miércoles, 21 de agosto de 2024

Un amor y nada más - Cuento de Eduardo Quintana


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Cuando me preguntan cuál es mi lugar en el mundo, siempre respondo “El Coliseo de Valle Grande” sin pensarlo, sin estudiar la respuesta, sólo por el dictado de mi corazón y el legado de mis viejos. Ese sitio signado en mi vida por acumulación de minutos y pasión, era ni más ni menos que el alambrado lateral de la cancha del Club Social y Deportivo Estudiantil de Valle Grande, el equipo más grande del universo, mi club.

Cada domingo luego de las pastas de la vieja, mi lugar en el mundo me esperaba para pasar una tarde de sol, de lluvia, una tarde de fútbol. Ver el partido desde el alambrado quita perspectiva, es verdad, pero te acerca mucho más a los jugadores, al juego, a la pelota y por sobre todo al juez de línea. Tenía a dos de punto: a Juan Carlos López y a Maximiliano Cúneo. Ya me conocían, me saludaban cuando llegaban, sabían de mis puteadas, de mis pedidos; conocían mis gritos y sobre todo admiraban mi pasión. Me había hecho un personaje conocido, ahí junto al alambrado y entre alegrías y tristezas del Estudiantil me manejé siempre igual, con una pasión inusitada que rozaba la locura.

En mi vida particular fuera de la cancha, era un ser tranquilo, muy sereno y sumamente romántico. Hacía tiempo que estaba sólo y sabía que una novia me vendría bien. Pero se cumplía la regla que cuando buscás y necesitás no se acerca nadie. Por eso cuando conocí a Jazmín, me enamoré a primera vista, fue en un barcito del centro cuando unas amigas me presentaron a esa rubia perfecta, que recién se había afincado en el pueblo y provenía de la Capital. Me gustó ni bien la vi, me enamoré ni bien le di un beso y sentí el roce de sus rizos rubios y el perfume de su piel. Simplemente me enamoré.

Muy pocas veces me había sentido así con el corazón flechado, el romanticismo me serenaba. Mis amigos decían que me ponía como un boludo; por eso resultó muy raro lo que me pasó el domingo en el Coliseo, junto al alambrado, en ese lugar que había elegido desde pibe para ver al Estudiantil. Y digo que fue raro, porque pese a mi fanatismo nunca había tenido problemas graves como lo tuve ese día. Se habían dado varias circunstancias, los jueces de líneas eran desconocidos y el que estaba junto a la línea de cal de mi lado era un gringo, alto de ojos claros y una soberbia poco común en el pueblo. El árbitro el conocido y temible Félix Avenamar Iturraspe, árbitro nacional de enorme trayectoria y múltiples clásicos en su lomo. Garantía de imparcialidad.

Jugábamos contra Gimnasia y Tiro de Vladimir Pinto, un pueblo cercano que si bien no era el clásico, era un partido picante. Todo se desarrollaba normalmente y el primer tiempo el rubio juez de línea, del cual no conocía el nombre, marcó el ataque de Gimnasia y lo hizo con solvencia, pero en el segundo tiempo a los veinticinco minutos, cuando el flaco Salsari remató al arco clavándola en un ángulo, el “linesman” levantó el banderín cobrando un offside totalmente inexistente y allí empezó todo.

Comencé a putear al gringo de una forma tal, que dos veces giró la cabeza para mirarme, cosa que respondí con gestos y más insultos. Se había puesto nervioso de tal forma que Félix Avenamar Iturraspe se acercó y algo le murmuró porque me miró y me hizo un gesto de silencio que fue respondido con un repertorio de puteadas. Todo siguió igual, el juez de línea errando en jugadas claves y yo completamente nervioso, insultando, gritando y gesticulando. Tal fue el ida y vuelta con el linesman, que en un momento Félix Avenamar Iturraspe se acercó al alambrado, mi lugar en el mundo y me gritó:

-       Si no se calla suspendo el partido

Y cuando lo tuve cerca, a tiro, cometí un grave error, algo que jamás había hecho en mi vida y de lo que me arrepentí en ese mismo instante, le lancé un “gargajo” que pegó de lleno en su rostro. Nunca vi algo igual, se limpió con la remera, salió corriendo y en tres trancos llegó al alambrado, lo subió como un mono y saltó hacia el otro lado. Cuando estábamos frente a frente comenzamos con los golpes que fueron apaciguados por los mismos hinchas que pararon la pelea y alejaron a Félix Avenamar Iturraspe que suspendió el partido a los cuarenta y dos minutos.

Me retiré avergonzado y directamente me fui a casa. Mi reacción no tenía justificación y lo sabía perfectamente. Me di un baño, me metí en la pieza y medité el error. En un pueblo chico todos se sabe y si bien la gente del Estudiantil había aplaudido mi gesto, la suspensión del partido trajo sentimientos encontrados. Ante los hechos acaecidos, nunca recordé que tenía que encontrarme con Jazmín en el centro, por cuanto una hora después el timbre y el llamado de mi vieja me alertaron que Jazmín y una pareja de amigos estaban en la puerta, Ya estaba duchado, así que me cambié y salí. La rubia charlaba en el jardín con mi mamá y mi papá que no se habían enterado todavía de lo ocurrido en “El Coliseo de Valle Grande” En realidad, ninguno de los cinco lo sabía y charlaban del día estupendo y de la futura salida. Saludé a mis viejos, le di un beso a Jazmín y le pedí disculpas.

Fuimos los cuatro a la Parque Independencia y luego al cine. Al finalizar la película, fuimos a tomar algo y luego a acompañar a las chicas a sus respectivas casas. Cuando llegamos al chalecito de Jazmín, en la parte residencial del pueblo y en el momento que la iba a saludar con un cálido beso, la puerta se abrió apareciendo la madre en escena. Me presenté educadamente ante su mamá, una mujer muy bella de similares características a su hija, saludo que devolvió afectuosamente con una invitación a pasar a tomar un cafecito. Obviamente, no tuve alternativa, Jazmín me gustaba mucho y el amor todo lo puede.

Ingresamos a la casa, muy bien ambientada, con muy buen gusto y mucho dinero invertido. Pasamos a un gran patio trasero lleno de plantas y flores, con una hermosa pileta y un quincho admirable. Nos sentamos junto a una mesa de hierro forjado y vidrio, mientras la madre preparaba el café. A los pocos minutos se acercó a saludar la hermana de Jazmín, tan bella como la madre y la hija. La simpática rubia llamada Tatiana, dos años menor que Jazmín y muy parecida, con una simpatía plena se sentó con nosotros y se puso a charlar:

-       ¿Papá está?

-       Sí contestó Tatiana, se esta bañando. Parece que hoy no tuvo un buen día.

Instantáneamente Jazmín se levantó y fue hacia el interior de la casa.

-       Ahí fue a ver a papá, ella es la única que lo calma cuando no tiene un buen día. Es su preferida.

Contaba Tatiana los pormenores de amor y preferencia entre padre e hija. Minutos después aparecía la mamá con una bandeja con los cafecitos y unas facturas.

-       ¿Y Jazmín? Preguntó la madre

-       Fue a buscar a papá, seguramente ya viene.

Y mientras esperábamos a la otra parte de la familia seguimos charlando, cuando un ratito después salió de la casa Jazmín que al pasar me dio un dulce beso, ante la cara de alegría de su madre y su hermana. Al mismo tiempo que hacía su aparición en el patio trasero que daba al garaje, donde estaba estacionada una cuatro por cuatro de poco uso, el padre de Jazmín, ante mi sorpresa y su cara que se desfiguró inmediatamente. Félix Avenamar Iturraspe era el padre de Jazmín, esa rubia divina de la que me había enamorado perdidamente.

Un amor fugaz que apenas duró un poquito más que lo que tardé en levantarme y encarar una loca carrera para saltar el portón de garaje, ante los manotazos que me tiraba el árbitro.

Un amor fugaz y nada más…

Libro: Corazón futbolero y otros cuentos (2020).

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