Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Mi barrio nació una mañana de sábado, en la primavera de 1978, y vivió cuatro o cinco años a lo sumo. Aclaro que cuando hablo del nacimiento de mi barrio no me refiero a la fecha en que se construyeron las casas ni a aquella en la que se habitaron. Mi definición de barrio es más subjetiva y más estrecha.
Mi barrio nació cuando los que fueron mis amigos y yo lo poblamos, lo recorrimos, lo conquistamos. Y duró hasta que nos fuimos. Por supuesto que las casas quedaron. Pero sin nosotros se convirtió necesariamente en otra cosa. No fue, seguramente, el primer barrio que se adueñó de esas casas. Tal vez sí haya sido el último.
Acerca de su año de nacimiento no albergo la menor duda: 1978 fue uno de los peores años que me ha tocado vivir. Ese invierno asistí a mi primer velorio, y todavía hoy me angustia el olor marchito y abombado que dan muchas flores cuando yacen juntas. Lloré el primer día y después me quedé seco. Entonces empezó mi rabia. Una rabia silenciosa, una rabia de piedra. Una rabia contra todos, empezando por Dios. ¿No acababa yo de tomar la comunión el octubre anterior? ¿No se suponía que Dios cuidaba a la gente buena? ¿No era cierto eso de que uno podía pedirle a Dios las cosas que necesitaba, y si uno era un buen chico, era muy probable que Dios se las diera? Bueno, parecía ser que no, carajo. Dios se había hecho el tonto, o el distraído. O tal vez el asunto era peor: Dios me odiaba.
Después de Dios estaba la gente. Puta madre con la gente. ¿Por qué a todos se les daba por mirarme con expresión de lástima? ¿Acaso era un bicho, yo? ¿A cuenta de qué a todos se les daba por merodear la casa? ¿Para qué ponían cara de circunstancia, cara de «pobrecitos, qué familia destruida»? ¿De dónde salían tantos familiares con los que nos veíamos de Pascua en Ramos?
Y por último estaban los pibes. Los del colegio, los de la patria, los del mundo entero. Los odiaba a muerte. A favor de ellos tengo que decir que no hacían nada. No me habían abandonado, como Dios, ni me miraban con cara de lástima, como la gente grande. Pero les tenía una envidia que me hacía hervir los glóbulos rojos. ¿Por qué mierda me había pasado justo a mí, habiendo tantos pibes por todos lados? ¿Por qué no les había pasado a ellos? ¿Qué mierda había hecho yo mal para merecerme semejante castigo? ¿A ver? ¿Por qué justo a mí?
No eran preguntas de fácil respuesta. Por añadidura, yo no estaba dispuesto a formularlas en voz alta. Me las hacía para adentro, mientras los veía pasar ante mis ojos, hundido en una cueva de silencio.
Los viernes a la noche, para peor, a mi casa venía un cura irlandés de la parroquia de Pompeya. Yo no tenía nada contra el pobre curita. Pero venía en nombre de Dios, y con él sí que tenía un asunto pendiente. De manera que mi mamá lo recibía en el living, y cuando estaban mis hermanos, ellos también charlaban con el sacerdote. Yo, en cambio, me quedaba jugando debajo de la mesa del comedor, bien lejos de todos. A veces eran soldaditos. A veces construcciones de Rasti. Pero casi siempre eran los jugadores de fútbol. Tenía cuatro equipos completos. Y unos arcos de madera pintada de dorado. Me los había hecho mi papá, y les había fabricado una red con gasa de consultorio. Hoy, casi treinta años después, si me concentro puedo sentir el olor profundo del esmalte sintético sobre la madera. Los jugadores eran todos iguales. De plástico, con pelo oscuro y raya al costado. Tenían una sonrisa triste y eran medio cachetudos. Lástima que no permanecían de pie. Se caían permanentemente, pero a mí no me importaba. Me servían para reproducir los partidos. Y la ventaja era que en la cancha de alfombra, debajo de la mesa, no había sorpresas. Independiente ganaba siempre. Ningún imprevisto, ninguna noticia tremenda, ningún Dios injusto. Por eso cuando venía el cura yo ni asomaba el pelo. «Úbeda, Vilanova y Romano»: mientras escribo estas líneas, me vuelven esos apellidos con forma de mediocampo. No sé si lo recuerdo bien. Tampoco importa. Uno de esos viernes, en la tele estaban dando un partido de Independiente por la Copa Libertadores. Y en medio de mi silencio yo me hacía un lugar para preguntarme para qué mierda seguía existiendo Independiente si quien me había enseñado a amar al Rojo y a sus Copas no estaba ahí para darle sentido al jodido asunto.
Mi único amigo era Andrés. Tanto lo quería que estaba dispuesto a perdonarle que no le hubiese pasado a él lo que me había pasado a mí. Pero como ya íbamos a colegios distintos y a turnos distintos, durante la semana apenas lo veía. Los sábados sí. Los sábados a la mañana jugábamos a la pelota en su vereda o en la mía. Y de ahí me viene la certeza de que mi barrio nació un sábado de primavera, en la vereda de mi casa.
Esa primavera, ese sábado, esa mañana, pasaron dos pibes que vivían al lado. Iban con las manos vacías. Andrés picaba la pelota junto al portón. Cuando estuvieron a dos metros se detuvieron. En lugar de seguir hacia donde iban, pararon. Nuestros ojos se cruzaron y empezó a caminar de nuevo el tiempo. Jugamos un arco a arco, dos contra dos, bajo la sombra de los tilos.
Al día siguiente ya no pasaron: vinieron, que no es lo mismo. Ya no éramos dos y dos. Éramos cuatro. Después de Diego y Pablo les tocó a los hijos del oculista: cuatro varones que hicieron un aporte demográfico sustancial. Fuimos ocho.
Y cuando la vida camina, camina. Cuando mi hermana me contó que acababan de vender el kiosco de Mario, y que llegaba una familia con cinco hijos, y que el mayor se llamaba Gustavo y tenía once años, casi ni me sorprendió mi buena suerte. Para lo que no estaba en absoluto preparado era para que una de sus hermanas se llamase Carolina, tuviera nueve años, el pelo lacio y los ojos castaños y profundos, pero esa es otra historia.
Cuando fuimos suficientes, fue el tiempo de bajar a la calle y poner los cuatro cascotes de los arcos. La cosa iba en serio. Se había acabado el peloteo infantil en la vereda. Faltaban cuatro o cinco chicos más, que cuando nos vieron dueños del asfalto vinieron a tomar su parte en el camino de la gloria. Cristian fue uno de ellos. «Los venezolanos», Mariano y Javier, completaron el círculo. Eran argentinos, pero como habían vivido en Venezuela tenían un acento extraño que para nosotros, deseosos de darle algún toque excéntrico al grupo, los volvía extranjeros.
Por algunos años, la calle Guido Spano se convirtió en el núcleo de mi vida. Los fines de semana eran bocanadas de aire fresco en medio del hastío y la soledad de mi casa. Los veranos fueron el ombligo del tiempo.
Mis recuerdos del mundo en esos años están inevitablemente tejidos con esos días en el cordón de la vereda. Para mí, Galíndez no murió al costado de una ruta durante una carrera. Murió cuando uno de los Giúdice, estupefacto, salió a contarlo, y nosotros interrumpimos el partido. Quilmes no salió campeón con el gol de Gáspari en Rosario, sino cuando algunos chicos se pusieron a gastarlo a Andrés, por bostero, en un atardecer de sol apenas tibio. Mirtha Legrand entró en mi vida cuando invitó a un fulano que había inventado a unas extrañas criaturas que se desarrollaban en el agua, y nos hizo dilapidar varias tardes con la ñata pegada a una pecera, esperando que crecieran los sea-monkeys. La guerra sucia fueron cuatro imbéciles que se bajaron a amenazarlos desde un Falcon cuando nos vieron poniendo monedas en las vías del tren para achatarlas, y se mataron de la risa con nuestras caras de miedo. El Papa Juan Pablo I falleció debajo del jazmín de leche de mi casa, en el círculo absorto que formamos para escuchar la pavorosa explicación de Andrés acerca de cómo se envenena a un Pontífice. Malvinas fue los discursos encendidos de Gracielita, revista Gente en mano, de que no había manera de que los ingleses nos ganaran la guerra.
En esos años no solo viví del fútbol. Mis amigos tenían hermanas y primas, y creo haber mencionado a una tal Carolina de ojos oscuros y abismales. En el primer baile que pergeñamos, su madre cometió el desatino de venir a buscarla antes de las diez. Durante el resto de la noche aprendí a extrañar a una mujer.
Si sigo escribiendo me hundiré sin remedio en la fácil tentación de hilvanar más y más recuerdos que solo conducen hacia mi pasado y me importan a mí solo. Para terminar estas líneas, entonces, corresponde que diga cuándo murió mi barrio. No tengo una fecha tan exacta como la de su alumbramiento, porque se fue extinguiendo de a poco. Si nació cuando llegaron los chicos, tenía que morir cuando se fueran.
Los primeros en partir fueron los venezolanos, que en pocos años se habían desprendido de su acento caribeño pero nunca lograron lo mismo con su gentilicio. Después se fue Gustavo. Se mudó a Belgrano, en la Capital. Volvimos a verlo una vez, cuando nos invitó a visitarlo. Pero fue triste comprobar que había cambiado tanto que ya no teníamos en común ni siquiera los recuerdos. Con él partió Carolina, la primera mujer que perdí para siempre. Diego y Pablo fueron los siguientes. Diez años después Diego me invitó a su casamiento. Al abrazarnos con su hermano Pablo, en los ojos le adiviné que, de haber tenido a mano una pelota número cinco, arrancaba de nuevo el arco a arco, en pleno atrio de la iglesia, como en aquel sábado del Génesis. Los que eran más grandes crecieron, y no hizo falta que se fueran para despedirlos para siempre.
Quedamos Andrés, Cristian y yo. Fuimos amigos por mucho tiempo. Buenos amigos. Aunque tres chicos no sean catorce o diecisiete, alcanzan para soltarse a explorar la adolescencia. Pero el barrio, el barrio, el barrio como conjunto, como horizonte, como mundo, para 1983 se había ido del todo. Tanto es así que de vez en cuando, en los amaneceres de naipes, a los tres sobrevivientes se nos daba por recordar nuestras viejas aventuras con los pibes. Y cuando uno recuerda es porque ya no tiene aquello que recuerda. No hay certificado de defunción más preciso que ese.
No fue tan dolorosa aquella pérdida porque mi barrio había servido para lo que tenía que servir. Esos chicos me habían obligado a poblar de gritos mis silencios, a abandonar la alfombra bajo la mesa, a identificar alborozado, cada mañana y cada tarde, el momento en que pasaban a buscarme por el repique de la bola en la vereda, a implorar cada atardecer que no la llamaran a Ella demasiado temprano a bañarse.
Cinco años después de que la muerte me dejara el alma hecha una estepa, yo podía comprobar sin sobresaltos que estaba vivo. Sentía en el alma, es cierto, y siento todavía, los costurones de ciertas cicatrices, pero a fin de cuentas, creo que no existe nadie que no las tenga.
Mi barrio me sirvió para todas esas cosas, y para otras que ni siquiera yo mismo entiendo lo suficiente como para ponerlas en palabras. Sé, al menos, que la rabia por fin me había abandonado. Y hasta creo que no exagero si digo que fue entonces, en los días últimos de mi barrio, cuando por fin terminé por perdonar a Dios.
Libro: Un viejo que se pone de pie y otros cuentos (2007).
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