viernes, 10 de octubre de 2025

Un animal fabuloso - Cuento de Samanta Schweblin


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Casi veinte años después del accidente, Elena me llama a Lyon. No reconozco su voz, pero cuando dice su nombre, sé perfectamente con quién estoy hablando. 

Por unos segundos la escucho respirar, sostengo el teléfono con el hombro y enciendo un cigarrillo. Despacio, intentando no hacer ningún ruido, salgo al balcón que da al parque, me siento en una de las sillas y me quito las sandalias empujándolas con los dedos de los pies. Quiere hablar de Peta, su hijo. Quiere saber qué es lo que recuerdo de la noche del accidente. Su voz es calma y carrasposa. Me pregunto si es por los años que han pasado, o si ese tono suyo tan dulce desapareció de pronto esa última vez que nos vimos. 

Subo los pies descalzos a la otra silla, me duelen los talones y las piernas. Estaba en Madrid esta mañana, y apenas logré dejar la valija en la entrada del departamento cuando sonó el teléfono. 

—¿Dónde estás, Elena? ¿Estás en Buenos Aires? 

Lo pregunto para ganar tiempo, para llegar un poco más a casa antes de entregarme a esta conversación. Su silencio me hace sospechar que nunca salió de Hurlingham, que quizá podría estar viviendo todavía en la casa donde ocurrió todo. 

—¿Y vos? —dice Elena—, ¿seguís viajando? 

Pienso en la nueva oficina en Marsella, en la cátedra de Planificación Urbana de Barcelona, en el desarrollo comercial en las afueras de Burdeos. Pero cuando imagino a Elena sentada en el banco que tenían en el ancho pasillo entre la cocina y el patio, cuando la imagino hablándome desde ese banco de tronco y patas de hierro que su padre alcohólico le hizo con sus propias manos como regalo de bodas, y que ella nunca quiso sacar de la casa, entonces digo: 

—Sí, un poco. —Y espero a ver qué dice ella. 

—Todavía tengo tu saco. 

¿Qué saco? Hay una decena de abrigos en mi placard, pero ya no recuerdo los que llevaba antes. 

—Me estoy muriendo, Leila. Por eso te llamo. 

Me miro los pies, muevo los dedos. Más allá del balcón el viento acaricia las copas de los árboles. Y de pronto pienso en el caballo. Después de muchos años vuelvo a pensar en él, en la primera vez que lo vi, con una claridad abrumadora. Iba a la casa de Elena directo desde el aeropuerto y el taxi paró en un semáforo de la avenida Vergara, justo al lado del animal. Estaba empacado, arrastraba un carro con un montón de colchones apilados encima y un hombre lo castigaba a latigazos para avanzar. Siempre hubo caballos en el conurbano de Buenos Aires, pero para entonces yo ya hacía tiempo que vivía afuera y la imagen me chocó. 

La panza del caballo estaba tan cerca que podría haber sacado la mano del coche para tocarla. Se veía hinchada, desproporcionada en el resto del cuerpo tan flaco. Las patas chuecas, el pelaje gastado alrededor de las correas. Pero sobre todo me acuerdo de la manera en la que el caballo giró la cabeza y me miró. Me miró a mí directamente, con esos grandes ojos oscuros. 

—Sé que fue hace tiempo —dice Elena—, pero... ¿te acordás del disfraz que llevaba esa noche Peta, el que se había hecho él mismo? Quiero que alguien me hable de mi Peta. —Cuando Elena tose intuyo qué es lo que ha cambiado tanto su voz—. Por favor, vos estuviste ahí. Si no a quién le voy a pedir. 

Espero unos segundos, Elena no dice nada, así que pregunto: 

—¿Estás enferma? ¿Qué te pasa? 

—Da igual, Leila, tenemos sesenta y pico de años y no paso del próximo mes. —Hay un salto leve en su tono, como si se hubiera puesto de pie—. Hace rato que trato de contactarte. 

—¿Estás en Hurlingham? —pregunto. 

Las dos nacimos en Hurlingham, pero nos conocimos en la facultad, cursando Arquitectura. 

—Sí —dice Elena. 

Pienso en Alberto, y ahora estoy intentando no preguntar por él. 

—¿Pero te mudaste? —pregunto. 

Los recuerdo en el patio, el mismo patio donde ocurrió el accidente. 

—Sigo en casa. —La escucho toser—. Esperá un momento. 

Parece que abandona el teléfono sobre el banco y se aleja. Me deja sola en su pasillo, tan cerca de aquel patio que, en Lyon, se me erizan los pelos de los brazos. 

Alberto y Elena se casaron un año después de conocerse. Los tres nos recibimos el mismo diciembre, pero enseguida yo acepté mi puesto en la agencia francesa, y dejé Argentina. Siempre les escribía si pasaba por Buenos Aires, y entonces ellos me invitaban a cenar a su pequeña casa de barrio de clase media, rediseñada bajo sus rigurosas miradas de arquitectos. Eran altos y robustos, y vestían las camisas y los pantalones claros que vestían los arquitectos, con sus relojes de diseño un poco sueltos en las muñecas. Elena llevaba el pelo atado en una cola castaña y los rulos alrededor de la frente se le erguían como pequeños resortes. A veces Alberto se los acomodaba detrás de las orejas. Lo hacía con cariño, pero lo hacía sobre todo cuando era ella la que hablaba y él empezaba a distraerse. 

En el teléfono escucho el ruido de la puerta de una heladera. Me acuerdo de cada detalle de esa cocina. Bastan dos pasos para regresar al pasillo, prácticamente una extensión del patio, porque la ventana corrediza con la que reemplazaron una pared en la primera remodelación estaba siempre abierta. Y ahí, sentada en el banco, era donde a Elena le gustaba «sentir el aire». La casa no era grande, pero habían demolido algunas divisiones y sabían dónde poner las luces y los sillones para que sí lo pareciera. Tuvieron al chico varios años después de recibirse y lo criaron con el mismo cuidado y devoción compartida con que encaraban todos sus proyectos profesionales. Para esa última visita que les hice llevaban nueve años de casados, y el chico acababa de cumplir los siete. 

Elena protesta con un chistido, algo se cae al suelo. ¿A quién voy a contarle sobre esta llamada?, pienso. Nadie en Francia sabe sobre esto. En realidad, ni siquiera Elena sabe lo que me ocurrió a mí esa noche más allá del accidente. Llama porque quiere oír a alguien decir algo sobre Peta. No parece intuir nada más. 

Los pasos regresan, Elena levanta el teléfono. El banco chilla cuando vuelve a sentarse. 

—Estoy tomando fernet —dice—, quiero adquirir al menos un vicio antes de morirme. ¿Te parece que estoy a tiempo? 

—Por supuesto. Podemos tomar seis de esos por teléfono cada día. 

Nos reímos. Si ella realmente lo necesitara, yo estaría dispuesta a acompañarla. Siempre es así, me doy cuenta de cuánto extraño a alguien de repente, con la angustia que llega de golpe, y tengo que hacer un esfuerzo para no emocionarme. 

La escucho encender un cigarrillo, no sabía que fumaba. Intento recordar algún detalle sobre Peta pero solo veo al caballo. Elena inhala y el papel del cigarrillo cruje, consumiéndose. No va a decir nada más hasta que yo empiece a hablar. 

—Fue él quien me abrió la puerta. 

Elena exhala el humo con una bocanada lenta, casi aliviada. 

Se llamaba Pedro, pero le decían Peta. Lo conocí a sus dos años, en la primera de la decena de visitas a Buenos Aires tras la asociación de mi agencia en el desarrollo de dos torres en Puerto Madero. También lo vi una noche a sus cuatro, pero el chico ya estaba dormido. Y luego esa vez, a sus siete, todas las imágenes que ahora vienen a mí son de esa última visita. Lo veo parado en la puerta, metido en un vestido largo improvisado hecho de papel metálico, sacando el pecho con la rigidez de un gendarme. 

Le cuento a Elena la impresión que me dio verlo tan grande, y a ellos dos, «a vos y a Alberto», digo, preparando una picada en el patio, yendo y viniendo a la cocina con esa armonía tan efectiva con la que hacían todo. Digo «hacían» y espero unos segundos a ver si ella aclara algo de Alberto. Describo la casa, el gran espejo que acababan de instalar en el hall. Lo cansada que estaba del viaje y cómo la primera copa en el patio lo alivianó todo. Es increíble las cosas que una recuerda veinte años más tarde. Por ejemplo, que tenía los pies descalzos y que la loza del patio todavía estaba tibia. Quizá es la sensación del placer y del dolor lo que deja siempre una marca más vívida, porque son las cosas que le pasan al cuerpo. O quizá es porque hubo un tiempo en que repasé mucho estos recuerdos, y yo misma elegí a qué detalles volver para intentar entender lo que había pasado. 

En mi balcón, la tarde empieza a oscurecerse. 

—Yo también voy a prepararme un trago, Elena. 

—Te espero. 

Dejo el teléfono en la silla, entro y cruzo los dos grandes livings hacia el comedor. Me pregunto si Elena se sentiría cómoda entre tantas bibliotecas. Si aprobaría mis sillones, el gran vitró de la cocina abierta, el parqué de nogal que mi segundo exmarido se empeñó en instalar. Abro el mueblecito de las bebidas y me sirvo un poco de whisky. Elena solo quiere que alguien nombre a Peta para ella. Que describan cómo ataba sus zapatillas de colores, su cuarto minuciosamente desordenado, sus uñas suaves y cortitas llenas de marcas de pintura. Entonces me doy cuenta: quizá esta sea la última vez que hablemos, de esto se trata esta llamada, y así entiendo que, aunque ella solo quiera escuchar sobre Peta, yo voy a contarle lo del caballo. 

Regreso con mi whisky ordenando los recuerdos, confundida por la nitidez con la que se despliegan en mi cabeza. 

—¿Estás ahí? —pregunto. 

—Sí. 

—No tengo hijos, Elena. No tuve, pero... Vas a pensar que esto es algo mío, personal, que no tiene que ver con lo que le pasó a Peta. 

Espero, en Elena el silencio siempre fue desconcierto. 

Le explico lo que descubrí esa noche después de conversar un rato con Peta, tirados en la alfombra. Yo ya sabía de las excentricidades del chico, y lo talentoso que era dibujando. Cómo dos años atrás había estudiado el recorrido que la luz del día hacía sobre las paredes, y que «exponía» sus trabajos colgándolos solo en esas zonas de luz «verdadera». Su obsesión por pintar caballos, y el control que, a sus siete años, ya tenía sobre las perspectivas y los colores. Muchos padres sobrevaloran el talento de sus hijos, y yo no sabía hasta ese momento todo lo que realmente estaba pasando en la cabeza de Peta. Pero quizá por ser hijo de arquitectos, quizá por puro talento, Peta era un caso sorprendente. 

Esa noche, cuando el chico subió solo a su habitación, Elena y Alberto me insistieron en que fuera yo la que verificara que se cepillara los dientes y se acostara. Acepté enseguida cuando me confesaron divertidos que, si había gente a cenar, cuando Peta terminaba de comer, solo contestaba preguntas de las visitas, y en cambio a ellos dejaba de hablarles. Creían que era su manera de invitar a nuevas personas a su cuarto. Acepté el reto, y en cuanto estuve sola con el chico le pregunté por qué hacía lo que hacía. Peta dijo: «Hago como que están muertos», y se rio tapándose la boca, tentado por su propio juego. Me invitó a tirarme en la alfombra para mostrarme el techo, y me indicó las constelaciones que había estado marcando con un punzón, descascarando la pintura. Desde el piso eran apenas perceptibles, porque trabajaba solo en las marcas, que pintaría todas a la vez para el siguiente cumpleaños de Elena. Le pregunté cómo alcanzaba solo tan alto y dijo: «Tengo una técnica», pero no me explicó cuál era. Seguimos un rato ahí, acostados panza arriba, hasta que se giró hacia mí, muy serio, y me preguntó: «¿Te despertaste alguna vez en el medio de la noche? Pero digo despertarte sin que nadie te despierte, despertarte de verdad». 

Era un chico extraordinario, y a la vez un chico de lo más normal. En realidad, lo único extraordinario hasta ese momento estaba ocurriendo dentro de mí: ahí, echada en la alfombra a su lado, fantaseé con la idea de que alguien pudiera necesitarme tan específicamente, tan exclusivamente a mí. Sin embargo, yo no quería ser madre, nunca me había interesado. 

A Elena no le cuento nada de esto, que Peta me hacía preguntas y yo pensaba lo que está preguntando parece simple, pero es demasiado complejo; pensaba ¿entenderán los adultos que rodean a este chico la magnitud de esta pregunta? Pensaba yo puedo entenderlo, yo puedo contestarle sin engañarlo ni destruirlo. Era una intuición poderosa, una pulsión que me confirmaba: este chico es algo demasiado precioso, vos sí serías capaz de cuidar algo así. 

A ella solo le cuento lo que el chico dijo después: «No quiero ser arquitecto». No le digo lo que pensé: que en el tono firme en el que hablaba, en la manera en que le brillaban los ojos mientras descubría el sentido de sus palabras, parecía también dar a entender «soy algo tan grande que no puedo permitirme el mundo de los hombres». Ni que esperé unos calculados segundos antes de volver a hablar, para que Peta terminara de saborear su propio descubrimiento y pudiera reconocerlo en todo su esplendor, ni que asentí como diciendo: «¡Sí! ¡Sí! ¡Esa es la verdadera verdad! ¡Podés ser lo que sea que quieras!». 

A Elena solo le cuento lo que le pregunté a Peta después: 

«¿Y qué querés ser?». 

«Quiero ser un caballo». 

—¿Un caballo? —La voz de Elena tiembla en el teléfono. 

Le cuento que me levanté del piso de un salto y le propuse a Peta practicar. 

«¿Practicar ser caballo?», preguntó, «¿y eso cómo se hace?». 

«Como vos te lo imagines». 

Peta se levantó también de un salto. La certeza de mi respuesta parecía colmarlo de energía. 

«Ser caballo se practica caminando con un pie delante del otro», dijo. 

«¡Perfecto! ¡A practicar!». 

Caminamos en línea a la par, de una punta a la otra de la habitación, con los brazos extendidos y las manos abiertas, simulando estar haciendo un gran esfuerzo para no perder el equilibrio. 

«Y cuanto más cerrados los ojos, más caballo se es», dijo Peta. 

«¡Perfecto!». 

Cerramos los ojos y practicamos otra ronda ida y vuelta. 

«Y cuanto más alto se está...», Peta dio un salto al borde de la cama, «... más caballo se es». 

Puso un pie delante del otro sobre la viga de madera e intentó avanzar con los ojos cerrados. 

Elena hace un ruido en el teléfono, confuso y gutural, pareciera haberse tragado algo lleno de dolor, y sé que está pensando en la cornisa que da al patio. 

—Cuando te fuiste de la habitación, ¿ya estaba acostado? 

No lo recuerdo, pero contesto que sí. Nos quedamos en silencio y ya no sé si debería seguir. 

—Ay, Leila. —Escucho el papel de su cigarrillo chispear—. Duela lo que duela, cualquier cosa que me digas sobre Peta es como estar unos segundos más con él. Gracias. 

—Hay algo más. Algo que quiero contarte. 

Pienso en el patio, Peta jugó ahí desde que empezó a gatear, con Elena sentada en el banco del pasillo, siempre cerca, siempre atenta. Leía, trabajaba, hablaba por teléfono, con un ojo todo el tiempo puesto en Peta. A veces se apoyaba contra la pared y cerraba los ojos, pero no se dormía. Recuerdo la mancha que había en el empapelado marfil, a la altura de su cabeza, como una nube brumosa. ¿Va a morirse ahí sentada? ¿Habrá algo que yo pueda hacer para levantarla de ese banco? ¿Levantarla para qué? 

—Cuando Peta se cayó de la cornisa... —empiezo, pero me detengo. 

Miro el parque más allá del balcón: en Lyon ya es noche cerrada. 

Y de repente ahí están todas las palabras que empiezo a decirle al teléfono. Ya no puedo decidir qué es lógico o ilógico, qué podría ser doloroso y qué podría ser soportable. Narro lo que ocurrió tal cual me viene a la memoria: el ruido del cuerpo contra la baldosa del patio. Cómo los tres tardamos un segundo en entender, en darnos vuelta en la mesa y en reaccionar. Cómo al fin ellos dos saltaron de las sillas y corrieron hasta Peta. Alberto no quería moverlo, Elena lo levantó y lo apretó contra ella, quería gritar, pero no podía, porque ni el chico ni ella respiraban. Elena estaba de rodillas y la sangre crecía a su alrededor, parecía que todo el problema era que estaba apretando demasiado a su hijo. Me acuerdo de que me levanté de la mesa y dije: «Llamo una ambulancia». Pero nadie asintió ni se movió. Fui hasta la cocina y llamé. Di la dirección, contesté algunas preguntas y cuando corté ya no pude regresar al patio. Mi saco estaba sobre el banco del pasillo, y ahí lo dejé. Salí de la casa. Cerré la puerta lentamente y el ruido de la cerradura me confirmó que yo ya estaba del otro lado. Me quedé mirando el picaporte, hasta que escuché a Elena gritar. Y entonces, sin voltearme todavía, presentí algo extraño a mis espaldas. No me animaba a girar para ver. Unas gotas de transpiración rodaron por mi frente hasta el mentón y golpearon contra la baldosa. Date vuelta, me dije, el peor dolor quedó dentro de la casa, Elena seguía gritando, lo que sea que pase ahora no te va a matar. Y giré hacia la calle. 

Recostado en el asfalto, con la poca luz de un único farol al final de la cuadra, el cuerpo se veía tan desproporcionado y grande que tardé en entender qué era. Era un caballo, echado sobre el asfalto como si se hubiera caído de algún lado. Me acerqué despacio, intentando no asustarlo. Respiraba agitado, su estómago hinchado se inflaba y desinflaba estirando bajo las riendas la piel gastada. Los ojos grandes y oscuros buscaban en la noche, y yo tuve la certeza de que me buscaban a mí. Levantó la cabeza para mirarme de frente. Bufó, intentó levantarse pero no pudo. Me arrodillé junto a él, me abracé a su cabeza y apoyé mi frente contra la suya. «Vas a estar bien», le dije. «Tranquilo». 

Primero llegó la ambulancia, después la policía. Les señalé la casa para orientarlos. Enseguida aparecieron algunos vecinos. Se acercaban, veían el caballo y se quedaban ahí parados, confundidos. Y todo ese tiempo yo me quedé donde estaba, abrazada al animal. 

Unos minutos después vi a Alberto y a Elena salir detrás de una camilla. A mis espaldas, un vecino llamaba a una urgencia veterinaria. Algo distrajo a Elena, que miró en mi dirección, confundida. Se subió a la ambulancia trastabillando. Los enfermeros trabaron las puertas y el ruido agudo de la sirena se alejó a toda velocidad. 

Hago una pausa. Aparto un momento el teléfono y suspiro. Unos segundos después le pregunto: 

—¿Te acordás del caballo? 

Elena no dice nada. 

Hubo un velorio tres días más tarde, y luego un entierro. Antes de irme le di un abrazo a cada uno, primero a Alberto, después a Elena, separados por primera vez, inmóviles entre los invitados, atentos de una manera extraña: al suelo, a los ruidos más pequeños, buscando en el barullo algo que parecían haber tenido en la mano un segundo atrás. 

Me ocupé del caballo, que estuvo unos días en la veterinaria de la Facultad de Agronomía, recuperándose. Localicé unas caballerizas en Luján, donde me hacían buen precio por tenerlo todo el año si pagaba por adelantado. Estaba dispuesta a gastar en él una fortuna, pero dos semanas más tarde alguien me contactó en Lyon para avisar que un hombre lo había reclamado, y que el animal ya estaba otra vez con su dueño. Creo que fue por esos días que llamé a Hurlingham para ver cómo estaban, pero no los encontré. O quizá tuve la intención de llamar, y al final no lo hice. Ellos tampoco. Y ya no volvimos a hablar. 

Escucho en el teléfono un chasquido, las patas del banco chirriar. ¿Se puso Elena de pie? ¿Estará mirando el patio? ¿Qué hay ahora en el patio? ¿Por qué no dice nada? 

—Elena, ¿estás ahí? 

A veces sueño que vuelvo a Buenos Aires. Casi siempre estoy en un taxi, mirando atenta por la ventana. Y entonces lo veo. Lo reconozco enseguida. El color, la altura, las orejas. Tira del carro con cansancio. Un carro enorme, desproporcionado para su tamaño. Pido que detengan el coche, me bajo y corro hacia él. El hombre que lo conduce a latigazos no entiende qué ocurre, tira de las riendas para frenarlo. El caballo se detiene, bufa, se vuelve hacia mí. Toco su cabeza enorme, mi frente otra vez contra su frente. Una palma abierta contra su pómulo, la otra contra su pecho. Es tan enorme y precioso, y yo estoy pidiéndole perdón. 

—No tengo tiempo para tonterías —dice Elena—, ¿no te das cuenta? 

Tiene razón, tanta razón. ¿Qué vamos a hacer ahora? 

—Se acabó —dice, pero hay un cambio sutil en su ímpetu—. ¿Dónde está? 

Sostengo el teléfono, intento ponerme en su lugar. ¿Qué me está preguntando? 

—El caballo, Leila. 

—El caballo —digo haciendo tiempo, tratando de entender este último pedido. Busco desesperada, entre los recuerdos de Argentina, un lugar donde haya un caballo que se pueda abrazar. 

—Leila... 

—Sí, claro —digo—. Sí. ¿Tenés para anotar? 

—Tengo —dice ella, y escucho un ruido que reconozco con toda claridad: empuja el ventanal, lo abre. El sonido cambia por completo. Elena está de pie frente al patio—. Tengo todo —dice—. Todo está acá listo. Te escucho.

Libro: El buen mal (2025).

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