lunes, 30 de septiembre de 2024

El avión de la bella durmiente - Cuento de Gabriel García Márquez


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las buganvilias. “Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y, desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.

Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.

Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.

—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.

Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.

—Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.

—Cuatro.

Su sonrisa tuvo un destello triunfal.

—En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.

Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.

Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.

Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.

A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.

El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.

Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.

Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.

Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.

Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.

—A tu salud, bella.

Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espumas de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.

—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.

Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.

Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.

El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací Tauro!”.

Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.

Libro: Doce cuentos peregrinos (1982).

domingo, 29 de septiembre de 2024

Celestina - Cuento de Silvina Ocampo


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Era la persona más importante de la casa. Manejaba la cocina y las llaves de las alacenas. Era necesario complacerla.

Para que fuera feliz, había que darle malas noticias: esas noticias eran tónicos para su cuerpo, deleites para su espíritu.

–Celestina, hoy, mientras daba a luz, murió de un ataque al corazón la señora Celina Romero, aquella mujer simpática y bondadosa, a quien convidó usted con carbonada y niños envueltos. Nadie se ocupará del hijo, que tiene dos cabezas y una sola oreja.

–¿Y en todo lo demás el niño es normal?

–No. Tiene el talón del pie colocado adelante, los dedos en el talón, además de las pestañas dentro de los párpados. Hablan de hacerle una operación.

–¡Qué pavada operar a un recién nacido!

Celestina se incorporaba en la silla, como en el agua una flor marchita, y revivía.

–Celestina, hay terremotos en Chile; maremotos también. Ciudades enteras han desaparecido. Los ríos se transforman en montañas, las montañas en ríos. Se desbordan, se vienen abajo. Predicen el fin del mundo.

Celestina sonreía misteriosamente. Ella que era tan pálida, se sonrojaba un poco.

–¿Cuántos muertos? –preguntaba.

–Todavía no se sabe. Muchos han desaparecido.

–¿Podría mostrarme el diario?

Le mostrábamos el diario, con las fotografías de los desastres. Las guardaba sobre su corazón.

–¡Qué broma! –respondía.

–Celestina, la criminalidad infantil aumenta. Ayer, mientras el señor Ismael Rébora, que usted conoce, dormía, con la dosis habitual de somnífero, su nieto, Amílcar, de ocho años de edad, con el cuchillo que utilizaba para sacar punta a los lápices y a las cañas de bambú, le infirió varias heridas mortales. El señor Ismael Rébora tuvo tiempo de encender la luz para ver cómo le asestaban la cuarta puñalada y comprobar que el autor del hecho, no sólo era un niño, sino su nieto, amargura que para él duró la fracción de un segundo, pero no para su familia, que ocultó el asesinato con éxito, y que tiene que convivir ahora con un pequeño criminal que asesinará con el tiempo al resto de la familia.

–A lo mejor –respondía Celestina.

Durante horas fue amable, bondadosa, alegre, casi bonita; tarareaba una canción española, que expresaba claramente su regocijo.

Celestina podía vivir en carne propia las malas noticias.

–Esta casa está incendiándose –le dijeron un día–. Los bomberos ya están al pie del edificio, tratando de apagar el incendio. No, no es una broma. De los grifos, en vez de agua, salen llamas. No podemos salvarnos, porque la escalera que da al pasillo de la puerta de calle está ardiendo y la de servicio está obstruida por los tirantes de madera que cayeron. De cada ventana se asoma el fuego, con sus ojos de anguila eléctrica.

Celestina, reconfortada con la mala noticia, se salvó del incendio sin una quemadura. Los otros inquilinos de la casa murieron o se salvaron con quemaduras de tercer grado.

A veces, por increíble que parezca, no hay malas noticias en los diarios. Es difícil, pero sucede. Entonces, hay que inventar crímenes, asaltos, muertes sobrenaturales, pestes, movimientos sísmicos, naufragios, accidentes de aviación o de tren, pero estas invenciones no satisfacen a Celestina. Mira con cara incrédula a su interlocutor.

Y llegó un día en que tuvimos sólo buenas noticias, y la imposibilidad de inventar malas noticias.

–¿Qué hacemos? –preguntaron Adela, Gertrudis y Ana.

–¿Buenas noticias? No hay que dárselas –dije, pues me había encariñado con Celestina.

–Algunas poquitas no le harán daño –dijeron.

–Por pocas que sean, le harán daño –protesté–. Es capaz de cualquier cosa.

Nos secreteábamos en las puertas. ¡Aquel último accidente, horrible, que yo le había anunciado, la dejó tan contenta! Fui personalmente a ver el tren descarrilado, a revisar los vagones en busca de un mechón de pelo, de un brazo mutilado para describírselo.

Como si hubiera presentido que estábamos preparándole una emboscada, nos llamó.

–¿Qué hacen? ¿Qué están complotando, niñas?

–Tenemos una buena noticia –dijo Adela, cruelmente.

Celestina palideció, pero creyó que se trataba de una broma. El sillón de mimbre donde estaba sentada, crujió debajo de su falda oscura.

–No te creo –dijo–. Sólo hay malas noticias en este mundo.

–Pues, no, Celestina. Los diarios están llenos de buenas noticias –dijo Ana, con los ojos brillantes–. De acuerdo con las estadísticas, se han podido combatir eficazmente las peores enfermedades.

–Son cuentos –musitó Celestina–. ¿Y tú, con esa carita triste, qué noticia me traes? –me dijo débilmente, con una última esperanza.

–Los crímenes han disminuido notablemente –exclamó Adela.

–En cuanto a la leucemia, es una historia antigua –musitó Gertrudis.

–Y yo gané a la lotería –dijo Ana diabólicamente, sacando un billete del bolsillo.

Esas voces agrias, anunciando noticias alegres, no auguraban nada bueno. Celestina cayó muerta.

Libro: Las invitadas (1961).

sábado, 28 de septiembre de 2024

A imagen y semejanza - Cuento de Mario Benedetti


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.

Libro: La muerte y otras sorpresas (1968).

viernes, 27 de septiembre de 2024

Caballo en el salitral - Cuento de Antonio Di Benedetto


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Agosto de 1924

El aeroplano viene toreando el aire.

Cuando pasa sobre los ranchos que se le arriman a la estación, los chicos se desbandan y los hombres envaran las piernas para aguantar el cimbrón.

Ya está de la otra mano, perdiéndose a ras del monte. Los niños y las madres asoman como después de la lluvia. Vuelven las voces de los hombres:

­¿Será Zanni…, el volador?

­No puede. Si Zanni le está dando la vuelta al mundo.

­¿Y qué, acaso no estamos en el mundo?

­Así es; pero eso no lo sabe nadie, aparte de nosotros.

Pedro Pascual oye y se guía por los más enterados: tiene que ser que el aeroplano le sale al paso al «tren del rey».

Humberto de Saboya, príncipe de Piamonte, no es rey; pero lo será, dicen, cuando se le muera el padre, que es rey de veras.

Esa misma tarde, dicen, el príncipe de Europa estará allí, en esa pobrecita tierra de los medanales.

Pedro Pascual quiere ver para contarle a la mujer. Mejor si estuviera acá. A Pedro Pascual le gusta compartir con ella, aunque sea el mate o la risa. Y no le agrada estar solo, como agregado a la visita, delante del corralón. No es hosco; no está asentado, no más: los mendocinos se ríen de su tonada cordobesa.

Se refugia en el acomodo de los fardos. Tanta tierra, la del patrón que él cuida, y tener que cargar pasto prensado y alambrado para quitarle el hambre a las vacas. Las manos que ajustan y cinchan dan con los yuyos que han segado en el camino: previsión medicinal para la casa. Perlilla, tabaquillo, té de burro, arrayán, atamisque… Mueve y ordena los manojos y la mezcla de fragancias le compone el hogar, resumido en una taza aromática. Pero se adueña del olfato la intensidad del tomillo y Pedro Pascual quiere compararlo con algo y no acierta, hasta que piensa, seguro: «…este es el rey, porque le da olor al campo».

¿Eso, el tren del rey? ¿Una maquinita y un vagón dándose humo? No puede ser; sin embargo, la gente dice…

Pedro Pascual desatiende. Lo llama esa carga de nubes azuladas, bajonas, que están tapando el cielo. Se siente como traicionado, como si lo hubieran distraído con un juguete zampándole por la espalda la tormenta. No obstante, ¿por qué ese disgusto y esa preocupación? ¿No es agua lo que precisa el campo? Sí, pero… su campo está más allá de la Loma de los Sapos.

La maquinita pita al dejar de lado la estación y a Pedro Pascual le parece que ha asustado las nubes. Se arremolinan, cambian de rumbo, se abren, como rajadas, como pechadas por un soplido formidable. El sol recae en la arena gris y amarronada y Pedro Pascual siente como si lo iluminara por dentro, porque el frente de nubes semeja haber reculado para llevarle el agua adonde él la precisa.

Ahora Pedro Pascual se reintegra al sitio donde está parado. Ahora lo entiende todo: la maquinita era algo así como un rastreador, o como un payaso que encabeza el desfile del circo. El «tren del rey», el tren que debe ser distinto de todos los trenes que se escapan por los rieles, viene más serio, allá al fondo.

Es distinto, se dice Pedro Pascual. Se da razones; porque en el miriñaque tiene unos escudos, y dos banderas. . . ¿Y por qué más? Porque parece deshabitado, con las ventanillas caídas, y nadie que se asome, nadie que baje o suba. El maquinista, allá, y un guarda, acá, y en las losetas de portland de la estación un milico cuadrado haciendo el saludo, ¿a quién?

La poblada, que no se animaba, se cuela en el andén y nadie la ataja. Los chicos están como chupados por lo que no ocurre. Los hombres caminan, largo a largo, pisan fuerte, y harían ruido si pudieran, pero las alpargatas no suenan. Se hablan alto, por mostrar coraje, mas ni uno solo mira el tren, como si no estuviera.

Después, cuando se va, sí, se quedan mirándole la cola y a los comentarios: «¡ Será ! . . . «

Antes que el tren sea una memoria, llega de atrás el avioncito obsequioso, dispuesto a no perderle los pasos.

Tendrá que arrepentirse, Pedro Pascual, de la curiosidad y de la demora; aunque poco tiempo le será dado para su arrepentimiento.

A una hora de marcha de la estación, donde ya no hay puestos de cabras, lo recibe y lo acosa, lo ciega el agua del cielo. Lo achica, lo voltea, como si quisiera tirarlo a un pozo. Lo acobarda, le mete miedo, trenzada con los refusilos que son de una pureza como la de la hoja del más peligroso acero.

Pedro Pascual deja el pescante. No quiere abandonar el caballito; pero el monte es achaparrado y apenas cabe él, en cuclillas. El animal humilde, obediente a una orden no pronunciada, se queda en la huella con el chaparrón en los lomos.

Entonces sucede. El rayo se desgarra como una llamarada blanca y prende en el alpataco de ramas curvas que daban amparo al hombre. Pedro Pascual alcanza a gritar, mientras se achicharra. Ruido hace, de achicharrarse.

El caballo, a unos metros, relincha de pavor, ciego de luz, y se desemboca a la noche con el lastre del carro y el pasto que le hunde las ruedas en la arena y en el agua, pero no lo frena.

Clarea en el bajo, mas no en los ojos del animal.

Ha huido toda la noche. Afloja el paso, somnoliento y vencido, y se detiene. El carro le pesa como un tirón a lo largo de las varas; sin embargo, lo aguanta. Cabecea un sueño. La pititorra picotea la superficie del pasto y a saltitos lleva su osadía por todo el dorso del caballo, hasta la cabeza. El animal despierta y se sacude y el pajarito le vuela en torno y deja a la vista las plumas blancas del pecho, adorno de su masa gris pardusca. Después lo abandona.

El cuadrúpedo obedece al hambre, más que a la fatiga. El pasto mojado de su carga le alerta las narices. Hunde el casco, afirma el remo, para darse impulso, y sale a buscar.

Huele, tras de orientarse, si bien donde está ya no hay ni la huella que ayuda y el silencio es tan imperioso que el animal ni relincha, como si participara de una mudez y una sordera universales.

El sol golpea en la arena, rebota y se le mete en la garganta.

No es difícil ­todavía­ beber, porque la lluvia reciente se ha aposentado al pie de los algarrobos y el ramaje la defiende de una rápida evaporación.

El olor de las vainas le remueve el instinto, por la experiencia de otro día de hambre desesperada, pero el algarrobo, con sus espinas, le acuchilla los labios.

El atardecer calma el día y concede un descanso al animal.

La nueva luz revela una huella triple, que viene al carro, se enmaraña y se devuelve. La formaron las patitas, que apenas se levantan, del pichiciego, el Juan Calado, el del vestido trunco de algodón de vidrio. El pasto enfardado pudo ser su golosina de una noche; estacionado, su eterno almacén. Muy elevado, sin embargo, para sus cortas piernas.

Muy feo, además, como indicio del desamparo y la pasividad del caballo de los ojos impedidos. Ahí está, débil, consumiéndose, incapaz de responder a las urgencias de su estómago.

Una perdiz se desanuda del monte y levanta con sus pitidos el miedo que empieza a gobernar, más que el hambre, al animal uncido al carro. Es que vienen volteando los yaguarondíes. La perdiz lo sabe; el caballo no lo sabe, pero se le avisa, por dentro.

Los dos gatazos, moro el uno, canela el otro, se tumban por juego, ruedan empelotados y con las manos afelpadas se amagan y se sacuden aunque sin daño, reservadas las uñas para la presa incauta o lerda que ya vendrá.

El caballo se moja repentinamente los ijares y dispara. El ruido excesivo, ese ruido que no es del desierto, ahuyenta a los yaguarondíes, si bien eso no está en los alcances del carguero y él tira al médano.

La arena es blanda y blandas son las curvas de sus lomadas. Otra, de rectas precisas, es la geometría del carro que se esfuerza por montarlas.

Sin embargo, en esa guerra de arena tiene un resuello el animal. Ofuscado y resoplante, tupidas las fosas nasales, no ha sondeado en largo rato en busca de alimento, pero el pie, como bola loca, ha dado con una mancha áspera de solupe. La cabeza, por fin, puede inclinarse por algo que no sea el cansancio. Los labios rastrean codiciosos hasta que dan con los tallos rígidos. Es como tragarse un palo; no obstante, el estómago los recibe con rumores de bienvenida.

El ramillete de finas hojas del coirón se ampara en la reciedumbre del solupe y, para prolongar las horas mansas del desquite de tanta hambruna, el coirón comestible se enlaza más abajo con los tallos tiernos del telquí de las ramitas decumbentes.

El olor de una planta ha denunciado la otra, mas nada revela el agua, y el animal retorna, con otro día, hacia las «islas» de monte que suelen encofrarla.

Un bañado turbio, que no refleja la luz, un bañado decadente que morirá con tres soles, lo retiene y lo retiene como un querido corral.

Las islas y las isletas se pueblan de sedientos animales en tránsito; disminuye su población cuando unos se dañan a otros, sin llegar a vaciarse.

El caballo se perturba con la vecindad vocinglera y reñidora, aunque nadie, todavía, se ha metido con él. Un día guarda distancia, condenándose al sol del arenal; al otro se arriesga y puede roer la miseria de la corteza del retamo.

De las islas se suelta la liebre. Ahonda su refugio el cuye. El zorro prescinde de su odio a la luz solar y deja ver a campo abierto su cola ampulosa detrás del cuerpo pobrete. Sólo en el ramaje queda vida, la de los pájaros; pero ellos también se silencian: viene el puma, el bandido rapado, el taimado que parece chiquito adelante y crece en su tren trasero para ayudar el salto.

No busca el agua, no comerá conejos. Desde lejos ha oteado en descubierto el caballo sin hombre. Se adelanta en contra del viento.

A favor, en cambio, tiene el aire una yegua guacha, libre, que no conoció jamás montura ni arreo alguno. Acude a las islas, por agua.

La inesperada presencia del macho la hace relinchar de gozo y el caballo en las varas vuelca la cabeza como si pudiera ver, armando sólo un revuelo de moscas. En los últimos metros, la yegua presume con un trotecito y al final se exhibe, delante, cejada, con sus largas crines y su cuerpo sano.

En el caballo resucita el ansia carnal. Si ella postergó la sed, él puede superar la declinación física.

Se arrima, se arriman él y su carro. La hembra desconfía de ese desplazamiento monstruoso, no entiende cómo se mueve el carro cuando se mueve el macho. Corcovea, se escurre al acercamiento de las cabezas que él intenta, como un extraño y atávico parlamento previo.

Brinca ella, excitada y recelosa; se aturde por el ímpetu cálido que la recorre. Y aturdida, conmovida, descuidada, depone su guardia montaraz y rueda con un relincho de pánico al primer salto y el primer zarpazo del puma.

Como herido en sus carnes, como perseguido por la fiera que está sangrando a la hembra, el caballo enloquece en una disparada que es traqueteo penoso rumbo adentro del arenal.

Corta fue la arena para el terror. La uña pisa ya la ciénaga salitrosa. Es una adherencia, un arrastre que pareciera chuparlo hacia el fondo del suelo. Tiene que salir, pero sale a la planicie blanca, apenas de cuando en cuando moteada por la arenilla.

Gana fuerzas para otro empujoncito mascando vidriera, la hija solitaria del salitral, una hoja como de papel que envuelve el tallo alto de dos metros igual que si apañara un bastón

Más adelante persigue los olores. Huele con avidez. Capta algo en el aire y se empeña tras de eso, con su paso de enfermo, hasta que lo pierde y se pierde.

Ahora percibe el olor de pasto, de pasto pastoso, jugoso, de corral. Lo ventea y mastica el freno como si mascara pasto. Masca, huele y gira para alcanzar lo que imagina que masca. Está oliendo el pasto de su carro, persiguiendo enfebrecido lo que carga detrás. Ronda una ronda mortal. El carro hace huella, se atasca y ya no puede, el caballejo, salir adelante. Tira, saca pecho y patina. Su última vida se gasta.

Tan sequito está, tan flaco, que luego, al otro o al otro día, como ya no gravita nada, el peso de los fardos echa el carro hacia atrás, las varas apuntan al firmamento y el cuerpo vencido queda colgado en el aire.

Por allá, entretanto, acude con su oscura vestimenta el jote, el que no come solo.

Un setiembre

Lavado está el carro, lavados los huesos, más que de lluvia, por las emanaciones corrosivas y purificadoras del salitre.

Ruina son los huesos, caídos y dispersos, perdida la jaula del pellejo. Pero en una punta de vara enredó sus cueros el cabezal del arreo y se ha hecho bolsa que contiene, boca arriba, el largo cráneo medio pelado.

Sobre la ruina transcurre la vida, a la búsqueda de la seguridad de subsistencia: una bandada de catitas celestes, casi azules los machos, de un blanco apenas bañado de cielo las hembras.

Con ellas, una pareja de palomas torcazas emigra de la sequía puntana. Ya descubren, desde el vuelo, la excitante floración del chañar brea, que anchamente pinta de amarillo los montes del oeste.

Sin embargo, la palomita del fresco plumaje pardo comprende que no podrá llegar con su carga de madre. Se le revela, abajo, en medio de la tensa aridez del salitral, el carro que puede ser apoyo y refugio. Hace dos círculos en el aire, para descender. Zurea, para advertir al palomo que no lo sigue. Pero el macho no se detiene y la familia se deshace.

No importa, porque la madre ha encontrado nido hecho donde alumbrar sus huevos. Como una mano combada, para recibir el agua o la semilla, la cabeza invertida del caballito ciego acoge en el fondo a la dulcísima ave. Después, cuando se abran los huevos, será una caja de trinos.

Libro: El cariño de los tontos (1961).

jueves, 26 de septiembre de 2024

Mariposas - Cuento de Samantha Schweblin


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Ya vas a ver qué lindo vestido tiene hoy la mía, le dice Calderón a Gorriti, le queda tan bien con esos ojos almendrados, por el color, viste; y esos piecitos... Están junto al resto de los padres, esperan ansiosos la salida de sus hijos. Calderón habla, Gorriti mira las puertas todavía cerradas. Vas a ver, dice Calderón, quedate acá, hay que quedarse cerca porque ya salen. ¿Y el tuyo cómo va? El otro hace un gesto de dolor y se señala los dientes. No me digas, dice Calderón. ¿Y le hiciste el cuento de los ratones...? Ah, no, con la mía no se puede, es demasiado inteligente. Gorriti mira el reloj. En cualquier momento se abren las puertas y los chicos salen disparados, riendo a gritos en un tumulto de colores, a veces manchados de témpera, o de chocolate. Por alguna razón, el timbre se retrasa. Los padres esperan. Una mariposa se posa en el brazo de Calderón, que se apura a atraparla. La mariposa lucha por escapar, él une las alas y la sostiene de las puntas. Aprieta fuerte para que no se escape. Vas a ver cuando la vea, le dice a Gorriti sacudiéndola, le va a encantar. Pero aprieta tanto que empieza a sentir que las puntas se empastan. Desliza los dedos hacia abajo y comprueba que la ha marcado. La mariposa intenta soltarse, se sacude, y una de las alas se abre al medio como un papel. Calderón lo lamenta, cuando intenta inmovilizarla para ver bien los daños termina por quedarse con parte del ala pegada a uno de los dedos. Gorriti lo mira con asco y niega, le hace un gesto para que la tire. Calderón la suelta. La mariposa cae al piso. Se mueve con torpeza, intenta volar pero no puede. Al fin se queda quieta, sacude cada tanto una de sus alas, y ya no intenta nada más. Gorriti le dice que termine con eso de una vez y él, por el propio bien de la mariposa por supuesto, la pisa con firmeza. No alcanza a apartar el pie cuando advierte que algo extraño sucede. Mira hacia las puertas y, como si un viento repentino hubiese violado las cerraduras, estas se abren, y cientos de mariposas de todos los colores y tamaños se abalanzan sobre los padres que esperan. Piensa si irán a atacarlo, tal vez piensa que va a morir. Los otros padres no parecen asustarse; las mariposas solo revolotean entre ellos. Una última cruza rezagada y se une al resto. Calderón se queda mirando las puertas abiertas, y tras los vidrios del hall central, las salas silenciosas. Algunos padres todavía se amontonan frente a las puertas y gritan los nombres de sus hijos. Entonces las mariposas, todas ellas en pocos segundos, se alejan volando en distintas direcciones. Los padres intentan atraparlas. Calderón, en cambio, permanece inmóvil. No se anima a levantar el pie de la que ha matado, teme, quizá, reconocer en sus alas muertas los colores de la suya.

Libro: Pájaros en la boca y otros cuentos (2009)

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Felicidad clandestina - Cuento de Clarice Lispector


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y “recuerdos”.

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

-Vas a prestar ahora mismo ese libro.

Y a mí:

-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

Libro: Felicidad clandestina (1971).

martes, 24 de septiembre de 2024

Qué Grande! Ep. 47: Biblioteca Popular Quimún

Cuentos de libros disponibles en la Biblioteca Popular Quimún, historia y actividades de nuestra biblio. Emitido en vivo el martes 24 de septiembre de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

Lecturas
  • Felicidad clandestina (de Clarice Lispector)
  • Mariposas (de Samantha Schweblin)
  • Caballo en el salitral (de Antonio Di Benedetto)
  • A imagen y semejanza (de Mario Benedetti)
  • Celestina (de Silvina Ocampo)
  • El avión de la bella durmiente (de Gabriel García Márquez)

martes, 17 de septiembre de 2024

Qué Grande! en la Feria Internacional del Libro de Neuquén

Programa Especial de Qué Grande desde el Museo Nacional de Bellas Artes de Neuquén, en el marco de la 11° Feria Internacional del Libro "Marcelo Martín Berbel". Emitido el 17 de septiembre de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro; y en el canal de YouTube Sebastián Sánchez.

Lecturas
  • Maresía (de Mariel Clark)
  • La señal (de Mariel Clark)
  • La Feria del Libro en Flores (de Alejandro Dolina)
  • El humorista depresivo (de Hernán Descalzo)
  • Tu y yo (de Hernán Descalzo)
  • No estamos solos (de Martín París)
  • Noche vieja (de Teresa Fleitas)
Entrevistas
  • Juan Pablo Iozzia. Periodista y escritor.
  • Karen Mella. Subsecretaría de Cultura de la Ciudad de Neuquén.
  • Cleo Centeno. Escritora.
  • Aixa Rava. Editora y escritora.
  • Mariel Clark. Escritora.
  • Emi Sapag. Escritor.
  • La Feria del Libro en Flores. Cuento de Alejandro Dolina.
  • Lorena Giuliani. Música y escritora.
  • Pablo Montanaro. Escritor.
  • Yeidis Sucre. Escritora.
  • Iván Moyano. Ars Editorial.
  • Hernán Descalzo. Escritor.
  • Martín París. Escritor.
  • Ailén Maldonado. Bookfluencer.
  • Tanno Recchioni. Escritor.
  • Teresa Fleitas. Escritora.

domingo, 15 de septiembre de 2024

La era Padín - Capítulo del libro La Pasión de Cipo


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Cipolletti forjó su grandeza a nivel local en sus primeras cuatro décadas de vida. Con distintas federaciones, formatos, rivales, y en canchas más parecidas a chacras que a un estadio actual de fútbol, no hubo título que se le escape al albinegro. Ya en 1933 a su alineación se la denominó «El Expreso» por su performance casi imbatible. Llegó a ganar cuatro campeonatos consecutivos de Liga Confluencia, uno de ellos en 1943 ganando todos los partidos. El apoyo masivo de la comunidad cipoleña a su divisa blanca y negra, conllevó crecimiento, popularidad, y éxitos deportivos. Bases fundamentales para que un club nazca grande.

Entre 1920 y 1958, siempre hubo un Padín transpirando la camiseta albinegra. Raúl Padín debutó en Cipolletti en 1920, con apenas 13 años de edad. Su hermano Rogelio integró las formativas entre 1923 y 1925. Fueron los primeros de seis hermanos que jugaron en Cipolletti, y todos en gran nivel. Los siguieron Omar, Eladio, Carlos y Héctor, en ese orden por edad.

Todos fueron delanteros y goleadores, sobre todo en su esplendor. En épocas de dos defensores, tres volantes y cinco delanteros. Con excepción de Eladio, que jugaba de pivot, puesto hoy similar al de volante central que desempeña el número 5. Igual, sin la habilidad desequilibrante que en mayor o menor medida tuvieron sus hermanos, Eladio fue un volante rendidor durante muchos años. Los Padín fueron pilares del equipo albinegro.

Por esos años los jugadores vestían ropa ajustada, remeras de piqué bien pegadas a la piel. A veces dejaban al descubierto el pecho de los deportistas, otros diseños tenían botones o cordones en el cuello al igual que en los pantalones cortos. Los pocos tapones de los botines estaban clavados. En los vestuarios, los jugadores usaban piedras para pegarle a los clavos y ajustarlos. Era otro fútbol. Los equipos entrenaban una o dos veces por semana. Trotaban unas vueltas alrededor de la cancha y jugaban un picado. Ser entrenador no era significativo. Los jugadores vivían raspando sobre suelo empedrado y no se lesionaban nunca. Cuando en alguna remota ocasión el árbitro expulsaba a alguno, en el pueblo se hablaba por un mes de ese escándalo inusual.

El último de los hermanos Padín fue Héctor, apodado Tito, su jerarquía distinguió la era amateur de Cipolletti. Rápido, habilidoso, creativo, y un gran cabeceador pese a su baja estatura. El primer ídolo resonante del club hizo brillar el número 10 cosido en su casaca albinegra durante 18 años, y como los verdaderos cracks, hizo brillar también a sus compañeros.

Argentina parió dos jugadores que con su número 10 llevaron la bandera a la cima del mundo. Ellos durante dos décadas deslumbraron con una dinámica imparable al principio, y el aporte de la experiencia y la visión de juego después. Tito Padín en Cipolletti tuvo el mismo lineamiento. Era un chico veloz que se divertía con la pelota, y la trataba de manera extraordinaria. Y también un líder para llevar a sus compañeros al triunfo. Hasta sorprendía con sus cualidades de arquero cuando decidía pararse bajo los tres palos.

Llegó a Cipolletti en 1942, proveniente de Siempre Listos, un equipo de boy scouts que sirvió de semillero al albinegro. Cuando recordó sus sensaciones al debutar en el club más importante de la ciudad, plasmó su humildad por encima de las virtudes mencionadas: «Mi ingreso al Club Cipolletti es un momento de mucha emoción. Vestir por primera vez la camiseta blanca y negra, una casaca que antes habían defendido señores jugadores como los hermanos Contreras, los Ponce, la responsabilidad de seguir la línea trazada por mis hermanos mayores (Raúl y Rogelio) que observaban mi actuación, defender los prestigios de una institución con un historial muy importante, me pareció que era demasiado premio para mí, que no había hecho méritos para tenerlo, y me di cuenta que ello involucraba tremenda responsabilidad». 

Tito Padín fue el mejor futbolista de la región por sus dotes deportivos. Y además de la demostrada humildad, le agregó aptitud, dedicación y pasión para entrenar. Combo completo para triunfar en una época de talentos de potrero sin tanta disciplina deportiva.

El fútbol era muy ofensivo por esos años, se jugaba con dos defensores, tres volantes y cinco delanteros. Por eso los partidos tenían muchos goles. Tito era el único atacante de Cipolletti que retrocedía a ayudar en la recuperación y creación. El arquero Otto Benjamín de Unión Alem Progresista no se guardó elogios para su ex contrincante: «Tito era lo mejor. Realmente era un jugador superdotado, era muy completo, gambeteaba bien y tiraba muy bien de lejos. Tenía un gran cabezazo, no quiero hacer malas comparaciones pero me parece que cabeceaba mejor que Palermo, porque donde tenía una la ibas a buscar adentro. Nosotros siempre poníamos a dos para que lo marquen».

Su ex compañero en Cipo, Mariano Manríquez, reforzó con datos la sorprendente capacidad para cabecear: «El Tito Padín media 1,67, y lo vi cabecear atrás de un defensor de 1,80 y ponerla en el otro rincón. Tenía un estado atlético muy superior al resto». El hincha Román Villalba, recordó la técnica para compensar la estatura: «Padín era petisito, y en los córner se quedaba agachadito. Cuando los otros saltaban a cabecear, él se impulsaba con la camiseta de los rivales y la mandaba adentro. ¡Si habrá hecho goles de cabeza!».

Marcó una época porque todos querían jugar como el, y no solo al fútbol. Tito a sus 13 años ya jugaba en el Club Cipolletti al tenis, siendo capitán del equipo y jugador formidable. Ganó muchos trofeos y fue convocado a la selección para representar a Rio Negro y Neuquén en campeonatos de la República.

Cuando se inauguró la cancha de pelota paleta también se destacó con la otra raqueta. Y practicó ese deporte hasta sus últimos días, finalizando la primera década del siglo XXI. Pero en el pueblo se hablaba de él a principios de los ’40, y no era sólo por su prometedor futuro como futbolista, a la par, brillaba como jugador de básquet también a bastones albinegros. No podía ser campeón porque Independiente de Neuquén monopolizaba el éxito en ese deporte. Pero Tito fue seleccionado por la Federación Neuquina para jugar un Campeonato Argentino en Corrientes.

Según quienes lo vieron entrenar y jugar, el hecho de disputar hasta tres deportes a la vez, y entrenar todo el día de distintas maneras, le dio una capacidad física superior a la de sus compañeros y competidores. Eso le sumó un plus de estrella a sus condiciones naturales. Por eso de Buenos Aires pusieron los ojos en él, tuvo pruebas satisfactorias en Tigre, lo llamó Racing, pero Tito nunca quiso dejar Cipolletti, donde vivían sus padres, y tenía un trabajo importante en el Banco de Río Negro y Neuquén. Recorrió el país con el seleccionado de la Liga Confluencia.

Por aquellas décadas, Cipolletti era campeón prácticamente de todos los torneos, y se impuso como club que logró más visitas de equipos profesionales de Buenos Aires, y que exportó más jugadores al fútbol grande: Cocinero Rodríguez y Cantera a Lanús, Almendra a Racing e Independiente, Contreras a Estudiantes de La Plata, y otros que no se consolidaron pero mostraron condiciones compitiendo de igual a igual en Buenos Aires.

Las canchas no tenían más que cien o doscientas personas, salvo en años de la Liga Mayor entre 1959 y 1961. Los principales clubes de la Liga Neuquina, la Liga Confluencia y la Liga Deportiva Río Negro le pidieron a la AFA poder hacer un torneo conjunto. Como de Buenos Aires no hubo ni respuesta, decidieron desafiliarse y armar la Liga Mayor. Fue un torneo de élite de las tres ligas del Alto Valle. La disputaron Independiente, Pacífico y Centenario por Neuquén; Cipolletti y San Martín por Cipolletti; Tiro Federal e Italia Unida por Roca; Atlético y Círculo Italiano por Villa Regina; Cinco Saltos y Huergo.

Al estar desafiliados de la AFA, los clubes se permitieron contratar jugadores de primer nivel de Buenos Aires para darse el gusto de verlos en vivo. Estrellas del fútbol nacional que ya pasaban sus últimos años en clubes de primera B que jugaban los sábados, se tomaban un avión y jugaban la Liga Mayor el domingo. Las canchas del Alto Valle por fin explotaron de hinchas, aunque la AFA impedía trascender más allá.

Junto a sus hermanos Omar y Carlos, Tito fue goleador en una delantera temible con Dionisio Mayorga y Diógenes Jara, más adelante reemplazado por Pedro Perico Righetti, un señor, que no era de trabar fuerte ni tirarse al piso, manejaba la pelota con docilidad. Decían que jugaba como una niña bonita, quienes lo vieron lo resaltaron como ídolo de su época.

La valiosa memoria de los últimos hinchas y jugadores de esa era amateur y grandiosa, recuerdan la zurda temible de Arturo Gallucci, los goles de Constante Rodríguez, los nombres de Palito Lorenzo, Onofre, Alegre, y por supuesto Pirata Rivero. El arquero Ángel Kossman tiene una divertida anécdota con este último: «Un partido atajé en la reserva, y Pirata Rivero jugó con nosotros porque quemaba los últimos cartuchos de su carrera. Yo era temperamental, mandaba, ordenaba, no sé qué le grité al Pirata y me dijo: “¿Qué querés? ¿La pelota? Ahí la tenés”. Y me la clavó en el ángulo, en contra».

Héctor «Tito» Padín colgó los botines de fútbol (en este caso hay que aclarar qué deporte) el 16 de septiembre de 1958. Lo ascendieron a gerente del banco y decidió no jugar más al deporte pasión de multitudes. Su despedida es la más grande conocida a un deportista de la región, y se la pelea a cualquiera a nivel nacional y más lejos.

El homenaje a Padín incluyó un torneo de tenis relámpago, un partido de fútbol entre las selecciones de la Liga Confluencia y la Liga Deportiva Río Negro, y un partido de básquet. Para cerrar el día con un gran banquete, en el que Antonio Elosegui, uno de los primeros presidentes del Club Cipolletti, le entregó una medalla de oro al ídolo máximo.

Pero Tito nunca dejó la institución. Con humildad y carisma, hasta sus últimos días entró al club con su raqueta de pelota paleta, sonriente como quien entra a su casa. Falleció el 22 de noviembre de 2010.

Para nacer grande, fue necesario un deportista como él.

Sebastián Sánchez

Libro: La pasión de Cipo. Tomo 1 (2023).

sábado, 14 de septiembre de 2024

El escudo - Capítulo del libro La Pasión de Cipo


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

El escudo del Club Cipolletti siempre llamó la atención por su complejidad y originalidad. En su parte superior combina bastones horizontales blancos y negros a su izquierda, con verticales a su derecha. La inscripción Club Cipolletti completa debajo, sin siglas como suele utilizarse en los emblemas deportivos. Y las características líneas albinegras que lucen las indumentarias deportivas, en su parte central bordeadas por laureles verdes.

El club llevaba 45 años de crecimiento ininterrumpido, y muchos en la ciudad se decían diseñadores del escudo, aunque nadie podía probarlo. Una tarde de febrero de 1971 entró al club un anciano acompañado por su esposa y familiares, y pidió hablar con algún dirigente. Lo recibió el secretario Carlos Duca.

El señor guiado por sus seres queridos, miraba la infraestructura y no podía ocultar la emoción a cada paso en el club. No lo pisaba desde 1929. Hasta que, por fin, más de cuatro décadas después, le dijo al secretario:

- Mi nombre es Gastón Vernet, soy el autor del emblema de este club.

Duca lo miró complacido pero incrédulo, y fue tajante en la respuesta:

- Con usted, señor, son por lo menos diez personas las que se adjudican la autoría del emblema de este club.

La reunión ocasional se transformó en improvisada ceremonia informal, cuando Gastón desplegó una memoria del club que llevaba consigo, y le mostró al secretario en la página 16 del ejercicio 1927/28, la constancia de la aprobación del emblema que toda la vida distinguió al prestigioso club.

A fines de la década de 1920, Gastón Vernet supo sacar yuyos junto a sus amigos en los terrenos de Mengelle y O’Higgins, donde hoy se edifica la sede central. Y con un diseño hermoso, supo dejar su huella eterna en la historia del Club Cipolletti.

En el año 2015, la C.D. presidida por Santiago Caldiero decidió armar un departamento de marketing para aggiornar el club a los tiempos de comunicación moderna. Allí cayeron en que el club no tenía registro de diseño puntual del escudo. Varios diseños parecidos pero no iguales, se lucían en paredes, indumentaria, carnets, y ni hablar en internet. Más o menos cada hincha, socio, dirigente, usaba el escudo que le parecía, incluso dentro del club.

En el departamento de marketing decidieron establecer y registrar un escudo único, con medidas universales, respetando profundamente los lineamientos básicos de don Gastón Vernet casi nueve décadas atrás.

En tiempos de modernización de escudos a escala global, Cipolletti no fue la excepción. Un grupo muy instruido en diseño aunque no en historia del club, decidió eliminar las aristas que separaban la parte superior del nombre del club y las franjas centrales. También eliminaron la rama verde que unía todos los laureles. El cambio más fuerte que introdujeron al escudo original, fue el agregado de la inscripción “1926” dividiendo los laureles izquierdos y derechos. Respondió a una estrategia de marketing donde el año de fundación se utilizaría tratando de generar identidad al club en la gente de la ciudad, en lugar de reforzar la identidad que por peso propio ya genera que la gente se refiera al club como Cipo.

Igual, el escudo trascendió generaciones, enarboló las galas, y dibuje quien lo dibuje, conservó siempre su belleza. No solo jamás perdió identidad, un intendente reconoció que el escudo del Club Cipolletti es más conocido a nivel nacional e internacional, que el escudo de la ciudad.

Sebastián Sánchez

Libro: La pasión de Cipo. Tomo 1 (2023).

viernes, 13 de septiembre de 2024

El verdadero penal más largo del mundo - Capítulo del libro La Pasión de Cipo


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Cuando un jugador se pone la pelota entre el brazo y sus costillas y comienza el corto, interminable y solitario recorrido entre la mitad de la cancha y ese imperceptible punto que desde donde partió casi ni se divisa, pasa una vida por su cabeza. Esa decisión valiente, que se potencia cuando además en esto se define mucho de lo hecho durante la temporada, me despierta absoluto respeto, más allá de la resolución final de la movida.
Lalo Brodi.

La historia de Cipolletti y los penales decisivos siempre pareció tener un comienzo en el derechazo de Perales que dio en el palo derecho de Galant en 1973, y se metió, para la explosión de La Visera y del club a lo más alto del fútbol argentino. Justo tres décadas después, Henry Homann le metió el penal decisivo en Bahía Blanca al sobrino de Galant, y salió corriendo a festejar con los hinchas albinegros el pase a semifinales del Torneo Argentino A. Antes de la definición, un hincha de Cipo que viajó hasta la cancha de Villa Mitre, Leonardo Sánchez, le gritó al arquero rival: «Vas a perder igual que tu tío». El 1 del club bahiense se dio vuelta sonriéndole al memorioso.

Del caluroso febrero de 1979, en el que Carlos Ortíz metió otro penal clave en La Visera, en la final de un Regional nada menos que ante Huracán de Comodoro Rivadavia. Al helado mayo de 2010 en Paraná cuando sobre la hora Diego Jara batió al Oreja Ruíz frustrando el soñado ascenso al Nacional B. Categoría que solo conoce Cipolletti en el norte de la Patagonia, por una concreción de Miguel Ballejo desde los doce pasos sobre la hora en La Visera, que evitó que la capital neuquina sea la representante en AFA, mientras la selección de Bilardo triunfaba en México en 1986. Durante la corta y pésima campaña de la selección de Bielsa de 2002 en Japón, el Gringo Ciattaglia voló en una definición infartante para sacar el penal de su colega Pilón, y salvar a Cipolletti de un doble descenso que lo postraba al amateurismo.

Frío en la espalda. Extremidades temblando. Nervios que se transforman en lágrimas. Todos son ateos, hasta que empieza una definición por penales. Hoy que el destino nos hizo campeones del mundo por esa vía tenebrosa, sabemos que pocas veces la vida hace sentir desazón, euforia, frustración y desahogo con tan pocos segundos de diferencia. Cuando Cipolletti eliminó a Juventud Antoniana en La Visera en mayo de 2017, los jugadores eufóricos festejaban en el vestuario y sorprendieron al capitán César Medina serio y melancólico. Sobre su emoción pesaban los fantasmas de Paraná en el último minuto. Un año después fue el más desaforado en los festejos cuando el albinegro eliminó a Arsenal de la Copa Argentina, también desde los doce pasos. El mediodía que Matías Alasia atajó tres y se despidió de Cipolletti con un vuelo a la santificación, los hinchas le antepusieron San a su apellido.

En el año 2008, dirigentes de Cipolletti tuvieron la idea de bautizar a La Visera como Estadio Osvaldo Soriano. La moción fue noticia y tenía sustento en la cantidad de extranjeros que visitan la región y quieren conocer lugares descriptos por el escritor, que en su notable literatura hizo mucho hincapié a sus «años felices», cuando vivió en Cipolletti. Por otra parte, muchos hinchas repudiaron el proyecto, alegando que Soriano no jugó en Cipolletti, y que otros deportistas, dirigentes, y hasta fechas importantes merecerían un cartel de esa talla.

Uno de los cuentos más famosos del escritor Osvaldo Soriano es: El penal más largo del mundo, que fue llevado al cine por una productora española en el año 2005. El cuento habla de un penal que tardó una semana en ejecutarse en la cancha del ficticio Deportivo Belgrano. Pero a Belgrano lo describe como: «…el eterno campeón, el de Padini, el de Constante Gauna». Osvaldo Soriano vivía a tres cuadras de la cancha de Cipolletti en diciembre de 1953, cuando una final contra Unión Alem Progresista se suspendió al sancionarse un penal, y trece días después se ejecutó la pena. En esos años Cipolletti era el «eterno campeón», y contaba en sus filas con Padín y Constante Rodríguez, cuyos nombres se asimilan a Padini y Constante Gauna. Pasaron 40 años del penal original a la publicación del best seller del gordo Soriano.

En realidad, Cipolletti y Unión Alem Progresista eran el clásico de la Liga de Fútbol Confluencia, que no incluía a los clubes de Roca. Los dos llegaron a una apasionante final del torneo de 1953. Terminaron igualados en puntaje, y por reglamento debieron definir jugando en Allen y en la cancha del Club Cipolletti.

El primer partido se jugó el 22 de noviembre en cancha de Unión Alem Progresista, Cipo sintió la ausencia de su figura Tito Padín y cayó por 5 a 2. Al domingo siguiente se jugó la revancha en el reducto albinegro. Unión, impulsado por el triunfo, salió a asegurar el título y comenzó ganando por 3 a 1. Pero Cipolletti no bajó los brazos, presionó y metió en el segundo tiempo, y Padín con todas sus luces hizo crecer al equipo que logró empatar la final 3 a 3.

La leyenda comienza cuando faltaban ocho minutos para finalizar el encuentro. Un tiro de esquina muy cerrado bajó en el brazo de un jugador de Unión y luego la despejaron por el segundo palo. Los jugadores de Cipolletti aseguran que el árbitro Castell primero pitó penal, y después córner. Se le fueron encima en protestas al hombre de negro, y volvió a marcar el penal. Los de Unión dicen que el árbitro marcó córner en primera instancia, y por las protestas cambió el fallo. Jamás se sabrá la verdad. En diversos testimonios queda claro que la mano existió, pero si aún hoy no se ponen de acuerdo reglamentariamente con la intencionalidad, imagínese en el fútbol chacarero de 1953.

Cuando el árbitro Castell fue a la línea del arco y se dispuso a hacer los doce pasos, los jugadores allenses se le fueron al humo y no lo dejaron marcar el punto de ejecución del penal. Sin alambrado olímpico, se sumaron los hinchas de Unión a la protesta en el campo de juego, y volaron los primeros manotazos al aire. Los testigos aseguran que los golpes no fueron certeros, algunas amenazas, trompadas sin destinos, y demasiados empujones. Eso provocó que los hinchas de Cipolletti tampoco se queden en las gradas. El referí sobrepasado por la creciente batahola tuvo que suspender el partido.

Castell era un árbitro de la Liga de Neuquén, aceptado porque era uno de los más respetados del momento. Llevaba los partidos con orden y respeto. No tenía la agresividad típica de los árbitros de entonces. Nadie dudó en su designación ni de su honestidad pese al escándalo que llegó después. Curiosamente, no suspendió a ningún jugador, pero jamás volvió a dirigir. Los jugadores suponen que por vergüenza, como si se hubiese suspendido a sí mismo para siempre. Esa determinación hubiese parecido exagerada hasta en la ficción de Soriano.

El informe de Castell fue claro, el partido se suspendió con un penal a favor de Cipolletti, y justificó su decisión «temiendo por mi integridad física». La liga resolvió reanudar el partido el 12 de diciembre a las 19:30 h. en la cancha albinegra, a puertas cerradas. Jugar dos tiempos de cuatro minutos, comenzando con la ejecución del penal. Además, previendo el triunfo del local, la liga determinó que el tercer partido se juegue al otro día a las 18 h. en la cancha de Experimental de Cinco Saltos.

La ausencia de público es un condimento que coincide en la ficción de Soriano y en la realidad. Pero en el cuento restaban jugarse solo 20 segundos desde la ejecución del penal. Además, la suspensión y el penal de la ficción fueron de un domingo a otro. Castell suspendió el partido el 29 de noviembre, y la Liga de Fútbol Confluencia resolvió patear el penal el 12 de diciembre. Significa que el verdadero penal más largo del mundo duró casi el doble de tiempo que en el maravilloso cuento.

Tan convencidos estaban todos del triunfo de Cipo, que los equipos no presentaron a sus figuras en la reanudación, para guardarlos para el partido decisivo del día siguiente: Tito Padín de Cipolletti y Eliseo García de Unión Alem Progresista.

El formidable Perico Righetti pateó penales durante varios días. Y cuántos más habrá imaginado. Cuántas señales habrá buscado para torcer la intuición del buen arquero allense Otto Benjamín, a quien también le patearon penales en Allen durante largos días, sin contar las infinitas conjeturas en su imaginación.

Los clubes resolvieron traer árbitros de Bahía Blanca para jugar los ocho minutos restantes, concordaron el disparate por los grandes problemas que ambos habían tenido con los arbitrajes. Pero la liga puso las cosas en su lugar y arbitró el local Orán.

Solo algunos dirigentes presenciaron la reanudación del partido, pero algunos hinchas se treparon a la alameda que dividía la cancha del resto del club. También se subió a un árbol Luis Aragón, relator de radio Galena de Allen, y desde ahí transmitió. Cada tanto la policía iba a los árboles y le pegaba los hinchas con la fusta hasta bajarlos, pero cuando los uniformados se retiraban, los hinchas se volvían a trepar. El fanático albinegro Román Villalba resistió el dolor del último fustazo y se quedó en el árbol, porque ya se estaba por ejecutar el penal. 

Orán contó doce pasos desde la línea del arco y puso la pelota en el piso. Dicen que tardó una eternidad en tocar el silbato para la ejecución. Tal vez la tensión del momento convierta unos pocos segundos en un par de minutos en la memoria de los viejos protagonistas, pero fue tiempo suficiente para que los jugadores de Unión molesten al volante cipoleño con intención de desconcentrarlo. A la hora de la verdad, quedaron las miradas de Righetti y el arquero Benjamín, a segundos de finalizar la historia del penal que invadió al valle rionegrino por dos semanas.

Nadie pudo suponer que a un jugador implacable podía pesarle tamaña responsabilidad. Tras varias décadas, algunos testigos prefieren suponer que algún pozo en la tierra lo desestabilizó. Otros dicen saber que si el penal se ejecutaba trece días antes, lo convertía sin dudas. Román Villalba en el árbol quedó tieso, incrédulo. Lo concreto es que Perico Righetti le pegó mordido y la pelota salió un metro afuera. El arquero Otto Benjamín no atinó ni a tirarse ante la sorpresa del disparo. La desazón hizo que algunos hinchas caigan de los árboles.

El golpe fue letal para el equipo de Cipolletti. Unión dominó los ocho minutos restantes de juego. Maggi desperdició una chance para que gane el visitante, y la rodilla hinchada le impidió al defensor Onofre empujar un centro con destino de gol albinegro. Al menos así lo relató Villalba, que seguía en el árbol resistiendo fustazos de la policía.

Terminó 3 a 3 y Unión Alem Progresista se consagró campeón. Allen fue una fiesta. El intendente decretó feriado el lunes, y agasajó a los jugadores con sánguches y cervezas, «para esos tiempos era mucho» aclaró el jugador allense Tarifa.

En los penales se podrá dudar si patear cruzado, con el pie abierto, fuerte al medio, y alguno tendrá los cojones suficientes para picarla. Lo que no se negocia es la actitud. Por eso Padín no perdonó a Soriano. En la ficción, Constante Gauna patea el penal y se lo ataja el Gato Díaz, pero el árbitro era epiléptico y había caído inconsciente, así que lo hace patear de nuevo: «Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque Ie ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacia la pelota», detalla el cuento. Quiénes conocieron a Tito, aseguran que se desentendió de la ficción y entendió su lugar en la obra, pero no le gustó: «Me hizo quedar como un cagón». Queda claro que si el árbitro hacía ejecutar de nuevo ese penal y se lo ofrecían a Tito en cancha, aceptaba gustoso.

El legendario Padín no es el único que vivió la historia real y protestó el inmortal cuento de Soriano. Seis décadas después del penal, el escritor Pablo Montanaro presentó en Allen su libro: Osvaldo Soriano, sus años felices en Cipolletti. Allí un señor mayor se puso de pie y con indignación explicó:

- Yo jugué ese partido del penal más largo del mundo. Pero las cosas no fueron como las contó Soriano. Puso a amigos suyos en los planteles. ¿Por qué mintió?

Montanaro sonrió y le respondió:

- Creo que si la literatura no tuviese ficción, sería muy aburrida.

Sebastián Sánchez

Libro: La pasión de Cipo. Tomo 1 (2023).

jueves, 12 de septiembre de 2024

El Cipolletazo - Capítulo del libro La Pasión de Cipo


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Su magnífica actuación
tuvo un serio encontronazo,
pero recibió el abrazo
de su pueblo cipoleño,
defendiéndolo a su dueño
y fue el gran Cipolletazo.
Luis A. Cáceres, vecino.

La Comisión Directiva del Club Cipolletti apoyó y participó de los sucesos de septiembre de 1969, como toda la comunidad. Pero este capítulo no se centra en el club, sino en una pueblada de características tan trascendentales que explican la esencia del ser cipoleño, y permiten seguir entendiendo por qué Cipolletti ciudad, y club, tienen una identidad tan apasionada que atravesó sus propias fronteras. 

El Dr. Julio Dante Salto fue elegido comisionado municipal de Cipolletti en 1963, cuando encabezó la boleta de la UCRI. Se considera ganador de las elecciones aunque fue superado por los votos en blanco. Era muy común que los peronistas voten así en protesta por no poder participar de elecciones. Sin embargo, Salto consolidó su liderazgo con gestión de obras públicas y defensa de políticas para el desarrollo económico y cultural de Cipolletti. Tan democrática fue su gestión que organizó comisiones vecinales con participación directa en el municipio, y que el gobernador Figueroa Bunge, designado por el dictador Onganía, firmó su destitución. No hubo banderas políticas ni estratos sociales para defender a Salto, lo hicieron todos por igual: UCRP, UCRI, peronistas, comunistas, conservadores, pobres y ricos. Salto era el líder de los cipoleños y lo defendieron todos los cipoleños.

La política se tejía en Roca. Figueroa Bunge aprobó un proyecto para construir un puente en Paso Córdoba sobre el Río Negro y asfaltar la Ruta 6 para unir a Bariloche por medio de El Chocón. Esta iniciativa apartaba a Cipolletti del circuito económico del valle. Fue la gota que rebalsó el vaso de rivalidad política entre dirigentes roquenses y cipoleños. Salto la repudió públicamente, adujo que se gastaría una fortuna para ahorrar solo 30 km. de recorrido, y que sería mucho más útil hacer viviendas con esos fondos. Sí, Salto se opuso públicamente a un gobierno militar.

El diario Río Negro defendió el proyecto, y quiso etiquetar a Salto de populista y demagogo. El diario Sur Argentino de Neuquén, con influencia de los Sapag, defendió a Cipolletti con discurso de federalismo. Como ministro de gobierno de Figueroa Bunge fue designado Rolando Bonacchi, ex abogado del diario Río Negro, quien intervino diversos municipios e hizo alarde en clubes y bares de Roca que echaría a Salto. Estos comentarios llegaron a Cipolletti.

Salto viajó a Buenos Aires por trámites estratégicos, y cuando volvió el 5 de septiembre lo esperaron unos 4 mil cipoleños en el Aeropuerto de Neuquén. Lo acompañaron en caravana hasta que de tanto ir en primera se rompió el embrague del auto. Los mismos cipoleños se turnaron para empujar y seguir vitoreando a su intendente a literal paso de hombre desde el puente hasta la Municipalidad. Los comercios y las industrias consumaron un cese total de actividades en defensa de su líder.

El 12 de septiembre, Salto estaba en los festejos del aniversario de Neuquén y le avisaron que la intervención provincial llegó a la municipalidad. El doctor se apersonó y le leyeron el acta de destitución. Cuando se la acercaron para que la lea, le pidió a un colaborador que le busque los lentes para poder leerla. Salto sabía de la autenticidad del acta, y su compañero sabía que Salto no necesitaba lentes para leerla. Fue una estrategia para avisar a LU19 y a Canal 7 de Neuquén, que provocaron una masiva autoconvocatoria de los cipoleños: obreros, empacadores, empleados de empacadores, médicos, fueron todos y sin planificarlo a defender a su jefe comunal. La delegación encabezada por el escribano Domingo Daruiz pretendió que Salto entregue el municipio de forma pacífica. La gente sitió el edificio municipal como señal de esa imposibilidad.

Los días siguientes, los cipoleños abrazaron una determinación: Salto no se iba a ir, y quienes debían irse eran los policías y funcionarios que no eran de Cipolletti. Lo dieron a entender de diversas formas. La policía fue a buscar a quienes entendió como cabecillas de la revuelta, y los detenidos se sintieron orgullosos de caer defendiendo su causa. Pero muchos escaparon a Neuquén, y en horario nocturno protagonizaron «maniobras de distracción», como algunos golpes para dejar sin luz u otros servicios básicos a las fuerzas de seguridad provinciales, y difundir noticias falsas para despistar. Los comercios no vendieron agua ni comida a los policías. Y sabiendo la situación, los estudiantes comían y derramaban jugos y gaseosas frente a los uniformados hambrientos y sedientos. Además, juntaban cajas con gatos y trapos con olor a perras alzadas para enloquecer a los perros de los policías, y tiraban bolitas de vidrio a la calle para que se resbalen los caballos de la montada. Otros construyeron barricadas en puntos estratégicos.

Se repartieron proclamas con el título: «No engorde el chancho» que llamaron a no comprar ni anunciar en el diario Río Negro. Los periodistas de ese medio fueron agredidos durante la pueblada, algo repudiado abiertamente por Salto, que ante todo pregonaba que nadie resulte lastimado. El diario de Roca comenzó a mandar periodistas desconocidos para los cipoleños.

El 14 por la noche, una tropa de policías de Roca y otros pueblos ingresó con más de 60 autos, autos, coches de bomberos y camiones por Av. Toschi, el comandante Aller tenía el objetivo de tomar por la fuerza la municipalidad. Alguien advirtió a Salto con bastante antelación, y cuando la columna dobló por Roca, entre Italia y Saenz Peña el Ford Falcón del intendente se cruzó en la calle y los frenó. Se bajó el mismo Julio Dante Salto y con tono imperante exclamó:

- ¿Quién está a cargo de este operativo?

Un policía respondió:

- Yo estoy a cargo.

Salto le apuntó con el dedo índice y se acercó sin dejar de apuntarle hasta casi tocarlo. En el trayecto le comunicó: 

- Oficial, yo soy el doctor Salto, soy el intendente de la ciudad. No sé quiénes son ustedes, pero vienen a tomar el pueblo. A partir de este momento usted es el responsable de la seguridad de todos los cipoleños. Usted está frente a una comunidad pacífica, cualquier cosa que pase acá es culpa de ustedes.

El oficial tenía orden de captura a Salto, pero venció el factor sorpresa del doctor con su aparición espontánea. Salto dio media vuelta, se metió al auto, y con tono de apuro puso en tema a sus hijos adolescentes Julio Fernando Chato y Julio Rodolfo Rudy:

- Rajemos de acá, que estos me vienen a meter preso.

Apeló a tomar la iniciativa para que la policía se sorprenda y no actúe. Le costó arrancar porque a su Ford Falcon que se le salía la palanca. Lo solucionó y huyeron. Siguieron por Roca, llegaron a Mengelle, y dejaron el auto a la vuelta, en un complejo de departamentos. Salieron caminando hasta que Salto logró cruzar a Neuquén y pasar a la clandestinidad, mientras la policía lo buscaba intensamente.

La municipalidad permaneció tomada pero la resistencia del pueblo cipoleño evitó la intervención. El tercer y último intento fue el 17, por medio del teniente Faustino Marciano Gómez. La prolongación de la revuelta llevó el tema a medios nacionales. Las manifestaciones populares, exitosas, y nombradas con azos no le causaban ninguna gracia a la Casa Rosada teñida de un verde militar ilégitimo y débil. El solo hecho que fuerzas vivas de una ciudad se manifiesten en la calle ya era terrible para ellos y su ideología.

La situación se fue completamente de las manos y el gobierno nacional envió a la Sexta Brigada de Infantería de Montaña bajo el mando del segundo comandante Mario Fernando Chretien a hacerse cargo de la comuna. El poder de la población cipoleña era total, e instaron a un oficial de policía que había sido paciente de Salto y solo cumplía órdenes, a salir en cinco minutos de la municipalidad. 

La policía se fue sin orden, en realidad nunca estuvieron convencidos de las órdenes que acataron, no entendían del todo lo que pretendía el gobierno provincial, y estaban agotados física y mentalmente ante la profunda dificultad para conseguir comida y agua. La gente tomó el municipio y Salto volvió. El general Imaz, ministro del Interior, dio la orden al comando de Neuquén de intervenir la provincia de Río Negro.

El Cipolletazo tiene dos particularidades que lo destacan del resto de las puebladas de la época: es el único movimiento en defensa de la autoridad, en una época de ataques. Claro que se trataba de una autoridad local ante rivalidades políticas de estrato provincial. Y la otra es que cuando el Ejército Argentino ingresó a intervenir la provincia fue vitoreado por el pueblo, cuando las puebladas solían ser contra ellos. La razón es la misma que en la primera particularidad.

Aquel capricho del ministro Bonacchi de destituir a Salto, apañado por el gobernador Figueroa Bunge, se los llevó puesto a todos gracias al pueblo de Cipolletti. Gobernador y ministros duraron solo 29 días en la provincia de Río Negro. Tras el Cipolletazo, Onganía designó al general Requeijo al frente de la provincia, y el pueblo cipoleño negoció su sucesión.

Algunos protagonistas califican como un empate, o triunfo a medias, el resultado del Cipolletazo. Es que el Dr. Julio Dante Salto siempre priorizó la pacificación a su liderazgo, y entendió que debía dejar su cargo en la comuna. Claro que instó a que su sucesor sea alguien de su confianza, o al menos con identidad local. El designado fue el Dr. Alberto Chertudi, pediatra, que no era cipoleño y tenía vuelo propio a la hora de tomar decisiones, pero confiaban que respete la voluntad de los cipoleños aunque no en la dimensión de Salto.

El 3 de octubre, en el aniversario de la ciudad, Salto instó a sus seguidores a que levanten las consignas que comprometan al nuevo gobernador Requeijo a seguir con los proyectos estratégicos. Pero estos quedaron cajoneados durante mucho tiempo. De ahí el gusto amargo de algunos protagonistas del Cipolletazo, de no tener el resultado final que esperaron.

Julio Dante Salto no volvió a la vida pública, y falleció por un infarto un año y medio después, el 31 de marzo de 1971. Miles de cipoleños asistieron a su velorio, y como nunca en la historia, la bicicleta fue el principal medio de transporte que acercó a su gente al último adiós. Hoy su Mausoleo en el Cementerio de Cipolletti es un tributo de visita obligatoria, se lo construyó su pueblo, juntando fondos con fabricación y venta de monedas con su cara.

Rivalidad política

El empresario Néstor García, presidente del Club Cipolletti durante 18 años, incluyendo los años dorados en los Nacionales, fue protagonista en los días del Cipolletazo. «Fuimos campeones morales» resume por este agridulce resultado en el que quedó trunco el gobierno provincial de Figueroa Bunge, pero no continuó el municipal de Julio Salto.

En 1972 y en 1973 hubo dos Rocazos, el pueblo vecino se enfrentó a autoridades provinciales en protestas por cierta hostilidad política del gobernador Requeijo. Uno de los argumentos fue el desmantelamiento de una Circunscripción Judicial de Roca para abrir un Juzgado en Cipolletti.

El 1 de septiembre de 1974 se funda el Club Social y Deportivo General Roca. La rivalidad futbolística la desarrollaremos cuando veamos la historia después de 1973, pero queríamos dejar en claro que la génesis de la rivalidad es política, y el fútbol es simplemente un reflejo. 

Honor

El propio Néstor García, ya como presidente del club en 1985, pronunció una frase histórica antes de una final contra Huracán de Comodoro Rivadavia. Él sabía encender la llama de la pasión cipoleña: «No nos jugamos una clasificación, nos jugamos el honor de la ciudad». Los detalles quedan para tomos futuros. Pero eso fue también el Cipolletazo, y por eso es imposible apartarlo de la construcción de identidad aunque en este libro hablemos de fútbol.

Los sucesos de septiembre de 1969 aún hoy emocionan a los protagonistas de un pueblo que supo unirse sin distinguir banderas políticas ni clases sociales, y no se dejó avasallar. Un vecino anónimo entre lágrimas exclamó que a Roca le molestaba que la ciudad se mueva ante lo que consideraba injusto, que Cipolletti se transformó en todo sentido para defender su dignidad, y que ser cipoleño es un sentimiento y un honor.

Sebastián Sánchez

Libro: La Pasión de Cipo. Tomo 1 (2023).