Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
La Grandeza es, ante todo, una cualidad subjetiva. En términos estrictamente de significancia, la Grandeza está vinculada al tamaño, la magnitud de algo o alguien. En términos de pasión, que es lo que aquí nos compete, la cosa cambia considerablemente.
La pasión es ni más ni menos que el motor de nuestras vidas. Creemos, al menos la gran mayoría de los mortales de talla intelectual y moralidad promedio, que agotamos cada segundo de nuestra existencia en busca de aquellas coordenadas que lleven al camino de la prosperidad, ese arquetipo social definido y dispuesto a conveniencia de quienes manejan los hilos del capitalismo. Supervivientes en el bravo corcoveo de llegar a fin de mes, nos equivocamos, frustramos, caemos a diario en las trampas colocadas para sacarnos del eje de lo que verdaderamente nos enamora, y la pasión está justamente ahí, para espabilarnos, para convertirse en el sendero alternativo, en el estrecho a veces oculto hacia la felicidad.
Despojados de pasión somos seres inanimados, espectros que deambulamos por los incómodos pliegues del sin sentido.
El fútbol, para los futboleros, para los que construimos parte de nuestra personalidad pateando en baldíos abandonados o playones escolares, que soñamos con las proezas que nos mostraban las tapas de la revista El Gráfico y nos desgarramos de felicidad cuando finalmente el buenazo de Messi alcanzó la gloria máxima, y nos hizo sentir que nosotros éramos eternos por un rato también, para todos esos seres anónimos, el fútbol es el patio trasero del placer y el goce, la conexión hacia aquel pasado de la niñez y la adolescencia donde el máximo compromiso que teníamos era no llegar tarde al picado, y la obligación estaba en el código de pagar la coca si el que ganaba era el equipo rival.
Cuando alguna vez indagaron a Roberto Fontanarrosa sobre los desbordes emocionales, acerca de la exacerbada vena emotiva que domina al mundo de este deporte que es deporte y vicio en nuestro país, el entrañable Negro lanzó al viento una frase tan simple como memorable: «Creo que si no se entiende que esto es una pasión, y las pasiones son bastante inexplicables, no se entiende nada de lo que pasa en el fútbol».
Nacer grande, el primer tomo de lo que esperamos sea una saga de libros albinegros que podamos tener en nuestras bibliotecas, se sumerge en la búsqueda de ese inexplicable, desandando la construcción de una identidad que se hizo de miles, rastreando en los primeros datos genéticos de una institución deportiva que definitivamente marcó un antes y un después en el crecimiento y desarrollo de la ciudad donde nació y la región -la Patagonia- donde se transformó en Capataz.
Hay algunas certezas que definen las existencias, al menos para aquellos que entendemos el fútbol como la cosa más importante entre las menos importantes -Jorge Valdano, dixit-: el amor indestructible hacia aquellos que procreamos, la cofradía de amistad que elegimos por el resto de nuestros días, y el equipo que nos marcará para siempre.
Norberto Chiacchiarini, mi maravilloso abuelo Pirulo, cursa hoy los 92 años con una condición física envidiable y algunas lagunas mentales. En almuerzos familiares hablamos de fútbol, remontándonos a las épocas señoriales, cuando entrenarse era casi una rareza, se defendía en inferioridad numérica y los partidos muchas veces terminaban con score de tenis o básquet. Jugaba de 10 Pirulo e incluso en algún equipo amateur llegamos a compartir mediocampo, porque todo lo hizo a lo grande y hasta muy grande. Muchas cosas concretó y construyó en su vida, porque llegó solo a Río Negro a los 6 años en tren desde Bahía Blanca, se crio como pudo, trabajó a la edad que los niños recién aprenden a atarse los cordones, pergeñó una buena empresa, una mejor familia, y brindó ejemplos indelebles. Eso sí, uno de sus orgullos máximos fue haber sido suplente, sí, suplente, de Tito Padín. Aquello de lo inexplicable.
«Fue el que me cortó la carrera», bromeaba con el pecho erguido mi abuelo, sabiéndose partícipe de una época de gloria y de situaciones que no se repetirían. «Jugaban juntos los cinco Padín, eran una cosa de locos», repite hoy cada vez que puede y le prestamos el oído. La pasión tatuada en cuerpo, mente y alma. La pasión sin fecha de caducidad y a prueba de desmemorias.
Sebastián Sánchez, periodista, escritor, camaleónico actor en el laberíntico mundillo albinegro, nos ofrece una oportunidad única. Una oportunidad para todos, pero más para las nuevas generaciones, hoy algo golpeadas por el sinuoso andar de años y años sin demasiados éxitos en el fútbol federal, algo frustradas por la incumplida promesa del eterno ascenso, desconocedoras posiblemente del mapa genético de un club que fue partícipe del olimpo del fútbol nacional.
Esos pibes, los nuevos hinchas, seguramente observan a sus abuelos y padres con cierta desconfianza al hablar de un estadio como La Visera explotado de almas en éxtasis, recordando que por allí pasaron el marqués andar del Ruso Strak, la granítica figura de Espada, la voracidad goleadora del Bambi Flores. Fueron ellos, y sobre todo los pioneros, quienes construyeron esa grandeza que hoy parece inexplicable, que mantiene la pasión encendida, y que se aborda de manera necesaria en estas páginas.
Libro: La pasión de Cipo. Tomo 1 (2023).
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