sábado, 1 de noviembre de 2025

El barrilete del abuelo - Cuento de Eduardo Quintana


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

¡Feliz Navidad Futbolera...!

Cuando hace cuatro años Don Jaime quedó viudo, se internó en la tarea de ejercer una protección personal sobre su nieto. Su jubilación, al margen de su subsistencia, estaba destinada a contribuir, con pequeños detalles a la felicidad de Diego. El ejemplo era su biblioteca llena de pequeños libros infantiles y sus juguetes didácticos. El niño, gustoso, pasaba gran tiempo libre escuchando las historias de su abuelo, esos ejemplos simples de la vida. Una mañana leyéndole un cuento a Dieguito, nombró la palabra barrilete. El niño, que llevaba su nombre en homenaje al mejor jugador de la historia del fútbol, preguntó:

-          ¿Barrilete cósmico?

-          No Diego, un barrilete terrenal

-          ¿Y qué es un barrilete…?

-          ¿Nunca viste un barrilete, Dieguito?

-          No abuelo

En ese momento Melina, la nuera de Don Jaime y mamá de Diego, lo llamó para almorzar y prepararse para ir al colegio. Esa tarde, el abuelo, fue a la ferretería del barrio y a la librería, para comprar las cosas y poner manos a la obra. Al volver a su casa, se cruzó con su hijo Hernán que cortaba el pasto.

-          ¿Qué hacés viejo?

-          Bien nene, ¿vos?

-          Todo en orden, arreglando el jardín.

Un silencio

-          ¿Y eso…? Señalando las bolsas.

-          Una sorpresa para Dieguito.

-          ¿Sorpresa? Hmmm, eso suena peligroso

Así se fue Don Jaime a trabajar a su tallercito del fondo, donde no solo guardaba recuerdos, sino que tenía su mesa de trabajo. Vivían en casas separadas, dentro de un mismo terreno y en el fondo, en un lugar impenetrable e intocable, el abuelo Jaime tenía el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo. Había una sola persona que tenía acceso a ese altar privado, Dieguito.

Pasó el viernes entero con Don Jaime inserto en aquella sorpresa. A la hora de la cena, la luz del “galpón” seguía encendida y desde la cocina, Melina le pregunta a Hernán:

-          ¿En qué anda tu viejo?

-          No sé, me dijo que le estaba preparando una sorpresa a Diego.

-          ¿Qué será?

-          No tengo idea, igual es peligroso

Finalizada la cena, con los platos lavados y prestos a dormir, Hernán visitó a su padre, que se asustó con su entrada al taller.

-          Eh viejo, no te asustes…

-          Pensé que era Dieguito y no quiero que vea lo que hago.

-          Epa, te está quedando bien.

-          ¿Te acordás hijo, cuando te los hacía para vos?

-          ¿Cómo me voy a olvidar? El cometa, ¿te acordás del cometa?

-          Sí, con una cola de un metro y medio

-          Los Saucedo, salieron a la calle muertos de envidia. ¡Qué lindo recuerdo viejo…!

-          Era tan grande que hacía sombra…

-          Lo que lloré cuando se cortó el hilo.

-          Me acuerdo Hernán, me acuerdo porque la abuela me pidió que te haga otro.

-          Y me lo hiciste…

-          Claro, te hice el rombo con el escudo de Huracán…

-          Y le pusimos el hilo más fuerte…

-          Me salió carísimo, eran doscientos metros de doscientos cincuenta gramos, un dineral.

-          Ese lo tiramos de grande, viejo. Estuvo acá en el galpón de adorno. ¡Qué hermoso recuerdo…! ¿Querés que te ayude?

-          Dale, ayúdame a tensar el papel y lo termino de pintar armado…

-          Ahí vengo, viejo…

Allí fue Hernán a avisarle a Melina que se quedaba ayudando al Don Jaime y a preparar el termo para el mate. Era una noche larga y de hermosos recuerdos. Terminaron antes del amanecer, el viejo tenía una felicidad enorme, había quedado impecale. Añadieron el hilo con un nudo de pesca perfecto, e hicieron un ovillo de doscientos metros. El trabajo estaba finalizado.

Se fueron a dormir unas horas. A la mañana, como cada sábado, Don Jaime y Dieguito irían a la plaza, junto a la vía muerta; la diferencia era que esa mañana, Hernán y Melina llegarían con el barrilete enorme para sorpresa del niño. Después de unos tiros con la pelota, aparecieron los padres del niño.

-          ¿Cómo andan?

Preguntó Melina ante la sorpresa de su hijo, que corrió a abrazarla.

-          Vení papi, vení a patear que el abuelo ataja.

-          Esperá Diego, ahora vengo.

-          ¿Dónde vas abuelo…?

-          Ya vengo, ya vengo…

Allí fue el abuelo hasta el auto. El viento corría de sur a norte. El cielo estaba limpio y el sol, que se elevaba, brillaba más que nunca. Don Jaime, aseguró el barrilete, desenrolló treinta metros de hilo y comenzó una larga carrera al grito de: ¡Diegoooooo…!

El niño giró su cabeza y señaló a su abuelo. Hernán, abrazado a Melina, con una sonrisa de satisfacción en su rostro y lágrimas en sus ojos, admiraba la escena. Dieguito que sale corriendo detrás de su abuelo, que iba soltando hilo mientras el barrilete se elevaba, logrando en un par de minutos su máxima altura. El niño gritaba de alegría, mientras Don Jaime le explicaba:

-          Ves Diego, eso es un barrilete…

-          Es hermoso abuelo.

-          Tomá, sostené el hilo y mové el brazo así…

El abuelo le explicaba a su nieto como mantener el barrilete en lo alto. El niño repetía el movimiento de su brazo derecho, el viento hacía lo suyo.

-          Mirá papá, mirá mamá, con el abuelo vamos a llegar al cielo

Felicidad plena en el abuelo, adrenalina en su máxima expresión en el nieto y el barrilete volando allá cerca del cielo, con la cara de Diego Armando Maradona dibujada a la perfección, con un número diez acompañando la imagen.

Era el barrilete del abuelo Jaime. Era el barrilete cósmico de Diego…

eduardojquintana.blogspot.com (30/10/2020).

viernes, 31 de octubre de 2025

jueves, 30 de octubre de 2025

Qué Grande! Ep. 86: 2 años

El programa 86 en el 2do. Aniversario de Qué Grande, sirve para recordar aquel primer programa maradoniano, el cumpleaños de Diego, y el formidable mundial que ganó Argentina en México. Emitido en vivo el jueves 30 de octubre de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

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Lecturas
  • Me van a tener que disculpar (de Eduardo Sacheri)
  • Tres de miedo (de Juan Sasturain)
  • El barrilete del abuelo (de Eduardo Quintana)
  • La camiseta que se "robó" Diego en Neuquén (de Pablo Montanaro)
  • La mano del Diez (de Pablo Rozadilla)
Micro "Cuando los pájaros golpean el vidrio"
  • Poema de Aixa Rava.

domingo, 26 de octubre de 2025

La tarde que Erico hizo un gol para mi - Cuento de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

El viejo era español y tenía siempre la delicadeza de pasar bien pegado a la línea de las casas, para que nosotros no tuviésemos que interrumpir los partidos. Supongo que alguna vez supe su nombre, pero se me extravió en alguno de los muchos pliegues que tiene el olvido. Sí recuerdo, en cambio, su imagen y su voz.

Era bajo y macizo, y se notaba que había sido un hombre fuerte. Tenía la piel de un rosa subido y sanguíneo de quien se ha criado al sol y a la intemperie. Usaba el pelo muy corto, y a mí me hacía acordar a un cepillo de cerdas gruesas y blancas, puesto patas arriba. Siempre andaba con unos pantalones negros y abolsados, sujetos por un cinturón igual de negro, encima del ombligo; y con una camisa blanca con el botón del cuello desprendido y las mangas recogidas por encima de los codos. Vestía, en suma, como debían vestir los viejos de su aldea, en España, cuando él era un chico. Y él se había traído ese recuerdo con el que los imitaba en su propia vejez, como se trajo el acento lleno de zetas y de eses que a los otros pibes les sonaba raro, pero a mí me gustaba porque me hacía acordar a mi tío Vicente, que también era español y había sido lo más parecido que tuve a un abuelo.

Desde que el viejo salía de su casa hasta que doblaba en la esquina, si nos sorprendía jugando a la pelota, no nos quitaba la vista. Y si dejaba libre la vereda no era por temor a recibir un pelotazo, sino porque le gustaba ver el juego que jugábamos. Y a nosotros, por nuestra parte, nos encantaba tenerlo de público durante ese ratito que demoraba en pasar hacia la calle de la estación. Jamás lo hablamos entre nosotros, pero todos queríamos lucirnos delante del viejo. Los más hábiles se prodigaban en gambetas, y se hacían rogar –más que de costumbre- para largar el balón a un compañero. Los que tenían buena pegada probaban suerte desde ángulos imposibles o distancias desaconsejables. Y los arqueros se dejaban, gustosos, el pellejo de los codos en el asfalto volando para la foto de los ojos celestes de aquel viejo.

Nunca nos dirigía la palabra si estábamos jugando. Únicamente lo hacía si nos encontraba matando el tiempo contra la pared de alguna casa. En esas ocasiones nos saludaba con un «Buenos días» sonoro y grave, con sus dos eses bien puestas. Como nos caía bien, le devolvíamos el saludo. Después nos preguntaba por la escuela o nos comentaba algo del clima, al estilo de «Mañana llueve». No recuerdo si acertaba.

De fútbol nunca hablábamos, aunque fuera el fútbol lo que cimentaba nuestra complicidad. Nosotros sabíamos que el viejo sabía. De fútbol, sabía. Alguna vez la pelota se nos había escapado hacia el sitio por el que el viejo venía caminando, y esas son circunstancias en las que se mide lo que se sabe de fútbol. Es verdad que a esa altura de la cosecha, el viejo no era precisamente ágil. Sin embargo, para devolvernos el balón jamás lo vimos cometer el sacrilegio de agacharse para dárnoslo con la mano, ni patear la pelota de puntín, ni dejar la pierna rígida y extendida sin flexionar la rodilla, ni mandar la pelota a cuatro metros del pibe más cercano, ni ninguno de esos pecados capitales que delatan a los que no saben jugar al fútbol. Claramente, el viejo se situaba entre los que sí sabían. La esperaba midiendo el pique y la velocidad, y ponía el pie de costado para dejársela mansa, y al pie, al jugador más cercano.

Una sola vez hablamos de fútbol. Teníamos la cancha armada sobre el pavimento de Guido Spano, y en lo personal tenía un humor de mil demonios porque Andrés me había metido tres goles al grito de «Gol, golazo de Boca».

No lo vi venir al viejo, porque con todos los poros palpitando venganza acababa de recibir el balón chanchito a tres metros del arco contrario, que lo tenía nada menos que a Andrés de guardameta. Sin sitio en el alma para sutilezas estéticas, le puse a la bola una quema feroz que entró como un balazo a media altura, y salí gritando «Gol, Golazo, Golazo de Independiente», alargando las sílabas como le escuchaba hacer al Gordo Muñoz en los relatos de Radio Rivadavia.

En mi carrera de festejo me topé con el viejo, que me miraba y sonreía. Ya tenía dos motivos de felicidad: el gol y que lo hubiera visto el viejo. Pero además me habló: «Oye, muchacho: Eres de Independiente...» me preguntó afirmando. Cuando me vio asentir, agregó: «¿Sabes quién vive aquí a unas pocas cuadras?». No. No lo sabía. Y por eso me quedé mirándolo, esperando que me lo dijera. A mi alrededor se habían arrimado el resto de los pibes, salvo el pobre Andrés que debía estar recuperando el balón desde tierras inhóspitas y lejanas. «Aquí cerca, en la calle Aristóbulo del Valle» dijo el viejo, aumentando el suspenso. «Arsenio Erico», terminó, y se quedó viendo nuestras caras.

Supongo que esta historia luciría mejor si yo escribiese que quedamos pasmados, o que nos miramos incrédulos, o que nos henchimos de orgullo. Pero, en honor a la verdad, diré que no se nos movió un pelo. Corría el año 1979, y Erico había dejado de jugar tres décadas atrás. Además, como todos los chicos, pensábamos que el mundo había nacido con nosotros. Al viejo no le molestó nuestra ignorancia. Nos miró bien con sus ojos claros y sentenció: «El máximo artillero del fútbol argentino. Un goleador como no hubo otro». Tal vez fue la forma en que lo dijo el viejo. Esa sentencia sencilla y ajustada, dicha en esa voz un poco cavernosa y llena de sonidos de otras tierras. Es verdad que al principio ese nombre me sonó rarísimo. Lo de «Arsenio» me sonó a «arsénico», una sustancia tenebrosa que mi hermano mayor amenazaba, a menudo, con ponerme en el cacao de la tarde. Y el apellido me sonó a «Perico» y me dio un poco de gracia. Así que supongo que la primera imagen que me vino a la cabeza habrá sido la de un loro venenoso.

Por suerte al viejo todavía le quedaba una bala en la recámara. Andrés, a quien en algún punto del orgullo debía estar doliéndole mi chumbazo a media altura contó, con aires de superioridad, que su abuelo le había comentado algo al respecto, porque el tal Erico había sido ídolo de Boca. Fue entonces cuando el viejo lo miró con un ligero sobresalto y –me pareció- con un dejo de socarronería. «¿En Boca? No, muchacho. Erico jugó en Independiente –y por último agregó-: Siempre».

Ese fue el momento definitivo en el que Arsenio Erico entró en mi vida. Cuando el viejo lo nombró y lo situó a escasas cuatro cuadras de mi casa y de la de mis amigos. Cuando juntó esas palabras mágicas en un conjuro invulnerable. Cuando pienso en ese nombre me sale así: «Arsenio Erico. Goleador. Independiente. Siempre». Todas esas palabras vienen juntas.

En realidad, y por lo que supe después, hasta el propio viejo ignoraba que Erico había muerto un par de años antes de esa charla que mantuvimos en la vereda. Y que también había jugado algunos partidos en Huracán y también en su tierra paraguaya. Pero eran otros tiempos. Y los jugadores legendarios eran ni más ni menos que eso. No eran dioses, ni estrellas de la publicidad, ni conductores televisivos. No participaban involuntariamente en encuestas masivas lanzadas por los diarios deportivos; en parte porque los diarios deportivos no tenían razón de ser en un mundo en el que la gente se ocupaba también de otras cosas. Me causa un poco de gracia la desesperación de algunos estadísticos que últimamente han descubierto un par de goles repentinos de Angel Amadeo Labruna, que los hace situarlo por encima de Erico en la tabla definitiva de los goles de bronce. ¿Será porque el prurito de la exactitud les escuece demasiado? ¿Será porque son de River? ¿Será porque les molesta que el máximo goleador del fútbol argentino haya nacido en Paraguay? ¿Será por algo que ignoro?

Lo que sí creo es que esos perfeccionismos dejan de lado lo esencial. Ni a Erico ni a Labruna les debía importar demasiado un gol de más, o un gol de menos. Con seguridad, les bastaba con saber que la gente los admiraba y que los defensores les temían.

Esos jugadores dejaban muescas en la historia del deporte pero después, cuando se retiraban, hacían precisamente eso. Se retiraban. No se ponían a sacar cómputos exhaustivos. Labruna se hacía director técnico y, entre otras hazañas, le devolvía a River, en los 70, toda su gloria. Erico, con el dinero que había juntado –que seguramente no fue mucho, y sin duda fue menos que lo que hoy en día cobra cualquier burrazo de medio pelo con un par de años en un club de Primera- se compraba una casita cerca de la estación de Castelar, y dejaba que el tiempo lo fuera sumiendo en el olvido.

Eso sí, supongo que al gran Erico le habría molestado que algunos hinchas de Independiente, hoy en día, usen la palabra paraguayo cuando quieren insultar a alguien. Paciencia: que si el género humano algo tiene en abundancia, son los imbéciles. Los goleadores no sobran, pero los imbéciles abundan.

De todos modos me gusta pensar en Erico ahí, en la vereda de su casa de la calle Aristóbulo del Valle, tomando el mate con el sol recostándose del lado de la estación del tren, pasando sus últimos años a cuatro cuadras de mi casa y de la de mis amigos. Y pensarlo esa tarde en particular, cuando volvió a convertir un gol inolvidable, aunque fuera a través del conjuro de los labios de otro viejo, para regalármelo a mí. Erico. Goleador. Independiente. Siempre.

El viejo español nos saludó y se fue. Y nosotros seguimos el partido. Después... después crecimos.

Revista El Gráfico (2011)

sábado, 25 de octubre de 2025

Veinte pibes en la cornisa - Texto de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Para aquellos que amamos el fútbol, no resulta fácil transitar el verano. Esos casi dos meses en los que el fútbol nuestro de cada día se toma vacaciones. Nada fácil.

Por un lado, las radios nos bombardean con “el mercado de pases”: novelas interminables en las que nos entusiasmamos con la hipotética llegada de grandes refuerzos a nuestros equipos, nos asustamos ante la posible pérdida de jóvenes valores que pueden emigrar a Europa, nos esperanzamos con la repatriación de algún joven prometedor que acaba de cumplir un par de temporadas en el hemisferio norte, y nos sorprendemos ante la chance de que ignotos jugadores de otros mercados sudamericanos vengan a “romperla” a la Argentina.

Esas novelas –excepto para los hinchas de los clubes muy afortunados– terminan siempre igual: los grandes refuerzos no llegan, los jóvenes valores se las toman, los repatriados efectivamente vuelven –y después de verlos jugar dos partidos ya entendemos, amargamente, por qué volvieron– y los ignotos jugadores que vinieron a romperla, si la rompen, se van enseguida a Europa; y si no la rompen, siguen siendo ignotos.

Además del dichoso mercado de pases, el otro espejito de colores que suele prodigarnos el mundillo futbolero son los torneos de verano. Mamita… Yo sé que la mayoría de los futboleros natos, en medio de nuestra desesperación abstinente, terminamos entregando ojos y oídos a esos partidos de verano. Pero les ruego sinceridad: ¿alguien en su sano juicio –y un futbolero con siete semanas sin fútbol no es alguien en su sano juicio– puede darle algún valor a esos bodrios de pretemporada? En los primeros partidos los jugadores están fuera de estado, en los siguientes están duros por la sobrecarga de trabajo físico, y en los últimos están cuidándose para no romperse antes de empezar a jugar en serio. Que me disculpen los sponsors y los organizadores del fútbol veraniego, pero esos partidos no cuentan.

Sin embargo, por suerte, este verano tenemos el Sudamericano Sub-20 de Perú. Y ese sí, me parece, es fútbol en serio. Es una especie de “fútbol con efecto retardado”, como ciertas bombas que ciertos países arrojaban sobre ciertas selvas asiáticas. En medio del verano, y a pesar de ese ambiente raro de tribunas semidesiertas y partidos consecutivos con que se juegan esos torneos, allí se define ni más ni menos si la Argentina puede revalidar su medalla de oro en los próximos Juegos Olímpicos de Londres. Cuando se acerque la fecha de los Juegos, o la del Mundial Juvenil de Colombia, nos preguntaremos, seguramente: “Che… ¿con quién juega la Argentina?” Y quiera Dios que la respuesta sea “Juega con tal o con cual” y no sea “No, Argentina no juega porque se quedó afuera en el Sudamericano de Perú”. ¿Es alarmante mi discurso? Le pido al lector que chequee cómo nos fue en el Mundial Juvenil de Egipto de 2009. Respuesta rápida: no nos fue de ninguna manera porque no lo jugamos. Y no lo jugamos porque en el Sudamericano previo (Venezuela) nos fue como el mismísimo demonio.

Pero, temores aparte, en lo que me quiero detener es en esos pibes que juegan el Sudamericano. Esos veinte pibes que rondan los veinte años. Esos veinte pibes que están en la cornisa. No sé si la palabra “cornisa” es la que estoy buscando. Pero no encuentro otra mejor. Es verdad que la palabra tiene reminiscencias un tanto trágicas, tal vez. Eso de estar en la cornisa suena a la posibilidad, al riesgo inminente, de precipitarte al vacío y hacerte papilla cuando llegues al fondo. “Frontera”, quizá, suena menos dramático. Pongamos “frontera”, entonces.

A lo que voy, a lo que quiero llegar, es a meterme, por un instante, en la piel, en la historia de esos pibes. No necesitamos saber sus nombres. Ni conocer sus caras. Lo que me interesa es su momento. El momento en el que están. El momento que viven, el momento que comparten. El momento de estar en la frontera. Eso los iguala.

Algunos de esos veinte pibes tienen nombres conocidos. Porque debutaron en Primera, porque juegan en equipos grandes, porque han convertido goles, porque ya están en la foto de alguna vuelta olímpica. Y uno se sentiría tentado de ubicarlos en ese alto sitial de los consagrados, de los que van a triunfar, de los que van a hacerse millonarios célebres jugando en Europa. Y sin embargo… todavía no. Todavía les falta. Todavía necesitan la combinación exacta de algunas casualidades. Todavía pueden quedarse afuera de ese mundo rutilante que ya los alumbra, de lejos, con los parpadeos de la gloria.

Esos veinte pibes están entre los veinte mejores jugadores de fútbol de uno de los países donde mejor fútbol se juega. Por lo tanto, son parte de una elite dentro de la elite. Vienen preparándose para triunfar desde hace años. Desde que son chicos. Han tenido una adolescencia distinta a la de sus amigos. Han salido menos a bailar. Han tenido que resignar vacaciones. Han tenido que dejar la escuela a la que iban con sus amigos, para abandonar los estudios o para terminarlos a los ponchazos en el turno noche. Y eso, los más afortunados. Porque –seguro– otros vienen de barrios donde casi nadie termina el secundario, ni diurno ni nocturno. Y nacieron en familias que no saben de eso de salir de vacaciones. Pero casi todos, afortunados o no –me atrevo a pensar–, suelen tener los ojos de algún padre o madre o tío clavados en la nuca. En el mejor de los casos, esos ojos callan, y desean en silencio que esos pibes triunfen y se salven económicamente. Y, en esa salvada, salven a toda la familia. En el peor de los casos, esos ojos dicen, gritan, reclaman, exigen, pretenden, y cargan de tensión y frustración y miedo y desesperación a pibes que no tendrían por qué cargar con semejante peso a la edad que tienen.

Se me dirá –y tendrá razón quien me lo diga– que esos pibes son unos privilegiados. Que otros pibes también sufren presiones, y han soportado sacrificios y privaciones, sin tener esta posición venturosa de ser jugadores de fútbol, ídolos potenciales, estrellas incipientes. Es verdad.

Pero no todos esos pibes van a lograrlo. No los veinte. Aunque todo indique que sí, algunas historias terminarán en un no. Independientemente de cómo les vaya en este Sudamericano, algunos de estos pibes triunfarán en Europa. Otros, tendrán carreras prestigiosas en el fútbol argentino. Otros harán caminos aceptables en clubes del ascenso. Y otros se perderán en el olvido. Dejarán el fútbol, o el fútbol los dejará a ellos, que para el caso es lo mismo. Tendrán que inventarse desde cero una vida con la que no soñaron. Cambiar de rumbo, o encontrar uno, mientras los agobia la nostalgia de la vida que se les cerró en las narices.

Guardarán los recortes de los diarios de estos meses, y dentro de unos años se los mostrarán a los incrédulos. A esos amigos nuevos, a esos vecinos recientes, que no van a creerles que una vez, en 2011, estuvieron a punto de convertirse en estrellas.

Y nadie puede anticipar dónde residirá la diferencia entre unos y otros. Una lesión inesperada e inesperable, un representante inteligente o lo contrario, dos centímetros de altura de menos, tres kilos de peso de más, cosas que a los veinte años se están definiendo pero no están del todo definidas. Y en ese margen estrecho, en ese gris, una vida u otra. Así de trágico. En una de esas, no está tan mal esa imagen de la cornisa. De un lado, la gloria, la fama, la tranquilidad de retirarse a los treinta y pico sin necesidad de trabajar en el resto de la vida. Del otro, el anonimato desvaído en el que transitan la mayoría de los mortales. Ese mundo en el que habitamos casi todos los futboleros, que quisimos llegar y no llegamos. Esos pibes, los que por un factor u otro no serán estrellas, padecerán la mala fortuna de ser los últimos en bajarse del tren, antes de su trayecto al estrellato. No importarán sus sacrificios. Ni todas las veces que consiguieron esquivar la tétrica ceremonia de que les entregasen el pase libre. En sexta, en quinta, en cuarta división, o el mes pasado.

Están en la antesala de la gloria, pero en la gloria no habrá lugar para todos. Están ahí, a cuatro pasos. Algunos van a dar esos pasos. Y en los próximos diez o quince años nos vamos a topar con sus imágenes y sus declaraciones, y sus apellidos en los titulares de los diarios. Otros no. Otros van a caerse de la calesita con el último de los palazos que vienen derribando pibes desde las divisiones infantiles.

Terminarán jugando por nada. Como todos nosotros, los que ni siquiera estuvimos cerca. En los partidos de morondanga que jugamos cada fin de semana, tal vez nos topemos con ellos. Marcarán, frente a los simples aficionados, una diferencia notoria. En la pegada, en el tranco, se les notará que son distintos. Se les notará que “jugaron”. Algún comedido nos soplará la justa. En las duchas o en la cerveza después del partido nos dirá: “¿Sabés dónde jugó este pibe?” Y después nos contará su historia. Una historia de inferiores en tal club o en tal otro. Una historia que nuestro informante terminará rematando con un “¿Te acordás del Sudamericano 2011? Este pibe jugó ahí. ¿Sabés con quién?” Y nos dará la nómina de los otros. Los que conoceremos todos. Los que recordaremos. Los que saltarán al otro lado de la gloria y el dinero.

Suerte, casualidad, inteligencia, buenas decisiones. O todo lo contrario. Y el resto de nuestra vida de un lado o del otro. A veces el fútbol se parece tanto a la vida que da miedo.

Revista El Gráfico (2010).

jueves, 23 de octubre de 2025

Qué Grande! Ep. 85: Sacheri futbolero

"A veces el fútbol se parece tanto a la vida que da miedo", define certero Sacheri para poner en ventaja a la literatura futbolera por la victoria de filosofar etapas y sensaciones vividas. Emitido en vivo el jueves 23 de octubre de 2026 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

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Lecturas
  • Segovia y el quinto gol
  • Veinte pibes en la cornisa
  • La tarde que Erico hizo un gol para mí
Micro "Cuando los pájaros golpean el vidrio
  • Poemas de Luciana "Tani" Mellado

domingo, 12 de octubre de 2025

Pasa siempre en esta casa - Cuento de Samanta Schweblin


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

El señor Weimer está tocando la puerta de mi casa. Reconozco el sonido de su puño pesado, sus golpes cautos y repetitivos. Así que dejo los platos en la pileta y miro el jardín: ahí está otra vez, toda esa ropa tirada en el pasto. Pienso que las cosas suceden siempre en el mismo orden, incluso las más insólitas, y lo pienso como si lo hiciera en voz alta, de un modo ordenado que requiere la búsqueda de cada palabra. Cuando lavo los platos se me da bien este tipo de reflexiones, basta abrir la canilla para que las ideas inconexas finalmente se ordenen. Es apenas un lapso de iluminación; si cierro la canilla, para tomar nota, las palabras desaparecen. Los puños del señor Weimer llaman otra vez, sus golpes son ahora más fuertes, pero él no es un hombre violento, es un pobre vecino atormentado por su mujer, uno que no sabe muy bien cómo seguir adelante con su vida, pero no por eso deja de intentarlo. Uno que, cuando perdió a su hijo y pasé por el velorio a saludar, me dio un abrazo rígido y frío, y esperó unos minutos conversando con otros invitados antes de volver y decirme casi al oído «acabo de descubrir quiénes son los chicos que vuelcan los tachos de basura. Ya no hay que preocuparse por eso». Esa clase de hombre. Cuando la mujer tira la ropa del hijo muerto en mi jardín él golpea la puerta para recogerlo todo. Mi hijo, que en lo práctico sería el hombre de la casa, dice que esto es algo de locos, y se enfurece cada vez que los Weimer empiezan con este lío ya digamos quincenal. Hay que abrir, ayudar a recoger la ropa, darle al hombre unas palmadas en la espalda, asentir cuando dice que el tema está prácticamente solucionado, que nada de esto es demasiado terrible, y luego, unos cinco minutos después de que se haya ido, escuchar los gritos de ella. Mi hijo cree que ella grita al abrir el placar y encontrar otra vez la ropa del chico. «¿Me están jodiendo? —dice mi hijo en cada nuevo episodio—, la próxima quemo toda la ropa». Corro el pasador y ahí está Weimer con su palma derecha apoyada en la frente, casi tapándose los ojos, esperando mi aparición para bajar el brazo con cansancio y disculparse «no quiero importunarla, pero». Abro y pasa, ya sabe cómo llegar al jardín. Hay limonada fresca en la heladera y la sirvo en dos vasos mientras él se aleja. Por la ventana de la cocina lo veo husmear el pasto y rodear los geranios, donde suelen caer las cosas. Al salir dejo que la puerta del mosquitero golpee, porque hay algo íntimo en esta recolección que no me gusta interrumpir. Me acerco despacio. Él se incorpora con un suéter en la mano. Tiene más ropa apilada en el otro brazo, eso parece ser todo. «¿Quién podó los pinos?», pregunta. «Mi hijo», digo. «Están muy bien», asiente mirándolos. Son tres árboles enanos y mi hijo intentó una forma cilíndrica, un poco artificial pero original, hay que decirlo. «Tome una limonada», digo. Junta la ropa en un solo brazo y le doy el vaso. El sol todavía no quema, porque es temprano. Miro de reojo el banco que tenemos un poco más allá, es de cemento y a esta hora se siente tibio, casi una panacea. «Weimer», digo, porque es más cálido que «señor Weimer». Y pienso: «hágame caso, tire esa ropa. Es lo único que quiere su mujer». Pero quizá sea él el que arroja la ropa y luego se arrepiente, y entonces sea ella la pobre mujer a quien su marido atormenta cada vez que lo ve entrar con esa ropa. Quizá ya intentaron tirar todo en una gran bolsa de consorcio, y el basurero les tocó el timbre para devolvérsela como nos pasó con la ropa vieja de mi hijo, «Señora, por qué no lo dona, si lo subo al camión esto no sirve para nadie», y ahí está la bolsa en el lavadero, hay que llevarla urgente esta semana, no sé, a algún lugar. Weimer espera, me espera. La luz ilumina sus pocos pelos largos y blancos, la barba plateada apenas dibujada en la quijada, los ojos claros pero opacos, muy chicos para el tamaño de su cara. No digo nada, creo que el señor Weimer adivina lo que pienso. Baja un momento su mirada. Bebe más limonada atento ahora a su casa, detrás de la ligustrina que divide nuestros jardines. Busco algo útil que decir, algo que confirme que reconozco su esfuerzo y que sugiera algún tipo de solución, optimista e imprecisa. Vuelve a mirarme. Parece intuir hacia dónde va esta conversación que no hemos empezado, parece animarse a entender. «Cuando algo no encuentra su lugar…», digo, suspendiendo las últimas letras en el aire. Weimer asiente una vez y espera. Dios santo, pienso, estamos sincronizados. Sincronizada con este hombre que diez años atrás le devolvía a mi hijo las pelotas pinchadas, que cortaba las flores de mis azaleas si cruzaban la línea imaginaria que dividía nuestros terrenos. «Cuando algo no encuentra su lugar», retomo mirando su ropa. «Dígame, por favor», dice Weimer. «No sé, pero hay que mover otras cosas». Hay que hacer lugar, pienso, por eso me vendría tan bien que alguien se llevara la bolsa que tengo en el lavadero. «Sí», dice Weimer queriendo evidentemente decir «Continúe». Escucho la puerta de entrada, es un ruido que a Weimer no le dice nada, pero que a mí me indica que mi hijo ya está en casa, a salvo y con hambre. Doy un paso largo hacia el banco y me siento. Pienso que el cemento cálido del banco también sería una bendición para él, y hago lugar para que se sume. «Deje la ropa», le digo. Él no parece tener ningún problema con esto, mira hacia los lados buscando dónde dejarla y pienso, Weimer puede hacerlo, claro que sí. «¿Dónde?», pregunta. «Déjela sobre los cilindros», digo señalando los pequeños pinos. Weimer obedece. Deja la ropa y se sacude el césped de las manos. «Siéntese». Se sienta. Qué hago ahora con este viejo. Pero hay algo en él que me anima a seguir adelante. Algo parecido a tener las manos bajo el agua de la canilla, una calma que me permite pensar las palabras, ordenar los hechos, las cosas que suceden siempre en un mismo orden. La expectativa de Weimer parece crecer, casi se diría que espera una instrucción. Es un poder y una responsabilidad con la que no resuelvo qué hacer. Sus ojos claros se humedecen: la confirmación final de esta sincronización insólita. Lo miro descaradamente, sin dejarle ningún espacio de intimidad, porque no puedo creer que esto esté pasando ni soporto el peso que tiene sobre mí. Senté al señor Weimer y ahora quiero decir algo que resuelva este problema. Bebo el fondo de la limonada y pienso en algún conjuro sonoro y práctico, una consigna que nos beneficie a todos como «cómprele a mi hijo cuantas pelotas le haya desinflado y todo se solucionará», «si llora sin soltar su limonada ella dejará de tirar la ropa», o «deje la ropa sobre los pinos una noche y si amanece despejado es que el problema desaparecerá»; por dios, yo misma podría tirarla a la madrugada mientras me fumo mi último cigarrillo del día. Debería mezclarla con basura para que el hombre del camión no la devuelva, eso mismo hay que hacer con la de mi hijo, urgente esta semana. Decir algo que resuelva este problema, me repito para no perder el hilo. Dije cosas muchas veces y, ya pronunciadas, las palabras ejercieron su efecto. Retuvieron a mi hijo, alejaron a mi marido, se ordenaron divinamente en mi cabeza cada vez que lavé los platos. En mi jardín Weimer bebe el fondo de su vaso y los ojos terminan de llenársele de lágrimas, como si se tratara de algún efecto del limón, y yo pienso que quizá esté muy fuerte para él, que quizá hay un momento en que el efecto ya no depende de las palabras o en el que lo imposible es la pronunciación. «Sí», dijo Weimer hace unos largos segundos, un sí que era un «continúe», un «por favor», y ahora estamos anclados juntos, los dos vasos vacíos sobre el banco de cemento, y sobre el banco nuestros cuerpos. Entonces tengo una visión, un deseo: mi hijo abre la puerta mosquitero y camina hacia nosotros. Tiene los pies descalzos, pisan rápido, jóvenes y fuertes sobre el césped. Está indignado con nosotros, con la casa, con todo lo que sucede siempre en esta casa en un mismo orden. Su cuerpo crece hacia nosotros con una energía poderosa que Weimer y yo esperamos sin miedo, casi con ansias. Su cuerpo enorme que a veces me recuerda al de mi marido y me obliga a cerrar los ojos. Está a solo unos metros, ahora casi sobre nosotros. Pero no nos toca. Miro otra vez y mi hijo se desvía hacia los pinos enanos. Agarra la ropa furioso, junta todo en un único bollo y regresa en silencio por donde vino, su cuerpo ya lejano y pequeño, a contraluz. «Sí», dice Weimer, y suspira; y no es el primer «Sí» repitiéndose. Es un sí más abierto, casi ensoñador.

Libro: Siete casas vacías (2015).

sábado, 11 de octubre de 2025

Bajo tierra - Cuento de Samanta Schweblin


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Necesitaba descansar, tomar algo para despabilarme. La ruta estaba oscura y todavía tenía que conducir varias horas. El parador era el único que había visto en kilómetros. Las luces interiores le daban cierta calidez, y había dos o tres coches estacionados frente a los ventanales. Dentro, una pareja joven comía hamburguesas. Al fondo, un tipo de espaldas y otro hombre, más viejo, en la barra. Me senté junto a él, cosas que uno hace cuando viaja demasiado, o cuando hace tanto que no habla con nadie. Pedí una cerveza. El barman era gordo y se movía despacio.

—Son cinco pesos —dijo.

Pagué y me sirvió. Hacía horas que soñaba con mi cerveza y esa era bastante buena. El viejo miraba el fondo de su vaso, o cualquier otra cosa que pudiese verse en el vidrio.

—Por una cerveza le cuentan la historia —dijo el gordo señalándome al viejo.

El viejo pareció despertar y se volvió hacia mí. Tenía los ojos grises y claros, quizá tuviera un principio de cataratas o algo por el estilo, era evidente que no veía nada bien. Pensé que adelantaría algo de la historia, o que se presentaría. Pero se quedó quieto, como un perro ciego que cree haber visto algo y no tiene mucho más que hacer.

—Vamos, amigo —dijo el gordo, y me guiñó el ojo—, solo es una cerveza para el abuelo.

Dije que sí, que por supuesto. El viejo sonrió. Saqué cinco pesos para el gordo y otra vez, en menos de un minuto, el viejo tenía lleno el vaso. Tomó un par de tragos y se acomodó automáticamente hacia mí. Pensé que ya habría contado la historia un centenar de veces, y por un momento me arrepentí de haberme sentado al lado del viejo.

—Esto pasa adentro —dijo, señalando el secacopas o, quizá, un horizonte imaginario que yo todavía no podía ver—, adentro, bien en el campo. Había un pueblo ahí, un pueblo minero, ¿entiende? Un pueblo chico, la mina recién empezaba a funcionar. Pero tenía ahí una plaza, la iglesia, y la calle que iba hasta la mina estaba asfaltada. Los mineros eran jóvenes. Habían llevado a sus mujeres y en pocos años ya había muchos chicos, ¿entiende?

Asentí. Busqué con la mirada al gordo, que evidentemente ya conocía la historia y se distraía acomodando botellas a un lado de la barra.

—Bueno, estos chicos estaban todo el día en la calle. Corriendo de una casa a otra, jugando. Un día uno de estos chicos descubre en un descampado algo extraño. La tierra estaba ahí como hinchada. Era poca cosa, no a cualquiera le hubiese llamado la atención, pero pareció suficiente para ellos. Los que estaban ahí, no eran muchos los que lo encontraron, se fueron acercando, hicieron un círculo alrededor y estuvieron así un rato. Uno se arrodilló y empezó a escarbar la tierra con las manos, así que el resto hizo lo mismo. Enseguida encontraron algún balde de juguete o cualquier otra cosa que sirviera de pala, y empezaron a cavar. Fueron sumándose otros a lo largo de la tarde. Llegaban y se sumaban sin preguntar, como si ya hubiesen sido avisados del pozo. Los primeros terminaban por cansarse e iban dejando lugar a los nuevos. Pero no se alejaban. Se quedaban cerca, mirando siempre la obra. Al día siguiente volvieron más preparados, traían baldes, cucharones de cocina, palas de maceta, cosas que seguramente les habían pedido a sus padres. El agujero pasó a ser un pozo. Entraban cinco o seis adentro. Apenas si les asomaba la cabeza. Juntaban la tierra en los baldes y se los pasaban a los de arriba que, a su vez, la llevaban hasta un montículo que iba creciendo, ¿me entiende?

Asentí, y aproveché la interrupción para pedirle al gordo más cerveza. Pedí otra para el viejo. Él aceptó, pero la interrupción no pareció gustarle. Se quedó callado, y solo siguió cuando el gordo dejó frente a nosotros los nuevos vasos y se concentró de nuevo en sus cosas.

—Los chicos empezaron a interesarse solo en el pozo, no había ninguna otra cosa que llamara su atención. Si no podían estar ahí cavando, hablaban entre ellos del tema, y si estaban con adultos, prácticamente no hablaban. Obedecían sin discutir, sin prestar atención a lo que se les decía, y por respuesta solo se escuchaba «Sí», «No», «Da igual». Siguieron cavando. Trabajaban más organizados, de a turnos cortos. Como el pozo ya era más profundo subían los baldes con sogas. En las tardes, antes de que oscureciera, se ayudaban entre ellos para salir y tapaban con tablas la boca. Algunos padres estaban entusiasmados con la idea del pozo, porque decían que eso les permitía jugar a todos juntos, y que eso era bueno. A otros les daba igual. Seguro había padres que ni sabían del tema. Yo creo que algún adulto, intrigado por todo el asunto, debe haberse acercado una noche, mientras los chicos dormían, y debe haber levantado las tablas. ¿Pero qué puede verse en la noche, en un pozo vacío cavado por chicos? No creo que hayan encontrado nada. Deben haber pensado que solo era un juego, eso deben haber pensado, hasta el último día.

El viejo no dijo nada más. Me quedé esperando, no sabía si había terminado. Aunque se me ocurrieron un par de comentarios ninguno me pareció oportuno. Busqué al gordo, atendía la mesa de la pareja joven, que ya se iba. Abrí la billetera, conté otros cinco pesos y los puse entre los dos. El viejo agarró el dinero y lo guardó en su bolsillo.

—Esa noche perdieron a sus hijos. Empezaba a oscurecer. Era el momento del día en que los chicos volvían a sus casas, pero no había señales de ellos. Salieron a buscarlos y se encontraron con otros padres también preocupados, y cuando empezaron a sospechar que algo podía haber pasado, ya casi todos estaban en la calle. Los buscaron desorganizadamente, cada uno por su lado. Fueron a la escuela, a las casas donde antes solían jugar. Algunos se alejaron y fueron hasta la mina, examinaron los alrededores, revisaron incluso sitios donde los chicos no podrían llegar solos. Buscaron durante horas y no encontraron a ninguno. Supongo que cada padre por su cuenta había pensado alguna vez que algo malo podía pasarle a su hijo. Un chico trepado a un paredón puede caerse y abrirse la cabeza en un segundo. Puede ahogarse en el estanque jugando con otro a hundirse entre sí, puede atorársele en la garganta un carozo, una piedra, cualquier cosa, y morirse ahí nomás. ¿Pero qué fatalidad podía borrarlos a todos de la tierra? Discutieron. Pelearon. Quizá porque pensaron que podrían encontrar alguna pista, fueron concentrándose alrededor del pozo, y levantaron las tablas. Deben haberse mirado entre sí, confundidos, sin saber muy bien qué pasaba: no había ningún pozo. Las tablas tapaban una protuberancia, el montículo que queda en la tierra cuando se la remueve, o cuando se entierra a los muertos. Podría pensarse que el pozo se había derrumbado, o que los chicos lo habían vuelto a tapar, pero la tierra que habían sacado seguía ahí, podían verla desde donde estaban. Fueron por palas y empezaron a cavar donde antes lo habían hecho los chicos. Una madre gritaba desesperada.

—Paren, por favor. Despacio, despacio… —gritaba—, van a darles con las palas en la cabeza.

Hubo que calmarla entre varios.

Al principio cavaban con cuidado, más tarde abrían la tierra a palazos. Bajo la tierra no había más que tierra, y algunos padres se rindieron y empezaron a dejar el pozo, confundidos. Otros siguieron trabajando hasta la noche siguiente, ya sin ningún cuidado, agotados, y al final todos terminaron por regresar a sus casas, más solos que nunca.

El gobernador viajó hasta el pueblo. Trajo gente aparentemente especializada para examinar el pozo. Les hicieron repetir la historia varias veces.

—¿Dónde estaba exactamente el pozo? —preguntaba el capataz.

—Acá, exactamente acá.

—¿Pero no es que este pozo lo cavaron ustedes?

Los hombres del gobernador dieron vueltas por el pueblo, revisaron algunas casas, y no volvieron nunca más. Entonces empezó la locura. Dicen que una noche, una mujer escuchó ruidos en la casa. Venían del suelo, como si una rata o un topo escarbara bajo el piso. El marido la encontró corriendo los muebles, levantando las alfombras, gritando el nombre de su hijo mientras golpeaba el piso con los puños. Otros padres empezaron a escuchar los mismos ruidos. Arrinconaron contra las paredes todos los muebles. Arrancaron con las manos las maderas del piso. Abrieron a martillazos las paredes de los sótanos, cavaron en sus patios, vaciaron los aljibes. Llenaron de agujeros las calles de tierra. Tiraban cosas adentro, comida, abrigo, juguetes; luego volvían a taparlos. Dejaron de enterrar la basura. Levantaron del cementerio los pocos muertos que tenían. Dicen que algunos padres siguieron cavando noche y día en el descampado, y que solo se detuvieron cuando el cansancio o la locura acabaron con sus cuerpos. 
El viejo miró su vaso vacío y yo inmediatamente le pasé otros cinco pesos. Pero había terminado; rechazó el dinero.

—¿Sale? —me preguntó.

Sentí que era la primera vez que me hablaba. Como si toda la historia no hubiera sido más que eso, una historia paga ya terminada. Los ojos grises y ciegos del viejo me miraban. Dije que sí. Saludé con un gesto al gordo, que asintió desde la pileta, y salimos. Afuera volví a sentir el frío. Le pregunté si podía alcanzarlo a algún lugar.

—No. Le agradezco —dijo.

—¿Quiere un cigarrillo?

Se detuvo. Saqué un cigarrillo y se lo pasé. Busqué en mi abrigo el encendedor. El fuego le iluminó las manos. Eran oscuras, gruesas y rígidas como garrotes. Pensé que las uñas podrían haber sido las de un ser humano prehistórico. Me devolvió el encendedor y caminó hacia el campo. Sin entender del todo, lo vi alejarse.

—¿Adónde va? —pregunté—. ¿Seguro no quiere que lo alcance?

Se detuvo.

—¿Vive acá?

—Trabajo —dijo—, más allá. —Señaló campo adentro.

—¿Qué hace?

Dudó unos segundos, miró el campo, y después dijo:

—Somos mineros.

De pronto ya no sentía frío. Me quedé unos minutos para verlo alejarse. Forcé la vista deseando encontrar algún detalle revelador. Solo cuando su figura se perdió del todo en la noche regresé al auto, prendí la radio y me alejé a toda velocidad.

Libro: Pájaros en la boca (2009).

viernes, 10 de octubre de 2025

Un animal fabuloso - Cuento de Samanta Schweblin


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Casi veinte años después del accidente, Elena me llama a Lyon. No reconozco su voz, pero cuando dice su nombre, sé perfectamente con quién estoy hablando. 

Por unos segundos la escucho respirar, sostengo el teléfono con el hombro y enciendo un cigarrillo. Despacio, intentando no hacer ningún ruido, salgo al balcón que da al parque, me siento en una de las sillas y me quito las sandalias empujándolas con los dedos de los pies. Quiere hablar de Peta, su hijo. Quiere saber qué es lo que recuerdo de la noche del accidente. Su voz es calma y carrasposa. Me pregunto si es por los años que han pasado, o si ese tono suyo tan dulce desapareció de pronto esa última vez que nos vimos. 

Subo los pies descalzos a la otra silla, me duelen los talones y las piernas. Estaba en Madrid esta mañana, y apenas logré dejar la valija en la entrada del departamento cuando sonó el teléfono. 

—¿Dónde estás, Elena? ¿Estás en Buenos Aires? 

Lo pregunto para ganar tiempo, para llegar un poco más a casa antes de entregarme a esta conversación. Su silencio me hace sospechar que nunca salió de Hurlingham, que quizá podría estar viviendo todavía en la casa donde ocurrió todo. 

—¿Y vos? —dice Elena—, ¿seguís viajando? 

Pienso en la nueva oficina en Marsella, en la cátedra de Planificación Urbana de Barcelona, en el desarrollo comercial en las afueras de Burdeos. Pero cuando imagino a Elena sentada en el banco que tenían en el ancho pasillo entre la cocina y el patio, cuando la imagino hablándome desde ese banco de tronco y patas de hierro que su padre alcohólico le hizo con sus propias manos como regalo de bodas, y que ella nunca quiso sacar de la casa, entonces digo: 

—Sí, un poco. —Y espero a ver qué dice ella. 

—Todavía tengo tu saco. 

¿Qué saco? Hay una decena de abrigos en mi placard, pero ya no recuerdo los que llevaba antes. 

—Me estoy muriendo, Leila. Por eso te llamo. 

Me miro los pies, muevo los dedos. Más allá del balcón el viento acaricia las copas de los árboles. Y de pronto pienso en el caballo. Después de muchos años vuelvo a pensar en él, en la primera vez que lo vi, con una claridad abrumadora. Iba a la casa de Elena directo desde el aeropuerto y el taxi paró en un semáforo de la avenida Vergara, justo al lado del animal. Estaba empacado, arrastraba un carro con un montón de colchones apilados encima y un hombre lo castigaba a latigazos para avanzar. Siempre hubo caballos en el conurbano de Buenos Aires, pero para entonces yo ya hacía tiempo que vivía afuera y la imagen me chocó. 

La panza del caballo estaba tan cerca que podría haber sacado la mano del coche para tocarla. Se veía hinchada, desproporcionada en el resto del cuerpo tan flaco. Las patas chuecas, el pelaje gastado alrededor de las correas. Pero sobre todo me acuerdo de la manera en la que el caballo giró la cabeza y me miró. Me miró a mí directamente, con esos grandes ojos oscuros. 

—Sé que fue hace tiempo —dice Elena—, pero... ¿te acordás del disfraz que llevaba esa noche Peta, el que se había hecho él mismo? Quiero que alguien me hable de mi Peta. —Cuando Elena tose intuyo qué es lo que ha cambiado tanto su voz—. Por favor, vos estuviste ahí. Si no a quién le voy a pedir. 

Espero unos segundos, Elena no dice nada, así que pregunto: 

—¿Estás enferma? ¿Qué te pasa? 

—Da igual, Leila, tenemos sesenta y pico de años y no paso del próximo mes. —Hay un salto leve en su tono, como si se hubiera puesto de pie—. Hace rato que trato de contactarte. 

—¿Estás en Hurlingham? —pregunto. 

Las dos nacimos en Hurlingham, pero nos conocimos en la facultad, cursando Arquitectura. 

—Sí —dice Elena. 

Pienso en Alberto, y ahora estoy intentando no preguntar por él. 

—¿Pero te mudaste? —pregunto. 

Los recuerdo en el patio, el mismo patio donde ocurrió el accidente. 

—Sigo en casa. —La escucho toser—. Esperá un momento. 

Parece que abandona el teléfono sobre el banco y se aleja. Me deja sola en su pasillo, tan cerca de aquel patio que, en Lyon, se me erizan los pelos de los brazos. 

Alberto y Elena se casaron un año después de conocerse. Los tres nos recibimos el mismo diciembre, pero enseguida yo acepté mi puesto en la agencia francesa, y dejé Argentina. Siempre les escribía si pasaba por Buenos Aires, y entonces ellos me invitaban a cenar a su pequeña casa de barrio de clase media, rediseñada bajo sus rigurosas miradas de arquitectos. Eran altos y robustos, y vestían las camisas y los pantalones claros que vestían los arquitectos, con sus relojes de diseño un poco sueltos en las muñecas. Elena llevaba el pelo atado en una cola castaña y los rulos alrededor de la frente se le erguían como pequeños resortes. A veces Alberto se los acomodaba detrás de las orejas. Lo hacía con cariño, pero lo hacía sobre todo cuando era ella la que hablaba y él empezaba a distraerse. 

En el teléfono escucho el ruido de la puerta de una heladera. Me acuerdo de cada detalle de esa cocina. Bastan dos pasos para regresar al pasillo, prácticamente una extensión del patio, porque la ventana corrediza con la que reemplazaron una pared en la primera remodelación estaba siempre abierta. Y ahí, sentada en el banco, era donde a Elena le gustaba «sentir el aire». La casa no era grande, pero habían demolido algunas divisiones y sabían dónde poner las luces y los sillones para que sí lo pareciera. Tuvieron al chico varios años después de recibirse y lo criaron con el mismo cuidado y devoción compartida con que encaraban todos sus proyectos profesionales. Para esa última visita que les hice llevaban nueve años de casados, y el chico acababa de cumplir los siete. 

Elena protesta con un chistido, algo se cae al suelo. ¿A quién voy a contarle sobre esta llamada?, pienso. Nadie en Francia sabe sobre esto. En realidad, ni siquiera Elena sabe lo que me ocurrió a mí esa noche más allá del accidente. Llama porque quiere oír a alguien decir algo sobre Peta. No parece intuir nada más. 

Los pasos regresan, Elena levanta el teléfono. El banco chilla cuando vuelve a sentarse. 

—Estoy tomando fernet —dice—, quiero adquirir al menos un vicio antes de morirme. ¿Te parece que estoy a tiempo? 

—Por supuesto. Podemos tomar seis de esos por teléfono cada día. 

Nos reímos. Si ella realmente lo necesitara, yo estaría dispuesta a acompañarla. Siempre es así, me doy cuenta de cuánto extraño a alguien de repente, con la angustia que llega de golpe, y tengo que hacer un esfuerzo para no emocionarme. 

La escucho encender un cigarrillo, no sabía que fumaba. Intento recordar algún detalle sobre Peta pero solo veo al caballo. Elena inhala y el papel del cigarrillo cruje, consumiéndose. No va a decir nada más hasta que yo empiece a hablar. 

—Fue él quien me abrió la puerta. 

Elena exhala el humo con una bocanada lenta, casi aliviada. 

Se llamaba Pedro, pero le decían Peta. Lo conocí a sus dos años, en la primera de la decena de visitas a Buenos Aires tras la asociación de mi agencia en el desarrollo de dos torres en Puerto Madero. También lo vi una noche a sus cuatro, pero el chico ya estaba dormido. Y luego esa vez, a sus siete, todas las imágenes que ahora vienen a mí son de esa última visita. Lo veo parado en la puerta, metido en un vestido largo improvisado hecho de papel metálico, sacando el pecho con la rigidez de un gendarme. 

Le cuento a Elena la impresión que me dio verlo tan grande, y a ellos dos, «a vos y a Alberto», digo, preparando una picada en el patio, yendo y viniendo a la cocina con esa armonía tan efectiva con la que hacían todo. Digo «hacían» y espero unos segundos a ver si ella aclara algo de Alberto. Describo la casa, el gran espejo que acababan de instalar en el hall. Lo cansada que estaba del viaje y cómo la primera copa en el patio lo alivianó todo. Es increíble las cosas que una recuerda veinte años más tarde. Por ejemplo, que tenía los pies descalzos y que la loza del patio todavía estaba tibia. Quizá es la sensación del placer y del dolor lo que deja siempre una marca más vívida, porque son las cosas que le pasan al cuerpo. O quizá es porque hubo un tiempo en que repasé mucho estos recuerdos, y yo misma elegí a qué detalles volver para intentar entender lo que había pasado. 

En mi balcón, la tarde empieza a oscurecerse. 

—Yo también voy a prepararme un trago, Elena. 

—Te espero. 

Dejo el teléfono en la silla, entro y cruzo los dos grandes livings hacia el comedor. Me pregunto si Elena se sentiría cómoda entre tantas bibliotecas. Si aprobaría mis sillones, el gran vitró de la cocina abierta, el parqué de nogal que mi segundo exmarido se empeñó en instalar. Abro el mueblecito de las bebidas y me sirvo un poco de whisky. Elena solo quiere que alguien nombre a Peta para ella. Que describan cómo ataba sus zapatillas de colores, su cuarto minuciosamente desordenado, sus uñas suaves y cortitas llenas de marcas de pintura. Entonces me doy cuenta: quizá esta sea la última vez que hablemos, de esto se trata esta llamada, y así entiendo que, aunque ella solo quiera escuchar sobre Peta, yo voy a contarle lo del caballo. 

Regreso con mi whisky ordenando los recuerdos, confundida por la nitidez con la que se despliegan en mi cabeza. 

—¿Estás ahí? —pregunto. 

—Sí. 

—No tengo hijos, Elena. No tuve, pero... Vas a pensar que esto es algo mío, personal, que no tiene que ver con lo que le pasó a Peta. 

Espero, en Elena el silencio siempre fue desconcierto. 

Le explico lo que descubrí esa noche después de conversar un rato con Peta, tirados en la alfombra. Yo ya sabía de las excentricidades del chico, y lo talentoso que era dibujando. Cómo dos años atrás había estudiado el recorrido que la luz del día hacía sobre las paredes, y que «exponía» sus trabajos colgándolos solo en esas zonas de luz «verdadera». Su obsesión por pintar caballos, y el control que, a sus siete años, ya tenía sobre las perspectivas y los colores. Muchos padres sobrevaloran el talento de sus hijos, y yo no sabía hasta ese momento todo lo que realmente estaba pasando en la cabeza de Peta. Pero quizá por ser hijo de arquitectos, quizá por puro talento, Peta era un caso sorprendente. 

Esa noche, cuando el chico subió solo a su habitación, Elena y Alberto me insistieron en que fuera yo la que verificara que se cepillara los dientes y se acostara. Acepté enseguida cuando me confesaron divertidos que, si había gente a cenar, cuando Peta terminaba de comer, solo contestaba preguntas de las visitas, y en cambio a ellos dejaba de hablarles. Creían que era su manera de invitar a nuevas personas a su cuarto. Acepté el reto, y en cuanto estuve sola con el chico le pregunté por qué hacía lo que hacía. Peta dijo: «Hago como que están muertos», y se rio tapándose la boca, tentado por su propio juego. Me invitó a tirarme en la alfombra para mostrarme el techo, y me indicó las constelaciones que había estado marcando con un punzón, descascarando la pintura. Desde el piso eran apenas perceptibles, porque trabajaba solo en las marcas, que pintaría todas a la vez para el siguiente cumpleaños de Elena. Le pregunté cómo alcanzaba solo tan alto y dijo: «Tengo una técnica», pero no me explicó cuál era. Seguimos un rato ahí, acostados panza arriba, hasta que se giró hacia mí, muy serio, y me preguntó: «¿Te despertaste alguna vez en el medio de la noche? Pero digo despertarte sin que nadie te despierte, despertarte de verdad». 

Era un chico extraordinario, y a la vez un chico de lo más normal. En realidad, lo único extraordinario hasta ese momento estaba ocurriendo dentro de mí: ahí, echada en la alfombra a su lado, fantaseé con la idea de que alguien pudiera necesitarme tan específicamente, tan exclusivamente a mí. Sin embargo, yo no quería ser madre, nunca me había interesado. 

A Elena no le cuento nada de esto, que Peta me hacía preguntas y yo pensaba lo que está preguntando parece simple, pero es demasiado complejo; pensaba ¿entenderán los adultos que rodean a este chico la magnitud de esta pregunta? Pensaba yo puedo entenderlo, yo puedo contestarle sin engañarlo ni destruirlo. Era una intuición poderosa, una pulsión que me confirmaba: este chico es algo demasiado precioso, vos sí serías capaz de cuidar algo así. 

A ella solo le cuento lo que el chico dijo después: «No quiero ser arquitecto». No le digo lo que pensé: que en el tono firme en el que hablaba, en la manera en que le brillaban los ojos mientras descubría el sentido de sus palabras, parecía también dar a entender «soy algo tan grande que no puedo permitirme el mundo de los hombres». Ni que esperé unos calculados segundos antes de volver a hablar, para que Peta terminara de saborear su propio descubrimiento y pudiera reconocerlo en todo su esplendor, ni que asentí como diciendo: «¡Sí! ¡Sí! ¡Esa es la verdadera verdad! ¡Podés ser lo que sea que quieras!». 

A Elena solo le cuento lo que le pregunté a Peta después: 

«¿Y qué querés ser?». 

«Quiero ser un caballo». 

—¿Un caballo? —La voz de Elena tiembla en el teléfono. 

Le cuento que me levanté del piso de un salto y le propuse a Peta practicar. 

«¿Practicar ser caballo?», preguntó, «¿y eso cómo se hace?». 

«Como vos te lo imagines». 

Peta se levantó también de un salto. La certeza de mi respuesta parecía colmarlo de energía. 

«Ser caballo se practica caminando con un pie delante del otro», dijo. 

«¡Perfecto! ¡A practicar!». 

Caminamos en línea a la par, de una punta a la otra de la habitación, con los brazos extendidos y las manos abiertas, simulando estar haciendo un gran esfuerzo para no perder el equilibrio. 

«Y cuanto más cerrados los ojos, más caballo se es», dijo Peta. 

«¡Perfecto!». 

Cerramos los ojos y practicamos otra ronda ida y vuelta. 

«Y cuanto más alto se está...», Peta dio un salto al borde de la cama, «... más caballo se es». 

Puso un pie delante del otro sobre la viga de madera e intentó avanzar con los ojos cerrados. 

Elena hace un ruido en el teléfono, confuso y gutural, pareciera haberse tragado algo lleno de dolor, y sé que está pensando en la cornisa que da al patio. 

—Cuando te fuiste de la habitación, ¿ya estaba acostado? 

No lo recuerdo, pero contesto que sí. Nos quedamos en silencio y ya no sé si debería seguir. 

—Ay, Leila. —Escucho el papel de su cigarrillo chispear—. Duela lo que duela, cualquier cosa que me digas sobre Peta es como estar unos segundos más con él. Gracias. 

—Hay algo más. Algo que quiero contarte. 

Pienso en el patio, Peta jugó ahí desde que empezó a gatear, con Elena sentada en el banco del pasillo, siempre cerca, siempre atenta. Leía, trabajaba, hablaba por teléfono, con un ojo todo el tiempo puesto en Peta. A veces se apoyaba contra la pared y cerraba los ojos, pero no se dormía. Recuerdo la mancha que había en el empapelado marfil, a la altura de su cabeza, como una nube brumosa. ¿Va a morirse ahí sentada? ¿Habrá algo que yo pueda hacer para levantarla de ese banco? ¿Levantarla para qué? 

—Cuando Peta se cayó de la cornisa... —empiezo, pero me detengo. 

Miro el parque más allá del balcón: en Lyon ya es noche cerrada. 

Y de repente ahí están todas las palabras que empiezo a decirle al teléfono. Ya no puedo decidir qué es lógico o ilógico, qué podría ser doloroso y qué podría ser soportable. Narro lo que ocurrió tal cual me viene a la memoria: el ruido del cuerpo contra la baldosa del patio. Cómo los tres tardamos un segundo en entender, en darnos vuelta en la mesa y en reaccionar. Cómo al fin ellos dos saltaron de las sillas y corrieron hasta Peta. Alberto no quería moverlo, Elena lo levantó y lo apretó contra ella, quería gritar, pero no podía, porque ni el chico ni ella respiraban. Elena estaba de rodillas y la sangre crecía a su alrededor, parecía que todo el problema era que estaba apretando demasiado a su hijo. Me acuerdo de que me levanté de la mesa y dije: «Llamo una ambulancia». Pero nadie asintió ni se movió. Fui hasta la cocina y llamé. Di la dirección, contesté algunas preguntas y cuando corté ya no pude regresar al patio. Mi saco estaba sobre el banco del pasillo, y ahí lo dejé. Salí de la casa. Cerré la puerta lentamente y el ruido de la cerradura me confirmó que yo ya estaba del otro lado. Me quedé mirando el picaporte, hasta que escuché a Elena gritar. Y entonces, sin voltearme todavía, presentí algo extraño a mis espaldas. No me animaba a girar para ver. Unas gotas de transpiración rodaron por mi frente hasta el mentón y golpearon contra la baldosa. Date vuelta, me dije, el peor dolor quedó dentro de la casa, Elena seguía gritando, lo que sea que pase ahora no te va a matar. Y giré hacia la calle. 

Recostado en el asfalto, con la poca luz de un único farol al final de la cuadra, el cuerpo se veía tan desproporcionado y grande que tardé en entender qué era. Era un caballo, echado sobre el asfalto como si se hubiera caído de algún lado. Me acerqué despacio, intentando no asustarlo. Respiraba agitado, su estómago hinchado se inflaba y desinflaba estirando bajo las riendas la piel gastada. Los ojos grandes y oscuros buscaban en la noche, y yo tuve la certeza de que me buscaban a mí. Levantó la cabeza para mirarme de frente. Bufó, intentó levantarse pero no pudo. Me arrodillé junto a él, me abracé a su cabeza y apoyé mi frente contra la suya. «Vas a estar bien», le dije. «Tranquilo». 

Primero llegó la ambulancia, después la policía. Les señalé la casa para orientarlos. Enseguida aparecieron algunos vecinos. Se acercaban, veían el caballo y se quedaban ahí parados, confundidos. Y todo ese tiempo yo me quedé donde estaba, abrazada al animal. 

Unos minutos después vi a Alberto y a Elena salir detrás de una camilla. A mis espaldas, un vecino llamaba a una urgencia veterinaria. Algo distrajo a Elena, que miró en mi dirección, confundida. Se subió a la ambulancia trastabillando. Los enfermeros trabaron las puertas y el ruido agudo de la sirena se alejó a toda velocidad. 

Hago una pausa. Aparto un momento el teléfono y suspiro. Unos segundos después le pregunto: 

—¿Te acordás del caballo? 

Elena no dice nada. 

Hubo un velorio tres días más tarde, y luego un entierro. Antes de irme le di un abrazo a cada uno, primero a Alberto, después a Elena, separados por primera vez, inmóviles entre los invitados, atentos de una manera extraña: al suelo, a los ruidos más pequeños, buscando en el barullo algo que parecían haber tenido en la mano un segundo atrás. 

Me ocupé del caballo, que estuvo unos días en la veterinaria de la Facultad de Agronomía, recuperándose. Localicé unas caballerizas en Luján, donde me hacían buen precio por tenerlo todo el año si pagaba por adelantado. Estaba dispuesta a gastar en él una fortuna, pero dos semanas más tarde alguien me contactó en Lyon para avisar que un hombre lo había reclamado, y que el animal ya estaba otra vez con su dueño. Creo que fue por esos días que llamé a Hurlingham para ver cómo estaban, pero no los encontré. O quizá tuve la intención de llamar, y al final no lo hice. Ellos tampoco. Y ya no volvimos a hablar. 

Escucho en el teléfono un chasquido, las patas del banco chirriar. ¿Se puso Elena de pie? ¿Estará mirando el patio? ¿Qué hay ahora en el patio? ¿Por qué no dice nada? 

—Elena, ¿estás ahí? 

A veces sueño que vuelvo a Buenos Aires. Casi siempre estoy en un taxi, mirando atenta por la ventana. Y entonces lo veo. Lo reconozco enseguida. El color, la altura, las orejas. Tira del carro con cansancio. Un carro enorme, desproporcionado para su tamaño. Pido que detengan el coche, me bajo y corro hacia él. El hombre que lo conduce a latigazos no entiende qué ocurre, tira de las riendas para frenarlo. El caballo se detiene, bufa, se vuelve hacia mí. Toco su cabeza enorme, mi frente otra vez contra su frente. Una palma abierta contra su pómulo, la otra contra su pecho. Es tan enorme y precioso, y yo estoy pidiéndole perdón. 

—No tengo tiempo para tonterías —dice Elena—, ¿no te das cuenta? 

Tiene razón, tanta razón. ¿Qué vamos a hacer ahora? 

—Se acabó —dice, pero hay un cambio sutil en su ímpetu—. ¿Dónde está? 

Sostengo el teléfono, intento ponerme en su lugar. ¿Qué me está preguntando? 

—El caballo, Leila. 

—El caballo —digo haciendo tiempo, tratando de entender este último pedido. Busco desesperada, entre los recuerdos de Argentina, un lugar donde haya un caballo que se pueda abrazar. 

—Leila... 

—Sí, claro —digo—. Sí. ¿Tenés para anotar? 

—Tengo —dice ella, y escucho un ruido que reconozco con toda claridad: empuja el ventanal, lo abre. El sonido cambia por completo. Elena está de pie frente al patio—. Tengo todo —dice—. Todo está acá listo. Te escucho.

Libro: El buen mal (2025).

jueves, 9 de octubre de 2025

Qué Grande! Ep. 84: Samanta Schweblin

Fantástica y perturbadora, Samanta Schweblin es una de las escritoras más destacadas de la literatura contemporánea argentina. Exploramos sus cuentos de trama íntima y envolvente, que revelan lo extraño en lo cotidiano y lo inquietante en lo familiar. Emitido en vivo el jueves 9 de octubre de 2025 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Ver o escuchar en YouTube


Lecturas
  • Un animal fabuloso
  • Bajo tierra
  • Pasa siempre en esta casa
Micro "Cuando los pájaros golpean el vidrio"
  • Poema 18 y Poema 25, de Liliana Campazzo.

martes, 7 de octubre de 2025

El placer del desahogo / juegos de diván - Texto de Juan Pablo Iozzia


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

(*) Nace asterisco para adelantar por dónde va deambulando mi mente. Estoy perdiendo un poco de satisfacción lírica. Cada vez más cansado de mí, busco consuelo perdones en ustedes. Amanezco muy enfureciendo conmigo mismo, ni en mis narraciones lo puedo velar. Los zapatos me oprimen, pienso cómo hacer para no estar más en ellos... A cara lavada, no me canso de caer en boludeces decadentes.

Garabatear sobre las reuniones me seduce. Requiero primera persona para transmitir lo que me pasa y lo que ellos sienten. No es fácil pincelar por encargo, pero me gusta el desafío. A menudo sé de qué y a qué le escribo, no me condicionan los títulos. Intentaré pintar con trazos suaves este pictórico presente. El compromiso encarrila más fácil las ovejunas oraciones.

Por estos pagos, aspiro a retratar lo que últimamente se respira: un colérico pesimismo... un denso y colérico pesimismo, atmósfera que nos facilita pasar de una discusión a otra. Material sobra. Por sentar culo en silla, se va complejizando el guion, con ecuaciones, fórmulas y por momentos sin coherencia, irrigamos hasta el hartazgo a nuestras sombrías y aplacadas gargantas.

Como verás, el aire está tallado de angustia, de una madera rescatada de aquel bosque calcinado, de troncos arrancados de antiguos proyectos truncos; carpinteros contemplando desde una punta el tablón de la vida.

El retrato se asemeja al del apostador que acaba de perderlo todo. Un juego de reyes sin corona no va a alcanzar (al menos son del mismo palo.) Un pleno por sentirse pleno vale la pena, pero salió mal ...y quedó tan tachado como amputado el calendario en septiembre (Todavía tengo hundidas en la piel las astillas de la platea de la Copa América.) Volvimos a creer en el encierro del taller sabatino (El lunes a veces llega con el satisfactorio aserrín de lo que no fue pudo haber sido.)

Es cierto que por momentos hemos perdido el humor, quizás algo o alguien nos lo robó. El humo pule lo blanco, resquebraja los ojos y cristaliza arteriales miedos, pero acá nadie finge ni las muecas señores.
Quien lo intente, será custodiado por el manual sepia.

Todo es tan desolado, que me cuesta terminar de cuajar una idea. Se me apelotona una maraña de sofocones... Intento dejar todo para mañana, pero mañana no es mejor.

Entender y/o distinguir si son momentos, etapas nuevas, crisis profundas o si son las puertas del desamorío entreabiertas es difícil. Más bien diría que un tormentoso cóctel de todas ellas. No siempre se acaba el tiempo si son las tres, quizás solo el sol nos pause por un rato.

Al trípode no lo convocan las curvas femeninas ni sus candongas, la cosa va de psicología barrial. ¡Villa Farrell se viste de consultorio! Hoy parecen tangueros que lloran la nostalgia de un pasado, que mezclaba música disco, cumbia y reggaeton. Las espirales topicales hipnotizan a los miembros del soporte. Lo lindo es que sigue de moda gastar lo gastado, aunque eso también está perdiendo la gracia.

Estamos enamorados de la palabra, de expulsar lo que sentimos. Lo único que habrá de intro-vertido será el Fernet. (¡Ja!) Entre nosotros buscamos lo mismo: hombro y oído rotan (se prestan de ida y vuelta) todas aquellas partes corporales que frases hechas mencionan, todas aquellas que (mano en pecho) ponemos en práctica.

¿Con cuántas personas se llega a un verdadero conocimiento en la vida?

Contemos con quienes nos sentimos siempre a gusto de compartir nuestras penas. (¡Fijate todos los dedos que te sobran! Y fijate que no te sobren todos.)

[Es público que este relator tiene obsesión por quitarle un poco de desesperanza a las cosas (al menos cuando escribe).]

Sabemos que en la arquitectura propuesta, si se derrumba una gamba, junto a ella las otras dos se desplomarán en caída libre, ¡y es un orgullo estar de pie con estos pibes!

Estamos lejos de ser de ser modelos de comunicación, pero cerca de tener a la comunicación como modelo. Esa es el fortuna que otros no ven, una fortuna digna de atesorar. Algunos vociferan que hay que 'tener' y nosotros tenemos de esas compañías que fortalecen. Cuando el rostro oculta tormentas de llanto y los poros parecen enchastrados de lágrimas, ahí se acerca un pañuelo con sus iniciales, con tus iniciales.
¡Brindo a su salud, AMIGOS!

__________________¡No me salió nada del enunciado!

Libro: Cardiogramas del alma (2016).

lunes, 6 de octubre de 2025

Auto consciencia - Poema de Hernán Descalzo


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Aun sigo lidiando con mi yo temeroso
quien teme a la soledad más que a la gran desdicha
quien expone su herida abierta y cae la ficha
de soledades sin hombros para hacer reposo

De ausencias que activan en el sistema nervioso
el protocolo de "volver al nido es la dicha"
nunca una mentira a uno mismo fue mejor dicha
perder la confianza en nosotros es peligroso.

Si al fin y al cabo somos perfectos para ser
quien vinimos a ser, es nuestro mejor papel
el protagónico de tu vida has de obtener.

Ganamos la audición, festejamos con pastel
solo hay que recordar que el ganar y que el perder
nos ayudan a avanzar al siguiente nivel.

Libro: Lemniscata (2025).

domingo, 5 de octubre de 2025

Los que observan - Capítulo de Hernán Descalzo de su libro Lemniscata


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

El enamoramiento, es también un arquetipo energético. O seria mis acertado o correcto decir que, hay un arquetipo energético, dentro del cual hay varios Sub-Arquetipos o Arquetipos Análogos humanos/mentales/emocionales, que se corresponden con este "Arquetipo energético", entre los cuales, el clásico enamoramiento es uno de ellos.

Otro arquetipo análogo podría ser el amor a la madre, a un padre, o de una madre a su hija o un padre, hermanas, etc. Hay varios diferentes, pero similares entre sí, sobre todo energéticamente hablando, pero para la mente podrían ser inmediatamente reconocibles sus diferencias. Uno podría decir que no es lo mismo el amor a mamá que a un amigo, o una pareja. Aunque si lo piensas no sería tan fácil de explicar.

Cuando comienzas a sentir, estos arquetipos energéticos, se sienten claros energéticamente, pero aún resultan confusos para la mente humana, sobre todo por sus preconceptos, que muchas veces no han sido escudriñados por el raciocinio propio de la persona. Estos preconceptos o prejuicios automáticos, son esas herencias que recibimos en nuestra infancia, en la cual no teníamos el desarrollo mental suficiente para, realmente revisar con nuestro raciocinio propio, y realmente entender, si estamos cien por ciento de acuerdo o no, por lo cual, solo las aceptamos y luego, ya de adolescentes, incluso hasta de adultos, la vida no nos lleva a revisar estos preconceptos, Y simplemente los repetimos una y otra vez, como una reacción involuntaria.

La energía no miente,

es verdad...

pero la mente

aún no ha tomado

una decisión, y esa

es la gran diferencia

ese vacío legal

                        en el cual,

la vida sucede...


la consciencia...


se pone a prueba..


y el raciocinio propio,

quien es prácticamente

el héroe de la historia,


se vuelve el personaje

coprotagonista...


¿De quién?.. del ego,

el inevitable protagonista.

quien, sabiendo tan poco

de todo y/o de nada,

se enfrenta al destino,

al caos mismo

de la incertidumbre,

muchas veces

sintiéndose...

subestimado por el mismo,

otras sintiéndose

el director de la obra,

sintiéndose el productor,

sobre estimando

su capacidad,

o su rol,

su personaje,

su posición.

(De repente, suena de fondo un silencio que lo ocupa todo, unánime... y trae en sus manos un mensaje subliminal, una revelación, una epifanía. Un correr del velo a la sabiduría del universo, que nos habla de diferentes formas. En lenguajes simbólicos, sutiles, nos deja mensajes entre líneas, como... las migajas de Hansel y Gretel. "A veces llegamos al lugar indicado creyendo que estamos perdidos").

Qué estúpidamente fácil sería!, si cada uno supiera exactamente cuál es su rol, si pudiéramos leer el libreto de nuestra obra, del teatro de nuestra vida, una obra autobiográfica en primera persona, con la cámara tan en mano que en realidad, la cámara son nuestros ojos, el escenario nuestra mente, el protagonista el ego, coprotagonista y héroe el raciocinio propio", y el antagonista... quién más sino... "Los Molinos de Viento", los sucesos, como sí mismos, entiéndase la realidad, y con una cantidad, realmente exagerada de extras, (no sé sinceramente quién financia todo esto), y también muchos coprotagonistas temporales/ relacionales que van pasando, a veces repasando y otras avanzando...

... Algo realmente llamativo sospechoso, es que... es como si el personaje siguiente supiera dónde se quedó su antecesor, siguiera por allí. Como una maestra suplente, que debe agarrar el proyecto de la maestra anterior, con licencia seguramente, y seguir su programa. Lo que me deja pensando en los escritores, las escritoras, quienes hacen escriben los libretos, de nuestra historia de vida, quién contrata, a esta maestra suplente. ¡Exijo saber!, ¿Cómo saben lo que saben? ¿Y quienes son?

Libro: Lemniscata (2025).

sábado, 4 de octubre de 2025

Aniversario del tren de la Línea Sur - Cuento de Teresa Fleitas


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

La Línea Sur de Rio Negro es la ruta 23 que conecta la zona atlántica al este con la zona cordillerana en el oeste. Paralelamente también la recorre el ferrocarril conocido como "Tren Patagónico" que va desde Viedma a San Carlos de Bariloche. En esta zona patagónica se pueden observar varios pueblos rurales, separados unos de otros por kilómetros de soledad. El paisaje de vegetación esteparia, como el de la Meseta de Somuncurá, domina toda esa región.

Pedro, un niño de 11 años, vive en uno de esos lugares. El tren pasa por allí con destino a la cordillera todos los sábados por la mañana. Si bien no se detiene en esa localidad pasa muy despacito. El niño y sus amigos siempre lo esperan y corren a su lado mientras saludan a los pasajeros del tren.

En los últimos días de marzo avisaron en el pueblo que el sábado siguiente pasaría el último servicio de esa temporada. Debian realizarle mantenimiento, por lo que tendría que estar un tiempo en talleres. Ese día llegó y esa vez el tren paró en el pueblo. Bajaron unas personas elegantes y se dirigieron a las oficinas de la estación, ya que habían solicitado una entrevista para hablar de un proyecto. Allí fueron recibidos por el Intendente y otras personalidades locales. Dijeron que la línea cumplirá sus 75 años haciendo este recorrido y para festejar le harán varios arreglos de remodelación y también un enorme ploteado en el exterior. Los hombres encargados del ferrocarril, dijeron que habían visto varias veces a los niños corriendo junto al tren y les había entusiasmado la imagen. Comentaron que les gustaba ver sus caritas de alegría y quisieron que ellos fueran las figuras del ploteo.

Mientras realizaban la reunión, varios empleados de la intendencia salieron de la oficina en búsqueda del grupo de niños referenciados por estos hombres. Cuando llegaron a las casas, invitaron a las familias a la reunión y los trasladaron rápidamente.

En la reunión con los padres comentaron que la propuesta era, desde arriba del tren, sacar varias fotografías a los niños corriendo a su lado, como lo hacían siempre. Debería estar todo bien planificado porque era necesario hacerlo de una sola vez, ya que el tren no podría volver hacia atrás para hacer la toma nuevamente. Dijeron que les pagarían un cachet por la filmación.

A Pedro, Luisito y los otros chicos les costó creer que algo que para ellos era un pasatiempo, había llamado la atención a los adultos. Pasó a ser de interés y hasta se haría una propaganda. Los niños hablaron un momento y Pedro levantó la mano ante todos los presentes, quería hacer un pedido en nombre suyo y de los otros niños. Ante el asentimiento de uno de los hombres para que Pedro continúe hablando, el niño dijo que a él y a sus amigos les gustaría, aunque sea una vez, subir al tren y poder viajar como hacen los turistas.

Pasado el tiempo del arreglo, el tren volvió a funcionar justo para el aniversario. Antes de salir el primer servicio, fueron a buscar a los niños y los llevaron en auto a la ciudad de Viedma, la estación desde donde iniciaba su recorrido. Los niños y sus padres cumplieron con el deseo de ser turistas.

Cuando el tren pasó por el pueblo todos pudieron ver que llevaba una gran imagen en el exterior de los vagones. Estaban tan naturales y con sus sonrisas de niños felices que, era lo que mas resaltaba. Parecia que saludaban a quienes veían pasar los vagones. Y también se veía a Pedro y sus amigos saludando por las ventanillas en medio del ploteado cumpliendo el deseo de ser "viajeros especiales". Esta vez fueron ellos los que saludaron a sus propios vecinos. Por años y años han contado en esa zona la historia del pueblo de los niños de las hermosas sonrisas.

Libro: Encuentro (2024).