Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Heriberto Montes echa un vistazo a la cocina destartalada y desierta como buscando algún signo, alguna señal postrera que lo disuada de la decisión de matarse. No encuentra ninguna, o su determinación es tan sólida que no está sujeta a revisiones lastimeras o tardías. Por eso camina con pasos ausentes hasta el comedor y saca el revólver que guarda en el último cajón del modular.
Cruza de nuevo la casa y sale al patio por la puerta del fondo, porque le parece mejor hacerlo afuera. Adentro, el estampido retumbará en las casas de los vecinos como el estallido de una garrafa, y Montes no quiere perturbarle la siesta a nadie. Adentro será peor el estropicio y, aunque la casa está verdaderamente en ruinas, sumarle a las manchas de humedad de las paredes y de los techos, o a los muebles descuajeringados la tórrida escenografía de un suicidio le parece un exceso. Por eso, mejor afuera.
Arrastra dos sillas de plástico hasta el cuadrado de tierra que alguna vez ha sido la huerta de su madre y que ahora es un yuyal. Las acomoda para que queden bien afirmadas, apoya el arma en la silla de la derecha y se deja caer en la de la izquierda, de espaldas a la medianera sin revoque y de frente al patio. El cielo está gris, con uno de esos grises parejos que no amenazan con lluvia sino con quedarse para siempre ensombreciendo las cosas. Montes se pregunta si le importa que el día esté así y decide que no. Ni esto ni nada es importante. Piensa eso y mira el revólver, y experimenta un asombro minúsculo al comprobar precisamente eso, que sigue pensando. Había supuesto lo contrario: que cuando pusiese a rodar la rutina de aniquilarse iba a moverse con los ademanes anestesiados y distantes de un autómata. Que su conciencia retrocedería por completo, dejando un sitio extenso y llano para la voluntad ciega y unánime de apretar el gatillo, pero no. Sigue pensando.
Canta un pájaro en el aire grisáceo de la siesta del domingo. Evidentemente también continúa percibiendo los sonidos. Ese auto, por ejemplo, que acelera después de superar la cuneta de la esquina. Debe tener el silenciador agujereado, por eso el estruendo que hace al acelerar en segunda, antes de poner tercera. Mueve los labios, aunque la mueca es demasiado débil como para parecer una sonrisa: semejante trance y él que desperdicia una hilacha de conciencia para jugar al mecánico experto. Bueno, algún rastro debe quedarle después de quince años al frente de un taller. Sí y no, se dice. Fue mecánico, es verdad, del mismo modo que fue otro montón de cosas que ya no es. Como un corolario a lo que viene elucubrando, roza con las yemas de los dedos la culata del arma.
Hijo, por ejemplo. Ha sido hijo en esa misma casa. Ya no lo es, por cierto. No tiene de quién serlo. Por suerte, agrega Montes para sus adentros, porque la verdad, con semejante padre y semejante madre. Ya no. Ya no es hijo.
Debe ser la única ventaja de haber vivido una niñez espantosa: una nostalgia menos para padecer. Alguna vez le ha causado gracia, a Montes, cuando todavía existían las cosas que le causaban gracia, escuchar a esa gente que evoca entre lágrimas y mocos el paraíso perdido de la infancia. Montes no, para nada. Crecer ha sido, para él, sobre todo alejarse del horror de ser chico. Ser chico así, ser chico ahí, en esa casa, con esos padres. Crecer ha sido una especie de huida angustiada, de carrera colérica para adelantarse al propio devenir del tiempo y liberarse.
Una lástima, de todos modos. Una lástima tanto correr para nada. Para terminar en el patio de la misma casa, con un revólver sobre la silla contigua y la decisión de matarse en esa tarde de domingo.
Montes recuerda haber leído algo, alguna vez, sobre lo atroces que son las noches de los domingos para los depresivos. Algo sobre un aumento drástico de los suicidios. Algo sobre el peor momento de la semana. Montes nunca se ha sentido cómodo formando parte de las mayorías estadísticas, y por eso se contenta pensando que no tiene la menor intención de esperar hasta la noche. Con un movimiento enérgico, como para disipar las vacilaciones, toma el arma y en dos movimientos revisa el tambor para cerciorarse de que está cargada. Lo está. El tambor vuelve a su sitio con un chasquido que se multiplica en el silencio perfecto de la siesta. Casi perfecto, en realidad, advierte Montes con cierto fastidio. De fondo alcanza a percibir un rumor, un soniquete rítmico. Algo como un metal, o como voz humana. No consigue precisarlo.
Una brisa suave y repentina revuelve el aire alrededor de Montes y le sacude el pelo. Lo lleva largo, enmarañado, desprolijo. No sucio, pero muy desordenado. Debe hacer una semana que no se peina. De súbito recuerda el trágico temor de su adolescencia a quedarse calvo. No por una cuestión estética, sino por el resquemor que le producía verse o sentirse parecido en cualquier cosa a su padre. No fue el caso. Montes tiene cuarenta y tres años y aunque en un montón de sentidos no tiene nada de nada, tiene pelo en abundancia. Ese frondoso pelo entrecano que se sacude con la brisa repentina.
Es una radio. Ese rumor metálico que lo viene molestando. Es una radio que le llega nítida gracias a la brisa. Fútbol. Algún vecino escucha los partidos del domingo a la tarde, con el volumen más bien bajo, tal vez para no perturbar a los que duermen. O a los que ejecutan los movimientos precisos y desgraciados de un suicidio inminente, se dice Montes con sarcasmo. El viento transporta con claridad los tonos de la transmisión dominguera. Distingue claramente las tres voces inevitables. Ahí están. El relator, el comentarista, el locutor con la tanda. De tanto en tanto interrumpen otras voces: las de otros estadios, o la de estudios centrales.
Montes sabe de eso, porque ese es otro de los pasados que carga sepultados bajo la piel. Así como ha sido hijo y ha sido mecánico también ha sido hincha. Durante mucho tiempo y con mucho ardor, lo ha sido. Claro que era la época en que vivir, al menos, le quemaba. Eso también, el ser hincha, lo ha vivido como un feroz escape para alejarse de cualquier herencia paterna. Su padre siempre le había dado poca importancia al fútbol, catalogándolo como fiebre para tontos, como pasión para ignorantes. Cuanto mucho, en las reuniones familiares y si no le dejaban opción, se asumía como un moderadísimo simpatizante de Boca. Probablemente por eso Montes no había sido tibio sino apasionado, y no de Boca sino de Racing.
En su adolescencia, Montes habría pagado con todos sus ahorros para que su padre fuese menos flemático, para que le diera la oportunidad de trenzarse en una salvaje discusión de hinchas que se enfrentan, que se chicanean, que se burlan y, por qué no, que se odian. Pero su padre tampoco le dio ese gusto. Tampoco en ese terreno las cosas se dieron como Montes hubiese deseado que se diesen.
Y Racing es uno de los dos que están jugando. Es uno de los que juegan mientras él dispone las cosas en el patio para matarse. Montes no conoce los nombres de los jugadores, porque hace mucho que ha dejado de ser hincha. Casi todos, por no decir todos los nombres, le son desconocidos. Pero como el relator habla de tanto en tanto de un clásico cerrado en el que los eternos rivales de Avellaneda no se sacan ventaja, comprende que juegan Racing e Independiente. De modo que está a punto de pegarse un tiro mientras el club al que amó juega su clásico más clásico. Montes se pregunta si esa idea le significa algo y decide que no. En el fondo, lo tiene sin cuidado. Nada importa nada, ni tiene que ver con nada. Montes no está de ánimo como para ponerse a buscar símbolos ocultos detrás de ninguna cosa.
Porque así como fue de Racing fue hijo y fue mecánico. También fue padre y fue esposo, y de eso hace menos tiempo. Y ahora no es ninguna de todas esas cosas.
De todas maneras, se dice con un cínico consuelo, dentro de dos minutos será nada. Una nada completa y redonda. O sea que, si queda algo en Montes que se empeñe en seguir siendo algo, que se apresure a despedirse, porque ese algo, y cualquier algo, está a punto de ser sumariamente aniquilado.
Levanta el revólver y se apoya el caño en la sien. ¿Estará bien así, horizontal? ¿O será preferible dispararse en ángulo ascendente, para que la bala salga hacia arriba, hacia la parte superior de su cráneo?
La brisa sopla un poco más fuerte y Montes siente frío. Qué curioso es el cuerpo humano. Su piel se ha erizado al contacto con el viento frío. Hace diez segundos, cuando se apoyó el caño de un arma en la cabeza, su cuerpo no se inmutó en absoluto. Pero sopla este vientito manso y toda la piel de su cuerpo se conmueve. Qué cuerpo idiota: no es capaz de advertir por dónde pasa el verdadero peligro. Bueno, piensa Montes, en eso él y su cuerpo se parecen bastante: en lo idiotas.
Y la radio sigue llegando nítida, gracias a la brisa esa que le pone la piel de gallina. Montes ignora si Racing ataca o defiende, porque al desconocer los apellidos no puede usarlos como referencia. ¿Para quién juega ese Forlán? Hace tantos años que no va a la cancha que ni siquiera recuerda cuál fue su último partido. Así de muerto está ese amor enorme que sintió alguna vez. Igual que los otros.
Está tan quieto que un benteveo baja a picotear en el pasto, muy cerca de su pie derecho. Siempre le ha entristecido no poder trabar amistad con los pájaros. De chico Montes sentía que las aves lo trataban injustamente. Jamás les había tirado una piedra, jamás había armado una trampa. Al contrario. ¿Cuántas veces se les había acercado con una sonrisa genuina, y con las manos abiertas exhibiendo las palmas inermes, en son de paz? Nunca le habían creído. Siempre, más tarde o más temprano, habían escapado en un vuelo frenético, dejándolo solo.
Montes sacude un poco el pie derecho para espantar al benteveo. El pájaro desaparece con un par de aleteos. Mejor así, piensa Montes: echarlo y sentir que es él quien elige cuándo dar por terminado ese simulacro mentiroso de mutua compañía. Por eso, o por nada, vuelve a mirar el revólver. No recuerda haberlo dejado en la silla de al lado. Da igual. Estira la mano y vuelve a aferrarlo.
Fue en el Cilindro, un domingo a la tarde, cero a cero contra Argentinos Juniors. Ese fue su último partido en la cancha. Después no fue nunca más. Catorce. Quince años. Da igual. Como da igual que un tal Rocha ataje para Independiente y que el arquero de Racing se llame Campagnuolo. Otro de Racing se llama Loeschbor. ¿Cómo se va a llamar Loeschbor? Ese nombre le suena más a queso suizo que a futbolista. Su divagación se interrumpe porque el relato radial se cuelga en una «O» aguda y sostenida. Gol de Independiente.
Montes comprueba dos cosas: que Forlán no juega en Racing y que en el alma todavía parece quedarle sitio para meter una tristeza nueva. La vida es un asco, sin vuelta y sin retorno. Porque Montes no está en condiciones de alegrarse de nada, pero puede dolerle todo, incluso esa imbecilidad de perder su último clásico. No es negocio, vivir así. Para nada.
Por eso, también por eso, mejor matarse de una vez por todas. Por tercera o cuarta vez desde que salió al patio toma el arma con la mano derecha. El benteveo vuelve, pero no se atreve a bajar al pasto. Se queda posado en la medianera y chilla.
Montes advierte que el chillido del pájaro se diluye en el silencio. ¿Y la radio? ¿Acaba de amainar el viento y por eso no la escucha? No. La brisa sigue soplando. Pero el relato ha desaparecido. Tal vez su vecino es hincha de Racing y acaba de estrellar el aparato contra una pared. O simplemente se ha metido en su casa con la portátil bajo el brazo. O es, se burla Montes, otro suicida menos proclive a las distracciones y ya ha ejecutado su última voluntad, y no como él, que sigue divagando. Bueno, eso de dos suicidas en la misma manzana suena poco creíble. Con él, con Montes, basta y sobra. Por otro lado mejor que se haya ido. Mejor esa soledad absoluta. Si al fin y al cabo, la soledad parece serlo todo.
Queda el pájaro, claro. Tal vez intuye que se acerca el desenlace y no quiere perdérselo. Tal vez los benteveos son capaces de sentir esa curiosidad malsana y morbosa. Por qué no. Montes le apunta con el arma y se pregunta si saldrá volando. El pájaro se queda en su sitio. Entonces Montes amaga con ponerse de pie. Ahora sí el benteveo escapa volando.
Estúpido. No le tiene miedo al arma que puede hacerlo trizas, pero sí le teme a un hombre que se incorpora de la silla en la que lleva media hora sentado. Igual de idiota que su propio cuerpo, conmovido con la brisita de la tarde y no con el caño del arma apoyado en la sien derecha.
Cero a cero con Argentinos. Probablemente en mayo. Una tarde de sol, eso sin lugar a dudas. Porque estaba parado en las gradas del lateral, con la hinchada a su izquierda y la platea detrás, y se hacía visera con la mano para poder ver. Y cero a cero seguro, un partido espantoso. ¿Por qué, si sabe positivamente que le importa un carajo, igual se lo acuerda?
Hay que terminar con el asunto. De inmediato. ¿Por qué no lo hace? ¿Por qué a esa hora sigue con vida? Montes se mira la muñeca izquierda, pero enseguida recuerda que se ha quitado el reloj, como parte de los rituales que lo han conducido hasta esa silla y ese patio. Se quitó el reloj antes de lavarse las manos. Lo dejó sobre el lavatorio del baño. ¿A cuento de qué recordarlo ahora? ¿Para qué mirar el reloj a estas alturas?
Montes se sorprende ante la ridiculez del propio impulso, pero su sinceridad lo obliga a reconocer que lo hizo para calcular el tiempo que falta para que termine el partido. Si el gol de Independiente fue faltando menos de quince… Es lo último de lo último, piensa Montes. Como si algo así pudiese importar, en semejante trance.
¿Será que Racing es una metáfora de su propia vida? Existir para sufrir. Existir para transitar perpetuamente de desengaño en desengaño. Juntos por la pendiente, juntos en el derrumbe, quiere bromear Montes consigo mismo. El año pasado, cree recordar, escuchó algo de una quiebra. No le ha dado importancia, pero puede imaginar el asunto. Habrá quebrado el club, como el mismo Montes está quebrado desde hace rato. Debe estar jugando poco menos que por un descuido. Por milagro, ha de seguir Racing con vida. Bueno: ahí se acaban las similitudes entre la Academia y él. Porque Montes no está vivo por milagro sino por indeciso, por no haber tomado hace tiempo la decisión que recién esta tarde ha tomado, y que no piensa someter a trasnochados escrutinios. Que Racing siga vivo, si quiere. Montes, no. Y eso de «seguir vivo» de Racing, hay que revisarlo un poco, la verdad. Porque pasarse treinta y pico de años sin salir campeón…
Montes se detiene, enojado. ¿Quién ha puesto esas palabras de sarcasmo en su cabeza? ¿En qué bicho extraño se ha transformado? ¿Puede ser tan enemigo de sí mismo como para hacer semejante autopsia de uno de los grandes amores que han atravesado buena parte de su vida? Bueno, enemigo de sí mismo, es. Por algo tiene un revólver apoyado en la rodilla.
De repente lo nubla otro recuerdo: Montes a los diez años, en la vereda de su casa. Esa casa. La misma. Montes con dos fundas de almohada, una en cada mano. Montes chico y a los saltos. Montes a los gritos. A los alaridos hacia la calle y hacia las ventanas de su propia casa. «Dale campeón» grita Montes a los siete años, con una funda celeste y una funda blanca en las manos.
Ahora, en el patio, Montes llora. Llora su soledad, su desamparo, su alegría fugaz de chico solo. Llora su fracaso perpetuo, su vida regada en guiñapos, la burla perpetua de esa vida que va a terminar de una vez por todas porque está harto, porque no puede más, porque no le queda ni el mínimo pedazo de piel ni de cuerpo sobre el cual seguir apilando sufrimientos.
Y para aumentar el dolor, o para multiplicar el escarnio, vuelve la radio. Y Montes se pregunta para qué mierda vuelve, a los cuarenta y dos minutos. Vuelve a Racing perdiendo el clásico uno a cero, a Montes preguntándose para qué escucha, para qué está pendiente de semejante asunto, a los cuarenta y tres minutos, a un lateral a favor de Independiente que demora para que el tiempo pase, a Montes que descubre azorado cuánto le duele, cuánto sigue doliéndole que Racing pierda, a los cuarenta y cuatro minutos, a un tirito inofensivo a favor de la Academia que no sirve para nada. Vuelve a Montes apoyando por quinta o sexta vez el revólver en el asiento contiguo porque necesita las dos manos libres para taparse bien los oídos, para oprimirse con toda su fuerza las orejas y así escuchar solamente el ruido que hace su sangre recorriendo las palmas de sus manos pegadas al cráneo, el sonido de sus tendones y sus huesos y sus músculos oprimiendo sus oídos, como tantas otras veces ha hecho cuando era chico y cuando era grande, para no escuchar las voces que a lo largo de la vida lo han lastimado, por ejemplo en esa misma casa o en ese mismo patio, vuelve la radio y a los cuarenta y cinco minutos cumplidos, y a Montes que se pregunta para qué las manos así en los oídos, por qué no mejor la mano derecha hasta el arma y el caño hasta la sien y el índice hasta el gatillo y la bala hasta el fondo y a otra cosa mariposa, palo y a la bolsa, basta de todo, basta de sufrir y de durar. Ya que han muerto todas las cosas buenas que por lo menos, al matarse, se mueran también las malas.
Afloja un segundo la presión de las manos, un segundo apenas, porque después aprieta de nuevo las manos y bloquea otra vez todos los sonidos, pero se le ha filtrado una frase trunca, unas pocas palabras. «Bochazo de Vitali», eso es lo que ha llegado a oír, bochazo de Vitali buscándolo a Loeschbor, el del nombre de queso suizo, piensa en una ráfaga, y Montes cae en la cuenta, ahí sentado con el arma al lado y el cielo gris y sucio sobre la cabeza y el patio, que aunque sea inútil y bochornoso no se mata porque está esperando algo. Montes sigue soñando que algo ocurra, porque aunque Montes no espera ser feliz ni espera recuperar todo lo que se le ha caído a lo largo de la vida, Montes sabe que algo está esperando.
Montes espera ni más ni menos que Racing lo empate. Montes no puede apretar el gatillo hasta saber qué fue de Racing, qué fue del bochazo de Vitali buscando a Loeschbor, porque es ridículo que lo piense pero no puede evitar pensarlo, que es una traición irse así, tomárselas del mundo con Racing perdiendo el clásico. Pero entonces todo es más confuso de lo que parece, porque si no se mata ahora, entonces cuándo sí matarse, y Montes no sabe, y como no sabe se angustia, y él se ha prometido que basta de angustia, y algo adentro suyo le dice que por sí o por no va a aflojar los dedos y va a escuchar, y que si Racing perdió, nomás, se va todo a la mierda, se mata y punto, pero si Racing no perdió entonces qué, entonces nada, pero algo puede significar, y Montes ahí nomás se dice que es un pelotudo, porque si Racing empata no cambia nada, no arregla nada, no le devuelve nada de lo que ha perdido. Pero la gran macana es que igual le importa, aunque no le resuelva nada a Montes le importa, y si le importa significa que algo espera, y si algo espera tal vez Montes tenga que quedarse, tenga que guardar el arma y guardar las sillas.
Y Montes tiembla, aunque a esta altura ya no tiembla ante el abismo negro de la muerte. Montes tiembla por algo distinto y triste pero vivo, mucho más vivo que la muerte, tiembla mientras afloja la fuerza de los dedos que le tapan los oídos, tiembla mientras atiende al sonido de la radio que le trae, por fin, el resultado.
El domingo 26 de agosto de 2001 se jugó el clásico de Avellaneda en cancha de Independiente. A los treinta y tres minutos del segundo tiempo Forlán puso en ventaja a Independiente. Y a los cuarenta y cinco Vitali lanzó un centro desesperado, casi desde mitad de cancha, que Loeschbor, de cabeza, transformó en gol del empate. Cuatro meses después, y luego de treinta y cinco años, Racing se coronó campeón del fútbol argentino.
Libro: Un viejo que se pone de pie y otros cuentos (2007).
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