«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
Cuentos e investigaciones históricas en el día de la Soberanía Nacional. Emitido en vivo el martes 19 de noviembre de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Lecturas
La batalla por la soberanía (de Felipe Pigna)
Símbolos, feriados, héroes y traidores (de Eduardo Sacheri)
Juan Antonio Felpa era de talante tranquilo, pero resolvió asegurarse el sueño de la noche previa a la del día del partido con medio somnífero porque estaba inquieto, y no le faltaba razón.
El hábito lo despertó a las siete de la mañana, e instantáneamente un cosquilleo nervioso en el estómago le anunció que era domingo, día de fútbol, y decidió quedarse un poco más en la cama a pensar en el partido. Consumió varios minutos parando penaltys en idénticas versiones. Era su sueño favorito, su fantasía recurrente: 0-0 faltando un minuto y penalty en contra; silencio expectante, miradas de ojos grandes, intuición exacta y él en el aire abrazado a la pelota y otra vez él en el suelo sintiéndose dueño de los aplausos, responsable de la catástrofe diminuta que sufrían las emociones de cientos de aficionados; 0-0 final.
A veces imaginaba lo mismo con ventaja de 1-0 para su equipo, pero esa historia le gustaba menos porque tenía que repartir la gloria con el compañero que había marcado el gol. A Juan Antonio Felpa, obrero de Fábricas Unidas y portero del Sportivo Atlético Club, se le dibujaba una sonrisa estúpida cuando paraba penaltys mentalmente aunque él no se daba cuenta. Se acordó del tiempo con la preocupación de un agricultor; saltó de la cama y se fue hasta la puerta rogando que no lloviera. Aquel 16 de septiembre de 1964, la primavera se había adelantado cinco días al calendario.
Era una mañana irreprochable. Ese sol que invitaba a vivir le recordó la enfermedad de su padre: hubiera dicho él. Luego pasaría a visitarlo para hacerle olvidar por un rato la tristeza de perderse el clásico.
Entró a la humilde cocina a tomarse un té, como era su costumbre dominguera, sin poder sacarse el partido de la cabeza. Clavó la vista en un póster arrugado de Amadeo Carrizo que había pegado años atrás en la pared. Sin haberlo visto nunca jugar, había sido siempre hincha del River Plate. Buenos Aires estaba a muchos kilómetros y a muchos pesos de distancia, pero él idealizaba la trayectoria del equipo capitalino y la de su portero legendario a través de la radio y de la revista El Gráfico. Como admirar es identificarse, Felpa se sentía el Carrizo del pueblo, le emulaba algunos gestos y hasta había conseguido una gorra a cuadros parecida a la que el portero riverplatense usaba para defenderse del sol. «Grande maestro», le murmuró Juan Antonio a la foto de Amadeo en el preciso instante que su mujer, con ojos todavía dormilones, entraba en la cocina:
—Hablás solo.
—No, pensaba.
Recibió el beso cariñoso y joven de Mercedes y los dos hablaron durante largo rato de simples cosas suyas.
Juntos escucharon a Johnny Lombard anunciando el partido: «A las cinco de la tarde, en el campo comunal Sportivo y Argentino de Las Parejas se juegan el título de Liga en el partido más esperado del año». Esa voz emotiva, que paseaba en un coche lento y que era ampliada por dos grandes altavoces ubicados sobre el techo, lograba que Felpa se sintiera importante. Piel de gallina se le ponía.
Todavía faltaban cinco partidos para que terminara el campeonato, y los dos equipos que dividían el pueblo, los celestes del Argentino y los verdirrojos del Sportivo compartían el primer puesto de la Liga Cañadense de Fútbol. Esa tarde ponían el honor y la vergüenza en juego para definir de una vez por todas quién era quién en la Liga.
Desde hacia una semana no se hablaba de otra cosa. Circulaban las apuestas, se espesaban las bromas y los más impacientes ya se habían cruzado algún puñetazo. Estaba clarito en el ambiente que lo que se jugaba era el clásico más importante de los últimos tiempos.
—¿Que tal en la fábrica? —preguntó Mercedes.
—Y… esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.
Orgulloso, Juan Antonio le contó a su mujer; entre otras cosas, que el patrón, palmeándole la espalda le había dicho: «Juan, el domingo te tenés que portar, ¿eh?».
Felpa era un buen tipo, de veintiséis años, casado no hacía mucho tiempo y con un niño de meses. De gustos sencillos, querido y popular, era de esa clase de hombres que teniendo poco no necesitan más. Se vistió con ropa de domingo, revisó la bolsa de deportes, olió con ganas y sin ruidos la habitación del hijo dormido y se despidió de su mujer sin mucha ceremonia.
En el sanatorio San Luis, sentado en la cama donde convalecía su padre de una operación estomacal, recibió con paciencia consejos futbolísticos. Recordaron aquel día que habían ido a cazar y Juan Antonio, con diez años, salió corriendo y se tiró de panza sobre una liebre a la que el padre había apuntado y pretendía disparar con su vieja escopeta. La liebre se escapó y el imprudente proyecto de guardameta, que vivía abalanzándose sobre cualquier cosa, recibió una paliza de la que no se olvidaría nunca más. En esa época le empezaron a llamar Gato. Su padre, hombre de carácter fuerte, que amaba al Sportivo con la misma intensidad con que odiaba al Argentino, nunca estuvo de acuerdo con que su hijo fuera portero, y no sólo porque le espantaba las liebres, sino porque siempre había pensado que los porteros eran medio imbéciles.
Pero quería tanto a su único hijo que mudó el prejuicio y terminó mirando los partidos desde detrás de la portería, aunque era más lo que molestaba con Sus gritos que lo que respaldaba.
En la cama del sanatorio, don Jesús Eladio Felpa se sentía mejor; pero no poder ver ese clásico lo tenía algo excitado. Iba a tener que conformarse con abrir las ventanas de su habitación para interpretar los gritos que llegaran desde la cancha.
A doscientos metros de distancia era capaz de identificar, aguzando el oído, las jugadas peligrosas, el equipo que dominaba y, sin dudar, a qué equipo pertenecía el gol que se marcaba. Treinta y cinco años viendo al Sportivo le habían enseñado mucho. Su pobre mujer tenía que soportar en silencio el relato aproximado que don Jesús hacía de las jugadas.
Juan Antonio se fue a la sede del club llevándose una última recomendación paterna:
—Métanle cinco goles, así no hablan nunca más.
En el camino volvió a fabricar un penalty en la cabeza. Siempre se tiraba hacia la derecha y apresaba entre sus manos el balón que llegaba a media altura. «La esperanza es el sueño de los despiertos», escuchó un día.
En la sede encontró más gente que nunca y un clima prebélico. Las manos se le posaban en los hombros como mariposas brutas y contestó con una sonrisa los comentarios de siempre: «No te preocupes, que hoy ni se acercan…». «A las cinco cerrará las persianas, ¿eh?…» «¿A quién le ganaron ésos…?» Llegó a la tranquilidad del restaurante y saludó a sus compañeros, la mayoría de pueblos y ciudades cercanas a los que no veía desde el domingo pasado. Eran buena gente, pero él envidiaba la capacidad que tenía el Argentino para formar jugadores del pueblo.
El Tano Perazzi lo explicaba bien: «Los del pueblo juegan por la camiseta, y los de afuera juegan por la plata». Pero siempre había sido así, y, la verdad, mucha plata no había.
Comieron carne asada con ensalada, y después la Bruja Mirage, ex jugador y en aquel momento entrenador, dio la alineación y dijo las cuatro tonterías de siempre con tono de haber inventado el fútbol.
Los Felpa, padre e hijo, no lo tragaban porque nunca había defendido el fútbol local. Cuanto de más lejos le traían los jugadores, más contento estaba. Además, jugaba sin wínes, y tácticamente se equivocaba mucho. Los dos solían acordarse del día en que el Negro Moyano lo saludó a los gritos en mitad del bar Victoria:
—¿Cómo te va, embrague?
—¿Por qué embrague? —preguntó el entrenador con poca prudencia.
—Porque primero metés la pata y después hacés los cambios —le soltó el Negro para que se riera todo el mundo.
Cómo sufrió el odio Mirage esa vez.
Los jugadores decidieron irse para la cancha distribuidos en cuatro coches particulares de directivos de la comisión de fútbol. Salieron por la puerta trasera para no darle oportunidad a los pesados. En el vestuario empezaron a respirar el clima del partido. Ahí adentro olía a fútbol. El partido estaba cerca, y afuera crecía el ruido. Apretados por los nervios, se vistieron, se masajearon e hicieron movimientos de calentamiento como si se tratara de un ritual.
El Gato Felpa, en un rincón, sólo movía los brazos y de vez en vez tiraba algún golpe al aire como los boxeadores. Se ponía rodilleras y unos pantalones cortos acolchados en las caderas para amortiguar los golpes de las caídas. No usaba guantes ni entendía cómo se podía atajar con ellos.
Si alguien se lo preguntaba, había aprendido una frase que le gustaba repetir: «Me quitan sensibilidad». Los hierros entre los que trabajaba durante la semana habían modelado manos fuertes, y a él le gustaba sentir la pelota entre sus dedos. El equipo, como era su costumbre, hizo un corro y todos encimaron las manos sobre las del capitán para dar tres gritos de guerra que contribuían a darles confianza y a hacerlos sentir más juntos. De rebote, también valía para asustar a los del vestuario contiguo.
Se fueron para el túnel, con música de tacos de cuero sobre el suelo y cuidando de no resbalarse en el cemento. Cuando asomaron la cabeza estalló la mitad roja—verde del campo. Los celestes ocupaban el lado opuesto y homenajearon a sus jugadores tres minutos después. Ahí estaba todo el pueblo.
Era día grande, de esos que dejan hablando al pueblo durante semanas; banderas, papeles picados, bombos, matracas gigantes, cantos; no faltaba nada.
El sermón arbitral fue breve: «A jugar y a callar», dijo a los capitanes en el centro del campo antes de sortear las porterías.
El griterío de la gente y la emotividad de lo que estaba en juego dignificó en parte el fútbol pobre que se jugó en la primera mitad. Los dos equipos trataban de aprovechar el descuido del adversario, pero, eso sí, sin descuidarse. Se tenían miedo y estaban tensos, y eso, procesado futbolísticamente, da como resultado un partido trabado e impreciso.
Acertó don Jesús Eladio Felpa, en el sanatorio, cuando le resumió el primer tiempo a su mujer:
—Partido malo, vieja, ni ocasiones de gol crearon.
Se jugó mal, es cierto, pero se jugó en serio. Las piernas se metían fuertes y entre los jugadores se escucharon palabras duras.
El segundo tiempo pareció un poco más abierto, pero pisaron poco las áreas. Los dos equipos malograron alguna oportunidad, pero no fueron fruto de balones claros, sino de rebotes afortunados o de errores cometidos por piernas cansadas.
Pero de un clásico de pueblo nadie se va antes de tiempo. Certero otra vez don Jesús, le advirtió a su paciente mujer; faltando unos quince minutos, que «todavía podía pasar cualquier cosa». En ese segundo tiempo, Juan Antonio se calzó la gorra, porque el sol estaba bajo y pegaba de frente.
Sus pocas intervenciones las había resuelto con sobriedad, salvo aquella pelota que llegó combada y despejó por encima del travesaño tirándose para atrás. Una parada más espectacular que difícil. Desde atrás dio órdenes, animó a sus compañeros y en ningún momento perdió concentración. Hasta el momento de la jugada que nunca más olvidarían quienes estaban ahí, el partido no se había dado para que él se luciera.
Faltaban cuatro minutos para el final cuando el Gringo Santoni, siempre tan apresurado, despejó a córner sin necesidad. Había llegado ese momento en el cual los menos interesados miraban el reloj con ganas de que aquello terminara de una vez, los borrachos hablaban solos y los fanáticos estaban trepados a las vallas totalmente desencajados. El córner venía fuerte y el Gato Felpa, todo hay que decirlo, dudó en la salida y se quedó a mitad de camino. El Oso Antuña, defensor central del Argentino, no necesitó saltar para cabecear seco al ángulo cruzado. El Enano Zárate, que con esa altura no podía marcar a nadie por arriba y que en los córneres era el encargado de cuidar el primer palo, supo instintivamente que con la cabeza jamás podía llegar a esa pelota, y la despejó de un manotazo. ¡Penalty!
Aquello calentó a los indiferentes, congeló a los fanáticos y hasta calló a los borrachos. El lado celeste de la cancha se puso de fiesta y la gente del Sportivo esperaba, inmóvil y muda, a que los dioses del fútbol les dieran una mano. Todo lo que estaba pasando se parecía mucho a la fantasía de Juan Antonio Felpa.
El sol, del otro lado de la cancha, se había caído detrás de los cipreses, y Felpa, parado en el centro de la línea de meta, se quitó la gorra muy resuelto y la tiró adentro de la portería. Sintió un frescor agradable en la cabeza sudada y quizá por eso experimentó la fe de los héroes.
A once metros de distancia el Befo Nieva ya estaba frente a la pelota. Se cruzaron una mirada huidiza; medio cómplice y medio asesina.
Juan Antonio Felpa flexionó levemente las rodillas y con los ojos fijos en el lanzador escuchó la orden del árbitro. Ya tenía la decisión tomada. Cuando el Beto golpeó la pelota, Felpa ya volaba en la dirección del sueño. Al lado del palo derecho, se abrazó a la pelota en el aire, y antes de caer al suelo sintió, como un relámpago, la alegría más grande de su vida.
Ahora era la mitad rojo—verde del campo la que se había puesto de fiesta al grito de «Felpa», «Felpa», «Felpa». Yo no sé lo que le pasó en ese momento, porque en veinticinco años nadie logró hablar con él del tema sin que se enfadara, pero para mí que esos gritos lo confundieron y eso lo llevó a tomar el camino más absurdo de su vida. Lo cierto es que se levantó del suelo endiosado, y queriendo prolongar ese momento mágico, cometió el error de ir a buscar la gorra dentro de la portería con la pelota debajo del brazo.
El árbitro dudó antes de dar el gol, y el campo entero tardó en echarse las manos a la cabeza entre eufóricas risas celestes y sorprendidos lamentos verdirojos. El extraño coro de murmullos que quedó flotando en el ambiente desconcertó a don Jesús Eladio Felpa, que había sufrido con el penalty («hay que reconocer que fue justo, vieja») y se había alegrado con el paradón. Intuyó que algo malo había pasado, y con una mínima esperanza de haberse equivocado, miró a su santa mujer y le comentó entre triste y preocupado.
Te cuento, Macho, que la cargada la hicimos nosotros. Nos largamos a hablar, ¿viste? a farolear. Nos agrandamos, ¿viste? Y... ¿querés que te diga?, al pedo, al reverendo pedo. Porque, después de todo, nosotros no le habíamos ganado nunca, empatamos los dos partidos y fueron partidos parejos, ¿viste? que estaban para cualquiera. Pero, yo no sé, hubo gente que empezó a decir que nosotros la hacíamos de trapo. Y nosotros nos entusiasmamos, agarramos el bochín y, ¿sabés que? el agrande, viejo, el agrande. Entonces ellos se engranaron e hicieron la justa, porque la verdad que estuvieron bien, un día llaman por teléfono al club, hablan con el Tordo y le dicen que querían jugar con nosotros, ya que fuera del campeonato, que querían jugar con nosotros. Que al domingo siguiente que terminara el campeonato hiciéramos un partido en cancha de ellos, en cancha neutral, donde se nos cantaran las pelotas, mirá vos, nos relajaron.
Me acuerdo que el Tordo vino todo cagado adonde estábamos entrenando, a decirnos.
Y... ¿qué íbamos a hacer? Teníamos que agarrar viaje, no nos íbamos a ir al mazo después de todo el quilombo que habíamos armado, te imaginás. Pero la verdad que nos pegamos un sorete bárbaro, porque decíamos: “Estos, ¿sabés qué? nos deben querer pasar por arriba”. ¿Sabés el hambre con que nos debían estar esperando? Además, ellos estaban agrandados porque salían campeones, la gente los seguía por todos lados, nos querían romper bien roto el orto.
Así que te imaginás cuando viene Lopecito, el preparador físico a decirnos que el Pacú se había lesionado, nos queríamos morir. El Pacú será medio loco pero es un arquerazo, es el mejor arquero de la liga, de eso no te quepa ninguna duda, y se nos viene a lesionar un día antes del partido con estos hijos de puta. Porque cuando nos avisaron lo del Pacú ya habíamos aceptado el desafío, porque eso ya era un desafío, ¿viste? un desafío de esos de los pibes y al día siguiente teníamos que viajar a Bombal porque, de última, se había decidido hacer el partido en cancha neutral. ¡Qué lo parió! Te imaginás el quilombo. A un día del partido y sin arquero. Porque el boludón de Medina no lo contábamos; primero, que es un bagre de no creer; después, que ni siquiera había ido a entrenar las últimas semanas y además no sé quién lo había visto con un pedo tísico, por ahí, por Chovet, de pura joda. No le íbamos a ir a hablar del partido porque no nos iba a entender el desgraciado.
¡La mierda! Bueno... ¿qué hacemos? Incluso pensamos en llamar a estos tipos y decirles que postergáramos el partido, que esperáramos hasta que el Pacú se mejorase la gamba, se había jodido la gamba, un tirón. Pero... ¿sabés qué?, lo primero que iban a pensar era que nos habíamos recagado en las patas. Que arrugábamos. Que eran todos versos para ni jugar. En eso cae Manolito, cuando estábamos discutiendo el fato y dice que por qué no lo llevábamos al “Pichón de Cristo”. El “Pichón de Cristo” es un flaco que había jugado una vez en contra nuestro un amistoso, creo que en Máximo Paz. Un flaco, viste, esquelético, las piernitas, mirá, como las patas de esta mesa, te parecía mentira que pudiera atajar.
Yo, personalmente, ni me acordaba cómo atajaba. Me acordaba de la pinta porque, la verdad, era un pichón de Cristo, no le decían al pedo así. Mirá, sería más o menos como el Luis, ¿viste? no sé si no era más flaco. Pero más alto, y más ancho de arriba, bien de arriba, para colmo con el pelo largón y barbita, cagate de risa, el “Pichón de Cristo”.
Te digo que, cuando el Manolito vino con ésa, la mayoría de los muchachos estaba tan en bola como yo uno dijo que ese día había atajado un vagón, pero me perece que lo dijo por decir, pero lo cierto era que la gente de los otros pueblos, decían que el flaco se pasaba. Y eso que ni siquiera había firmado para “San Martín” de Chovet. Sabíamos que estaba ahí, pero no sabíamos si había firmado o no.
Como ya era el día del partido y veíamos que se nos hacía la noche, el pato y el hijo del Pato cazaron la picá y se mandaron para Chovet a traerlo al ñato. Medio que había ¿cómo decirte? un acuerdo con los de “Independiente” de Bigand, de presentar los mismos equipos que habían estado jugando al campeontao. Digamos, no se había hablado de eso pero se daba por sentado que vos no ibas a caerte a jugar ese partido con cuatro o cinco monos de primera, ¿viste?, cuando los muchachos cazan las licencias del verano y se van al campo a hacer algo de mosca. Vos sabés que lo llamo al “Sopita” Martínez, le digo de ir a jugar y el “Sopita” viene como por un tubo. O el “Conejo”. Pero... pero... la joda era jugar con los mismos equipos que se había jugado en la liga. Ahora, en el caso del “Pichón de Cristo”, qué sé yo, podíamos decirles que lo teníamos a prueba para el próximo año, que ya había firmado, no sé. Además, ellos, con tal de no verlo al Pacú atajando para nosotros, cualquier cosa, mirá, que lo lleváramos a Fillol, a cualquiera, iban a aceptar cualquier cosa.
Mirá, no te la voy a hacer muy larga. Fuimos a jugar y era un quilombo de gente. Mirabas detrás del alambrado y te daba miedo. Y ellos estaban con todo, ¿eh? Se habían aguantado una semana sin chupar, entrenando como siempre, sin salir de joda después de haber ganado el campeonato para agarrarnos a nosotros y rompernos el culo.
Y bueno, te la hago corta. ¿Sabés quién nos salvó de que nos cagaran, pero que nos cagaran a goles? El “Pichón de Cristo”. ¡Dios mío lo que sacó ese animal! ¡Hijo de puta! Ellos no lo podían creer y, nosotros, ¿sabés qué? menos. Si vos le veías la pinta al flaco en el arco y pensabas: “acá le pegan un pelotazo en el pecho y lo destrozan al flaco”.
Mirá, le sacó al “Tachuela” un cabezazo de pique al suelo que todavía no lo puedo creer. Un balazo, ¿eh? En un corner apareció el “Tachuela”, ¡qué bien cabecea ese hijo de puta!, entre mil, entre mil que habían saltado y se la pone de pique, abajo. Este se tira y la saca. Dos mano a mano con el wing, el negrito, ese que le dicen “Pacha”. Un voleo... ¡Uy Dios lo que fue ese voleo, me había olvidado! Un voleo que agarró el “Gallego” en el punto del penal, seco, abajo, que éste yo no sé cómo hizo, se tiró y la rechazó con esto, con el antebrazo, yo no sé cómo no se lo quebró, y rebotó como hasta media cancha. Y después, qué se yo, mil, mil porque nosotros no parábamos ni el colectivo, nos pasaban por el lado, nos pegaron un zaino que ni te cuento. Y no fue un ratito.
¿Viste que hay partidos en que por ahí te agarran mal parado y los primeros diez, quince minutos, te cagan a pelotazos?... Acá no. No. Fue así todo el partido, querido, nos dieron un zaino que no te lo quieras creer. Y nada de toquecito o de ole. No. ¿Qué toquecito? Los negros se venían a sacamos los ojos, metían centros y entraban quince, qué sé yo, mil. Los hijos de puta la tenían adentro y nos querían basurear, nos querían pasar por arriba. Decí que estaba el flaco. Increíble. En el último minuto le tapó un bombazo al cinco que yo me di vuelta para no mirar porque dije: “Aquí lo mata”. Y en tiempo de descuento, otra, esa fue la máxima! Ya el área nuestra era un quilombo, estábamos todos ahí adentro. Se arma una de rebotes después de un comer y el ocho de ellos, el “Pantufla”, desde el borde del área, le da fuerte al palo derecho del “Pichón de Cristo”. El flaco se tira... ¡y no va Huguito y se la toca en el aire! Le pega ¿viste? le pega la cadera al Huguito que haba cerrado y le cambia el palo al “Pichón”. Yo la vi adentro, ¿viste? La vi adentro. Porque el flaco ya se había tirado, estaba en el aire cuando Hugo le cambia el palo. Yo no sé, no sé cómo hizo. Giró en el aire... ¿viste como los nadadores cuando llegan al final de la pileta y giran para volver para el otro lado? Este hizo algo así, en el aire, le pegó un manotazo apenitas con la punta de los dedos y la dejó ahí, picando a diez centímetros de la línea. Llegué yo y, ¿sabés qué? le puse tamaña quema que creo que la perdí. La saqué del pueblo. No la quería ver más a esa hija de puta. Y terminó el partido. Los de “Independiente” no lo podían creer. No lo podían creer. Se agarraban el bocho. Se la comieron doblada los hijos de puta, con un nudo en la tapún.
Y bueno, te cuento. En el vestuario, te imaginás, los abrazos con el flaco, con el arquero. Una barbaridad, una barbaridad. Y el flaco, calladito, ¿viste? no decía nada, o se sonreía, tenía tierra hasta en el ojete pobre flaco, si se la había pasado revolcándose. Los muchachos se bañaron y yo me retrasé un poco. Medio porque antes de bañarme estuve como media hora tirado arriba de un banco de la palmera que tenía. Además, me habían pegado un puntín acá, detrás del muslo, que cuando se me enfrió el músculo me dolía como la puta madre.
Después me bañé y me empecé a cambiar. Fue en eso que lo veo al flaco que salía de la ducha. Y fue raro... porque venía con la toalla atada a la cintura, en ojotas, y en eso pasó por debajo de una ventanita donde entraba sol y el sol le dio en la cabeza, ¿viste? y se le formó como una aureola, sabés de qué?, pienso... de ese vapor que te sale del cuerpo cuando terminas de bañarte. Lo estaba mirando cuando veo que tenía las palmas de las manos lastimadas, las dos. “¿Qué te pasa?” le pregunto. “¿Dónde?” me dice. “En las manos”. “Ah, me pisó el nueve”, me dice. Me pareció raro, ¿viste? porque me acordaba que el flaco había atajado con guantes. Después también le viché un raspón bastante fulero por acá, en las costillas. Pero parecía un raspón viejo, de algún otro partido. Después el flaco se cambió rápido, como si estuviese apurado, pero me dio la impresión de que no quería que yo le hiciera más preguntas. Y... ¿sabés lo que se me ocurrió pensar? Eso les lo que te quería contar. Sabés lo que se me ocurrió pensar? Mirá que uno a veces es boludo, porque por ahí el tipo es un tipo tímido y nada más. Pero pensé... “¿Este flaco no andará en alguna fulería, en algo fulero, y no quiere parlarla demasiado?”. Boludeces que a uno se le ocurren. Mirá cómo es uno de jodido, después de todo. Después el flaco se fue y no lo vi más. Lo buscamos, me acuerdo, durante toda la semana, para ver si no quería firmar para nosotros. Y no lo encontramos. Después volvió el Pacú y ya nos olvidamos del asunto.
Mística y personalidad en situaciones límite de la vida, en cuentos de arqueros. Emitido en vivo el martes 12 de noviembre de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Lecturas
El pichón de Cristo (de Roberto Fontanarrosa)
Un arquero llamado Piter Yilton (de Diego Gómez)
Creo, vieja, que tu hijo la cagó (de Jorge Valdano)
Por Achaval nadie daba dos mangos (de Eduardo Sacheri)
Adrián Claude se suicidó el domingo en París. Tenía setenta y tres años de edad y cuarenta y cinco de estarse disfrazando de Papá Noel. Adrián Claude, según eso, no era nadie durante once meses. Pero en diciembre era uno de los hombres más importantes de París. Con todo, nadie lo conocía; porque su importancia empezaba cuando aparecía en una
luminosa vitrina llena de juguetes, y entonces la roja y resplandeciente indumentaria y las barbas y bigotes postizos impedían que se supiera quién era Adrián Claude y permitían, en cambio, que todo el mundo reconociera al mejor Papá Noel de la mejor juguetería de París. Así todos los años, durante cuarenta y cinco, hasta cuando se sintió demasiado viejo para todo. Hasta para disfrazarse de viejo.
Esta terrible historia de Adrián Claude parece una prueba evidente de que los adultos creen más que los niños en Papá Noel. De no ser así, el verdadero Adrián Claude -el que vivía en un miserable rincón de Notre Dame des Champs- no habría llegado a los setenta y tres años de su vida en el estado en que llegó, ni habría tenido necesidad de acostarse junto a las llaves del gas, «porque ya era muy viejo para disfrazarse de Papá Noel». Pero en París nadie sabía quién era Adrián Claude. Tal vez creían que aquel hombre jovial que todos los años, desde el primero de diciembre, aparecía detrás de una vitrina atiborrada de bombillos luminosos, y juguetes de cuerda, era realmente el legendario Papá Noel que llena de cosas alegres el sueño y los calcetines de los niños. Por eso era Adrián Claude el mejor Papá Noel de París; porque a nadie se le ocurrió pensar jamás que era un francés relleno de algodón. Un hombre de carne y hueso que aun en diciembre tenía necesidad de echarle algo al estómago -y al suyo y al de su esposa- para que medio millón de niños siguieran creyendo en Papá Noel.
Lo peor de todo es que Adrián Claude no disfrutó nunca de su prestigio. Claro: si el prestigio no era de Adrián Claude. Así que se pasaba los primeros once meses de todos los años prestando toda clase de servicios a los modestos vecinos de Notre Dame des Champs, para poder estar vivo en diciembre y en capacidad de convertirse en uno de los hombres más importantes de la ciudad. Era poco menos que un vago. Alguna vez fue plomero. Pero como ésa no era su verdadera profesión, fracasó en el oficio. Después fue barrendero y afilador. Tal vez si hubiera conseguido un organillo y un mono le hubiera ido un poco mejor, haciéndose el cargo de que llevaba un poco de diciembre por las calles de París, en cualquier época del año. Eso se habría parecido un poco a su profesión. Pero como nunca tuvo el organillo, muy poco le faltó a Adrián Claude para ser un vago.
A principios de este año, su esposa estuvo a punto de desnucarse voluntariamente en la escalera de caracol del viejo edificio de ladrillos en que vivían. Aquello era todo un drama, pero Adrián Claude no lo sabía. La verdad es que él no sabía nada de nada, salvo disfrazarse de Papá Noel.
Solitario, sin nada que hacer, se metió en su cuarto sin tener siquiera el propósito de que le creciera la barba. Pero la barba crece de todos modos. Así que cuando salió a la calle, el domingo, los niños de Notre Dame des Champs lo vieron pasar y sonrieron, pensando: «Se parece a Papá Noel», sin darse cuenta de que aquel pensamiento se parecía mucho a un sarcasmo. Esa tarde hizo Adrián Claude sus últimas diligencias: fue al almacén, anunció que este año no podría disfrazarse y pagó algunas deudas. Después se encerró en su cuarto y abrió las llaves del gas. ¡El susto que debieron llevarse en el cielo, cuando lo vieron entrar, por primera vez en diciembre con su verdadera cara de Adrián Claude!
- Afuera, en el patio. ¿No lo escuchás? Chivateando como locos, todos transpirados.
- Ay, claro...
- Juegan a lo bruto, a veces me da miedo, el hijo de Tita ya se golpeó en un ojo...
- Pero... ¿a qué juegan? Ay, allá está Miriam... ¡Qué hacés, Miriam, ya te saludo!
- Pasá, pasá, Clarita... Qué se yo a que juegan, al fútbol, creo...
- ¿Las chicas también?
- ¡Pero si las chicas son las peores!- se anota Mirta, que se acerca a saludar a Clara-. ¡Son machonas, les pegan a los chicos!
- ¿No te contó la señorita Susana?
- ¿Está la señorita Susana?
- No pudo venir. Pasá, pasá Clara... A Loli la conocés...
- Hola Loli, ¿cómo te va?
- ¿Y a la Puchi?
- Nos vemos en la granja cada tanto. ¿Qué hacés Puchi?
- Bueno, aquel es mi papá, mi mamá, Horacio el marido de Puchi, bueno...te los presento así nomás desde lejos...
- Hola a todos, hola a todos.
- Sentate acá en la punta, al lado de Rosa...En el living están los viejos, quedate con nosotros...
- Que somos jóvenes.
Hay dos o tres risas femeninas como alaridos.
- ¿Querés sándwiches? Son buenísimos, de la panadería de Bustos.
- No, ya comí algo en casa antes de venir; además estoy a régimen.
Otras risas variadas.
- Hay de jamón y queso, de choclo y de ananá.
- No, no, gracias, no me tientes...
- Por ahí querés algo caliente. Berto está por traer una pizzetas y unas salchichitas...
- ¿Dónde pusieron los cuchillos de postre, Maribel?
- Qué se yo, mamá, están por ahí, en el trinchante...
- Pero ¿dónde están? ¡Yo los había sacado y los puse arriba de la mesa!
- Estarán por ahí, mamá, preguntale a Beatriz, ya van a aparecer.
- ¡Los cuchillos de postre digo, nena, los de postre!
Miriam busca la mirada cómplice de Marta a su lado y le cuchichea al oído.
- Cómo se ponen con la edad, maniáticas, cascarrabias, joden por cualquier cosa...
- No te preocupes, Miriam, los viejos son así, disfrutá del cumpleaños de tu hijo...
- Habría que ver como vamos a ser nosotros cuando seamos viejos, tal vez seamos peores -interviene Esther, sentada al lado.
- Lo que siempre le pido a Esteban es que si yo un día me pongo tan insoportable como mi madre, que me pegue un tiro.
No quiero esta rompiéndole la paciencia a nadie.
- Sabés que pasa, Miriam, se excitan con estas fiestas como los chicos.
- A ver -llega Esteban, cargando platos en las manos-: hagan lugar, hagan lugar...
- Las salchichitas calientes, Mirta, están buenísimas...
- No. Además, ya viene a buscarnos el Lolo.
- ¿Dónde está el Lolo, no vino con vos? -pregunta Armando, parado junto a la heladera, detrás de Paula, apoyado contra el calendario de la panadería de Busto, tres gatitos en una canasta.
- Alcanzá estas otras cazuelitas a la otra punta, haceme el favor.
- ¿Pasás, pasás? -Mirta adelanta su silla.
- Claro que paso, no te molestes, no estoy tan gordo...
Más risas altisonantes.
- El Lolo, el Lolo -retoma Mirta- me trajo hasta acá pero me dejó y llevó el auto a lo de Gutiérrez, porque se le paró cuando veníamos. Pero enseguida viene a buscarnos.
- Acá hay más coca, Beba, alcanzale a Horacio.
- Ah, esta es mi abuela Mirta, mirala que guapa...
- La conozco, la conozco, la veo siempre en el super.
- Vos sos la mamá del Lito, m' hija...
- No, de Ricardito, que ahora mismo voy a llamarlo porque ya viene el padre a buscarnos...
- Si querés te lo llamo.
- No, señora, voy yo...
- Como quieras... Yo traigo las albondiguitas...
- Está bárbara tu abuela, activa, fantástica...
- Cruzo los dedos...
- Che, dice Mirta que Lolo se le paró -dice Horacio.
Hay risotadas y exclamaciones fingidamente escandalizadas.
- Ay, que grosero. Cortala, Horacio, con eso.
- Yo no lo dije -se encoge de hombros Horacio- fue Mirta. Qué tiene de malo... Dice que se le paró...
- Y sigue con lo mismo... Te creés muy vivo y sos un estúpido...
- Dejalo, Perla, son fantasías que se hacen los hombres...
- Será que a tu marido no le pasa.
- Eso, Yoli. Por ahí Mirta está muy contenta con que al Lolo le pase eso -se anota Armando a las carcajadas.
- Y el otro boludo se ríe. Reíte vos.
- A Horacio hace mucho que no se le para.
- Siempre que hay un tarado que se hace el gracioso, hay otro tarado al que le hace gracia...
- Yo no dije nada, lo dijo Mirta.
Entra una nena a preguntar algo.
- Ay, no me digas que esta es tu hija.
- Sí.
- Está enorme, lindísima, grandota, no la hubiera reconocido...
- Sí, está grandota ¿No es cierto, che, que estás grandota? Contestale a la señora...
- Dejala, dejala que se vaya a jugar... Lindísima...
- ¡Miralo a este, miralo a este! -chilla Matilde.
Un chico entra corriendo transpirado, desde el patio. Pregunta algo al oído de Mirta.
- ¿Este es el tuyo -le preguntan a Mirta-, este es Ricardito? ¡Pero si está enorme, yo no lo hubiera reconocido!
- Y, los chicos crecen, señora.
- Nosotros no somos los únicos que cumplimos años.
- ¿Dónde está el baño, Miriam? -pregunta Mirta-. Allá, allá, pasando el living, en el pasillo... ¡No corras!
- Sabe que pasa, señora, que estás jugando y hasta se olvidan de que tienen que hacer pis, buscan el baño cuando ya no aguantan más.
- Andá y después nos vamos -grita Mirta-, ya viene papá a buscarnos.
- ¿Y vos que hacés acá?
El pibe rubio se encoge de hombros, tomado al respaldo de la silla de su madre.
- Andá a jugar con los chicos...
- No. Juegan al fútbol.
- ¿Y a él no le gusta?
- Sí le gusta, pero prefiere quedarse acá, conmigo.
- ¿No querés algún juego de mesa, querido? ¿No querés que te prenda la televisión de la pieza?
- Pero no Matilde, dejalo. Si ya nos vamos
- Cómo, ¿no van a quedarse para el mago?
- ¿Hay un mago? Eso te va a gustar Pablito.
- Es que se pasa el santo día jugando a la pelota ¡no escucha lo pelotazos en las paredes y las persianas de las puertas?
- Ahí llega el Lolo. Mirta, ahí llega tu marido.
El Lolo llega y saluda livianamente a todos.
- Bueno -se para Mirta-, agarrá las cosas, Lito, que nos vamos.
- Lolo, dice tu mujer que llegaste tarde porque se te paró.
- Y... A veces me toca... -sonríe poco divertido el Lolo.
- Desde hoy -denuncia Estela- este tarado la tiene con eso...
- ¿Cómo, ya se van a ir? -se alarma, llegando, Miriam.
- Sí, tenemos que pasar por casa de mamá...
- Pero si ya viene la torta. No se va a ir sin soplar las velitas y comer un pedazo de torta.
- Es que mamá vive en La Florida y ...
- Ya la traemos, ya la traemos. Son casi las ocho, ni me había dado cuenta...
- ¡Las ocho ya, cómo pasa el tiempo!
- Y, señora, la buena compañía...
- Es una torta lindísima que le hizo la mamá de Agustín, una señora que tiene una mano increíble para la repostería.
- ¡Hagan lugar en la mesa y vayan llamando a los chicos! ¡Nené, traé la torta, y los fósforos!
- Que los chicos se vayan a lavar un poco primero, están todos sudados, las manos sucias, un asco...
- Sentate, Lolo, comen un pedazo de torta y se van. Son diez minutos nada más...
- Sentate, Lolo -indica Mirta.
- No. Está bien, está bien -Lolo fulmina a su mujer con la mirada-, me quedo acá. No se van a correr todos por mí.
- No es molestia -dice la abuela de Mirta, sentada ahora a la cabecera.
- Después de lo que contó Mirta del Lolo -dice Horacio, socarrón- no quisiera que el Lolo se me siente al lado.
Como un alud llega desde el patio el tropel de chicos buscando un sitio junto a la mesa grande de la cocina. Entre ellos, Perla, los brazos en alto, sosteniendo la torta. Hay forcejeos, empujones y gritos entre los chicos que buscan conseguir un sitio junto a la mesa. Están sudorosos y colorados.
- ¡Che, déjenle un lugar a la abuela! ¡Che, salí de ahí, dejala a la abuela!
Ya hay una multitud en la cocina. Perla deposita la torta sobre la mesa en el lugar que, corriendo apresuradamente platos sucios y copas, le han dejado libre. Voces de admiración reciben la torta de cumpleaños. Es un rectángulo chato y generoso bañado en chocolate, pero la parte de arriba se ha transformado en una cancha de fútbol cuidadosamente verde por los confites de ese color, no demasiado rectas las líneas de juego marcadas con coco rallado. En ambas cabeceras, los pequeños arcos de plástico y, sobre la grama artificial, cinco jugadores de cada lado, como dispuestos a empezar el partido, que aguardan la pitada inicial. De un lado, cinco pequeños muñequitos de azúcar lucen la camiseta a rayas verticales azul y amarilla de Rosario Central y del otro, otros cinco visten la rojinegra por mitades verticales de Newell's Olds Boys. Hay risas, aullidos, murmullos.
- Fósforos, faltan los fósforos -grita Martita.
Alguien le alcanza un encendedor descartable. El del cumpleaños espera ansioso el momento de soplar las velas. La propia Perla, parada detrás del homenajeado, se inclina por sobre él para encenderlas.
- Acercale esa -señala Alberto desde atrás-, la que prendiste recién, a uno de los de Ñuls, a ver si se le calienta el pechito.
Se elevan las risas y gruñidos de enojo.
- Ayúdenlo a soplar a ese pibe, que me parece que está sin aliento, sin aliento como todos los canallas...
- No, no -alerta Perla, simuladamente severa-, no empecemos con eso, no empecemos con eso, por favor...
- ¿Cuántas son las velitas? -pregunta Alberto desde una tercera fila.
- Diez, cumple diez el nene...
- ¿Por qué no ponen veintidós -se hace el tonto Esteban- y festejan los veintidós años que estuvieron sin ganar en el Parque?
- ¡Les dije que la corten con eso! -grita Perla, ahora sí, enojada-. Lo único que falta es que acá también nos...
- Se ve que te olvidaste -otra voz, esta vez femenina, truena desde atrás- cuando les rompimos el culo con Menotti en el Parque.
- Que pija que tuvieron adentro esos veintidós años sin ganar en el Coloso...
- ¡Terminala, boludo! -increpa Marta a Esteban-. Cortala con ese asunto que es el cumpleaños de...
- ¿Y vos que te metés, tarada -salta la esposa de Rubén-, si a vos nadie te dio vela en este entierro? Lo que pasa es que siempre has sido una canallona de mierda.
- Contá, contá -se mete Mariano-, contá los jugadores de Ñuls, no vaya a ser cosa de que abandonen.
- Son cinco nada más, se ve que seis ya abandonaron. ¿O ya se olvidaron a Russo revoleando el saco el día del abandono?
- De lo que no te acordás vos, pelotudo, es del gol de Domizzi cuando le rompimos el orto con la tercera, de eso seguro no te querés acordar, mogólico.
- ¿Y ahora venís a hablar vos, porquería? ¿Desde cuándo sos hincha de Ñuls, pechofrío, que nunca ni abriste la boca?
Los puñetazos de Norma sobre la mesa hacen bailotear las botellas y las copas.
- ¡Basta, basta, carajo! -ruge, y cuando logra algo de silencio-. Parece mentira, parecen chicos peleándose así.
- Sí, pero ellos vienen a Arroyito a relajarnos. ¿O en que barrio estamos?
- En Ludueña.
- Es lo mismo.
- Es la misma mierda con distinto olor.
- ¡No ves que la siguen! -vibra otra voz de mujer-. ¿qué tenés que decir vos, bastarda?
- Más bastarda serás vos, negra villera.
- ¡Mamá, mamá! - el grito dramático de Zulema, esta vez si logra algo de silencio. Zulema se lanza sobre la abuela Dora que, sentada en su lugar preferencial, está pálida como el mármol y se toma con ambas manos el cuello como tomando aire.
- ¡El corazón, el corazón, un ataque al corazón! -llora Zulema, desesperada.
- ¡Tráiganle agua, agua, un vaso de agua!
- ¡Llamen a un médico!
- Háganle aire, córranse, déjenle aire.
- ¡Miren lo que logran con esas peleas pelotudas, idiotas, miren lo que logran, matar a mamá!
- ¡Ellos empezaron!
- ¡Eso pasa por invitar a estos leprosos de mierda!
- ¡Mamá, mamá!
- Ya estoy bien, ya estoy bien...-El hilo de voz de la abuela Dora, milagrosamente, se oye en medio de la batahola-. Ya estoy bien, hija, un mareo, un soponcio...
- Mamá, mamita.
- Abuela, abuela...
- Saben que me hace muy mala sangre estas cosas -recobrada en parte, con dificultad para hablar. la abuela reprocha con rabia-: saben, me lo hacen a propósito, me quieren matar...
- Pero no, mamá, ¡las cosas que decís...!
- No, señora, ya pasó, ya todo se tranquilizó.
- Nosotros no empezamos, señora -trata de ser convincente la esposa de Esteban-. Lo que pasa es que estos canayones son siempre lo mismo...
- Y a mucha honra somos canayones -trina Zulma-, ¡leprosa pechofrío!
- ¡Basta! -ahora es la misma abuela la que reclama orden con voz entrecortada. Todos se callan.
- Acá está el encendedor -vuelve a ofrecer Alberto, con su voz calma.
***
-Estuvo muy lindo -dice Malena, en la puerta de calle, la mano sobre el hombro de su hijo, que lleva una bolsita con regalos de cotillón. Ya es de noche.
- Lástima eso de... -argumenta Perla.
- Suerte que tu abuela la pudo cortar.
- Sí, pero casi se muere la vieja.
- ¡Sí, no, es cierto, te digo suerte porque cortó el quilombo, no porque casi se muere, pobre Dora!
- Pobre Dora, Pobre Dora -levanta las cejas Perla-. Sabés qué pasa, que es pechofrío la vieja. Se hace la pelotuda pero cada vez que gana la lepra anda con una sonrisa de oreja a oreja. Ella se cree que yo no me doy cuenta pero yo la tengo bien junada, bien junada la tengo...
Cuentos cumpleañeros de Roberto Fontanarrosa y Eduardo Sacheri. Y los cuentos y poemas que más gustaron en el primer aniversario de Qué Grande. Emitido en vivo el martes 29 de octubre de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Cuentos, poemas, relatos, evocaciones y música de la selección Argentina. Emitido en vivo el martes 15 de septiembre de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Lecturas
Los malditos (de Eduardo Sacheri)
Dos mundiales y un país de fantasía (de Eduardo Sacheri)
Todo mientras Diego (de Ariel Scher)
Claudio Paul Le Pera (de Daniel Roncoli)
Un verano italiano (de Eduardo Sacheri)
Maradona (de Eduardo Galeano)
No es tu culpa (de Eduardo Sacheri)
Llorando desde Italia hasta hoy (de Sebastián Sánchez)
—George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé.
—Pues bien, ¿y entonces?
—Sólo quiero que le eches una ojeada, o que llames a un psicólogo para que se la eche.
—¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un psicólogo?
—Lo sabes perfectamente —su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas—. Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.
—Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave.
—Bien —dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto de la casa. «Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos», había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció una sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
—Vamos a quitarnos del sol —dijo—. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada extraño.
—Espera un momento y verás —dijo su mujer.
Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.
—Unos bichos asquerosos —le oyó decir a su mujer.
—Los buitres.
—¿Ves?, allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen a la charca. Han estado comiendo —dijo Lydia—. No sé el qué.
—Algún animal —George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos de la luz ardiente—. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor.
—¿Estás seguro? —la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
—No, ya es un poco tarde para estar seguro —dijo él, divertido—. Allí lo único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.
—¿Has oído ese grito? —preguntó ella.
—No.
—¡Hace un momento!
—Lo siento, pero no.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de admiración hacia el genio mecánico que había concebido aquella habitación. Un milagro de la eficacia que vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Claro, de vez en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y te producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la mayoría de las ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él mismo cuando sentía que daba un paseo por un país lejano, y después cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí estaba!
Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles calientes, y su color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.
Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos verde-amarillentos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella. Fuera, en el vestíbulo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reacción del otro.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!
—¡Casi nos atrapan!
—Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es lo único que son. Claro, parecen reales, lo reconozco… África en tu salón, pero sólo es una película en color multidimensional de acción especial, supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental detrás de las paredes de cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi pañuelo.
—Estoy asustada —Lydia se le acercó, pegó su cuerpo al de él y lloró sin parar—. ¿Has visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.
—Vamos a ver, Lydia…
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África.
—Claro que sí… Claro que sí —le dio unos golpecitos con la mano.
—¿Lo prometes?
—Desde luego.
—Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que consiga que se me calmen los nervios.
—Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando le castigué hace un mes a tener unas horas cerrada con llave esa habitación…, ¡menuda rabieta cogió! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitación.
—Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
—Muy bien —de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme puerta—. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso.
—No lo sé… No lo sé —dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una butaca que inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla—. A lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos la casa durante unos cuantos días y nos vamos de vacaciones?
—¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?
—Sí —Lydia asintió con la cabeza.
—¿Y zurcirme los calcetines?
—Sí —un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.
—¿Y barrer la casa?
—¡Sí, sí…, claro que sí!
—Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que no tuviéramos que hacer ninguna de esas cosas.
—Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la casa es la esposa y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una sabana africana? ¿Es que puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente o rápido como el baño que restriega automáticamente? Es imposible. Y no sólo me pasa a mí. También a ti. Últimamente has estado terriblemente nervioso.
—Supongo que porque he fumado en exceso.
—Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo en esta casa. Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y necesitas unos cuantos sedantes más por la noche. También estás empezando a sentirte innecesario.
—¿Y no lo soy? —hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad sentía interiormente.
—¡Oh, George! —Lydia lanzó una mirada más allá de él, a la puerta del cuarto de jugar de los niños—. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿verdad que no pueden?
Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el otro lado.
—Claro que no —dijo.
Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plástico en el otro extremo de la ciudad y habían televisado a casa para decir que se iban a retrasar, que empezaran a cenar. Conque George Hadley se sentó abstraído viendo que la mesa del comedor producía platos calientes de comida desde su interior mecánico.
—Nos olvidamos del ketchup —dijo.
—Lo siento —dijo una vocecita del interior de la mesa, y apareció el ketchup.
En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les haría ningún daño que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos habían pasado un tiempo excesivo en África. Aquel sol. Todavía lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era notable el modo en que aquella habitación captaba las emanaciones telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que colmaba todos sus deseos. Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. Sol… sol. Jirafas… jirafas. Muerte y muerte.
Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había preparado la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que era la muerte. Cuando tenías dos años y andabas disparando a la gente con pistolas de juguete.
Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las fauces de un león… Y repetido una y otra vez.
—¿Adónde vas?
No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran encendiendo delante de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta la puerta del cuarto de jugar de los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos rugió un león.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente.
Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último año encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del País de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real —todas las deliciosas manifestaciones de un mundo simulado—. Había visto muy a menudo a Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales auténticos, u oído voces de ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente África, aquel horno con la muerte en su calor.
Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas pequeñas vacaciones, alejarse de la fantasía que se había vuelto excesivamente real para unos niños de diez años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero cuando la activa mente de un niño establecía un modelo… Ahora le parecía que, a lo lejos, durante el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado atención.
George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observándole. El único defecto de la ilusión era la puerta abierta por la que podía ver a su mujer, al fondo, pasado el vestíbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distraídamente.
—Largo —les dijo a los leones. No se fueron.
Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías tus pensamientos. Y aparecía lo que pensabas.
—Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa —dijo chasqueando los dedos. La sabana siguió allí; los leones siguieron allí.
No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas.
—¡Aladino!
Volvió al comedor.
—Esa estúpida habitación está averiada —dijo—. No quiere funcionar.
—O…
—¿O qué?
—O no puede funcionar —dijo Lydia—, porque los niños han pensado en África y leones y muerte tantos días que la habitación es víctima de la rutina.
—Podría ser.
—O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.
—¿Conectado?
—Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.
—Peter no conoce la maquinaria.
—Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de inteligencia es…
—A pesar de eso…
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de ágata azul. Sus monos de salto despedían un olor a ozono después de su viaje en helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo de cenar —dijeron los padres.
—Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes —dijeron los niños, cogidos de la mano—. Pero nos sentaremos un rato y miraremos.
—Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar —dijo George Hadley. Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.
—¿El cuarto de jugar?
—De lo de África y de todo lo demás —dijo el padre con una falsa jovialidad.
—No te entiendo —dijo Peter.
—Vuestra madre y yo hemos estado viajando por África; Tomás Swift y su león eléctrico —explicó George Hadley.
—En el cuarto no hay nada de África —dijo sencillamente Peter.
—Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.
—No me acuerdo de nada de África —le comentó Peter a Wendy—. ¿Y tú?
—No.
—Id corriendo a ver y volved a contárnoslo.
La niña obedeció.
—Wendy, ¡vuelve aquí! —dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde, George Hadley se dio cuenta de que había olvidado cerrar con llave la puerta después de su última inspección.
—Wendy mirará y vendrá a contárnoslo —dijo Peter.
—Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.
—Estoy seguro de que te has equivocado, padre.
—No me he equivocado, Peter. Vamos.
Pero Wendy volvía ya.
—No es África —dijo sin aliento.
—Ya lo veremos —comentó George Hadley, y todos cruzaron el vestíbulo juntos y abrieron la puerta de la habitación.
Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura, cantos de voces agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados, en torno a su largo pelo. La sabana africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una canción tan hermosa que llenaba los ojos de lágrimas.
George Hadley contempló la escena que había cambiado.
—Id a la cama —les dijo a los niños. Éstos abrieron la boca.
—Ya me habéis oído —dijo su padre.
Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas secas hasta sus dormitorios.
George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía en un rincón cerca de donde habían estado los leones. Volvió caminando lentamente hasta su mujer.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Una vieja cartera mía —dijo él.
Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva en ella: la habían mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados.
Cerró la puerta de la habitación y echó la llave.
En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo estaba también.
—¿Crees que Wendy la habrá cambiado? —preguntó ella, por fin, en la habitación a oscuras.
—Naturalmente.
—¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima allí en lugar de los leones?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.
—¿Cómo ha llegado allí tu cartera?
—Yo no sé nada —dijo él—, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos comprado esa habitación para los niños. Si los niños son neuróticos, una habitación como ésa…
—Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano.
—Es lo que me estoy empezando a preguntar —George Hadley clavó la vista en el techo.
—Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra recompensa… ¡Secretos, desobediencia!
—¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las que hay que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables…, admitámoslo. Van y vienen según les apetece; nos tratan como si los hijos fuéramos nosotros. Están echados a perder y nosotros estamos echados a perder también.
—Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos meses les prohibiste ir a Nueva York en cohete.
—No son lo suficientemente mayores para ir solos. Se lo expliqué.
—Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fríos con nosotros.
—Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean para que le echara un ojo a África.
Unos momentos después, oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo su mujer.
Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.
—No —dijo él—. Han entrado en el cuarto de jugar.
—Esos gritos… suenan a conocidos.
—¿De verdad?
—Sí, muchísimo.
Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino llenaba el aire nocturno.
—¿Padre? —dijo Peter.
—¿Qué?
Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre.
—Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?
—Eso depende.
—¿De qué? —soltó Peter.
—De ti y de tu hermana. De que mezcléis África con otras cosas… Con Suecia, tal vez, o Dinamarca o China…
—Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.
—La tenéis, con unos límites razonables.
—¿Qué pasa de malo con África, padre?
—Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca África, ¿es así?
—No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave —dijo fríamente Peter—. Nunca.
—En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de esta especie de existencia despreocupada.
—¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los dientes y peinarme y bañarme?
—Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?
—No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros el mes pasado.
—Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
—Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
—Muy bien, vete a jugar a África.
—¿Cerrarás la casa pronto?
—Lo estamos pensando.
—Creo que será mejor que no lo penséis más, padre.
—¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!
—Muy bien —y Peter penetró en el cuarto de jugar.
—¿Llego a tiempo? —dijo David McClean.
—¿Quieres desayunar? —preguntó George Hadley.
—Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?
—David, tú eres psicólogo.
—Eso espero.
—Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo viste hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces no notaste nada especial en esa habitación?
—No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una ligera paranoia acá y allá, lo normal en niños que se sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho, nada.
Cruzaron el vestíbulo.
—Cerré la habitación con llave —explicó el padre—, y los niños entraron en ella por la noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y así tú los pudieras ver.
De la habitación salían gritos terribles.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. Veamos lo que consigues.
Entraron sin llamar.
—Salid afuera un momento, chicos —dijo George Hadley—. No, no cambiéis la combinación mental. Dejad las paredes como están.
Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los leones agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que habían cazado.
—Me gustaría saber de qué se trata —dijo George Hadley—. A veces casi lo consigo ver. ¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes y…?
David McClean se rió.
—Difícilmente —se volvió para examinar las cuatro paredes—. ¿Cuánto hace que pasa esto?
—Algo más de un mes.
—La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.
—Yo quiero hechos, no impresiones.
—Mira, George querido, un psicólogo nunca ve un hecho en toda su vida. Sólo presta atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena impresión, te lo repito. Confía en mis corazonadas y mi intuición. Me huelo las cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me vean todos los días para someterlos a tratamiento durante un año entero.
—¿Es tan mala?
—Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que pudiéramos estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en las paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al niño. En este caso, sin embargo, la habitación se ha convertido en un canal hacia… ideas destructivas, en lugar de una liberación de ellas.
—¿Ya has notado esto con anterioridad?
—Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más que la mayoría. Y ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?
—No les dejé que fueran a Nueva York.
—¿Y qué más?
—He quitado algunos de los aparatos de la casa y les amenacé, hace un mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos días para que aprendieran.
—Vaya, vaya.
—¿Significa algo eso?
—Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro. Los niños prefieren a Papá Noel. Dejaste que esta casa os reemplazara a ti y a tu mujer en el afecto de vuestros hijos. Esta habitación es su madre y su padre, y es mucho más importante en sus vidas que sus padres auténticos. Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraña que aquí haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las comodidades. Mañana te morirías de hambre si en la cocina funcionara algo mal. Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Empieza de nuevo. Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos a partir de los malos dentro de un año, espera y verás.
—Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la habitación bruscamente, para siempre?
—Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo. Los leones estaban terminando su festín rojo.
Los leones se mantenían al borde del claro observando a los dos hombres.
—Ahora estoy sintiendo que me persiguen —dijo McClean—. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.
—Los leones no son reales, ¿verdad? —dijo George Hadley—. Supongo que no habrá ningún modo de…
—¿De qué?
—… ¡De que se vuelvan reales!
—No, que yo sepa.
—¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?
—No.
Se dirigieron a la puerta.
—No creo que a la habitación le guste que la desconecten —dijo el padre.
—A nadie le gusta morir… Ni siquiera a una habitación.
—Me pregunto si me odia por querer desconectarla.
—La paranoia abunda por aquí hoy —dijo David McClean—. Puedes utilizar esto como pista. Mira —se agachó y recogió un pañuelo de cuello ensangrentado—. ¿Es tuyo?
—No —la cara de George Hadley estaba rígida—. Pertenece a Lydia.
Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar. Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas. Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles.
—¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!
—Vamos a ver, chicos.
Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, vuelve a conectarla, sólo unos momentos. No puedes ser tan brusco.
—No.
—No seas tan cruel.
—Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la maldita casa morirá dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha originado, más enfermo me pone. Llevamos contemplándonos nuestros ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado tiempo. ¡Dios santo, cuánto necesitamos una ráfaga de aire puro!
Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo echar mano.
La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la sensación de un cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energía de los aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botón.
—¡No les dejes hacerlo! —gritó Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto de jugar—. No dejes que mi padre lo mate todo —se volvió hacia su padre—. ¡Te odio!
—Los insultos no te van a servir de nada.
—¡Quisiera que estuvieses muerto!
—Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.
Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.
—Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el cuarto de jugar —gritaban.
—Oh, George —dijo la mujer—. No les hará daño.
—Muy bien… muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tenedlo en cuenta, y luego desconectada para siempre.
—Papá, papá, papá —dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de lágrimas.
—Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir. Conecta la habitación durante un minuto. Lydia, sólo un minuto, tenlo en cuenta.
Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un minuto después, apareció Lydia.
—Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos —dijo suspirando.
—¿Los has dejado en el cuarto?
—También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le pueden encontrar?
—Bueno, dentro de cinco minutos o así estaremos camino de Iowa. Señor, ¿cómo se nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la estupidez.
—Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse con esas malditas fieras.
Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.
—Papá, mamá, venid enseguida… ¡enseguida!
Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestíbulo. Los niños no estaban a la vista.
—¿Wendy? ¡Peter!
Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a no ser los leones, que los miraban.
—¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró dando un portazo.
—¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.
—¡Abrid esta puerta! —gritó George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte—. ¡Han cerrado por fuera! ¡Peter! —golpeó la puerta—. ¡Abrid!
Oyó la voz de Peter fuera, pegada a la puerta.
—No les dejéis desconectar la habitación y la casa —estaba diciendo. George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.
—No seáis absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en un momento y…
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la sabana, olisqueando y rugiendo.
Los leones.
George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con el rabo tieso.
George Hadley y su mujer gritaron.
Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les habían sonado tan conocidos.
—Muy bien, aquí estoy —dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar—. Oh, hola —miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el centro del claro merendando. Más allá de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima había un sol abrasador. Empezó a sudar—. ¿Dónde están vuestros padres?
Los niños alzaron la vista y sonrieron.
—Oh, estarán aquí enseguida.
—Bien, porque nos tenemos que ir —a lo lejos, McClean distinguió a los leones peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a comer en silencio, a la sombra de los árboles.
Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.
Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la charca para beber.
Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.