con esa uña prolijamente decorada por el esmalte celeste y el ángulo perfecto, para una visión clara, que permite tomar la foto inesperada, esa que inimaginablemente cambiará la vida de una fotógrafa. Imágenes que van y vienen. Años siguiendo partido a partido a ese amor heredado por tres generaciones. Juan y aquella fundación un 15 de abril de 1979, su hija Myriam y la pasión futbolera que camina por esa delgada línea entre lo envidiable y lo peligrosamente irracional. La tercera generación era representada por Lucila y su amor por la fotografía, dedicada a retratar momentos disímiles de la vida del Club Social y Deportivo Alianza. Imágenes que van y vienen. Un arco, una jugada como cualquier otra dentro del área, una definición imperfecta del Bambi Flores, un error del arquero visitante y el momento de retratar la imagen perfecta. Victoria final del Gallo y festejos desmedidos en el Coloso de Ruca Quimey, el emblemático estadio de Alianza, con esas fieles trece mil personas que bramaban por la victoria conseguida al final del partido. Imágenes que van y vienen. Para Lucila, los partidos no finalizaban con el silbato final del juez, ni con los festejos post partidos. El producto terminado se editaba y se enviaba a los medios, algunos exclusivos, como los diarios “La Mañana” o “Río Negro”, en los cuales, normalmente ilustraba la tapa, que luego se luciría colgada en distintos puestos de diarios y se haría viral en distintos medios de la zona.
Imágenes que van y vienen. La foto elegida era perfecta, con la jugada del gol de la victoria y la nítida expresión de la parcialidad visitante detrás del alambrado. Sin saber que, con esa imagen, comenzaría otra historia. La primera llamada fue al teléfono fijo. Preguntaron por Lucila Márquez y cortaron. Nada anormal, solo una llamada. Ese mismo día por la noche, la llamada fue al celular y el mensaje fue claro: “No sigas publicando la foto con el gol del Gallo porque sos boleta”. Lucila pensó que el mensaje provenía de algún hincha del equipo perdedor que se sintió ofendido por la foto, el título o la nota que se publicó en el periódico. Otra cosa totalmente normal a la cual los periodistas y fotógrafos estaban acostumbrados. El folklore del fútbol tiene esas cosas que, normalmente, no pasan a mayores. La sensación de Lucila no fue tal. Sintió miedo. Imágenes que van y vienen. Al mediodía llegó un email con el mismo mensaje. Lucila decidió ir al club a ver el entrenamiento de la tarde y a comentar a los directivos lo ocurrido. En las adyacencias de su casa, un vehículo extraño, en un lugar que todos se conocían y que, evidentemente, la estaba vigilando. Había comenzado a perseguirse y eso era preocupante para su profesión. En el club tomaron una decisión: hacer la denuncia a la policía. Alianza era una gran familia y Lucila era parte de ella. Desde muy chica siguió las campañas del “Gallito de la Patagonia” por esa herencia materna, primero como hincha y luego como fotógrafa. El abuelo Juan, hincha de Juventud Unida, y la abuela Cecilia, socia del Club Centro Cultural y Deportivo Cutral Co, vieron formalizado aquel matrimonio personal, en la fusión de los dos clubes en uno de los grandes de Neuquén: El Club Social y Deportivo Alianza. La policía recibió la denuncia y comenzó la investigación, con muy pocos elementos. Lucila era muy querida en el club, pero también respetada entre los participantes de la Liga de Fútbol de Neuquén. No había motivos que pudieran llevar a una pista y si no fuese por la citación a los periodistas de ambos diarios, que escribieron la nota, hubiese sido muy difícil develar la incógnita. Mientras la investigación se desarrollaba, las hostilidades pasaron de ser verbales a ser físicas. Caminando por la Avenida Carlos Rodríguez rumbo a la sede del Club y justo en el momento de cruzar Avenida del Trabajo, casi es atropellada por una 4x4. La quisieron asustar y lo lograron. Estuvo dos horas en shock, sentada en la secretaría de la sede. Las cosas se habían tornado complicadas y no entendía el motivo. El partido siguiente, Alianza jugó de visitante en Rincón de los Sauces y allí fue Lucila a cumplir con su trabajo. Recibió la solidaridad de los jugadores propios, del rival Deportivo Rincón y de la terna arbitral. El periodismo la entrevistó y fue otra vez tapa del periódico local que decía: “Lucila Márquez, la fotógrafa perseguida”. Todos se preocupaban por ella, quien, dentro de la cancha sentada detrás de la línea de cal, retratando el avance de Alianza, de espaldas a la tribuna local, recibió un proyectil en la cabeza, que le provocó un corte por el que fue hospitalizada. No pasó de ello, pero el tema se agravaba cada vez más. Por la mañana, los investigadores le solicitaron un original de la foto que había salido en la tapa de los diarios, en aquel gol de Alianza. Esa misma noche, en todos los canales informativos del país, se conocía la imagen, con un círculo rojo sobre el rostro de un masculino que, con uno de sus brazos apoyados en el alambrado de la tribuna visitante del Coloso de Ruca Quimey, observaba impávido cómo el disparo del Bambi Flores se colaba en un ángulo del arco. El titular afirmaba: “Cayó el delincuente más buscado”. Era un conocido narcotraficante colombiano, buscado desde al menos dos años por Interpol. Tras varios allanamientos y una docena de detenciones, se dio con el paradero de Mario “el Frío” Pimentel, un narco bogotano, fugado de su país y que se había afincado en Plaza Huincul, con otro nombre y fisonomía, haciéndose hincha y seguidor de Petrolero Argentino. Dicho amor por el club fue la trampa con la cual fue atrapado, juzgado y deportado. El fin de semana siguiente, en un acto de homenaje de la comunidad de Cutral Co a la fotógrafa Lucila Márquez, le fue entregado un premio por la invalorable colaboración para la lucha por una sociedad mejor y el club, en sintonía, colocó una gigantografía con la imagen del ídolo Bambi Flores, definiendo en forma imperfecta ante la mirada atónita del arquero de Petrolero Argentino y de ese hincha hasta el momento desconocido, junto a una frase inmortalizada por Lucila: “Imágenes que van y vienen”. Y el fútbol como testigo…
(La fotógrafa Lucila Márquez salió de su casa, un martes por la mañana rumbo al entrenamiento del Gallito y jamás llegó a destino. Fue buscada intensamente por la policía y los vecinos. Su cuerpo apareció en el Río Limay con un balazo en la frente. Fue velada en la sede del Club, ante una conmovida multitud cutralquense. Su féretro fue envuelto con una bandera celeste con el escudo de Alianza. La foto retratada ilustró la tapa de los principales diarios. Imágenes que van y vienen…)
Libro: Con la ilusión en ascenso. Entretiempo (2024).
Si alguien dice que va a tomar mate bajo la sombra de una “Phytolacca dioica”, lo mirarías con cara de asombro por no entender absolutamente dónde se ubica esa sombra y si dice que te espera bajo la frondosa planta herbácea “Phytolaccaceae”, estimarías su locura como de alto riesgo. Ahora, si te invitan a sentarte bajo la espesa copa de un ombú, sabrás que te hablan del árbol enorme de un parque. El otrora entretenimiento, ideal para los niños de familias de bajos recursos, se encontraba en la mayoría de las plazas, mejorando el panorama rupestre con la densidad de su copa y sus enormes raíces utilizadas por los niños para trepar. La plaza Próspero Villafañe no era la excepción. La extensión verde en homenaje al soldado que en la batalla de Tilisarao defendió con su vida al general Rudecindo Moldes, tenía en un sector un centenario ombú, lugar en que cada tarde media docena de ancianos se ponían a la orden del día con las historias, bajo la sombra de su tupida copa. Eso ocurría por la tarde y absolutamente todos los días. Entre ese grupo de concurrentes se encontraba un personaje único: El Chueco Valdivia. Historiador de la vida, narrador fugitivo, docente sin estudios, un personaje de singular atracción. Amante de la pintura gauchesca, de las historias bien contadas y del fútbol de los pueblos perdidos. Había nacido en la provincia de Río Negro, más precisamente, en la ciudad de Villa Regina, perteneciente al Departamento de General Roca, en la Patagonia Argentina. Desde muy niño repartió su vida entre trabajar en las plantaciones de manzanas y el fútbol. Único hijo de un cacique Tehuelche y de una inmigrante italiana, vivió gran parte de su vida a metros de la Ruta 22 en una finca arrendada por sus padres, que legó una vez fallecidos, y junto a Carmela, su esposa, trabajó hasta que un incendio de magnitud destruyó todo y provocó graves quemaduras, que solo podían ser tratadas en un hospital especializado. Por eso fue su mudanza y la despedida después de sesenta y cinco años de su ciudad natal. Tras la muerte de Carmela y un bajón anímico importante, se recluyó en el cariño del barrio, de sus amigos y por sobre todo de los niños. No había tenido hijos, pero tenía una imperiosa necesidad de transmitir sus experiencias de vida. Por eso, todas las mañanas de todos los días, tomaba su silloncito playero, su termo, su mate y se sentaba bajo la sombra del ombú de la plaza Próspero Villafañe, para rodearse de niños ávidos de conocer sus historias. Las mejores, indudablemente, eran las de fútbol. Según su propia biografía, el reginense había nacido casi en el comienzo del siglo XX. Para un niño, que un anciano de buena verba le cuente sucesos de otro siglo, era como vivir una clase de historia antigua. El Chueco, que realmente se llamaba Roque Severino Valdivia, había formado parte de la fundación del club que amó toda su vida, el Club Atlético Regina. Fue un miércoles 1° de febrero de 1928, cuando junto a un grupo de colonos italianos dieron el puntapié inicial a lo que primero se llamó Club Nacional de Villa Regina y que seis años después, por disposición del gobierno de turno, mutó por el definitivo Club Atlético Regina. Los niños que rodeaban al Chueco escuchaban narraciones del Albo con suma atención; sus historias atrapantes, su fanatismo por el club, su corazón enorme, lo hacían un tipo sumamente querible. Era una imagen repetida, ver al Chueco sentado en su sillón playero rodeado de una cantidad de niños, recordando aquellos grandes equipos que obtuvieron el tricampeonato de 1971, 1972, 1973 y sobre todo el plantel del Regional de 1974 que clasificó al club al Torneo Nacional que se jugó ese mismo año, con nombres que los chicos obviamente no conocían, de un club que ninguno había visto participar en el fútbol grande, pero que habían comenzado a querer como propio. Cada lunes, en el encuentro con el Chueco, bajo la sombra del ombú, los niños traían las noticias de los resultados de la Liga Deportiva Confluencia y más precisamente de Atlético Regina. Felices contaban los autores de los goles y las apostillas del partido. El Chueco Valdivia vivía en una humilde casita premoldeada frente a la plaza, ya que desde la muerte de su esposa se recluyó en el barrio. Su recorrido habitual era de la casa hasta la plaza y viceversa. No importaba si era invierno o verano, y la tristeza se apoderaba del viejo los días de lluvia, en los cuales se lo podía ver en la galería techada de su entrada esperando que cambie el tiempo. Los padres lo amaban, al punto de ayudarlo con comida. Su pasar económico era solvente, no tenía pesares, pero su imagen solitaria hacía pensar en otra cosa. Una vez al mes, cuando volvía de cobrar su jubilación, pasaba por un mayorista de golosinas y gastaba una buena parte de su capital para regalar a los niños. Bajo la sombra del ombú, junto a padres y niños, festejaba dos cosas al año: su cumpleaños y el aniversario de Atlético Regina. Armaban una fiesta con música, globos, guirnaldas y torta. El padre de uno de los niños, que era artista, animaba la fiesta y proveía los equipos, la música y la grabación de los goles. Allí el Chueco, micrófono en mano, repetía la formación de aquel magnífico equipo que debutó frente a Chacarita, en San Martín, venciéndolo por uno a cero en lo que fue la presentación del Albo en el Torneo Nacional. Con voz de relator gritaba a los cuatro vientos: el director técnico, Humberto Di Julio dispuso en el arco a Galant, en el fondo: Correia, Liguori, Coll y Rivero; en el medio: Trullet, Strack y Sánchez; y en el ataque: Franco, Pasini y Flores. Tras la formación venía el grito de gol del relator que repetía: “Pasini, Pasini es el autor del gol” en uno de los tantos goles que se pasaban en la fiesta que, normalmente, terminaba con un baile en la plaza, con el acompañamiento desde su sillón playero de Roque Severino Valdivia, “El Chueco”. Era una fiesta popular que fue creciendo con el tiempo y que tuvo su punto cúlmine en el festejo de los noventa años del viejo Albo. Ese día el festejo trajo una grata sorpresa. Los niños hicieron una gran rifa, recorrieron el barrio y no solo juntaron el dinero para el regalo, sino que con todo lo recaudado mandaron a confeccionar decenas de camisetas blancas con vivos azules, con el escudo en el corazón, símil aquella original de Atlético Regina, con el número noventa en la espalda y la palabra: “Chueco”. Era una marea blanca de niños y grandes que, en un momento, aparecieron juntos en la plaza Próspero Villafañe al grito de: “Soy del Albo, soy…Del Albo soy yo…” Jamás, en todos los años que vivió en el barrio, se vio al Chueco Valdivia tan contento, saltando, cantando y disfrutando hasta altas horas de la noche. Le habían devuelto al viejo todo lo que el viejo les había dado y le habían conseguido, por intermedio del Intendente de Regina, una camiseta original firmada por todos los jugadores. Fue inolvidable aquella manifestación popular de amor y cariño, que solo se repitió con una contrastante tristeza el día del fallecimiento del Chueco, cuya muestra de gratitud fue enorme y el cortejo fúnebre, otra vez con una marea blanca increíble para quienes miraban desde las ventanas y los balcones. El viejo querido partió del mundo rodeado de vecinos, pero su recuerdo no murió, quedó eternamente grabado en el corazón de los niños y en el bronce que, en la plaza Próspero Villafañe, esbozaba: “En homenaje al ‘Chueco’ Roque Severino Valdivia, de los Albos de la sombra del ombú”.
Libro: Con la ilusión en ascenso. Entretiempo (2024).
Hay cosas en la vida que se llevan eternamente, muchas de ellas, impuestas por los padres. Los nombres y apellidos, los familiares, la religión y el club de fútbol, entre tantos ejemplos Es muy raro que dichos mandatos se cambien, más aún, cuando son herencia de los viejos. En los pueblos grandes o ciudades pequeñas, y en algunas ocasiones, los nombres son todo un problema. Por costumbres familiares, por el santoral, por el nombre de un cacique o bien por algún personaje de novela, el niño es castigado con un apelativo para toda la vida. El caso de Sandro, si bien no era extremo, se ubicaba dentro de las variantes de elección compartida. Sandro Diego Armando Ruiz Sotelo era rionegrino y había nacido en la ciudad de General Roca. Hijo único del matrimonio formado por Amalia Sotelo y Felipe Ruiz, ambos roquenses e hinchas desde el primer día del Club Social y Deportivo General Roca, algo que heredó naturalmente Sandro, el sentimiento puro del Naranja y de nadie más. General Roca es una ciudad ubicada en la margen norte del Río Negro, en el Alto Valle; el lugar elegido por los antecesores de ambas parentelas para desarrollar sus vidas. Amalia provenía de una familia hincha y socia del Club Río Negro y los Ruiz eran fanáticos de Italia Unida. Unos meses antes de la fecha de la fundación, directivos de ambas instituciones, sumados a dirigentes de Tiro Federal, sentaron las bases de la fusión y juntos participaron en la fundación, que fue un 1° de septiembre de 1974, ciento cinco años después del nacimiento de la ciudad; adquiriendo como colores para los símbolos, el naranja con vivos azules y como localía, el estadio aportado por Italia Unida, que lleva el nombre de uno de los dirigentes que más hizo por la fusión: Luis Maiolino. Sandro llegó a la familia en 1979, justo con la Selección Argentina campeona juvenil y ahí parte de su nombre. Amalia, y su locura por “Sandro de América”, logró imponerse ante el Diego Armando, “maradoniano”, de Felipe. La vida iba a recordar que ese momento, por lo largo de la conjunción, no encontraba lugar en ningún formulario y que fue obviado en la firma. Cuando creció y preguntó el porqué de lo largo de su nombre, la respuesta de Felipe fue sencilla: “Vos te llamás así porque Diego Armando Maradona es tu padrino”. Ni Amalia, ni el mismo Felipe entendían el motivo de aquella mentira. Había salido de adentro y no había forma de volver atrás. Todo comenzó con una foto, sacada con una vieja Kodak, un frío viernes de septiembre de 1980, por la tarde, cuando Felipe y Amalia, con Sandro en brazos, caminaban por la Avenida 25 de Mayo rumbo al pediatra. Esa noche, la Asociación Atlética Argentinos Juniors visitaba el estadio Luis Maiolino en un partido amistoso frente al Naranja. El Bicho de La Paternal contaba en sus filas con un tal Diego Armando Maradona. Cuando Felipe vio al Pelusa, que paseaba junto otros jugadores, se acercó a saludarlo y a presentarle a Amalia, que cargaba con el pequeño Sandro. Un fotógrafo que merodeaba el plantel de Argentinos Juniors, tomó una foto en el momento que Maradona le daba un beso en la cabecita al niño. Esa foto recorrió los diarios del país, ante la sorpresa de las familias Ruiz y Sotelo, con un título que decía “Sandro, ya tiene padrino”. Allí se generó ese mito que Felipe siguió por muchos años. Sandro fue creciendo con la figura de Diego como padrino, sin saber siquiera que no había sido bautizado. Cada cumpleaños invitaba a “su padrino” y a la postre recibía una carta debajo de la puerta, que prolijamente escribía Felipe, excusándose y enviándole saludos. Así fueron pasando los años y sosteniéndose la mentira.
A la participación en el Nacional ’78, se le sumó la de 1982, en los cuales ambas familias estuvieron presentes; en realidad todos menos Martín, el hermano menor de Amalia, hincha furioso de Argentinos del Norte. El Carcelero y el Depo dirimían el clásico de la ciudad. Pero no era el único partido que Sandro y su familia esperaban. Deportivo Roca y Cipolletti jugaban el duelo más importante del Alto Valle y cada encuentro era un gran peregrinar de unos y otros, de ciudad a ciudad. En la crisis del 2001, Sandro con veintidós años mudó sus sueños a Italia, donde unos años después se recibió de Ingeniero en Sistemas y forjó una familia junto a una bella napolitana. El mito del “ahijado” de Diego siguió normalmente su curso, sabiendo que Nápoles y Maradona eran denominador común en el amor mutuo. La foto con la nota que los diarios replicaron, formaba parte de los adornos que engalanaban una de las paredes del estudio de su casa del “Golfo de Nápoles”, más precisamente en Sorrento. A medida que fue mejorando la situación económica, Sandro comenzó a viajar anualmente a ver a su familia, visitar su ciudad y a reencontrarse con la pasión por Deportivo Roca. Su sentido de pertenencia lo demostraba a diario, vistiendo la camiseta naranja o estando al tanto de las participaciones en los Torneos Federales y semana a semana, por internet, siguiendo las incidencias de la Liga Confluencia. El idioma italiano y sobre todo el dialecto napolitano fueron comprendidos, asumidos y hablados en la nueva familia, que sumó en seis años dos hijas y un hijo. Al sentimiento por la Societá Sportiva Calcio Napoli que, indudablemente, todo napolitano siente, Sandro les inculcó el amor por el Club Social y Deportivo General Roca y, ni hablar, la veneración como napolitanos y argentinos por el jugador más grande de todos los tiempos: Diego Armando Maradona. Las vacaciones del año 2010, no fueron en el Alto Valle; la familia completa decidió ir a ver el Mundial de Sudáfrica. Mucho tiempo antes compraron el paquete turístico para los cinco integrantes y las entradas hasta la final. En uno de los días libres de la Selección Nacional, se encontraron con muchos jugadores, entre ellos con Messi, a quienes sus hijos idolatraban. Buscaron la foto y la consiguieron. Unos metros más atrás el director técnico de la selección, el mismísimo Maradona, caminaba tranquilo charlando con sus colaboradores, y ahí fue cuando Sandro le gritó: ¡Padrinooo…! Diego giró la cabeza y lo miró extrañado. —¿Deportivo Roca, no…? Preguntó, ante la alegría del roquense. —Sí, Diego… Sigue caminando y Sandro le dice: —¿No te acordás de mí, padrino? Diego que se ríe y acota: —Por lo menos me encajaron un ahijado y no un hijo… Sandro se quedó helado y con la mano temblando sacó de su bolsillo la foto del diario y le dijo: —¿No te acordás de esto? Diego que lee el encabezado. —“Sandro ya tiene padrino”. ¿Vos sos el bebé? —Sí, tenía un año. —Sí, me acuerdo, perdimos con Roca dos a uno, una noche de frío. —Sí, mi viejo siempre me cuenta que Graneros hizo los dos goles del Depo. —Claro —interrumpe Diego— y Pedro Pablo Pasculli hizo el nuestro. Mirá vos, qué lindo recuerdo. ¿Me lo regalás…? —Por supuesto, es tuyo, padrino. Maradona se aleja y le pide algo a un colaborador, que sale al trote. Mientras Sandro le contaba sobre la admiración que junto a su padre le tenían desde siempre. —¿Sandro te llamás? Le pregunta Diego. —Sí, mi vieja me puso el primer nombre. —¿Por Roberto Sánchez? —Sí claro, mi mamá me puso el primer nombre y mi viejo los otros.
—¿Y cómo son tus otros nombres? —Sandro Diego Armando Ruiz Sotelo. De la emoción su “padrino” le dio un abrazo que quedó retratado por Ornella, ya no por una máquina Kodak de rollo, sino por una sofisticada cámara digital Diego lo mira y le dice: —Tomá “ahijado” esta es para vos. Y le regaló la celeste y blanca con el diez en la espalda. Instintivamente, Sandro se sacó la “Naranja” y se la obsequió en el mismo momento. —Esta es para vos, Diego. Y Diego no tiene mejor idea que colocársela y decirle: —Vení que nos sacamos una foto. Mientras Ornella sacaba con su máquina, el fotógrafo oficial de la selección lo hacía con la suya. Ahí llegaron los chicos y juntos con Ornella incluida se fotografiaron con el jugador más grande de todos los tiempos Se abrazaron fraternalmente y allí se fue Diego junto a sus colaboradores, luciendo la camiseta naranja del Depo. Sandro quedó feliz, rodeado por su familia, con los ojos llenos de lágrimas y una acongojada emoción. Seguramente, ya no le importaría todo lo que quedaba por vivir en Sudáfrica. Haber visto al diez con la camiseta de Roca era el sueño de todo hincha del Depo. Lucir la celeste y blanca de Maradona, con toda la magia que ello implicaba, debería ser el logro más grande de cualquier hincha de fútbol. Caminaron un rato por Johannesburgo, visitaron lugares turísticos y volvieron a cenar al hotel. Antes de acostarse, en una de las computadoras de la recepción, Sandro les escribió a Amalia y Felipe para contarles la historia vivida. La mañana siguiente, como era previsible, la ciudad de Roca amaneció convulsionada con el título de tapa del periódico, que decía: “Diego Maradona se reencontró en Johannesburgo con su ahijado roquense Sandro Ruiz Sotelo”. Ilustrado con una foto en la que aparecía Sandro vestido con la camiseta oficial de la selección, abrazado a un sonriente Diego Armando Maradona, que lucía la tradicional camiseta naranja, con vivos azules, del Club Social y Deportivo General Roca. Padrino y ahijado. La albiceleste y la naranja. Argentina y el Depo. Diego y Sandro. El amor y el fútbol. Simplemente eso, el fútbol…
Libro: Con la ilusión en ascenso Entretiempo (2014).
Cuando me preguntan cuál es mi lugar en el mundo, siempre respondo “El Coliseo de Valle Grande” sin pensarlo, sin estudiar la respuesta, sólo por el dictado de mi corazón y el legado de mis viejos. Ese sitio signado en mi vida por acumulación de minutos y pasión, era ni más ni menos que el alambrado lateral de la cancha del Club Social y Deportivo Estudiantil de Valle Grande, el equipo más grande del universo, mi club.
Cada domingo luego de las pastas de la vieja, mi lugar en el mundo me esperaba para pasar una tarde de sol, de lluvia, una tarde de fútbol. Ver el partido desde el alambrado quita perspectiva, es verdad, pero te acerca mucho más a los jugadores, al juego, a la pelota y por sobre todo al juez de línea. Tenía a dos de punto: a Juan Carlos López y a Maximiliano Cúneo. Ya me conocían, me saludaban cuando llegaban, sabían de mis puteadas, de mis pedidos; conocían mis gritos y sobre todo admiraban mi pasión. Me había hecho un personaje conocido, ahí junto al alambrado y entre alegrías y tristezas del Estudiantil me manejé siempre igual, con una pasión inusitada que rozaba la locura.
En mi vida particular fuera de la cancha, era un ser tranquilo, muy sereno y sumamente romántico. Hacía tiempo que estaba sólo y sabía que una novia me vendría bien. Pero se cumplía la regla que cuando buscás y necesitás no se acerca nadie. Por eso cuando conocí a Jazmín, me enamoré a primera vista, fue en un barcito del centro cuando unas amigas me presentaron a esa rubia perfecta, que recién se había afincado en el pueblo y provenía de la Capital. Me gustó ni bien la vi, me enamoré ni bien le di un beso y sentí el roce de sus rizos rubios y el perfume de su piel. Simplemente me enamoré.
Muy pocas veces me había sentido así con el corazón flechado, el romanticismo me serenaba. Mis amigos decían que me ponía como un boludo; por eso resultó muy raro lo que me pasó el domingo en el Coliseo, junto al alambrado, en ese lugar que había elegido desde pibe para ver al Estudiantil. Y digo que fue raro, porque pese a mi fanatismo nunca había tenido problemas graves como lo tuve ese día. Se habían dado varias circunstancias, los jueces de líneas eran desconocidos y el que estaba junto a la línea de cal de mi lado era un gringo, alto de ojos claros y una soberbia poco común en el pueblo. El árbitro el conocido y temible Félix Avenamar Iturraspe, árbitro nacional de enorme trayectoria y múltiples clásicos en su lomo. Garantía de imparcialidad.
Jugábamos contra Gimnasia y Tiro de Vladimir Pinto, un pueblo cercano que si bien no era el clásico, era un partido picante. Todo se desarrollaba normalmente y el primer tiempo el rubio juez de línea, del cual no conocía el nombre, marcó el ataque de Gimnasia y lo hizo con solvencia, pero en el segundo tiempo a los veinticinco minutos, cuando el flaco Salsari remató al arco clavándola en un ángulo, el “linesman” levantó el banderín cobrando un offside totalmente inexistente y allí empezó todo.
Comencé a putear al gringo de una forma tal, que dos veces giró la cabeza para mirarme, cosa que respondí con gestos y más insultos. Se había puesto nervioso de tal forma que Félix Avenamar Iturraspe se acercó y algo le murmuró porque me miró y me hizo un gesto de silencio que fue respondido con un repertorio de puteadas. Todo siguió igual, el juez de línea errando en jugadas claves y yo completamente nervioso, insultando, gritando y gesticulando. Tal fue el ida y vuelta con el linesman, que en un momento Félix Avenamar Iturraspe se acercó al alambrado, mi lugar en el mundo y me gritó:
- Si no se calla suspendo el partido
Y cuando lo tuve cerca, a tiro, cometí un grave error, algo que jamás había hecho en mi vida y de lo que me arrepentí en ese mismo instante, le lancé un “gargajo” que pegó de lleno en su rostro. Nunca vi algo igual, se limpió con la remera, salió corriendo y en tres trancos llegó al alambrado, lo subió como un mono y saltó hacia el otro lado. Cuando estábamos frente a frente comenzamos con los golpes que fueron apaciguados por los mismos hinchas que pararon la pelea y alejaron a Félix Avenamar Iturraspe que suspendió el partido a los cuarenta y dos minutos.
Me retiré avergonzado y directamente me fui a casa. Mi reacción no tenía justificación y lo sabía perfectamente. Me di un baño, me metí en la pieza y medité el error. En un pueblo chico todos se sabe y si bien la gente del Estudiantil había aplaudido mi gesto, la suspensión del partido trajo sentimientos encontrados. Ante los hechos acaecidos, nunca recordé que tenía que encontrarme con Jazmín en el centro, por cuanto una hora después el timbre y el llamado de mi vieja me alertaron que Jazmín y una pareja de amigos estaban en la puerta, Ya estaba duchado, así que me cambié y salí. La rubia charlaba en el jardín con mi mamá y mi papá que no se habían enterado todavía de lo ocurrido en “El Coliseo de Valle Grande” En realidad, ninguno de los cinco lo sabía y charlaban del día estupendo y de la futura salida. Saludé a mis viejos, le di un beso a Jazmín y le pedí disculpas.
Fuimos los cuatro a la Parque Independencia y luego al cine. Al finalizar la película, fuimos a tomar algo y luego a acompañar a las chicas a sus respectivas casas. Cuando llegamos al chalecito de Jazmín, en la parte residencial del pueblo y en el momento que la iba a saludar con un cálido beso, la puerta se abrió apareciendo la madre en escena. Me presenté educadamente ante su mamá, una mujer muy bella de similares características a su hija, saludo que devolvió afectuosamente con una invitación a pasar a tomar un cafecito. Obviamente, no tuve alternativa, Jazmín me gustaba mucho y el amor todo lo puede.
Ingresamos a la casa, muy bien ambientada, con muy buen gusto y mucho dinero invertido. Pasamos a un gran patio trasero lleno de plantas y flores, con una hermosa pileta y un quincho admirable. Nos sentamos junto a una mesa de hierro forjado y vidrio, mientras la madre preparaba el café. A los pocos minutos se acercó a saludar la hermana de Jazmín, tan bella como la madre y la hija. La simpática rubia llamada Tatiana, dos años menor que Jazmín y muy parecida, con una simpatía plena se sentó con nosotros y se puso a charlar:
- ¿Papá está?
- Sí contestó Tatiana, se esta bañando. Parece que hoy no tuvo un buen día.
Instantáneamente Jazmín se levantó y fue hacia el interior de la casa.
- Ahí fue a ver a papá, ella es la única que lo calma cuando no tiene un buen día. Es su preferida.
Contaba Tatiana los pormenores de amor y preferencia entre padre e hija. Minutos después aparecía la mamá con una bandeja con los cafecitos y unas facturas.
- ¿Y Jazmín? Preguntó la madre
- Fue a buscar a papá, seguramente ya viene.
Y mientras esperábamos a la otra parte de la familia seguimos charlando, cuando un ratito después salió de la casa Jazmín que al pasar me dio un dulce beso, ante la cara de alegría de su madre y su hermana. Al mismo tiempo que hacía su aparición en el patio trasero que daba al garaje, donde estaba estacionada una cuatro por cuatro de poco uso, el padre de Jazmín, ante mi sorpresa y su cara que se desfiguró inmediatamente. Félix Avenamar Iturraspe era el padre de Jazmín, esa rubia divina de la que me había enamorado perdidamente.
Un amor fugaz que apenas duró un poquito más que lo que tardé en levantarme y encarar una loca carrera para saltar el portón de garaje, ante los manotazos que me tiraba el árbitro.
El amor anhelado, el terror real, y un hermoso viaje por el Alto Valle de Río Negro y Neuquén en la literatura de Eduardo Quintana. Emitido en vivo el martes 20 de agosto de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Cuentos, relatos, y evocaciones de criminales, en la literatura y en la cárcel del Fin del Mundo. Emitido en vivo el martes 13 de julio de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Inspiradora desde el talento, la energía y la docencia. Cumplidora de sueños que no llegó a soñar. Se perdió una parte de la nota en la que Roma desarrolló que no ve incoherencia entre recibirse en una escuela técnica y ser artista, todo suma a la creatividad.
Detrás de sus lentes cósmicos, Ray Bradbury parpadea. Y después de parpadear, carraspea. Y después de carraspear, dice:
-Yo escribí «La mujer ilustrada» para que lo leyera Alejandro Apo.
Apo no lo oye. Apo está encendiendo la voz. La voz, claro, siempre, un manjar en los tímpanos esa voz que es sinónimo de la radio. Apo enciende la voz en la radio para pronunciar cuentos o para pronunciar fútbol o para pronunciar historias pequeñas y mayúsculas que provocan un efecto tan extraordinario como necesario: quien recibe a esa voz encendida, más lejos o más cerca, se siente mejor.
Apo no oye a Bradbury, pero el que lo oye es el Negro Fontanarrosa. Y el Negro Fontanarrosa, que tiene encumbrado a Apo en su rosarineidad más cariñosa, contesta:
-Usted no me lo va a creer, míster Bradbury, pero andamos a mano. Se lo confieso: yo escribí «Los heraldos negros» para que lo leyera Apo.
No oye Apo. No oye aunque es un escuchador más que amable y más que generoso de las miles de personas que lo admiran, que lo registran, que lo sienten propio, que lo quieren. Medio siglo haciendo eso Apo. De nuevo: medio siglo haciendo eso Apo. De nuevo: medio siglo haciendo eso. Habría que reiterarlo en cincuenta ocasiones para honrar al medio siglo y para honrar a Apo. Y a eso que hace Apo: encender la voz para que la existencia cotidiana sea más cálida, más rica, más buena, más profunda. Pero no oye ahora, justo ahora, porque, durante ese medio siglo, Apo interpretó en cada día y ejerció en cada día el compromiso de concentrarse en el trabajo y en la pasión. Y hacer esa tarea, encender la voz para que su encendido desate luces y fuegos, exige no distraerse en lo colateral, exige un respeto invulnerable hacia los seres humanos que laten del otro lado de la radio, los seres humanos que completan a Apo porque si algo conoce Apo, entre todo lo que conoce, es que la radio no funciona a causa de un solo lado. Domina como un mandamiento Apo, tal cual le vio a su viejo – a quien rebautiza «el verdadero Apo»- y tal cual lo instruyó el maestro Mario Trucco -a quien reconoce como su «segundo papá»-, que la radio es lo que es porque hay otras y hay otros con quienes se viaja en un itinerario de ida y de vuelta, de vuelta y de ida. Entonces, Apo, que ama las letras de Bradbury y las imaginerías del Negro Fontanarrosa, no los oye en este instante porque, en cada instante del medio siglo que lleva eslabonando oraciones en la radio con la voz encendida, entrega, más que a pleno, el cuerpo grandote, y el paladar afinado y grave, y el silencio, y las pausas, y las ideas a su condición de laburante convencido y entusiasmado. Un laburante convencido y entusiasmado medio siglo antes. Un laburante convencido y entusiasmado medio siglo después.
Pero Caniggia, Claudio, el Pájaro, sí recibe, muy atento, las confidencias de Bradbury y de Fontanarrosa. Y, audaz como cuando aceleraba más que los vientos sobre todos los pastos, suscribe:
-Estoy en la misma, muchachos. Igualito que usted, Bradbury. Igualito que vos, Fontanarrosa. Jugué al fútbol para que un día, en un partido bien mundialista y bastante más que chivo contra Brasil y en Italia, Apo avisara que yo, sí justo yo, una iba a tener. Soltó algo así o más o menos así, Apo, aunque, cuando lo soltó, parecía un milagro o dos milagros juntos. Y tuve una, una que fue gol y ganamos, que era importante. Aunque para mí, se los juro, lo importante era lo mismo que les importaba a tantos jugadores de fútbol como yo: pisar el césped, hacer lo máximo posible y que Apo, en alguna cabina, donde fuera, pronunciara nuestro apellido y hasta asegurara que jugábamos bien.
Sin embargo, Apo, nada. Persiste en otra cosa. Construye radio, desmenuza fútbol, encandila gentes. Medio siglo así. Otra vez, otra vez: convencido y entusiasmado. Así que desparrama una memoria del Feo Labruna en algún rincón futbolero, repone una anécdota bella de Carlitos Bianchi en vaya a saber qué copa, encadena las huellas de los grandes de la radiofonía argentina y cataloga sus sustantivos preferidos, sus entrevistas más gravitantes, sus cadencias para acurrucar al lenguaje y acariciarlo. O no: o lo que despliega Apo es un acontecimiento anterior a su medio siglo de radio pero justificador de su medio siglo de radio. Porque Apo reivindica que la raíz del medio siglo habita en las sobremesas de su familia de origen, en Dorita, su mami, invitando a cada miembro de la tribu a sugerir una buena lectura, en la misma Dorita, siempre mami, educando en el arte de leer para los adentros más hondos y para los afueras más queribles, esos afueras que explican que la existencia es un acto que requiere compartirse del modo en que, con las amistades y con la oyentada, suele compartir Apo.
Apo les detalla a sus audiencias por qué «El corazón delator», de Edgar Allan Poe, es un cuento como ninguno y, de inmediato, como si lo citaran Bradbury, Fontanarrosa y Caniggia, brota Poe y revela que enhebró esa maravilla apenas con el propósito de que, en un día futuro, Apo le pusiera la garganta. Apo les transparenta a esas audiencias que nadie hizo de la radio un instrumento tan sonoro como el peruano Hugo Guerrero Marthineitz y, enseguida, Guerrero Marthineitz carcajea desde alguna parte y trasluce que está enterado de que Apo era el único de los pibes oyentes de su programa «El show del minuto» que entregaba las orejas desde el saludo inicial con «Hola, hola, camarón con cola» hasta la despedida de «Hasta mañana, si Dios y los omnibuses lo permiten». Apo les vuelca a esas mismas audiencias una conversación con Bochini, otra con el Bocha Maschio, otra más con Pedro González y otra y otra y otra, luego de lo cual esos talentos asumen lo lindo de ser futbolistas no olvidados porque todos se ilusionaron con no ser olvidados y Apo los rescata de cualquier vecindad con el olvido.
-Yo también, yo también -afirma, dicción impecable, Víctor Hugo, alguien hermanado con Bradbury, con Fontanarrosa, con Caniggia, con todos los demás. Y se explaya: «Qué formidable ser relator y tener al lado, como analista, a alguien como Alejandro Apo. Seguro que quise relatar para que me ocurriera eso».
Muy metido en la lectura, por ejemplo, de «La música de los domingos», de Liliana Heker, o en la de «Réquiem de Marcial Palma», de Abelardo Castillo, o en la de «Esperándolo a Tito», de Eduardo Sacheri, Apo ni se frena por semejante elogio de semejante relator. A lo sumo, como orgullo de la profesión que tan bien desarrolla, enuncia que el más brillante de los comentaristas que acompañaron a la brillantez de Víctor Hugo fue Néstor Ibarra. Y nada más porque, en este momento, transcurre el entretiempo de un partido cualquiera y Apo disecciona vaivenes, se compenetra en la riqueza inatrapable del fútbol y edifica un parlamento tan poético como barrial en el que quedan sintetizados los sucesos de la cancha, desde luego, con la voz encendida, encendida en la temperatura exacta.
-¿Y yo?
Ese eco faltaba. Faltaba pero ya no. Retumba: Diego
-Eh, Bradbury, Negrito, Cani, Víctor Hugo, yo soy del club de ustedes. No me dejen afuera que me caliento. ¿Saben quién soy yo? Saben, sí que saben: «El inventor de la pelota». Apo me puso esa medalla, Apo lo dijo. ¿Quién no se hubiera vuelto Maradona si le anticipaban que un periodista así, que una voz así, que un tipo así, te iba a llamar de ese modo? Yo jugué por muchos motivos, pero ese que me dio Apo, es enorme. «El inventor de la pelota…» Y después creen que el crack soy yo…
En lo suyo, con un amor por Diego que incluye y excede eso de «El inventor de la pelota», Apo persevera en su labor. Ahora, eternamente ahora. Larga tres consideraciones excelsas sobre Messi, susurra una metáfora para evocar las atajadas del Pato Fillol, introduce su recuerdo para el hallazgo del periodismo deportivo que le representaron los relatos que nunca envejecen de Fioravanti o de Félix de Alcázar. Y, luego, deja correr la voz, la voz invariablemente encendida, que desgrana capítulo a capítulo de «Pedro Páramo», del mexicano Juan Rulfo, o de «La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile», del colombiano Gabriel García Márquez. Cuando acaba, en los teléfonos de la radio se articulan los mensajes de ciegos a los que Apo les permite ver un libro, de señores que admiten que Apo los condujo a llorar, de señoras que susurran que Apo las encaminó rumbo a un descubrimiento que ya no podrán extraviar.
Bradbury y Maradona, emocionados, se permitan volar con cada palabra. Y se abrazan. Se abrazan entre ellos y con los otros y con las otras. Y, también, con tanto y con tantísimo oído anónimo que, a través del tiempo, se regaló reflexiones y encantos gracias a esa voz encendida. Apo, la radio. Apo, el fútbol. Apo, un recorrido. Apo, lo que fue. Apo, lo que viene. Apo, que sigue y sigue engalanando al aire y a la Tierra. Como durante medio siglo. Como toda la vida.
Cuentos, evocaciones y relatos en homenaje a los 50 años de radio de Alejandro Apo. Emitido en vivo el martes 6 de agosto de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Lecturas
Me van a tener que disculpar (de Eduardo Sacheri por Alejandro Apo)
Hace veinte años, Paula era la vecina de la otra cuadra a la que nadie se animaba a saludar, pero de ella todo el mundo hablaba. Tenía todo: era linda, inteligente, parecía ser buena mina y, encima, era fanática de Cipo. Aquellos eran simplemente otros tiempos, otras rutinas, donde la principal preocupación de nuestras vidas pasaba por comprobar que nadie quería ir al arco, o que habia que pagar con los ahorros la pelota en el caso de pincharla. Yo era uno de los pocos que la saludaba porque era amigo de Carlos, su hermano mayor, y casi siempre el padre de ambos nos llevaba a la cancha en la caja de una camioneta Ford F100 viejísima que todavía tiene.
La cuestión es que a fines de mayo del 97, Cipo recibía a San Martín de Tucumán, y si ganaba clasificaba para jugar el octogonal por el segundo ascenso Primera División. Era un partido sin duda trascendental que nadie quería perderse. Por esa razón, el día anterior me acerqué hasta su casa con la intención de ultimar detalles, pero, al entrar, el ambiente tenso y dramático que allí se respiraba me sorprendió. Como ningún adulto responsable la iba a poder acompañar, Paula se hallaba gritando al borde de las lágrimas porque no la dejaban ir sola a ver el partido. Sucedía que Carlos estaba castigado por desaprobar un par de materias, y Jorge, su padre, no iba a poder asistir porque tenía una reunión importante en Zapala con un gerente de la empresa en la que trabajaba. No obstante, cuando ella me vio ingresando al living, cambió su semblante por completo, y me señaló con el dedo como a quien lo encuentran robando algo:
-Voy con él -dijo.
Jorge me miró de arriba abajo varias veces, y como no emitía respuesta, a los pocos segundos Paula insistió;
-Dale Pa, me lo merezco, yo siempre traigo buenas notas.
-Bueno, está bien -expresó ofuscado-. Pero no se metan en quilombos.
Traté de sonar maduro:
-Si Jorge, por supuesto, vamos a ir lejos de la hinchada- contesté sin pensar mucho lo que estaba diciendo, porque casi sin quererlo, había conseguido una especie de cita con la mujer con la que todos soñaban.
Como ella almorzaba en lo de su abuela, habíamos decidido encontrarnos una hora antes del partido en la Shell que por ese entonces estaba en la esquina de Yrigoyen y Mengelle. Ella llegó un poco más tarde de la hora pactada. Vestía un jean, una campera abrigada, y un gorrito con lanas blancas y negras a los costados que le quedaba hermoso. Yo la saludé con un tímido beso pero ella respondió con un fuerte abrazo y una sonrisa que en mi corazón fue como un gol. Sacamos las entradas para la popular detrás del arco, y entramos a paso lento por el pasaje Kleppe, a ritmo de cánticos de aliento.
Ya dentro del estadio subimos las escalinatas corriendo como dos niños que todavía éramos, y nos situamos a media altura, a la izquierda del arco. Las nubes cubrían el Alto Valle y de a ratos lloviznaba. Cipo ya había salido al campo de juego a hacer el calentamiento previo. Recuerdo que Paula buscaba al Bachi lachetti, su amor imposible de esa época, y yo no pude evitar en ese momento un sentimiento de envidia por el delantero cipoleño. A los pocos minutos la voz del estadio presentó al equipo, y las gradas, ya colmadas, explotaron sobre todo cuando el locutor nombró a Pablo Parra y al Ruso Homann.
Cuando empezó el partido, ella pareció dejar su lado femenino en el vestuario y empezó a gritar como un barrabrava más. Cipo tuvo dos muy claras en el primer tiempo, una en los pies del Bachi, que tapó el arquero, y otra en los del Ruso, que se fue desviado por arriba. Los tucumanos también tuvieron lo suyo, y en una escapada letal pudieron abrir el marcador, pero Gastón González tapó el mano a mano de manera alucinante.
En el entretiempo su femineidad volvió, pero no dejaba de insultar:
-No puede ser que no le ganemos a estos putos -decía, y golpeaba el cemento de la tribuna para expresar su bronca-. El arquero de ellos está teniendo un culo bárbaro.
Le sugerí que nos sentáramos para descansar un poco y nos acurrucamos para mitigar el frío. Compramos garrapiñada y comenzamos a entretenernos con un hincha cercano, un hombre de unos setenta años que, visiblemente alcoholizado comenzó a repartir improperios contra los jugadores, dirigentes e hinchas, sin distinción alguna.
En el complemento Cipo salió con todo. Antes de los 15' Parra quedó solo contra el arquero en la medialuna del área; el Chala definió con un bello sombrero, pero la pelota se estrelló en el travesaño. A los pocos minutos, un cabezazo del Bachi dio en el palo. Paula no dejaba de putear:
-No puede ser loco, no quiere entrar.
Hasta que a los 30' llegó lo que parecía el colmo. En un ataque aislado de los tucumanos, Colombo entró sin marca al área y definió tranquilo sobre el palo izquierdo de González. Uno a cero abajo y parecía que se veía la noche. Ahí yo me senté porque no lo podia creer, y por primera vez en toda la tarde, la idea de la eliminación comenzó a rondar por mi cabeza. Comencé a imaginar mis domingos más tristes, por meses hasta que empezara el nuevo campeonato.
Pero a 5' del final, Cornejo se escapó por la derecha, y a medio metro del área se zambulló en la misma y el árbitro Madorrán no dudó en cobrar penal. ¿Había sido? No había tiempo para discutir. El Chala Parra le pegó de arrastrón pero la pelota entró igual ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! Entre los gritos busqué a Paula para abrazarla y la vi arrodillada, con manos en señal de rezo, como pidiendo un deseo, entonces yo me uní a su pedido y le juré a un Dios en el que no creía que si Cipo metía un gol más, yo renunciaba al amor de ella para siempre. No me importaba nada. Quería el gol. Alrededor todos cantaban. No era algo al unísono, todo era un descontrol y un griterío infernal. Faltaba uno más.
Y yo no sé si fueron las promesas o qué, pero a la jugada siguiente, luego de un centro pasado, Diego Landeiro se tiró en el área y Madorrán nuevamente pitó la pena máxima. Entre las quejas de los jugadores tucumanos, otra vez el Chala acomodó el balón a doce pasos y se dispuso a enfrentar al portero. Y cuando la red se movió por el disparo de Pablito, un disparo fortísimo que el arquero alcanzó a tocar, ahí se vino el mundo abajo. Me importó un bledo perder el amor de Paula. Grité el gol como nunca. Roberto Perfumo decía que los goles de penal no se festejan, pero tenías que estar ahí mi querido Mariscal, con toda esa gente y esa euforia. Y después de gritar el gol como un desquiciado, la busqué a Paula, que me esperaba con los brazos abiertos, la abracé, y juntos abrazamos a una señora que había estado todo el tiempo quieta como una estatua y que ahora gritaba desaforada. Y al viejo que se la había pasado criticando todo el partido, lo fuimos a buscar y por supuesto que también lo abrazamos. Al minuto llegó el tercero, pero fue anulado por una supuesta posición adelantada. Nada importaba. ¡Íbamos a jugar el octogonal para ascender a la Primera División! La Visera era una fiesta como pocas veces yo lo había visto.
Años después, en un cotejo menos trascendental y con Cipo en una categoría menor, me reencontré con ella en la tribuna del pasaje Kleppe, y nos pusimos a rememorar ese partido, Habíamos acordado no contarnos las promesas realizadas, pero esa vez no me pude contener y le conté cual había sido mi juramento aquel dia. Ella respondió a carcajadas. Yo aproveché la risa para preguntarle qué era lo que había prometido.
-Di mi palabra de que si el árbitro cobraba un penal más a mi hijo le iba a poner el nombre de él- me dijo, y sonrió de una manera hermosa como cuando tenía quince.
-¿Le vas a poner a tu futuro hijo el nombre de un árbitro? -volví a preguntar, incrédulo.
-Obvio. Las promesas se cumplen -respondió.
Y ahí nomás yo le prometí que algún día escribiría un cuento para cuando su hijo le preguntara por qué lo había llamado Fabián.
Libro: Fuerte al Medio (2019) / La última hija de la margarita (2020).