Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Como cualquier futbolero recuerda, Ñubel y Central tenían que jugar en el Monumental la semifinal del Campeonato Nacional de 1971 (porque obviamente y como lógicamente debe ser, los clubes no se habían puesto de acuerdo sobre en que cancha de Rosario jugarla). Una semifinal que sabíamos significaba el campeonato porque a nadie se le hubiese ocurrido pensar que quien ganase ese partido podría perder la final que luego se jugaría en Rosario.
Por otro lado, en esos días iba a ocurrir un hecho muy importante para mí y especialmente para toda mi familia. Te cuento que provengo de una típica familia laburante, clase obrera, mi viejo, mis tíos y abuelos, todos ferroviarios de los talleres de Pérez. En esa época no era común que los pibes luego del secundario siguiesen estudios universitarios. Por varios motivos, primero porque no había guita para hacerlos estudiar y aparte porque había que empezar a laburar para tener un mango. Así era que en mi familia, como en la mayoría de las familias del pueblo, no era común encontrar médicos, abogados o ingenieros. En nuestro caso, incluyendo todos mis primos tanto de parte del viejo como de la vieja, nadie había pasado ni iba a la Universidad. A lo sumo terminaban como bachilleres o peritos mercantiles. Yo había sido el afortunado de poder seguir. El Chicho (como le decían a mi viejo) laburaba en el ferro y mi vieja, con la ayuda de él cuando salía del taller, hacía una tortas para casamiento y cumpleaños espectaculares para la Confitería Sur de la calle Necochea de Rosario, lo que generaba un ingreso de guita extra que desahogaba un poco la cosa. Bueno eso, más mi rebusque como mozo los sábados a la noche, también en casamientos o cumpleaños que servía la Confitería Sur, y mas una beca que me dio la Facultad de Rosario, pude largarme a estudiar.
La Facultad de Ciencias Agrarias se había abierto en 1967 y nosotros éramos la primera promoción. Yo era bastante traga, repartía mi tiempo entre el estudio y Ñubel y más de una vez me tuve que perder algún baile con la barra del Gato Negro (el boliche de Pérez donde nos juntábamos), en Zavalla, Casilda, Pujato, Alvarez o Acebál. Esos eran los lugares que frecuentábamos porque realmente en el “levante” como “cara nueva” nos iba mejor en los pueblos que en los boliches de Rosario.
Sigo con la Facultad. Realmente me fue muy bien y de todos los que habíamos ingresado en el 67, solo doce éramos los que estábamos para terminar ese año y justo yo tendría “la suerte” de ser el primero en rendir la última materia, en mi caso Terapéutica Vegetal que dictaba el Ing. Peralta (realmente lo que ocurrió es que nos chamuyamos a la secretaria para darle bronca al orfa de Artundo que era el que venía hinchado con que quería ser el primer egresado de la historia de la facultad. La Negra, así le decíamos a la secre, me anotó el día antes a que se abriera la inscripción para los exámenes, lo que puso verde a Artundo cuando llegó a las 7 de la mañana del día de la inscripción y se encontró con que era segundo). Así fue como para el 23 de diciembre se estimaba que la Facultad de Ciencias Agrarias daría su primer Ingeniero Agrónomo y yo era el candidato.
Como te imaginarás eran días de vértigo y ansiedad extrema. Estudiar para el último examen y pensar en como íbamos a dar la vuelta olímpica en el parque si ganábamos, y principalmente como organizábamos la ida al Monumental. Esto último incluía la entrada a la propia cancha porque ese partido histórico debía ser inmortalizado y que mejor que trayendo un pedazo de pasto del verde césped del Monumental e incluso con la intención, si tenía algo de raíces o rizomas, de que agarre en el jardín de casa. Luego le haríamos un cerquito, una plaqueta, rosas, que se yo. Pero había que entrar a la cancha y ese era el gran escollo. Estando en la popular de la segunda bandeja del Monumental era imposible saltar, lo que pasó a constituir precisamente el problema que no tenía resolución.
Bueno, no voy a dar detalles de lo que era la ciudad la semana del partido y menos de lo que fue la ruta nueve ese 19 de diciembre cuando decenas de miles rosarinos “coparon” la capital. Si, porque habrá habido y habrá muchos clásicos de River-Boca con varios miles más de hinchas en sus tribunas pero difícilmente haya alguno con mayor significancia que la que tenía aquel Ñul y Central. Como referencia de ese día lean lo que cuenta el Negro Fontanarrosa en su cuento “19 de diciembre”.
Así fue que partimos con Arturo y Tonito en el fitito de éste último por la ruta 9 destino a la gloria. Las cábalas eran pocas pero claves, y la búsqueda de hechos, o mitos, o sucesos, que nos adelantasen parapsicológicamente el resultado no aparecían. Llegamos a Buenos Aires y nos fuimos a comer a lo de la Elsa, una prima de mi mujer que vive en Floresta, madre del Marianito, en aquel año un pibito insoportable que saltaba arriba la mesa y te pateaba el plato cuando comías y que hoy es quizás uno de los hinchas leprosos más genuinos de la Capital aunque comparte sus amores con All Boys, capitaneando su hinchada o presidiendo el club Iguazú de la calle San Blas, lugar donde por supuesto se reúnen los hinchas del equipo albo. Haber logrado de Mariano un leal leproso capitalino fue muy importante, aunque reconozco que en su momento generó alguna bronca con su familia teniendo en cuenta la fiebre bostera del César, su viejo.
La hora se acercaba y la ansiedad iba en aumento. Llegamos al estadio bastante temprano y confieso que todavía no teníamos ninguna evidencia del resultado, como casi siempre ocurre, cuando a fuerza de concentración y búsqueda uno logra algunos indicios metafísicos de lo que ocurriría.
Dábamos vuelta por el estadio, siempre del lado del sector asignado a Ñubel, para no correr riesgos físicos que nos dejen sin ver el partido, y justo cuando nos acercamos al portón de la Figueroa Alcorta por el que entran los socios de River ocurre “el hecho”, el “indicio” que estábamos esperando. Allí no más en la entrada lo encontramos a Carlitos Fogel, cuñado de Tonito, también de Pérez, obviamente canalla de sangre (su tío, Alfredo Fogel, según me contaba mi viejo fue uno de los emblemas de Central en los '40). Carlitos estaba con el plantel de Central ya que jugaba en ese momento en la tercera y alternaba a veces con la primera. Este pibe, del que yo era medianamente amigo, ya que lamentablemente pero como lógicamente debe ser, la amistad total no se podía dar dada su estirpe canalla, jugó en Central pero descolló como futbolista en México, primero en el Puebla y luego en el Cruz Azul. Culminada su carrera como futbolista, se radicó definitivamente en ese país.
Sigo con la historia. Lo encontramos a Carlitos y éste nos dice: “che, no quieren venir a la platea, justo me dieron tres que están en la primera fila cerca del campo de juego”. ¡Uy! mamita, justo lo que estábamos esperando, "el indicio”, la platea cerca de la cancha, la posibilidad de entrar a sacar el pasto cuando haya terminado el partido. Te das cuenta Alejandro, el partido ya estaba ganado, si no fuese así o si existiese alguna duda para que cuernos el destino me mandaba la platea en primera fila sino era para entrar a la cancha. Creo que casi festejo el ofrecimiento como si fuese el gol del mono Obberti que estábamos esperando y que con esto casi seguro luego se daría. No hace falta aclarar que generalmente la platea no es el lugar al que suelo concurrir, y no porque sea un resentido social que vea a dicho sector como medio oligarca, no, el motivo es porque no solo no se vive el partido como en la popu, sino porque además no hay forma de gritar bien los goles cuando estas sentado, y eso vale para todo ejercicio bucal. Fijate que todos los grandes cantantes lo hacen generalmente parados, estirando el cuello, en armonía con todo el cuerpo ¿o te imaginás a Pavarotti cantando O Sole Mio sentado en un sofá? No sale. Bueno lo mismo pasa en la platea, únicamente si estás parado el gol sale como tiene que salir, si estas sentado el grito se corta, que se yo, se ahoga en la cintura, donde estás doblado, y si sale, sale cortado o sin fuerza ¿entendés ? A veces cuando veo alguna foto de Víctor Hugo relatando sentado no me explico como puede sacar tanta fuerza en el gol, o viéndolo desde otro ángulo me imagino la fuerza que tendría si lo relatase parado. Ese es el motivo por el que no me gusta ese sector, en la platea tenés que estar sentado porque si te parás los de atrás te gritan, y si bien son muchos los que se paran con que haya un par de fiacas que se queden sentados es suficiente para que te tengas que sentar.
Pero esta ves la platea era distinta, era por otro motivo, era la señal de que el veredicto ya estaba dado, y a mi me habían mandado allí para entrar a la cancha, cortar el pasto, sembrarlo, regarlo...
Sigo con el partido. Te imaginás que a pesar de la efervescencia que se vivía en el estadio, de los gritos y de las pasiones, yo vivía un felicidad plena porque sentía como que el partido era para el festejo y el disfrute, porque el resultado yo interiormente ya lo sabía.
Que lindo fue disfrutarlo al Mono en su pique cortito pero imparable que parecía en puntitas de pie, las corridas de Heraldo Bezerra con su melena al viento mientras el uruguayo González no lo agarraba ni con una soga, los toques entre Montes y el Manolo Silva que parecía que se la llevaban a la casa. El Pepe Solórzano en el fondo sobraba para cualquier intento canalla, el barría todo lo que llegaba, realmente el Loco Fenoy estaba de gusto. El único que descollaba en Central era el flaco Minutti, un arquero del montón que había llegado creo a Central desde Los Andes y que estoy seguro, segurísimo que en su vida atajó lo que atajó esa tarde. Llegó el gol de Poy, por supuesto en un contragolpe porque de futbol Central no mostró nada, y si bien el gol fue un mal trago para mi, no tenía mayor importancia porque sabíamos que el empate llegaría y por supuesto también el triunfo. El reloj avanzaba rápido y aquello no ocurría, entonces aparecía otra ves la angustia pero que se disipaba y se transformaba en un regocijo mayor al avivarme de que el triunfo sería sobre la hora o en tiempo de descuento, lo que haría el dolor canalla indescriptible y para muchos imposible de soportar.
Bueno, aún ahora después de 27 años no se lo que pasó, qué falló, ni quien se metió no se de donde para cambiar lo que ya había sido decidido. Lo real es que terminó el partido y todos decían que habíamos perdido, e incluso en la tribuna de enfrente la hinchada canalla festejaba como si hubiesen ganado, y al final habían ganado nomás.
Nosotros no lo podíamos creer, te confieso Alejandro que fue una sensación distinta a la que había sentido tantas veces incluso con derrotas en los clásicos, pero esa ves fue distinto, salimos del estadio y no hablábamos, todo había terminado, todo, no solo el partido. Subimos al auto y empezamos a dar vueltas por Buenos Aires, solo nos decíamos se va todo al demonio, pero de volver a Rosario ni se nos cruzaba por la cabeza. No ¿Volver? ¿Para qué? y ojo que no era solo por miedo a la gastada, que sabíamos iba a ser grossa, no, no queríamos volver porque no teníamos interés en nada, ¿entendés? en nada. Así fue que de pronto nos encontramos los tres en Palermo, nos sentamos en el pasto, por ahí llovió un poco y no nos calentó un carajo mojarnos, y así nos quedamos dormidos apoyados en los árboles. Como a las 7, creo que serían, nos despertamos y fuimos a comer algo. Allí más conscientes de la vida terrenal en la que estábamos dijimos, loco, tenemos que volver, está la familia. Tonito me dice: Tarado, acordate que en un par de días tener que rendir el último examen, que tus viejos deben estar preocupados, etc.
Indudablemente no había salida y al rato estábamos en la ruta 9 destino a Rosario en un camino que no tenía absolutamente nada que ver con el que habíamos recorrido 24 horas antes, parecía que había transcurrido un siglo. Llegué a mi casa pasado el mediodía y obviamente nadie dijo una palabra. Solo ¡hola! Como a la hora mi vieja entró a la pieza a preguntarme si quería comer algo, hambre no tenía así que me quedé en la cama, tirado, mirando el techo que tantas veces había mirado, imaginando las figuras que alguna mancha de humedad formaba, figuras que si bien eran conocidas estaban en un mundo distinto, un mundo que había cambiado para siempre. Desde la cama escuchaba que había entrado Bartolo preguntando si yo había llegado (Bartolo es un hermano de mi vieja, canallón hasta los huesos, pero al que quiero mucho y que parecía compartir mi angustia, o al menos sino era así lo disimulaba muy bien) también vino mi abuelo, del que toda la familia sabía y había asumido que era el nieto predilecto, que yo sabía que era también canalla pero que para no herirme nunca lo aceptaba y desde chiquito me decía que era de Chacarita. Pero preguntaban y se iban. Vos pensarás que es un relato exageradamente dramático, pero te juro Alejandro que así estaba la cosa. Pasó ese día y también el siguiente, tranquilo y sin cuestionamientos ni preguntas por parte de los viejos principalmente sobre el examen final de Terapéutica que en dos días tendría. Examen que ni remotamente pensaba dar y que además nadie estaría sorprendido por ello.
Ultimo examen. Ingeniero Agrónomo. Primer egresado ¿Que importaba todo eso! Si hasta de pensar en ello me sentía un ñubelista indigno y hasta traidor diría. No, viejo, lo que había ocurrido era grave, muy grave, pensar en otra cosa o no sufrir era no ser leproso, era como ir de joda cuando se muere un amigo. No, mi lugar estaba allí, asumiendo la derrota como un guerrero de pie, hecho harapos pero de pie, flaco y hambriento pero interiormente fuerte, teníamos que aguantar, éramos el sustento de esa escuadra gloriosa que había caído pero a la que había que levantar, hacerla emerger de las cenizas, y eso se hace con sacrificio, con angustia, no buscando el escapismo de una alegría superflua o mundana como podía ser un titulo de Ingeniero o esas cosas mundanas que se podían conseguir en cualquier otro momento. Obviamente eso lo pensaba yo, pero no el resto de la familia.
Al día siguiente, el anterior al del examen, llegó Tunín y me preguntó si podíamos charlar un rato. Tunín era otro tío, el más joven, solo algunos años mayor que yo, casado con Martita, la hermana menor de mi vieja y también canalla, fana pero bastante tolerante. No me pidió directamente nada pero me comentó lo que estaba pasando con el resto de la familia, especialmente con mis viejos al ver frustrada la posibilidad de que el Daniel, el hijo del Chicho y de la Kica, el sobrino del Bartolo, el nieto de José, finalmente no se recibiría de Ingeniero. Me habló del sacrificio de mis viejos, de que el título no era solo para mí sino más para ellos, etc. Yo no hablaba porque estaba tranquilo con lo mío pero al mismo tiempo mis viejos lo eran todos, porque se habían roto el lomo toda la vida laburando, porque había sido precisamente él, el Chicho el que me había metido la lepra en la sangre, el que todos los años, cuando por ser ferroviario le daban cuatro pases gratis en tren, dejaba uno para visitar a su hermano, el tío Alejandro que vivía en La Banda, y los otros tres los repartíamos para los partidos que iríamos a ver a Buenos Aires ¡Tres partidos al año! Solo eso porque no había guita para sacar otros pasajes, el que desde chico me hacía conocer y memorizar los barrios de Buenos Aires según la cancha que tuviesen. Así fue que sin conocer la Capital yo sabía que Caballito significaba Ferro, Nuñez: River y Platense, Boedo: San Lorenzo, Parque Patricios: Huracán, Villa Crespo: Atlanta, La Paternal: Argentinos Juniors y así con todos. El que antes de llevarme a la cancha me hacía estudiar durante la semana la formación del equipo que Ñubel tendría el domingo, como la del primer partido en el Parque que me llevó y me compró el banderín, una foto del equipo y una visera de cartón con el escudo. Me acuerdo que fue en el 56 contra Chacarita. Ñul ganó 2 a 0 y formó con Nazer; Semprini y Fontana; Mastrogiuseppe, Sanguinetti y Miralles; Nardiello, Puppo, García, Urquiza y Yudica. Ah, el arquero suplente era Masuelli. El que a los 7 años me llevo a ver al rojinegro por primera vez a Buenos Aires, contra River (obviamente porque era el primer estadio a conocer) y donde la lepra perdió gallardamente 1 a 0 en los últimos minutos allí en el mismo Monumental ¡Que partido! River formó con Carrizo, Pérez y Vairo; Mantegari, Rossi y Urriolabeitia; De Bourgoing, Prado, Menéndez, Labruna y Zárate. El gol lo hizo Labruna y el arquero suplemente era Ovejero que creo había llegado de Argentinos Juniors. Ese, mi viejo, el que aún hoy que ya se rajó sigue siendo mi guía y hasta mi ídolo, el estaría hecho pomada seguro también por el partido, pero más mucho más porque veía postergada su ilusión de ver a su hijo Ingeniero. El, el ferroviario, el que fue cambista, foguista y luego guinchero hasta que un accidente fulero lo mando a ayudar en las oficinas, siempre de mameluco engrasado, haciendo cuentas todos los días 8 (era cuando pagaban en el ferro) para ver como se llegaba a fin de mes, veía que se escapaba aunque sea por un tiempo la posibilidad de tener lo que nadie del barrio o del club o del mismo taller tenía... un hijo Ingeniero.
¿Donde estaba mi reconocimiento? ¿Podía ser yo tan hijo de perra de pagarle así al tipo que me había dado tanto? Fueron solo unos instantes de reflexión los que me hicieron ver que la estaba pifiando. Ahí descubrí que el título no era para mí, que yo no lo necesitaba, ni en ese momento me interesaba, sino que era para el, para ellos que lo estaban esperando y que analizándolo bien eran los que realmente se recibían de Ingeniero.
El 23 me levanté temprano y fui a dar el examen. Éramos unos 7 los que rendíamos pero como ya dije solo para mí era el último examen ya que el resto tenía otras materias pendientes y Artundo no se porque al final no se presentó. Por lo que comenté al principio era un acontecimiento para la Facultad y debemos acordar que había pocas posibilidades de que me sonasen ya que independientemente que sabía la materia, todo estaba condicionado a que me graduase. En el pasillo estaban todos mis compañeros, el Nene Marquicio, el Chino Metifogo, el Negro Morosano (sobrino del famoso Morosano del Ñubel de los '40), un fotógrafo de La Capital, los ordenanzas, incluso el Chiche, uno que me volvía loco con Central, pero que ese día tuvo la deferencia y grandeza de no gastarme. En la mesa estaba el Ing. Peralta, un Jefe de Trabajos Prácticos que no me acuerdo el nombre y por supuesto el Decano de la Facultad, el Ing. Girardi. Saqué bolilla y me tocaron dos temas que ahora no me acuerdo. Me fui a sentar al fondo a prepararlos (te daban un tiempo para que lo pienses y lo prepares antes de pasar a responder sobre el tema) y saqué una hoja, una hoja que aun hoy debe andar por ahí. Allí pude volcar no lo que sabía del tema que me había tocado, sino todo lo que sentía y llevaba adentro ¡Que desahogo, viejo! A medida que describía lo que para mi era el momento más duro que había tenido en mi vida. parecía como que me iba aliviando. Creo que fue la mejor descripción del sufrimiento que pude haber realizado, pero no era un sufrimiento derrotista, por el contrario era un sufrimiento sacando pecho, diciendo aquí estoy yo para escribir esto que alguna vez se lo mostraré a mis hijos cuando los tenga, aquí estoy porque soy leproso de alma y las tengo bien puestas como para jugarme por mis viejos aunque me estén matando. Así estaba cuando me llamaron a dar el examen. Este fue normal. Realmente a pesar de no haber agarrado un libro en los últimos días, había estudiado mucho y tenía bastante resto. Habrán sido 30-35 minutos de preguntas principalmente por parte del titular de la cátedra, Ing. Peralta quien antes de terminar consulta al resto de la mesa si tenían alguna pregunta para el posiblemente nuevo Ingeniero. Ahí fue cuando el Ing. Girardi, el Decano, dice que sí, que él tiene una, y me dice más o menos así, según recuerdo: Mire Rearte, yo tengo una pregunta, una pregunta no necesariamente de Terapéutica sino más bien conceptual y de criterio sobre lo que es ser profesional, e incluso me dice no tiene necesidad de respondérmela, solo tiene que leerla y decirme si la entendió, solamente eso. Realmente yo no entendía muy bien como venía la mano pero le dije que sí, que me la diese. El toma una tarjeta escribe la pregunta y me la entrega boca abajo sobre la mesa. El silencio era tenso. Yo estaba sentado en frente de la mesa y era el único que podía leerla, doy vuelta la tarjeta y leo que decía:
“Daniel, no te angusties, yo estoy tan destrozado como vos, la próxima se nos da, te lo juro, la vida siempre da revancha”.
Sorprendido lo miro y me dice: Rearte, ¿entendió lo que quiero significar?
Con una fuerza enorme que me salía de lo más hondo le contesté: Si, Ingeniero, perfectamente...
Se levantó, me dio la mano y me dijo: “Felicitaciones Ingeniero”.
Libro: Felicitaciones ingeniero y otros relatos leprosos (2017).
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