Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Si alguien dice que va a tomar mate bajo la sombra de una “Phytolacca dioica”, lo mirarías con cara de asombro por no entender absolutamente dónde se ubica esa sombra y si dice que te espera bajo la frondosa planta herbácea “Phytolaccaceae”, estimarías su locura como de alto riesgo. Ahora, si te invitan a sentarte bajo la espesa copa de un ombú, sabrás que te hablan del árbol enorme de un parque. El otrora entretenimiento, ideal para los niños de familias de bajos recursos, se encontraba en la mayoría de las plazas, mejorando el panorama rupestre con la densidad de su copa y sus enormes raíces utilizadas por los niños para trepar. La plaza Próspero Villafañe no era la excepción. La extensión verde en homenaje al soldado que en la batalla de Tilisarao defendió con su vida al general Rudecindo Moldes, tenía en un sector un centenario ombú, lugar en que cada tarde media docena de ancianos se ponían a la orden del día con las historias, bajo la sombra de su tupida copa. Eso ocurría por la tarde y absolutamente todos los días. Entre ese grupo de concurrentes se encontraba un personaje único: El Chueco Valdivia. Historiador de la vida, narrador fugitivo, docente sin estudios, un personaje de singular atracción. Amante de la pintura gauchesca, de las historias bien contadas y del fútbol de los pueblos perdidos. Había nacido en la provincia de Río Negro, más precisamente, en la ciudad de Villa Regina, perteneciente al Departamento de General Roca, en la Patagonia Argentina. Desde muy niño repartió su vida entre trabajar en las plantaciones de manzanas y el fútbol. Único hijo de un cacique Tehuelche y de una inmigrante italiana, vivió gran parte de su vida a metros de la Ruta 22 en una finca arrendada por sus padres, que legó una vez fallecidos, y junto a Carmela, su esposa, trabajó hasta que un incendio de magnitud destruyó todo y provocó graves quemaduras, que solo podían ser tratadas en un hospital especializado. Por eso fue su mudanza y la despedida después de sesenta y cinco años de su ciudad natal. Tras la muerte de Carmela y un bajón anímico importante, se recluyó en el cariño del barrio, de sus amigos y por sobre todo de los niños. No había tenido hijos, pero tenía una imperiosa necesidad de transmitir sus experiencias de vida. Por eso, todas las mañanas de todos los días, tomaba su silloncito playero, su termo, su mate y se sentaba bajo la sombra del ombú de la plaza Próspero Villafañe, para rodearse de niños ávidos de conocer sus historias. Las mejores, indudablemente, eran las de fútbol. Según su propia biografía, el reginense había nacido casi en el comienzo del siglo XX. Para un niño, que un anciano de buena verba le cuente sucesos de otro siglo, era como vivir una clase de historia antigua. El Chueco, que realmente se llamaba Roque Severino Valdivia, había formado parte de la fundación del club que amó toda su vida, el Club Atlético Regina. Fue un miércoles 1° de febrero de 1928, cuando junto a un grupo de colonos italianos dieron el puntapié inicial a lo que primero se llamó Club Nacional de Villa Regina y que seis años después, por disposición del gobierno de turno, mutó por el definitivo Club Atlético Regina. Los niños que rodeaban al Chueco escuchaban narraciones del Albo con suma atención; sus historias atrapantes, su fanatismo por el club, su corazón enorme, lo hacían un tipo sumamente querible. Era una imagen repetida, ver al Chueco sentado en su sillón playero rodeado de una cantidad de niños, recordando aquellos grandes equipos que obtuvieron el tricampeonato de 1971, 1972, 1973 y sobre todo el plantel del Regional de 1974 que clasificó al club al Torneo Nacional que se jugó ese mismo año, con nombres que los chicos obviamente no conocían, de un club que ninguno había visto participar en el fútbol grande, pero que habían comenzado a querer como propio. Cada lunes, en el encuentro con el Chueco, bajo la sombra del ombú, los niños traían las noticias de los resultados de la Liga Deportiva Confluencia y más precisamente de Atlético Regina. Felices contaban los autores de los goles y las apostillas del partido. El Chueco Valdivia vivía en una humilde casita premoldeada frente a la plaza, ya que desde la muerte de su esposa se recluyó en el barrio. Su recorrido habitual era de la casa hasta la plaza y viceversa. No importaba si era invierno o verano, y la tristeza se apoderaba del viejo los días de lluvia, en los cuales se lo podía ver en la galería techada de su entrada esperando que cambie el tiempo. Los padres lo amaban, al punto de ayudarlo con comida. Su pasar económico era solvente, no tenía pesares, pero su imagen solitaria hacía pensar en otra cosa. Una vez al mes, cuando volvía de cobrar su jubilación, pasaba por un mayorista de golosinas y gastaba una buena parte de su capital para regalar a los niños. Bajo la sombra del ombú, junto a padres y niños, festejaba dos cosas al año: su cumpleaños y el aniversario de Atlético Regina. Armaban una fiesta con música, globos, guirnaldas y torta. El padre de uno de los niños, que era artista, animaba la fiesta y proveía los equipos, la música y la grabación de los goles. Allí el Chueco, micrófono en mano, repetía la formación de aquel magnífico equipo que debutó frente a Chacarita, en San Martín, venciéndolo por uno a cero en lo que fue la presentación del Albo en el Torneo Nacional. Con voz de relator gritaba a los cuatro vientos: el director técnico, Humberto Di Julio dispuso en el arco a Galant, en el fondo: Correia, Liguori, Coll y Rivero; en el medio: Trullet, Strack y Sánchez; y en el ataque: Franco, Pasini y Flores. Tras la formación venía el grito de gol del relator que repetía: “Pasini, Pasini es el autor del gol” en uno de los tantos goles que se pasaban en la fiesta que, normalmente, terminaba con un baile en la plaza, con el acompañamiento desde su sillón playero de Roque Severino Valdivia, “El Chueco”. Era una fiesta popular que fue creciendo con el tiempo y que tuvo su punto cúlmine en el festejo de los noventa años del viejo Albo. Ese día el festejo trajo una grata sorpresa. Los niños hicieron una gran rifa, recorrieron el barrio y no solo juntaron el dinero para el regalo, sino que con todo lo recaudado mandaron a confeccionar decenas de camisetas blancas con vivos azules, con el escudo en el corazón, símil aquella original de Atlético Regina, con el número noventa en la espalda y la palabra: “Chueco”. Era una marea blanca de niños y grandes que, en un momento, aparecieron juntos en la plaza Próspero Villafañe al grito de: “Soy del Albo, soy…Del Albo soy yo…” Jamás, en todos los años que vivió en el barrio, se vio al Chueco Valdivia tan contento, saltando, cantando y disfrutando hasta altas horas de la noche. Le habían devuelto al viejo todo lo que el viejo les había dado y le habían conseguido, por intermedio del Intendente de Regina, una camiseta original firmada por todos los jugadores. Fue inolvidable aquella manifestación popular de amor y cariño, que solo se repitió con una contrastante tristeza el día del fallecimiento del Chueco, cuya muestra de gratitud fue enorme y el cortejo fúnebre, otra vez con una marea blanca increíble para quienes miraban desde las ventanas y los balcones. El viejo querido partió del mundo rodeado de vecinos, pero su recuerdo no murió, quedó eternamente grabado en el corazón de los niños y en el bronce que, en la plaza Próspero Villafañe, esbozaba: “En homenaje al ‘Chueco’ Roque Severino Valdivia, de los Albos de la sombra del ombú”.
Libro: Con la ilusión en ascenso. Entretiempo (2024).
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