Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Hace veinte años, Paula era la vecina de la otra cuadra a la que nadie se animaba a saludar, pero de ella todo el mundo hablaba. Tenía todo: era linda, inteligente, parecía ser buena mina y, encima, era fanática de Cipo. Aquellos eran simplemente otros tiempos, otras rutinas, donde la principal preocupación de nuestras vidas pasaba por comprobar que nadie quería ir al arco, o que habia que pagar con los ahorros la pelota en el caso de pincharla. Yo era uno de los pocos que la saludaba porque era amigo de Carlos, su hermano mayor, y casi siempre el padre de ambos nos llevaba a la cancha en la caja de una camioneta Ford F100 viejísima que todavía tiene.
La cuestión es que a fines de mayo del 97, Cipo recibía a San Martín de Tucumán, y si ganaba clasificaba para jugar el octogonal por el segundo ascenso Primera División. Era un partido sin duda trascendental que nadie quería perderse. Por esa razón, el día anterior me acerqué hasta su casa con la intención de ultimar detalles, pero, al entrar, el ambiente tenso y dramático que allí se respiraba me sorprendió. Como ningún adulto responsable la iba a poder acompañar, Paula se hallaba gritando al borde de las lágrimas porque no la dejaban ir sola a ver el partido. Sucedía que Carlos estaba castigado por desaprobar un par de materias, y Jorge, su padre, no iba a poder asistir porque tenía una reunión importante en Zapala con un gerente de la empresa en la que trabajaba. No obstante, cuando ella me vio ingresando al living, cambió su semblante por completo, y me señaló con el dedo como a quien lo encuentran robando algo:
-Voy con él -dijo.
Jorge me miró de arriba abajo varias veces, y como no emitía respuesta, a los pocos segundos Paula insistió;
-Dale Pa, me lo merezco, yo siempre traigo buenas notas.
-Bueno, está bien -expresó ofuscado-. Pero no se metan en quilombos.
Traté de sonar maduro:
-Si Jorge, por supuesto, vamos a ir lejos de la hinchada- contesté sin pensar mucho lo que estaba diciendo, porque casi sin quererlo, había conseguido una especie de cita con la mujer con la que todos soñaban.
Como ella almorzaba en lo de su abuela, habíamos decidido encontrarnos una hora antes del partido en la Shell que por ese entonces estaba en la esquina de Yrigoyen y Mengelle. Ella llegó un poco más tarde de la hora pactada. Vestía un jean, una campera abrigada, y un gorrito con lanas blancas y negras a los costados que le quedaba hermoso. Yo la saludé con un tímido beso pero ella respondió con un fuerte abrazo y una sonrisa que en mi corazón fue como un gol. Sacamos las entradas para la popular detrás del arco, y entramos a paso lento por el pasaje Kleppe, a ritmo de cánticos de aliento.
Ya dentro del estadio subimos las escalinatas corriendo como dos niños que todavía éramos, y nos situamos a media altura, a la izquierda del arco. Las nubes cubrían el Alto Valle y de a ratos lloviznaba. Cipo ya había salido al campo de juego a hacer el calentamiento previo. Recuerdo que Paula buscaba al Bachi lachetti, su amor imposible de esa época, y yo no pude evitar en ese momento un sentimiento de envidia por el delantero cipoleño. A los pocos minutos la voz del estadio presentó al equipo, y las gradas, ya colmadas, explotaron sobre todo cuando el locutor nombró a Pablo Parra y al Ruso Homann.
Cuando empezó el partido, ella pareció dejar su lado femenino en el vestuario y empezó a gritar como un barrabrava más. Cipo tuvo dos muy claras en el primer tiempo, una en los pies del Bachi, que tapó el arquero, y otra en los del Ruso, que se fue desviado por arriba. Los tucumanos también tuvieron lo suyo, y en una escapada letal pudieron abrir el marcador, pero Gastón González tapó el mano a mano de manera alucinante.
En el entretiempo su femineidad volvió, pero no dejaba de insultar:
-No puede ser que no le ganemos a estos putos -decía, y golpeaba el cemento de la tribuna para expresar su bronca-. El arquero de ellos está teniendo un culo bárbaro.
Le sugerí que nos sentáramos para descansar un poco y nos acurrucamos para mitigar el frío. Compramos garrapiñada y comenzamos a entretenernos con un hincha cercano, un hombre de unos setenta años que, visiblemente alcoholizado comenzó a repartir improperios contra los jugadores, dirigentes e hinchas, sin distinción alguna.
En el complemento Cipo salió con todo. Antes de los 15' Parra quedó solo contra el arquero en la medialuna del área; el Chala definió con un bello sombrero, pero la pelota se estrelló en el travesaño. A los pocos minutos, un cabezazo del Bachi dio en el palo. Paula no dejaba de putear:
-No puede ser loco, no quiere entrar.
Hasta que a los 30' llegó lo que parecía el colmo. En un ataque aislado de los tucumanos, Colombo entró sin marca al área y definió tranquilo sobre el palo izquierdo de González. Uno a cero abajo y parecía que se veía la noche. Ahí yo me senté porque no lo podia creer, y por primera vez en toda la tarde, la idea de la eliminación comenzó a rondar por mi cabeza. Comencé a imaginar mis domingos más tristes, por meses hasta que empezara el nuevo campeonato.
Pero a 5' del final, Cornejo se escapó por la derecha, y a medio metro del área se zambulló en la misma y el árbitro Madorrán no dudó en cobrar penal. ¿Había sido? No había tiempo para discutir. El Chala Parra le pegó de arrastrón pero la pelota entró igual ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! Entre los gritos busqué a Paula para abrazarla y la vi arrodillada, con manos en señal de rezo, como pidiendo un deseo, entonces yo me uní a su pedido y le juré a un Dios en el que no creía que si Cipo metía un gol más, yo renunciaba al amor de ella para siempre. No me importaba nada. Quería el gol. Alrededor todos cantaban. No era algo al unísono, todo era un descontrol y un griterío infernal. Faltaba uno más.
Y yo no sé si fueron las promesas o qué, pero a la jugada siguiente, luego de un centro pasado, Diego Landeiro se tiró en el área y Madorrán nuevamente pitó la pena máxima. Entre las quejas de los jugadores tucumanos, otra vez el Chala acomodó el balón a doce pasos y se dispuso a enfrentar al portero. Y cuando la red se movió por el disparo de Pablito, un disparo fortísimo que el arquero alcanzó a tocar, ahí se vino el mundo abajo. Me importó un bledo perder el amor de Paula. Grité el gol como nunca. Roberto Perfumo decía que los goles de penal no se festejan, pero tenías que estar ahí mi querido Mariscal, con toda esa gente y esa euforia. Y después de gritar el gol como un desquiciado, la busqué a Paula, que me esperaba con los brazos abiertos, la abracé, y juntos abrazamos a una señora que había estado todo el tiempo quieta como una estatua y que ahora gritaba desaforada. Y al viejo que se la había pasado criticando todo el partido, lo fuimos a buscar y por supuesto que también lo abrazamos. Al minuto llegó el tercero, pero fue anulado por una supuesta posición adelantada. Nada importaba. ¡Íbamos a jugar el octogonal para ascender a la Primera División! La Visera era una fiesta como pocas veces yo lo había visto.
Años después, en un cotejo menos trascendental y con Cipo en una categoría menor, me reencontré con ella en la tribuna del pasaje Kleppe, y nos pusimos a rememorar ese partido, Habíamos acordado no contarnos las promesas realizadas, pero esa vez no me pude contener y le conté cual había sido mi juramento aquel dia. Ella respondió a carcajadas. Yo aproveché la risa para preguntarle qué era lo que había prometido.
-Di mi palabra de que si el árbitro cobraba un penal más a mi hijo le iba a poner el nombre de él- me dijo, y sonrió de una manera hermosa como cuando tenía quince.
-¿Le vas a poner a tu futuro hijo el nombre de un árbitro? -volví a preguntar, incrédulo.
-Obvio. Las promesas se cumplen -respondió.
Y ahí nomás yo le prometí que algún día escribiría un cuento para cuando su hijo le preguntara por qué lo había llamado Fabián.
Libro: Fuerte al Medio (2019) / La última hija de la margarita (2020).
No hay comentarios:
Publicar un comentario