sábado, 21 de diciembre de 2024

Una interesante observación sobre las narigonas - Cuento de Roberto Fontanarrosa


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

—¿Viste que todas las narigonas son tetonas? –preguntó el Pitufo cuando el Flaco Damián ya había encarado con el tema del tejido social.

—No me jodás –dudó Pedro.

—Fijate, fijate y vas a ver que tengo razón. Todas las narigonas son tetonas.

—Andá a cagar –se rió el Chelo, pegando con la palma de la mano sobre la mesa–. Che –alertó a los demás–, mirá con la pelotudez que sale éste. Que todas las narigonas son tetonas.

—Mi prima Antonia es narigona y es tetona –corroboró el Peruano que, sin embargo, era uno de los pocos que le había prestado atención al Flaco Damián.

Porque un poco antes el Flaco había sido presentado a la mesa por el Negro, y le habían dado una bola relativa, como era habitual, salvo Pedro, que le extendió la mano, y el Peruano que le dijo que se acercara una silla. El Flaco, ruliento, de lentes, algo narigón, de saco y corbata pero con jeans, se ubicó en un ángulo. Era viernes y en la mesa de “La Sede” estaban casi todos.

—¿Cuál es el tema? –preguntó el Negro tras la presentación, acomodándose y procurando integrarse.

—Chiquito pregunta si se puede mezclar el Viagra con el mate cocido.

Chiquito asintió con la cabeza.

—Me hace el efecto inverso –admitió.

—¿No es un poco temprano para Viagra? –trató el Flaco de meterse en la conversación.

—No, son las ocho –dijo Ricardo–, yo en un rato me tengo que poner en funcionamiento.

—No, digo si no es demasiado temprano, por la edad de todos.

—Vos tenés que conseguir cuerno de rinoceronte, Chiquito, para que se te pare –Pedro se restregó las manos.

—Dicen que es afrodisíaco, ¿no?

—Sí –apuntó el Chelo–. Te lo metés en el orto y te vuelve loco.

—No, pelotudo. Lo rallan y parece que el polvo es afrodisíaco; por eso los cazan tanto a los rinocerontes.

—Un polvo siempre es afrodisíaco.

—Lo rallan y lo usan para cubrir las milanesas como te las hace tu jermu –ejemplificó Ricardo mostrando la mano para arriba y para abajo–. Para que engordés, gordo.

—Le da resultado, te cuento –dijo Belmondo.

—Mierda, qué éxito tuvo ese plato.

—Lo vi el otro día en Discovery Channel, Chiquito –insistió Pedro–. Buscate a alguien que tenga un rinoceronte y…

—A éste ya no hay nada que le dé resultado. Está usando el Gimonte como bronceador.

—Otro que mira el Discovery Channel –rezongó Ricardo, señalando a Pedro–. ¿Por qué no mirás, mejor, la guerra entre las vedettes, boludo, que se dicen de todo en Mar del Plata? Se cagan a cachetazos, se tiran de los pelos…

—Eso es lo que mirás vos, pelotudo, que tenés una teta en el cerebro.

—Mirando siempre esas pelotudeces de los animalitos, los rinocerontes y todas esas chiquilinadas… No sé por qué no les dejan de romper las bolas a esos bichos, que los filman mientras están comiendo, están cagando, están cogiendo… Esas cosas mirás vos…

—Chupame la pija, nabo –dijo Pedro. El Negro lo chistó, riéndose. Con la cabeza le señaló la mesa de al lado, llena de señoras grandes.

—Más despacio, Pedro –se unió el Chelo.

—A ver si alguna me oye y se viene para la mesa –Pedro también se reía.

—Y te hace un pete.

—¿Cuánto le puedo cobrar una tirada de goma?

—Che… –pidió atención el Negro. Lo miraron. Hubo que esperar que Belmondo, en la otra punta, terminara de cuchichear con el Turco–. Che… –repitió el Negro, conseguido el silencio–… acá el Flaco quería comentarles algo. Por eso vino a la mesa.

—¿Sabés cuáles minas están siempre buenas? –Belmondo señaló al Pitufo–. Perdoname un momento, Flaco… Las que van cruzadas de brazos, así…

—Buenísimas –brincó el Pitufo–. Interesante observación.

Como si tuvieran frío, como si caminaran con frío.

—Pero no van así por el frío –aclaró Belmondo–. Van así para sostenerse las tetas. Las que caminan así son tetonas. Fijate y vas a ver…

—Che… che… –repitió el Negro–. ¿Podrá hablar este muchacho?

—Perdoná, Flaco –se echó hacia atrás Belmondo, dando por terminada su intervención–. Perdoná, quería hacer ese aporte nada más.

—La inseguridad. La inseguridad ha hecho también otra contribución notable –intervino el Colorado, que recién llegaba de una mesa vecina–. Las minas que se cruzan la correa de la cartera desde el hombro derecho, por ejemplo, a la cadera izquierda, para que no se la afanen, y la correa les pasa por acá, por entre las gomas, y eso les remarca bien el volumen. Las hace más…

—¿Podrá ser? ¿Podrá ser? –rogó el Negro–. Dale, Flaco. Largá.

—Bueno… –carraspeó el Flaco–… la cosa es así.

El Chelo tomó por el borde una de las mesas –eran dos juntas– interrumpiendo.

—Ricardo –pidió–, ¿la podés terminar con la Singer?

—Sí, terminala –dijo el Peru–. Se mueve todo.

—Este boludo se la pasa moviendo la pierna debajo de la mesa. Y como seguro está apoyado en una de las patas, tiembla todo –le explicó el Pitu al Flaco.

—Parece que estuviera cosiendo a máquina.

—Es el Parkinson, Pitu –dijo Belmondo.

—Tiemblan todos los pocillos, pelotudo –reprochó el Chelo–, parece una de esas películas donde se acerca Godzilla.

—¿Y cuando vos te acercás –contraatacó Ricardo– que ya desde enfrente, antes de cruzar, se sacuden los vidrios?

—Chupame un huevo.

—Este gordo me dice a mí…

—Seguí, Flaco. Y perdoná, pero… –intercedió el Turco.

El Flaco Damián sonrió, restándole importancia a la cosa.

—Yo estoy en un grupo de Estudios Sociales –arrancó– relacionado con Humanidades. Es un grupo independiente, de reflexión más que nada. Lo conduce Marcela Adorno. Y estamos estudiando todo este asunto de la ruptura del tejido social que se ha dado por la crisis económica, el quiebre de la comunicación a nivel medio…

—No de comunicación mediática…

—No. No. Lo nuestro es más modesto, o más inmediato. Nos interesa estudiar el fenómeno de la comunicación humana, urbana, a través de lo que ocurre en las oficinas, en los talleres, en las fábricas. Digamos que estamos estudiando la recomposición del diálogo, incluso entre grupos e individuos aparentemente de diferentes niveles…

—Como acá –señaló Ricardo.

—Eso. Como acá –aseveró, contento, el Flaco.

—Que yo no sé cómo les doy bola a estos fracasados.

—Como acá, como acá –procuró no perder la manija el Flaco–. Por eso vengo, porque, según me contaba el Negro, esta mesa es…

—O al peruca este –siguió Ricardo–. Indocumentado, que vino de Lima a matarse el hambre y ahora critica a San Martín…

—Te sale con que al dulce de leche lo inventaron los incas.

—Esta mesa –reafirmó el Flaco– es un buen ejemplo de individuos que provienen de diversos estratos, de diversas ocupaciones.

—Postiglione, por ejemplo –se irguió el Pitufo–, es pecho frío y, sin embargo…

—Lo respetamos como se respeta a las minorías silenciosas.

—Yo he nacido de una familia patricia de Salta, descendientes de Güemes –dijo Chiquito–. Y no me explico cómo me junto con estos canallones verduleros, peronistas, cabecitas negras. El aluvión zoológico.

—A eso iba, a eso iba… –el Flaco advirtió que perdía consenso–. Entonces, creo que sería muy piola un acercamiento, una intervención de ustedes en los talleres, por ejemplo, de Marcela Adorno…

—¿Está buena? –preguntó Belmondo.

—¿Cuál es Marcela Adorno? ¿La profesora?

—Profesora de Letras –dijo el Flaco.

—¿La narigona, esposa de David Verasio?

—Sí.

Fue entonces que el Pitufo salió con lo de que todas las narigonas son tetonas.

—Es una teoría científica –se exaltó el Pitufo–. Se ve que hay alguna ley física que lo marca así. Del mismo modo que en las costas marinas, a grandes elevaciones, grandes profundidades. Donde hay montañas sobre la playa la profundidad del mar es más grande.

—Porque cae así… –el Turco trazó una línea descendente con el filo de la mano– como acá, en la barranca de Granadero Baigorria.

—¡Mirá con lo que sale éste! –se paró el Pitufo–. Con la barranca de Granadero Baigorria.

—¿No está el remanso Valerio ahí, pelotudo?

—Yo le hablo de Río, de la Costa Azul, de los fiordos noruegos, de Cadaqués…

—Sabés cuántos se cagaron muriendo ahí…

—… y éste me sale con eso, con Granadero Baigorria. Es de cuarta.

—Puede ser que haya un orden anatómico –dudó Pedro–, ergonómico, que indica que la mujer con nariz grande es tetona.

—¡Y éste le cree! –se sacudió el Chelo–. ¡Qué boludo, se prende en cualquier barrabasada!

—¿En el hombre no se da?

—No. En ese caso son pijudos.

—Bueno… Se ve que no es tu caso. En tu barrio te decían el Ñato, ¿no?

—Yo me operé, nabo.

—¿Te hiciste la cirugía de nariz?

—No, me corté ocho centímetros de poronga. Los doné a los Estados Unidos para que estudiaran cómo es el macho argentino.

—Lo tienen en formol en la Nasa.

—Pero… –reflexionó el Turco– hay una cuestión de equilibrio, boludo. Una mujer de nariz grande y tetas grandes se cae de jeta.

—Se cae para adelante.

—Debe ser –se metió Belmondo– que la naturaleza, en su sabiduría, le da a la narigona mucha teta para que los machos no le miren el naso y ella no se avergüence.

—Ojo que aquí, el quía… –Ricardo se echó hacia atrás en su silla, para que no lo viera el Flaco, y deslizó los dedos sobre la nariz, hacia la punta, como estirándola– también tiene lo suyo, vayan respirando por turno porque…

—Yo conozco una mina que es narigona y no tiene nada de tetas.

—Se habrá operado.

—¿Qué? ¿Se agregó nariz?

—No. Se sacó tetas, pelotudo.

—¿Se hacen eso las minas?

—Yo conozco una que se sacó como dos kilos.

—Algunas, para no andar sacándose un poco de cada lado, se sacan una sola, entera.

—Como las amazonas.

—O se las cambian de lugar, la derecha pasa a la izquierda y la izquierda a la derecha.

—Como la rotación de las ruedas de los autos.

—Uy, boludo –se tocó la frente el Turco–, me hiciste acordar de que tengo que hacer eso…

—Algunas porque tienen un bebé y les chupa siempre del mismo wing…

—Acá, el Chelo tomó la teta hasta el año pasado.

—A las de adelante ya se les borró el dibujo. Las de atrás todavía aguantan.

—Flaco –de repente Ricardo volvió a Damián, que había optado por mirar fijamente su carpeta, mordiendo la birome–. ¿Y hay algún mango en ese asunto, en el del grupo de reflexión, por participar?

El Flaco se rió.

—¿Si hay que pagar, preguntás vos? –siguió la broma. Se lo notaba un tanto resignado.

—Un cachet digo, una moneda, alguna colaboración… Algo acá, para los muchachos…

—De veras que éste es un caso interesante –arremetió Damián, jugando su última carta–, porque según me cuenta el Negro, se trata de una mesa aluvional, donde ustedes se han ido juntando un poco al azar, de pedo, porque uno es amigo de un amigo, otro…

—Otro era el novio del Pitufo.

—¿Podés creer? –resopló el Peruano–. El novio de mi hija le regaló un perro.

—No digás.

—Cachorro. Pero después se ponen enormes esos bichos. Un labrador, para colmo.

—¿Y para qué querés un labrador? No tenés campo. Ni jardín tenés. Te hubiera traído un electricista.

—Y después el novio de tu hija se pira y te queda el perro rompiendo las bolas.

—Eso pasa siempre. A la mía una vez le regalaron un hamster. El noviecito duró una semana y el hamster tres años, bicho hijo de puta…

—A mí se me escapó el perro, ¿podés creer? –el Turco miraba al infinito.

—Y bueno… Si no le das de comer…

—Estás en pedo. ¿Sabés cómo comía? Mi pibe más chico está desconsolado…

—Che, Flaco, perdoná –elevó la voz Pedro–, terminá con este asunto, redondiemos la idea porque, como nuestro nivel de atención es reducido… ¿Cómo sería el asunto? ¿Hay que ir a algún lado? ¿Hay que…?

El Flaco Damián tomó aire, se pegó con la base de la birome en los dientes y se aprestó a intentar de nuevo.

—Y hasta el perrito compañero… –canturreó Ricardo, riéndose.

—… que por tu ausencia no comía… –se unió el Chelo, también a las carcajadas.

—… al verme solo el otro día, también se fue –terminaron los dos al unísono.

—Ojo, ojo, ojo –casi se puso de pie el Pitufo–, que ese tango replantea muy seriamente la verosimilitud de lo que se dice de que los perros son tan fieles, el mejor amigo del hombre y todo eso.

—Perro hijo de mil putas, apenas lo vio solo a ese muchacho se fue a la mierda…

—Ah sí, viejo –se enojó el Chelo– si vos no le das de comer o lo cuidás, cómo querés que se quede con vos.

—¡Porque es tu amigo, querido –saltó Ricardo–, y te debe lealtad!

—Lealtad, las pelotas –dijo Belmondo–. Seguro que ahí la que le daba de comer era la mina. Cuando se piró la mina el tipo ya se tiró al abandono y no le daba ni cinco de bola al perro ese.

—Porque ese tango es engañoso –agitó el dedo índice el Pitu–. Narra ese acontecimiento como al pasar, sin darle importancia, pero no es un dato menor que un perro argentino se raje de la casa porque el tipo se quedó solo.

—Era un dogo argentino que no reconoce al dueño.

—¡El perro –Ricardo golpeó con el puño contra la mesa– se tiene que quedar ahí con el dueño aunque el dueño sea un pelotudo al que lo cagó la mina, porque para eso es un perro de tango! ¡Si quiere comer bombones o canapés que labure en un bolero!

—Vos porque sos un negro esclavista que todavía creés en la servidumbre… ¡Hizo bien el perro en pirarse! ¡Mirá si lo va a tener que aguantar al amargo del dueño llorando por los rincones porque lo cagó la mina, que para amargo ya lo tenemos al pecho frío de Chiquito que no me deja mentir!

—Se tiene que quedar con el dueño –terció el Peruano– que le dio de comer durante años cuando estaba en la buena. Resulta que ahora que el tipo está en la mala el perro se raja.

Ricardo le dio la mano.

—Y te lo dice –señaló al Peruano– un hermano latinoamericano sojuzgado, que les ha besado las bolas a los españoles durante años y sabe lo que es obedecer y…

—Bien que a los faraones los enterraban con sus perros.

—Sí, pero hubo faraones que cuando se les murió el perro no se quisieron enterrar con él ni en pedo.

—Es el eterno tema del poder.

—Como Tutankamón, por ejemplo. Tutankamón, cuando le dijeron que se tenía que enterrar con su perro, los mandó a todos a la concha de su madre.

—Un chihuahua, para colmo.

—Claro, había chihuahuas en Egipto.

—Lógico, boludo. Aparecen en los dibujos que ellos hacían en las pirámides. De perfil aparecen. Lo que pasa es que aparecen chiquitos. Son chiquitos y aparecen más chiquitos todavía.

—Pensá que esos dibujos son reducidos.

—Son fotocopias. A esos dibujos arqueológicos, tan valiosos, no los van a poner en las paredes para que los turistas los escriban todos.

—“Pepe y María”.

—“Chelo y Norberto”. Eran egipcios pero no boludos. ¿Por qué pensás que Tutankamón duró hasta ahora embalsamado? Ni fecha de vencimiento tiene el cajón.

Ya afuera, en la esquina, el Negro la hizo corta, algo incómodo tal vez.

—Chau, Flaco… –saludó a su amigo, al que había acercado infructuosamente a la mesa–, después te hablo –y se fue para calle Urquiza.

El Flaco amagó irse hacia Corrientes pero volvió, dubitativo.

—¿Adónde vas, Flaco? –le preguntó Pedro, que salía, las llaves del auto en la mano.

Ya en el auto, el Flaco se quedó en silencio, tironeando algunos pelos de su barba rala, mientras Pedro maniobraba con el volante para salir por San Lorenzo hacia Mitre.

—Es un grupo… algo… –dijo el Flaco.

—Disperso –se rió Pedro–. Muy disperso. Difícil que se pueda mantener un tema de conversación por mucho tiempo.

—Sí… pero… A veces uno supone que… no sé… podrían tocar temas un poco más…

—Profundos –rió Pedro.

—Profundos. O al menos, serios. Será por esa imagen popular de los tipos que intentan arreglar el mundo en una mesa de café, la filosofía de café.

—¿Vos conocés algún tipo que haya arreglado el mundo desde una mesa de café?

—No.

—Porque lo de Hitler fue desde una cervecería…

—No sé –insistió el Flaco–, al menos intentar responder a los interrogantes del ser humano.

—La vida, la muerte –enumeró Pedro–, la razón del Ser, la eternidad…

—Sin llegar a eso. Pero…

—¿Sabés qué pasa, Flaco? –Pedro se puso serio–. Nosotros ya pasamos por eso…

—¿Cómo… ya pasaron? –lo miró el Flaco.

—Claro. Ya pasamos por eso. Son temas que tenemos superados. Aunque te parezca una boludez, cuando uno alcanza un nivel de charla como el que vos oíste hoy, por ejemplo, es porque ya se ha superado un montón de incógnitas, de problemas, de contradicciones, de dudas. Y puede acceder entonces a lo trivial, a lo doméstico, a lo inmediato. Ya con tranquilidad, sin culpas. Es cuando uno ya está de vuelta, o sin expresarlo tan taxativamente, cuando se ha alcanzado cierta armonía.

El Flaco miraba ahora hacia adelante, aferrado a su carpeta.

—Tenés que andar muy bien, pero muy bien del bocho –siguió Pedro–, para poder acceder, para poder darte el lujo de hablar de todas estas cosas.

—En la esquina. Dejame ahí nomás –señaló el Flaco.

—Y algo más –Pedro no quiso dejar las cosas así–. Algo fundamental que nos convenció de alejarnos de los temas medulares… –paró el auto–. Vos habrás leído los aportes de Platón, Aristóteles, Sócrates, Demóstenes, los grandes pensadores…

—Sí.

—Mirá el mundo de mierda que nos dejaron. Mirá el mundo de mierda que nos dejaron. Mirá de qué carajo sirvió todo eso que se les ocurrió.

El Flaco se quedó mirando hacia afuera a través del parabrisas, tomado de la manija interna de la puerta.

—Chau –dijo. Se bajó en Maipú y San Lorenzo y encaró hacia Santa Fe, tras alguna vacilación.

El auto de Pedro se alejó con un bocinazo. El Flaco saludó, como al descuido.

Libro: El rey de la milonga y otros cuentos (2005).

viernes, 20 de diciembre de 2024

Me abrazaste y me di cuenta que había tenido frío toda la vida - El Pela Romero


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

¿Cómo te explico que nunca sentí esa clase de calorcito? 

¿Cómo te explico que me reiniciaste en segundos? 

¿Cómo me perdono haber perdido toda una vida sin esta sensación? 

Qué difícil es ponerte en palabras un sentimiento tan grande, una sensación tan linda, que ni siquiera se inventó la palabra para ponerle nombre.

Qué difícil desnudarme y sentirme vulnerable, en carne viva y contarte que hasta que vos me abrazaste no sabía lo que era el calor...

Siento que es triste decirlo, pero en el fondo no tanto, porque pude haberme ido del mundo sin sentir esto y vos me lo haces sentir.

Me quita la respiración y al mismo tiempo me da vida, me mata todos los miedos y al mismo tiempo me aterra no volver a sentir esto nunca más... Me borra el cassette y al mismo tiempo oigo las más dulce melodía los segunditos que dura en mi cabeza... 

Cada vez que me abrazas es inevitable preguntarme dónde estabas, por qué viví tanto tiempo sin vos. Por qué no nos encontramos antes.

Pero después de unos segundos te veo sonreír y cuando me calmo, entiendo que para valorar y disfrutar lo bueno, inevitablemente había que conocer lo malo antes... 

Te juro llegué a pensar que tenía el corazón de hielo, que jamás nada me lo iba a traspasar..

Siempre tuve el control, siempre mandaba yo... Hasta tu abrazo. 

Nadie abraza como vos, por eso cuando te conocí y me abrazaste, me di cuenta de que había tenido frío toda la vida... 

Libro: #BastaDeAmoresDeMierda (2020)

miércoles, 18 de diciembre de 2024

El Apocalipsis según El Chato - Cuento de Eduardo Sacheri


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

A primera vista pudo parecer que el quilombo se armó porque a nosotros no nos gusta que nos den la vuelta olímpica en la jeta. Cosa que es cierta, ojo, ¿Hay alguien a quien le guste semejante cosa? Pero apenas escarbás un poco te das cuenta de que la cosa venía de más lejos. Porque mirándolo un poco más a fondo era también un asunto de polleras. O tal vez en cierto modo la clave del balurdo estaba en lo de la chata ladrillera. O más bien era todo junto, bien revuelto: la cosa venía cargada con lo de la chata, se complicó feo con lo de la Yamila y se terminó de pudrir con lo de la vuelta olímpica.

Arranquemos por el principio: el Chato y el Alelí son primos hermanos, pero desde que eran pibes se quieren sacar los ojos. Se han pasado la vida buscándose camorra. Si hasta parece que cada cosa que piensan, que hacen y que dicen, la piensan, la hacen y la dicen para joderle la vida al otro. Los dos son los mayores de cinco hermanos. Los dos nacieron en agosto del 61. Y los dos se odian. Bastó que uno se hiciera de Estudiantes para que el otro se hiciese de Gimnasia, y eso que La Plata nos queda en el culismundis. A uno le gustaba de chico jugar al Zorro y el otro no paraba de decir que ése era un enmascarado trolo y que no había nadie mejor que Batman. Uno se hizo hincha de Ford y el otro, naturalmente, fanático de Chevrolet. Uno se las daba de la Momia y el otro se hacía pasar por el Caballero Rojo. Físicamente son parecidísimos: dos negrazos gigantescos, grandes como roperos, de esos que si te los cruzás de noche por una calle oscura te conformás con que lo que te vayan a hacer dure lo menos posible. Al Chato le dicen Chato porque antes de pegar el estirón, hasta los doce, era un enano. Alelí y sus amigos dicen que no, que le dicen Chato porque tiene la nariz aplastada como los boxeadores, y que eso es producto de una piña que le puso el Alelí cuando eran pibes. Pero no es cierto. Al Alelí le dicen así porque se llama Alberto Elías, y bastó que una vez el Chato le dijera que tenía iniciales de florcita para que el otro se pusiera violeta de la rabia y lógicamente le quedara el apodo para toda la vida.

Ya dije que se han pasado la existencia odiándose con una entrega sin fisuras. Y no se han fajado más porque siempre vivieron relativamente lejos uno del otro. Alelí es de La Merced, y nosotros con el Chato somos de La Blanquita, y para el que no conoce la zona hay que aclarar que entre los dos barrios hay como treinta cuadras y son de tierra. Las calles siempre fueron una ruina, de modo que cuando caen dos gotas te queda un enchastre de pantano que reíte de los de la Florida, porque lo único que les falta son los cocodrilos. Así que se veían para los cumpleaños de los viejos, para Pascua, para Fin de Año, para las comuniones, y se daban que era un contento.

Lindo se puso cuando entramos al secundario. El único colegio que había en diez kilómetros a la redonda estaba sobre la ruta, de modo que ahí sí tuvieron que encontrarse. Duraron dos años y protagonizaron batallas memorables. En primer año tenían la delicadeza de fajarse en el campito de las vías, pero en segundo perdieron totalmente la compostura y se daban en el aula, en los recreos, en la formación, en el baño o donde los sorprendiese la furia. El Chato finalizó su carrera académica el día en que hizo aterrizar una silla a los pies del director, previo paso por el ventanal del aula que daba al patio. El Chato aclaró después que se trató de un error comprensible porque una silla es difícil de dirigir, y él tenía que optar entre apostar al impulso de cruzar el aula de punta a punta con el sillazo o asegurar el impacto en la frente del Alelí, y en esa disyuntiva entre propulsión y exactitud optó por lo primero y el resultado fue expulsión directa. El Alelí no duró mucho más. Fue como si desaparecido su enemigo no hubiera tenido sentido seguir torturándose en la batalla del conocimiento. Al mes siguiente, y con la excusa de unos petardos en el baño de mujeres, el director se dio el gusto de firmar la expulsión del segundo de los primos. Para los que quedamos, el colegio perdió casi toda su pimienta. Bueno, "para los que quedamos" es casi una manera de decir, porque para mis amigos del barrio La Blanquita la secundaria era un tormento que no estaban dispuestos a tolerar. De La Merced se recibió únicamente Rubén Acevedo, y de nuestro terruño fui el único sobreviviente. Parece mentira cómo la tenacidad y la inercia tienen premio. Fue cuestión de ponerse en la cola y aguantar, de ahí hasta terminar la facultad. 

Tuve suerte, porque conseguí un buen trabajo y este vocabulario universitario tan distinguido, atributos ambos envidiables en mi barrio. Pero ahí está: cuando digo ''mi barrio" me refiero a ése, a La Blanquita, y no al hermoso, cuadriculado, pavimentado y arbolado suburbio de clase media en el que vivo ahora. Será por eso que todos los fines de semana, llueva o truene, haga frío o calor, esté sano o enfermo, me escapo a jugar al fútbol allá. Caiga quien caiga, armo el bolsito y me tomo el bondi bien temprano. Mi mujer me sonríe tiernamente al despedirnos, porque supone que dejo el auto en casa para que mis amigos no se sientan mal por mi progreso. Yo la dejo pensar que soy un dulce, pero la verdad es que no lo llevo porque en La Blanquita cualquier auto de modelo 1970 para acá puede demorar entre veinte y veintitrés minutos en convertirse en 2.476 repuestos.

Pero bueno, no sé por qué estoy hablando tanto de mí, cuando el asunto es contar lo que pasó con el Alelí y el Chato. Por si no ha quedado claro, yo soy amigo del Chato desde primer grado y amigo de los amigos del Chato. Eso me convierte en enemigo del Alelí y en enemigo de los amigos del Alelí. Ojo que ellos deben ser buena gente, como los míos, pero en lo que llevamos de vida nuestros encuentros han sido demasiado tumultuosos como para detenerme a averiguarlo. La única excepción somos el Rubén Acevedo y yo, porque la soledad del secundario nos unió en el infortunio cuando ninguno de los otros vagos sobrevivió a tercer año. Pero nuestra amistad es un secreto mejor guardado que los de la Guerra Fría, porque si se llegan a enterar el Chato y el Alelí, nos excomulgan y nos echan de la tierra prometida.

Ahora que crecimos las batallas son menos frecuentes y más civilizadas. No incluyen ni sillas ni gomeras. Apenas uno que otro trompazo, pero nada grave. Gracias a Dios nos queda el fútbol. Hace una pila de años que jugamos un campeonato en las canchas del Sindicato Postal, sobre la ruta. Se supone que es por el honor y una copita de morondanga, pero todos saben que es por guita. Se hace una vaquita con la inscripción, pero la mayor parte no es ni para alquilar las canchas ni para pagar los jueces: es para el equipo que gana. Como juegan arriba de veinte equipos se juntan unos lindos mangos. El campeonato es largo como esperanza de pobre, pero nadie se queja porque cuantos más equipos son, más plata se junta para el premio. Lógicamente, hace como veinte años, cuando el Chato se enteró de que el Alelí y sus secuaces se habían inscripto, nos conminó a abandonar nuestros destinos, nuestras familias, nuestras carreras, nuestros sueños y nuestras ilusiones para seguirlo, y aclaró que si desoíamos semejante convocatoria nos iba a cagar a patadas.

No hizo falta porque nos pareció magnífico. Eso sí: hay gente a la que le cuesta entender que uno tenga compromisos deportivos impostergables los fines de semana, como pude comprobar cuando me puse de novio. Igual, con un poco de buena voluntad, se liman esas desavenencias. En mi caso, por ejemplo, logré que mi flamante esposa aceptase salir de luna de miel un lunes en lugar de un domingo, porque justo nos habían puesto el partido el domingo a mediodía. Igual lo nuestro en la cancha fue anecdótico: después del casorio y con lo que chuparon esos animales en la fiesta, dimos pena y nos llenaron la canasta. Gracias a Dios mis tres hijitos tuvieron la genial ocurrencia de nacer en días hábiles y así me evitaron más de un dolor de cabeza. Pero la pucha, estoy de nuevo hablando de mí y no hace al asunto.

El famoso campeonato del Sindicato Postal lo ganamos en el 84 y en el 93. Y los del Alelí embocaron los del 90 y 96. Pero el año pasado quiso la mala leche que esos turros tuvieran una campaña gloriosa y que la nuestra fuese paupérrima, y que el maldito fixture nos mandara a jugar la última fecha contra ellos. Y no había chance para la hazaña. Para que perdieran el campeonato hacía falta que los que venían segundos ganaran por ocho goles el último partido y que nosotros les hiciésemos diez a los del Alelí. Eso era imposible, sobre todo porque cuando nos enfrentamos salen unos partidos de mierda, bien tipo clásico, con sesenta y tres mil patadas y un octavo de idea, así que no había manera de arruinarles la fiesta. El asunto fue tema de vestuario desde agosto, y a medida que pasaban los fines de semana y los guachos seguían ganando, la cara del Chato iba tomando un tono gris lápida. 

Para los demás no era tan grave. Como mucho tendríamos que bancarnos el show de ellos (con festejos y vueltita alrededor de la cancha) sin chistar, pero podríamos tomar una dulce revancha llenándolos de taponazos en cada pelota dividida. Para el Chato, en cambio... Para el Chato iba a ser distinto. Ya hablé del odio viejo que se tienen con el Alelí. Pero ese odio tomó un cariz económico-empresarial cuando el Chato se compró, hace tres años, la "chata ladrillera", que no se llama así en honor a su dueño sino porque es un híbrido estrafalario entre un camión chico y un Rastrojero grande, con la caja plana y la cabina en tal estado de oxidación que parece el Titanic en el fondo de los mares. El Chato adquirió el adefesio para poder dedicarse a su sueño: comprar ladrillos en los hornos que hay detrás del barrio y revenderlos a los corralones. No parece un sueño demasiado atractivo, si perdemos de vista lo fundamental: lo de los ladrillos fue como meterle el dedo ahí donde más molesta al Alelí, que está en ese negocio desde hace como siete años. Para colmo el Chato tuvo un éxito rotundo. Como es más simpático, les da charla, les convida chipá recién horneado por su vieja, reparte una damajuana aquí, otra allá, esas cosas. El Alelí no estuvo a la altura de esa política agresiva de conquista del mercado. Se durmió, y cuando quiso acordarse había perdido un montón de hornos y de corralones. Si no quebró fue porque el viejo le dio una mano para comprar un camión como Dios manda y con eso pudo triplicar la carga que hace el Chato en cada viaje. Aunque tampoco es tan simple, porque con ese tremendo camionazo hay lugares a los que con el barro no puede entrar, y según el Chato lo mata el precio del gasoil porque tiene un motor de la san puta, y en cambio a la chata ladrillera no hay con qué darle porque anda con cualquier cosa, le tirás un fósforo de cera en el carburador y arranca, le tirás el agua del termo y avanza unos metros. Eso dice el Chato, que está orgullosísimo de la porquería de chata que tiene.

Pero la venganza del Alelí vino por el lado sentimental, cuando le sonó la novia al Chato. Resulta que el Chato se había conseguido a la Yamila, que según los cánones estéticos de mi barrio es una diosa. Tal vez caballeros más civilizados la encuentren algo vulgar, o poco estilizada, o excesivamente carnosa, pero en La Blanquita la Yamila es una bomba en todo el sentido de la palabra. El Chato la había conquistado y andaba con los ojos brillantes y casi flotando a unos centímetros del piso. Para mejor el Alelí no había tenido otra idea que meterse de novio con la Pupi, que es la hermana del Lalo, uno de sus amiguitos, y la Pupi es más horrible que chupar un pickle en ayunas, cosa que para saludarla no sabés si darle un beso o moverla con un palito. Hasta ahí, el Chato se sentía el Agente 007 y el Alelí se quería matar de a poco. Pero quiso la mala fortuna que el Chato se agarrase una hepatitis de novela que lo puso por un tiempo más cerca del arpa que de la guitarra, y que lo tuvo tres meses en reposo y alejado de los lugares conocidos. Y ahí el Alelí hizo su jugada. Como la carne es débil, y la Yamila es más bien ligerita de cascos, cuando el Chato regresó del túnel brillante que anticipaba el Más Allá se encontró con la novedad de que la Yamila descansaba en brazos de su peor enemigo.

En síntesis, el año pasado el conflicto Chato-Alelí estaba al rojo vivo. La Yamila en manos del Alelí, el negocio ladrillero con leve ventaja del Chato. Pero este asunto del campeonato con vuelta olímpica en las narices enemigas podía significar un desequilibrio intolerable para el sacrificado espíritu de mi amigo. Al Chato le ofrecimos que ese día no viniera. Él, grave y sereno como un estadista, nos dijo que no podía haber funeral sin muerto y que podía ser muchas cosas pero cobarde jamás, así que muchas gracias pero imposible.

Y ahora me acerco al foco de los hechos, porque faltando tres fechas los acontecimientos tomaron un giro inesperado. Estábamos tirados en el vestuario, sobre los bancos de listones de madera, sin apoyar los pies en el suelo porque los muy mugrientos que juegan ahí lavan los botines en las duchas y llenan todo de barro, y si no tenés cuidado te podés pegar una patinada de la reputísima madre, sobre todo si venís con tapones de aluminio como le pasó una vez a Walter, pero no viene al caso. El asunto es que ahí estábamos, rumiando el destino, mientras el vapor de las duchas flotaba a un metro del piso enlodado. Habíamos estado sacando cuentas y no había modo de que los malparidos esos perdieran el campeonato. Nos habíamos callado ante lo irreparable de nuestra fatalidad, y de pronto Carucha comentó entre suspiros, como para sí mismo: "La pucha, hay que joderse... Es como el Apocalipsis". Walter levantó la cabeza y lo interrogó con un "¿Lo qué?", que en Walter es la máxima expresión de duda metafísica. Habrá pensado que Carucha se refería a un boliche bailable que se llamaba así y que supimos frecuentar en nuestra tierna adolescencia. Yo pesqué lo que decía porque Carucha siempre dice eso del Apocalipsis, que no sé de dónde lo aprendió, cuando quiere significar que algo es demasiado terrible. Le suena como una palabra irrevocable, aunque no tenga mayores datos al respecto. Así para Carucha la crisis económica es "como el Apocalipsis", y el descenso de Ferro fue "como el Apocalipsis", y esa misma tarde había hecho "un calor de Apocalipsis". Me disponía a explicarle a Walter a qué se refería nuestro metafórico volante central, cuando entre las brumas del vestuario emergió la cara del Chato, que con tono enérgico le hizo repetir a Carucha lo que había dicho. "Como el Apocalipsis, Chato, eso dije", repitió obediente, y al instante el Chato le preguntó si su cuñado seguía siendo pastor evangelista. Carucha, asombrado, dijo que sí, y ahí nomás el Chato le pasó una lapicera y un papel humedecido y le dijo que le anotara ya mismo el teléfono. Después se bañó y rajó sin chistar, sin tiempo ni para una cerveza ni para nada.

Las dos fechas siguientes (las anteriores a la última) el Chato no aportó por el campo de deportes del sindicato. Para contabilizarle al Chato dos ausencias consecutivas al campeonato había que remontarse a la hepatitis, de manera que nos resultó extraño. De todos modos no había a quién preguntarle porque también estaba desaparecido del boliche de Damián, que es donde se encuentran los muchachos entre semana. Y tampoco quisimos pasar por su casa porque la vieja del Chato es más loca que él y si sospecha que le oculta algo le encaja dos cinturonazos antes de preguntarle qué pasa. Preferimos aguardar. 

Naturalmente, el día del último partido estuvimos todos. Como ya manifesté, no había más que resignarse, aceptar la ignominia y surtirles un par de buenos patadones para que nos recordaran durante el receso veraniego. Naturalmente, del equipo del Alelí también estaban todos. Todos los pataduras que se la dan de jugadores, y todos los hijos y todos los padres y todas las mujeres y todos los tíos y todos los cuñados y todos los amigos, me cacho, porque ya que se trataba de humillarnos la iban a hacer completa. Por supuesto, también estaba la Yamila, metida a duras penas en una remerita roja y en un vaquero prelavado que partía las piedras y por el que más de uno se la quedaba mirando con la mandíbula chocándole las rodillas. El turro del Alelí la tenía ahí como trofeo. Campeonato, vuelta olímpica y la Yamila. Fiesta completa. No por nada el fulano ponía cara de satisfecho y se había comprado pantaloncitos y medias nuevas para salir en la foto. El Chato llegó puntual pero puso cara de "no questions", así que lo dejamos cambiarse sin preguntas.

Lo que se jugó del partido, que fue un tiempo y moneditas, salió según era previsible. Arbitro nervioso, pierna fuerte, foules continuos, muy conversado, un asco. Era uno de esos 0 a 0 que podés jugar ocho meses y veinte días y seguís sin hacerte un gol ni por equivocación. Ni ellos iban a cometer el desatino de querer ganarnos y ligar un planchazo a la altura del ombligo, ni nosotros íbamos a hacernos echar por carniceros y comernos una suspensión de siete fechas para el año entrante. Jodía un poco, eso sí, el barullo que metían los familiares de ellos, que hacían cantitos y tocaban cornetas. Por suerte su equipo se llama Escapes Nahuel, que es el nabo que les garpa las camisetas, y con ese nombre de mierda no hay cantito que rime. Así que no podían pasar del dale campeón, dale, campeón, y se aburrían pronto.

Iban como diez minutos del segundo tiempo y el juego estaba detenido porque el ocho de Escapes Nahuel había tenido un arranque de originalidad y le había tirado un caño con pisada al Gallego. Y si hay un tipo al que le molesta que le pisen la bola y le tiren un caño es al Gallego, que no tuvo más remedio que intervenirlo quirúrgicamente en el círculo central. Mientras atendían al osado mediocampista levanté la vista y vi, más allá del alambrado y caminando a buen paso por la banquina de la ruta, a un grupito bastante numeroso de personas vestidas con túnicas blancas. Eran algunos hombres, muchas mujeres y un montón de pibes. Cantaban, aplaudían y algunos tocaban panderetas.

Me distraje enseguida porque se reanudó el partido, pero dos minutos después no pude evitar mirarlos de nuevo porque habían llegado a la altura del portón de ingreso, habían girado a la derecha y habían entrado al campo de deportes a paso redoblado. Ahora el sonido de sus cantos tapaba los cornetazos de la hinchada de los rivales, o tal vez la sorpresa de todo el mundo era tan grande que el público había hecho silencio. No había pasado otro minuto cuando, mientras la pelota se jugaba cerca de la línea de fondo nuestra, los monos de las túnicas se lanzaron serenamente a invadir el campo de juego al grito de Aleluya, Aleluya. La pelota la tenía el once de ellos, yo lo estaba marcando, y el árbitro tocó un silbatazo capaz de perforarle el tímpano a cualquiera. Por un segundo dudé, porque acababa de decidir terminar la gambeta de mi rival con un taponazo directo al cuadríceps, pero todavía no había ejecutado el movimiento correspondiente y este tipo me cobraba el foul por adelantado. Nada que ver: lo que hacía el réferi era salir como loco para impedir la invasión de cancha. Los intrusos no le dieron ni bola, seguían cantando con rostros dichosos, abriendo los brazos y diciendo Aleluya, hermano, Aleluya, a los pocos que se les iban acercando para ver qué bicho les había picado.

Era tan extraño todo que los de las túnicas, aprovechando el factor sorpresa, pudieron llegar hasta el círculo central y sus adyacencias, se hincaron de rodillas en ronda, se dieron las manos e iniciaron un rezo ferviente, alzados los ojos al Altísimo. En el centro, el pastor dirigía la plegaria. Y el pastor no era otro que el cuñado de Carucha, cuyo teléfono había solicitado tan vehementemente el Chato unas semanas atrás, en el vestuario. Pero no tuve tiempo de apuntar más conclusiones porque el tipo vociferó de pronto, con una voz propia de Moisés en el Sinaí, que ése era el día del regreso del Señor, arrepiéntete, hermano, arrepiéntete, porque el Apocalipsis ha llegado. Agregó algo de unas trompetas y unos jinetes, pero me lo perdí porque una súbita sospecha me hacía buscar al Chato en medio de la muchedumbre, y no conseguía ubicarlo. Enseguida el pastor recuperó toda mi atención cuando anunció que íbamos a escuchar el testimonio del hermano Ceferino, a quien el Señor se le había manifestado en sueños el miércoles por la noche, anunciándole su segundo advenimiento. Y digo que recuperó mi atención no tanto por lo del advenimiento sino por lo de Ceferino, porque ése es, ni más ni menos, el verdadero nombre del Chato, cosa que sabemos cuatro o cinco tipos nada más, porque le dicen el Chato desde que era un pibito, pero eso ya lo expliqué.

Y entonces el turro de mi amigo, como si siguiera una senda luminosa trazada por los poderes celestiales, alzó los brazos y al grito de aleluya empezó a caminar hacia el círculo central, y los peregrinos le abrieron un caminito para que pasara y pudiera pararse al lado del pastor, que le apoyó la mano en el hombro como invitándolo a hablar; la verdad que era cómico verlo al Chato disponiéndose a predicar en pantaloncitos cortos y con la camiseta a rayas verticales, aunque se ve que el pastor advirtió que perdía imagen porque se apuró a zamparle una túnica extra que traía alguno de los caminantes. Una vez ataviado, el Chato, con su metro noventa de estatura y los brazos alzados al cielo, los botines asomando por debajo de la túnica porque le quedaba corta, los ojos bajos y la voz entrecortada, declaró que sí, hermanos, que era cierto, que hacía un tiempo había iniciado un camino de fe y de victoria en las manos del Señor, que lo había alejado de Satanás y sus tentaciones, Amén, y que Dios lo había colmado de bendiciones y triunfos y sanaciones diversas, y que como punto culminante de esa cadena de milagros se le había presentado en sueños el miércoles por la noche, Aleluya, para hacerle saber que en ese sitio exacto, en ese punto preciso de la verde pradera, el Señor iba a apacentar a su rebaño, porque pronto se produciría la segunda venida del Señor, Amén, Amén. En ese punto los de las túnicas se lanzaron de nuevo a las panderetas y a las bendiciones, y el Chato cayó postrado con una expresión tan emocionada que si yo no supiera que es un hijo de mil puta mentiroso era como para enternecerse en serio, y el piola se tapaba la cara como si estuviera llorando deslumbrado por la imagen de Dios todavía grabada en su retina, y entonces el pastor Pedro aprovechó para tomar de nuevo la palabra y anunciar alborozado que ese día, hermanos y hermanas, era un día de gozo y de gloria y de triunfo para la comunidad de la Nueva Iglesia Libre de Jesús Alborozado, siempre colmada de bendiciones, porque iban a comenzar la construcción de un templo para gloria del Señor, en el exacto punto de su próxima venida, Amén, y que Jesús nos colmaría a todos de sanaciones y rompería todas las ataduras y maleficios lanzados por nuestros enemigos, y que era imprescindible poner manos a la obra porque el Reino de Dios estaba cerca, y que ese círculo de cal con una raya y un punto en el medio era premonitorio, pues seguramente el Señor utilizaría esa señal para orientarse en el descenso desde las alturas del Paraíso. Y el Chato se incorporó enfervorizado, se arremangó la túnica, y mientras gritaba que había que apurarse para que Jesús tuviera un lugar propicio para el aterrizaje, a trabajar, hermanos y hermanas, a trabajar, Amén, sacó una pala no sé de dónde y empezó a puntear el pasto con alma y vida, casi en el círculo central.

Ahí fue como que se rompió el hechizo, no sé si por casualidad o porque la cara de satisfacción del Chato no era precisamente la de un converso reciente que acaba de recibir la revelación del Altísimo, sino más bien la de un malparido que está haciendo lo humanamente posible dentro del muy terrenal proyecto de cagarle la vuelta olímpica a su enemigo de sangre. El árbitro le preguntó al Chato qué carajo hacía y el otro le informó con enorme dicha que se disponía a iniciar los cimientos del templo. Cuando los de Escapes Nahuel escucharon la respuesta se fueron al humo y la multitud se fue apretando cada vez más sobre el círculo central. El primero que logró atravesar el cordón de túnicas y llegar sobre el Chato intentó sacarle la pala, pero el flamante apóstol le metió un empujón que lo sentó de culo mientras seguía paleando tierra, y el hermano Pedro gritaba haya paz, haya paz, e invitaba a todos a participar de la grande obra del Señor, alabado sea Dios, y el arquero de ellos le gritaba ma qué alabado, pibe, rajá de acá que estamos jugando el partido, y el Chato de vez en cuando interrumpía su sagrada labor para vociferar que lo ayudaran a impedir la sucia tarea de los servidores de Satanás. Y entonces varias de las minas de las túnicas se abalanzaron para proteger al portador de la buena nueva, que sonreía con cara de estampita en medio de sus ángeles custodios, pero el Alelí, que por fin caía en la cuenta de que lo estaban acostando y que estaban por afanarle la vuelta olímpica que venía soñando desde mayo, se lanzó como una topadora hacia su primo, y como entre los dos había como treinta personas se las fue llevando puestas a medida que avanzaba y se tropezaba con los caídos, de manera que se estaba armando un revuelo de la puta madre, pero hasta ese momento era como una olla a presión cuando larga el silbidito sin estallar, porque aunque algunos forcejeaban la mayoría de los presentes apenas atinaba a mirar con cara de vacas asombradas. Cierto es que Carucha, como hace siempre en los tumultos, aprovechó para pegar unos cuantos puntinazos en las pantorrillas rivales amparado en el quilombo de gente empujándose para un lado y para otro, pero la cosa no pasó a mayores hasta que el pastor Pedro se hizo subir a babuchas sobre los hombros de uno de sus seguidores, y con la misma voz mosaica del principio vociferó pidiendo calma, hermanos, calma, porque al fin de cuentas el que estuviera libre de pecado debía ser el que arrojara la primera piedra. La verdad es que no fue una frase demasiado feliz, teniendo en cuenta que en el auditorio estaba Lalo, que juega de siete para ellos, y que como win derecho es una flecha pero que tiene de bruto lo que su hermana la Pupi tiene de fea, y como usa el cerebro apenas para acolchar por dentro los huesos del cráneo, pobrecito, suele tomar las cosas de manera demasiado literal, así que cuando escuchó lo de arrojar piedras no tuvo mejor idea para colaborar con la grande obra del templo del segundo advenimiento que sacudirle un lindo cascotazo al pastor Pedro en el parietal derecho con una puntería francamente admirable, si tenemos en cuenta tanto la distancia como la abundancia de obstáculos móviles que tuvo que sortear el proyectil antes de dar en el blanco, blanco que dicho sea de paso cayó de cabeza al pasto con un chillido, en medio del horror espectral de su rebaño.

Fue un segundo de expectación, porque bastó que el Chato gritara que no iba a permitir el triunfo de Satanás, sacudiendo la pala por encima de las cabezas, para que todo el mundo, jugadores, peregrinos, público, administrador del campo, veedores del campeonato, réferi y demás yerbas terminásemos sumergidos en un mar de piñas. Por lo menos era fácil identificar a quién mandarle un tortazo: todos los que tenían la camiseta de Escapes Nahuel y todos los que estaban de civil eran el enemigo; los de camiseta a rayas y los de túnica blanca eran de los nuestros. No sé quién tuvo la genial idea de desarmar un par de bancos del vestuario, pero cuando entraron a fajar con los listones de madera la cosa se puso brava, y a mí me sacudieron un tablonazo que me dejó un chichón color guinda del tamaño de un damasco que tardó como tres semanas en bajarse.

No tengo ni noción de lo que duró el despelote, pero debe haber sido un buen rato porque la comisaría queda bastante lejos y hasta que no llegó el segundo patrullero no hubo manera de serenar los ánimos. Y digo el segundo porque el primer auto de las fuerzas del orden fue objeto de los nuevos apóstoles del segundo advenimiento, cuando el hermano Ceferino, o sea el Chato, en una breve pausa del intercambio de tortazos en el que estaba enfrascado con el Alelí en duelo singular, dijo que había que dar al César lo del César y a Dios lo de Dios, y por lo tanto impedir que las fuerzas terrenales se interpusieran en la gran obra del ministerio celestial, y yo me maté de risa mientras un grupo de minas se lanzaba a rechazar a los demonios uniformados, porque eso de Dios y el César debía ser una de las tres cosas que al Chato le quedaron de cuando hicimos catequesis para la comunión. 

Al rato cayeron dos patrulleros más y un camioncito celular, y entraron a levantar muñecos como en pala. Algunos muchachos saltaron el alambrado por el fondo. A otros los vi encaramándose en los árboles. Yo zafé porque se me dio por correr para el lado de las piletas. Me lancé a lo hondo con botines y todo, y me la pasé hundido hasta la nariz hasta que logré sacarme la ropa y quedar en slip, aunque me dio un poco de calor enfilar así, en taparrabos, para el vestuario, porque el solario estaba lleno de gente. Cuando me atreví a volver para las canchas había terminado todo. Quedaban un par de túnicas tiradas, la pala y una linda zanjita de tres metros como para empezar un buen encadenado de cimientos.

Y ese es todo el asunto, o casi todo. El Chato salió de la comisaría el lunes a la mañana. El pastor Pedro quedó en observación en el hospital hasta el martes. No lo detuvieron porque permaneció inconsciente por la pedrada durante todo el evento. Igual está de parabienes. Los de las túnicas lo promovieron al cargo de máximo líder espiritual de la recién fundada Nueva Iglesia del Advenimiento Inminente del Pastor Pedro, y se están construyendo un templo nuevo cerca de la rotonda.

Por supuesto, el partido jamás terminó de jugarse. Lo dieron por empatado, y a ellos les alcanzó con ese punto para salir campeones. Pero eso no es nada. Lo lindo del caso es que al Alelí parece que se le vino la noche. Antes de largarlo, en la cana le hicieron la averiguación de antecedentes y le saltó un asunto de cheques sin fondos que lo marginó de las canchas, y del aire libre en general, por espacio de siete largos meses. Si ya antes de su detención el Chato le hacía la guerra de tarifas con la chata ladrillera, ahora está a punto de monopolizarle el mercado. Y otra cosa. La gente de La Blanquita, por lo general, es rápida. Y el Chato, como creo que quedó demostrado, es capaz de tomarle la patente a una mosca en vuelo. Para Fin de Año se cayó por lo de la Yamila con un ramo de flores, y la dama, enternecida por la conversión religiosa de su antiguo enamorado, se dejó reconquistar. Es cierto que, para que no digan por ahí que es una chica fácil, se hizo rogar como tres cuartos de hora.

Así están las cosas ahora. El Alelí acaba de salir y tiene una furia que mastica durmientes de ferrocarril. Jura a los gritos que ya llegará el tiempo de su venganza. Igual nosotros estamos tranquilos. Primero porque el Chato está contentísimo, y la felicidad de los amigos es el mejor pan para nutrirnos el alma. Y segundo porque este año venimos hechos un violín en el campeonato, y no creo que se nos escape, Amén.

Libro: Lo raro empezó después (2003)

martes, 17 de diciembre de 2024

Qué Grande! Ep. 59: Gracias 2024

Gracias por este hermoso 2024, cerramos con cuentos elegidos por el público. Emitido en vivo el martes 17 de diciembre de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

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Lecturas
  • El Apocalipsis según El Chato (de Eduardo Sacheri)
  • Otoño (de Gabriela Nemiña)
  • Me abrazaste y me di cuenta que había tenido frío toda la vida (del Pela Romero)
  • Una interesante observación sobre las narigonas (de Roberto Fontanarrosa)

lunes, 16 de diciembre de 2024

El gol a los ingleses y la ruta de los Siete Lagos - Jordi Aguiar Burgos en Un D10S en la Patagonia


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Cuenta la leyenda que Limay y Neuquén eran dos de los hijos de los caciques más importantes de la Norpatagonia. Amigos inseparables, de infancia compartida y paralela, una tarde que juntos andaban, topáronse con los grandes ojos y la melena castaña de Raihué, joven mapuce de la que quedaron perdidamente enamorados y dispuestos a la competencia por ver quién conquistaba su corazón.

Tras escuchar al Chaman del pueblo y consultar a los dioses, decidieron hacer de esos dos jóvenes dos ríos, uno correría desde el norte y otro desde el sur y quien obtuviese antes del mar un caracol para que Raihué pudiese escuchar su sonido obtendría también la llave de su corazón. Pero en esa diatriba fue el viento quien ganó, ya que engañó a la joven que ofreció su vida al Dios Nguenchen para salvar a Limay y Neuquén y la transformó en un arbusto de flores perdida entre la vegetación patagónica. Al enterarse de esto Limay y Neuquén se fundieron en un abrazo y se hicieron el gran río Negro que con luto corre hasta alcanzar el mar.

Esta leyenda que da origen a las tierras desde las que son escritas estas líneas, vuelven a encontrarse de luto, esta vez por otra leyenda, la de nuestro mayor ídolo popular, el de las innumerables jugadas mágicas, pases de gol y anécdotas sin igual.

Es este también el motivo de estas letras. El de recordar el paso del ser más inmortal que se vio por estas tierras donde Limay y Neuquén jugaban tardes enteras a la pelota simulando ser el Dios Pelusa.

Porque no podemos pensar que ese D10S, menos en estas tierras tan pródigas de realismo mágico, sólo estuvo como jugador de fútbol o entrenador de la selección o promotor de espectáculos deportivos, como atestiguan los diarios de las diferentes épocas y escriben algunos de nuestros mejores periodistas deportivos. El Diego, seguro también anduvo ya por la Patagonia cuando ésta todavía no era ni continente, ni accidente geográfico, mucho antes quizá de que el Argentinosaurios jugara a ser Maradona en México ‘86.

Esta Patagonia áspera y majestuosa, tan llena de contrastes como la vida de nuestro 10, después de siglos y millones de años de leyendas, tuvo la suerte de recibir al D10S más humano, cuando su juventud no alcanzaba la mayoría de edad, pero su juego ya estaba para la selección Sub20.

Por aquellos años, la dictadura que desaparecía y torturaba personas, de manera federal, también impulsaba el opio de la selección nacional por todo el territorio del país. Así sucedió el 8 de abril de 1977, en Cipolletti, de provincia diferente, pero tan unida a la ciudad de Neuquén como unidos están Limay y Neuquén. Y cuentan quienes saben, que los dirigidos por César Luis Menotti anduvieron de visita por nuestra querida ciudad capitalina.

En aquella visita, Diego le regaló a la afición, que ya sabía de la existencia del astro por los diarios y la televisión un hermoso gol celeste y blanco. Meses más tarde volvería con la selección mayor, aunque poco después Menotti lo dejaría fuera del oprobioso Mundial ‘78.

Pasarían más de veinte años hasta que Maradona estuviese nuevamente de cuerpo presente por estas tierras originarias. Dos décadas en las que Maradona nos hizo muy felices con todo lo que sus piernas creaban y su sonrisa siempre ingenua y dulce hacían más increíble todavía.

En esos años nos dejó obras de arte que sólo son comparables a las bellezas con las que la Patagonia nos deleita. Porque, no me dirán ustedes que el gol de Maradona a los ingleses, el segundo, si lo miran desde el cielo o desde Google Maps, nos es sólo comparable, en estética y recorrido al camino de los Siete

Lagos, que une San Martín de los Andes con Villa La Angostura. Una obra de arte de la naturaleza. Una obra de arte del ser humano.

Machonico y Faulkner son Beardsley y Reid en el centro del campo. Villarino, Escondido, Correntoso y Espejo son Butcher y Fenwich y díganme si el Nahuel Huapi no tiene forma de arquero sacando una pelota. Si, el arquero Peter Shilton es el Nahuel Huapi. Y fue en las orillas de ese lago, veinte años después, en 1997, en el marco de la última pretemporada de Diego como futbolista profesional, el viento patagónico trajo al Pelusa hasta la ciudad del Bosque de Arrayanes, Villa La Angostura.

Diego entrenó en las canchas que otros veinte años después pisaría el entonces presidente del país, Mauricio Macri, a quien las últimas palabras que le dejó Diego fue: “Macri es un chorro y que sepa que a mí no me va a callar, yo soy cristinista hasta los huevos”.

Pero si algo tiene Diego, como la Patagonia, son sus desequilibrios y contradicciones. A las bellezas cordilleranas se le oponen estepas ásperas de viento y tierra, calles que fueron potreros de dioses de otras épocas. Aquí en la ciudad del Potrero más grande del Mundo, ubicado en el barrio Mudón, se encuentra el estadio Ruca Che, rodeado de bardas y barrios populares. Ese fue el escenario de la siguiente visita de Maradona a nuestra región. Corría el año 2008 y Neuquén todavía no era la tierra de Vaca Muerta.

El 8 de octubre con un físico más que admirable para sus 48 años, Diego hizo vibrar a un estadio colmado por más de 5 mil personas. Pero por si hubiese sido poco, cinco días después volvieron a jugar frente a Brasil, con quien el encuentro anterior salió empate, y esta vez vencieron los de la canarinha por un gol. Pocos días más tarde, Diego era oficializado como director técnico de la selección argentina, otro capítulo para escribir numerosos libros de literatura maradoniana.

Pero si Diego es los Siete Lagos, también es Cutral Co. Cuna y ejemplo de luchas populares y resistencias a las desigualdades; pero también ciudad oscura y sin ley, donde el submundo se institucionaliza y las adicciones se multiplican. Esa

fue la ciudad donde la selección dirigida por Maradona vino a jugar en el año de nuestro Bicentenario, en el estadio Ruca Quimey. Haití fue nuevamente la víctima, esta vez en el fútbol. Su arco fue goleado en cuatro ocasiones por un equipo comandado por el Diego y con figuras como Martín Palermo o el Burrito Ortega, ambos con un pasado valenciano, como el mío.

De esta manera podemos resumir el paso firme, la gambeta sin igual, de nuestro querido Diego, que como habrán leído, ha quedado demostrado que la Patagonia no sería la misma sin él, a quien debemos también este carácter abnegado y tenaz que tiene cualquier jugador del sur, como el “Huevo” Acuña, o mi amigo “El Mono”, o los miles de jugadores que participan en la región de los torneos más importantes del futbol amateur del continente.

De ese orgullo que pocos conocen, pero que a los neuquinos y neuquinas nos infla el pecho sin igual, ni Rio de Janeiro, ni San Pablo, ni Rosario, ni el estadio Maracaná, no hay tercer tiempo como en el fútbol amateur del Alto Valle, ni torneos de amigos que nos hagan sombra. Y allí seguro está también el Diego y su amor incondicional por la pelota, como mi amigo “El Mono”, gran jugador amateur y amigo de verdad.

Libro: Un D10S en la Patagonia (2023). 

domingo, 15 de diciembre de 2024

El cipoleño que fue trotando desde Ferri para marcar a Maradona - Sebastián Sánchez en Un D10S en la Patagonia


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

En 1969 llegaron Abel Morales y Chicha Sosa desde San Luis a Cipolletti. Se asentaron en Ferri, a más de cinco kilómetros del centro hacia el noroeste de la ciudad, para trabajar en la construcción de la fábrica SCAC. Un año después, el clima se confabuló con el estado de las calles rurales, y Abel llevó a Chicha en moto hacia la vecina Cinco Saltos para que nazca Rogger, su cuarto hijo, el único varón entre cuatro mujeres.

Rogger se crió y creció en Ferri, donde hoy vive con su esposa y su hijo. De adolescente empezó a jugar en las divisiones formativas del Club Cipolletti, y desarrolló cualidades claves para triunfar: disciplina, sacrificio, constancia y mentalidad positiva.

El colectivo que iba a Cinco Saltos por las chacras lo dejaba de paso. Cuando el Alto Valle paraba en la plaza central, el chofer Muñoz inauguró un latiguillo que hoy es símbolo de los habitantes de Ferri: “Arrrriba los que van a Ferrrri”. El ambiente era hermoso pero el tiempo de viaje tortuoso. Rogger decidió ir y volver trotando a entrenar, nada menos que 5 kilómetros y 400 metros de ida, duplicados trotando a la vuelta. Jamás faltó a un entrenamiento, hubo fríos, lluvias, familiares fallecidos, dolores de muela, nada le impidió a Rogger trotar más de 10 km. por día para entrenar. A la par, estudiando doble turno en la ENET 1 de Neuquén.

Mamá Chicha amaba al Ruso Strak, emblemático 5 de Cipolletti, Rogger quería cumplirle el sueño de vestir su camiseta, y se emocionó cuando lo logró debutando en el Nacional B contra Belgrano en Córdoba. Pero el fútbol le depararía sorpresas mucho más grandes cuando el apellido Morales se convirtió en un adjetivo del volante del central criado en Ferri. Todos los entrenadores de Cipolletti trajeron volantes, y Rogger lejos de bajonearse, creció hasta sacarles el puesto y terminar jugando. No conforme, mientras sus amigos se sentían en el techo jugando el Nacional B, Rogger repetía: “Yo voy a jugar en primera”, para las risas y bromas de los compañeros que lo veían lejos de un estratega o un goleador que llene La Visera por esos años. Terminó siendo el único futbolista cipoleño de la década del ’90 con más de cien partidos en primera. Siendo capitán y subcampeón con Huracán.

Cuando lo llamaron para probarse en el globo de Parque Patricios, entendió que era el de Comodoro Rivadavia y cortó el teléfono al grito de:

- ¡Yo jugué Nacional B, si voy, voy para jugar, no para probarme!

El entrenador Enzo Trossero redobló la apuesta al ser notificado de la rotunda negativa:

- Quiero a ese 5, con esa personalidad.

En tiempos de Elegir Creer, a Rogger se le dio lo que siempre creyó. En el palacio Tomas A. Ducó no tuvo problemas en adaptarse físicamente al fútbol de primera, con sus años de trotes ida y vuelta entre Ferri y La Visera.

En Huracán también se dedicó a ganarle la titularidad a cuanto volante central trajo el DT de turno, hasta consolidarse como 5 y referente del equipo subcampeón del Clausura 1994. Dos años después recibió al denominado Dream Team de Boca Juniors, con Maradona, Caniggia y el debut de Juan Sebastián Verón. A Rogger Morales por su puesto natural le tocó marcar nada menos que a Diego. El entrenador Nelson Chabay le advirtió en la semana que la atención tenía que ser extrema. “En esa época cada equipo tenía su jugador, Rosario Central a Vitamina Sánchez, River a Ortega, Independiente a Garnero, San Lorenzo a Gorosito, pero Maradona me llamó la atención por varias cosas. Primero lo increíble de jugar contra él, porque obviamente también era Maradona para mi. Segundo la calidad de algo muy superior a lo normal, muy difícil de marcar, muy distinto a los excelentes jugadores que me tocaba enfrentar todos los domingos. Pero lo que más me llamó la atención es la actitud ganadora de Maradona dentro de la cancha. El enojo, la concentración, la euforia del tipo ahí adentro. Lo ganador que era, como hablaba con Caniggia, como puteaba, como se enojaba. Diego ya tenía 35 años, eso fue después del gran Maradona, las ganas de él de seguir ganando, no era que vendía humo y que estaba ahí pasando el tiempo”.

Jugar contra Maradona era extraordinario para cualquiera, tanto que la adrenalina del partido el lateral Mauricio Pineda se le acercó a Rogger para pedirle:

- Te cambio, dejame marcarlo un ratito.

Todos querían tenerlo cerca, tocarlo un poco, sabían que marcaban a Diego unos minutos pero a ellos los marcaría de por vida. Lo que no sabía Pineda aún, es que sería compañero de Maradona en Boca la temporada siguiente.

El partido se desarrolló vibrante para las 50 mil almas quemeras y xeneizes que coparon el estadio de Huracán. Pese a jugadas clarísimas a los arcos de la Anguila Gutiérrez y del Mono Navarro Montoya, pintaba para cero a cero. Caniggia, Saldaña, y el propio Maradona se habían perdido el gol de Boca, pero Gauna, Marini, el Beto Fernández y Guerra en dos oportunidades pudieron torcer la historia para el Globo.

A cinco minutos del final, Verón metió un derechazo tan violento y direccionado que apenas pudo contener la red. Diego se tiró de palomita adentro del arco y lo gritó con furia de cara a sus hinchas para que explote la cabecera llena de boquenses. El debut con gol de la Brujita olía a tres puntos claves para encaminarse al título, y por eso los minutos siguientes se jugaron al ritmo de “dale Bo, que vamos a salir campeón…” y una hermosa postal de miles de hinchas revoleando remeras.

En eso, Huracán se metió con todo al área de Boca buscando el empate sobre la hora, y Medero despejó hacia el medio para que reciba Maradona, que tocó de primera y de espalda para Caniggia, pero un segundo tarde llegó Rogger Morales y se llevó puesto al ídolo y capitán de Boca, que quedó tendido. El contragolpe siguió de la mano de Cani pero el Chaco Giménez lo desperdició y Boca lo sufriría después. Diego tuvo que salir en carrito de la cancha por un golpe en la rodilla izquierda.

Maradona desde afuera vio como Verón hizo una pausa y se lo comió el Beto Fernández, Couceiro metió un pase fantástico desde el círculo central a espaldas de Medero, y el uruguayo Hugo Romeo Guerra definió por encima de la salida de Navarro Montoya. El estallido y la fiesta cambiaron de tribuna para un empate justo.

Apenas terminó el partido, Chabay habló en caliente y se quejó del arbitraje, entendió que no le dieron ningún tiro libre cerca del área y al equipo de Bilardo le dieron todos. Le reclamó al árbitro Angel Sánchez que tenga la personalidad de Castrilli. Maradona en conferencia de prensa le contestó:

- Chabay puteaba al árbitro porque decía que iba para nosotros, por qué no lo puteó cuando el burro de Rogger Morales casi me arrancó la rodilla.

Rogger estaba mirando Fútbol de Primera en su casa en Barrio Norte y el corazón se le salió del pecho cuando entendió que, mas allá de cualquier circunstancia, nada menos que Diego Maradona lo había nombrado.

Volvió a ver a Maradona veinte días después, se cruzaron en un restaurante. Diego lo felicitó porque Huracán había ganado, y le pidió que le mande un beso grande y pronta recuperación a su amigo el Turco García.

“Los mejores siempre son los que llegan” dicen los formadores. Rogger careció de talentos naturales que convirtieron a otros en ídolos regionales, pero adquirió de sobra cualidades esenciales para consolidarse en lo más alto del fútbol argentino. “Fue una experiencia extraordinaria. Gracias a Dios que tengo la foto de ese partido, que es un documento que uno estuvo ahí. Y mientras más años pasan, cuando la veo, menos creo que lo viví. Es increíble, esa sensación rarísima de que no puedo creer que viví ahí” intenta explicar el cipoleño, que fue trotando desde Ferri por calles rurales hasta marcar a Maradona.

Libro: Un D10S en la Patagonia (2023).

viernes, 13 de diciembre de 2024

El defensor rubio y el 10 de rulos - Pablo Montanaro en Un D10S en la Patagonia


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Ni bien el árbitro del partido entre Deportivo Roca y Argentinos Juniors pitó el final del primer tiempo, Ricardo Enrique Phagouapé, lateral izquierdo del local, apuró su andar hasta donde estaba Maradona antes de que éste se metiera en el túnel hacia los vestuarios. En esos segundos, mientras se secaba la transpiración con la camiseta, Phagouapé sabía que ese era el momento ideal para lograr una foto con el Diez. Pensó que al terminar el partido, todos sus compañeros de equipo iban a pretender fotografiarse con Maradona y así tener su momento de mayor gloria futbolística. Por eso, se enfocó en su objetivo. Sabía que si Maradona accedía a sacarse la foto, iba a poder exhibirla orgulloso por el resto de su vida. “Diego, Diego, puede ser una foto”, preguntó sin timidez el oriundo de Rolón, un pequeño pueblo de la zona rural de La Pampa. “Sí, dale”, respondió el 10 de Argentinos. Un fotógrafo disparó el flash. El retrato muestra a Phagouapé, con la camiseta y pantalones naranjas con vivos azules, con el brazo izquierdo extendido sobre el hombro de Maradona y la mano derecha en el abdomen como señal de agradecimiento por la gentileza. La imagen muestra un hilo de sangre en la rodilla izquierda de Maradona lo que da cuenta de lo intenso con que se jugaron los primeros 45 minutos. “Yo no fui responsable de la marca de sangre que tenía Maradona en su rodilla”, aclaró el defensor. Unos manchones de cal en las dos piernas dan muestra cabal de la entrega del lateral izquierdo que había llegado al Depo en el año 1975 proveniente de All Boys de La Pampa.

Los días previos al partido, los jugadores del Depo tenían una gran expectativa porque no solo iban a enfrentar a Maradona sino también a un equipo que estaba realizando una gran campaña en el torneo Nacional.

“Fue impresionante la cantidad de gente que había en la cancha ese día. Incluso muchas personas no pudieron ingresar. Teníamos una gran expectativa, sabíamos que íbamos a jugarle de igual a igual. Obviamente, para ese partido el director técnico dispuso una táctica para tenerlo a Diego lejos del arco. La idea era una doble marca, lo iba a marcar Darío Dolce y por donde se moviera se hacían relevos. Lo preparamos muy bien, no Éramos improvisados, teníamos un equipo con muy buenos jugadores. Nos salió bien”, explica Phagouapé 43 años después como si estuviera reviviendo aquella charla técnica en el vestuario antes de entrar a la cancha.

Según el ex jugador que también vistió la camiseta de Cipolletti, de Unión de Allen, entre otros, Maradona en ese partido amistoso “mostró todo el talento que tenía a pesar de la cancha que no estaba en muy buen estado. Por contrato jugaba todo el primer tiempo y parte del segundo, pero como iban perdiendo no quería salir, hasta que en los últimos minutos lo reemplazaron”.

Esa noche a Phagouapé le tocó marcar a Rubén Omar Favret, veloz puntero derecho de Argentinos Juniors. Pero lo que más recuerda del partido son dos jugadas en las que tuvo que enfrentarse a la habilidad de Maradona:

“En un momento tuve que hacerle un relevo defensivo a Dolce que había sido superado por Maradona, y ahí lo raspé a la pasada, no me quedaba otra, no se quejó pero me metió un codazo terrible. Maradona era durísimo, era un toro, muy sólido, lo veías jugar y te dabas cuenta que era distinto, y si tenía que meter la patita la metía.

En otra jugada, se manda por derecha, lo salgo a marcar porque se iba solo al área. Me hizo un chicle con la zurda, me amagaba para la izquierda, después para la derecha, me dejó dado vuelta. Cuando me quise acordar le metió un centro a Favret que tuve que tirarme de cabeza para taparlo. Yo era rápido, pero no sé cómo me amagó tantas veces, era impresionante. Era imparable”.

Fue tan buena la actuación del lateral izquierdo del Depo que el director técnico de Argentinos, Miguel Angel López al terminar el partido le dijo a un dirigente

local (Pablo Verani): “Por favor, cuídemelo al 3 que yo a fin de año lo vengo a buscar”. Lamentablemente, a fin de ese año López dejó la dirección técnica de Argentinos al ser contratado por Independiente. Phagouapé continuó su carrera en el Depo.

Cada vez que alguien le pregunta por aquel partido, siempre afirma con una sonrisa que es de los pocos jugadores que le ganaron a Maradona “el 100 por ciento de los partidos”.

Seis años después de aquel encuentro, Phagouapé vio por televisión en su casa de La Pampa la felicidad plena de Maradona levantando la Copa del Mundo en el Estadio Azteca de México luego de derrotar en la final a Alemania. “Me alegré muchísimo, no sólo por la Argentina sino por él porque lo admiro como futbolista, y siempre va a estar en mi corazón. Tuve la oportunidad de disfrutarlo dentro de la cancha. Para un futbolista del interior es como jugar hoy un partido con Messi. Una satisfacción personal que marcaba también el buen nivel futbolístico que tenía por ese entonces el Valle porque estábamos preparados para jugar contra cualquier equipo de primera división e incluso ganarle como esa noche a Argentinos de Maradona. Fue una época dorada del fútbol regional y totalmente romántica porque jugábamos por dos pesos, se jugaba por amor a la camiseta”.

Libro: Un D10S en la Patagonia (2023).

martes, 10 de diciembre de 2024

Qué Grande! Ep. 58: Un D10S en la Patagonia

Un D10S en la Patagonia, el libro con las visitas de Maradona a Neuquén y Río Negro. Emitido en vivo el martes 10 de diciembre de 2024 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.

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Lecturas
  • The importance of being Maradona (de Fernando Casullo)
  • El amigo de Diego que jugó en Cipolletti (de Rodolfo Chavez)
  • El defensor rubio y el 10 de rulos (de Pablo Montanaro)
  • El neuquino que dio la vuelta con el 10 en el Azteca (de Fabricio Abatte)
  • El cipoleño que fue trotando desde Ferri para marcar a Maradona (de Sebastián Sánchez)
  • El gol a los ingleses y la ruta de los Siete Lagos (de Jordi Aguiar Burgos)

jueves, 5 de diciembre de 2024

Felicitaciones ingeniero - Cuento de Daniel Rearte


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Como cualquier futbolero recuerda, Ñubel y Central tenían que jugar en el Monumental la semifinal del Campeonato Nacional de 1971 (porque obviamente y como lógicamente debe ser, los clubes no se habían puesto de acuerdo sobre en que cancha de Rosario jugarla). Una semifinal que sabíamos significaba el campeonato porque a nadie se le hubiese ocurrido pensar que quien ganase ese partido podría perder la final que luego se jugaría en Rosario.

Por otro lado, en esos días iba a ocurrir un hecho muy importante para mí y especialmente para toda mi familia. Te cuento que provengo de una típica familia laburante, clase obrera, mi viejo, mis tíos y abuelos, todos ferroviarios de los talleres de Pérez. En esa época no era común que los pibes luego del secundario siguiesen estudios universitarios. Por varios motivos, primero porque no había guita para hacerlos estudiar y aparte porque había que empezar a laburar para tener un mango. Así era que en mi familia, como en la mayoría de las familias del pueblo, no era común encontrar médicos, abogados o ingenieros. En nuestro caso, incluyendo todos mis primos tanto de parte del viejo como de la vieja, nadie había pasado ni iba a la Universidad. A lo sumo terminaban como bachilleres o peritos mercantiles. Yo había sido el afortunado de poder seguir. El Chicho (como le decían a mi viejo) laburaba en el ferro y mi vieja, con la ayuda de él cuando salía del taller, hacía una tortas para casamiento y cumpleaños espectaculares para la Confitería Sur de la calle Necochea de Rosario, lo que generaba un ingreso de guita extra que desahogaba un poco la cosa. Bueno eso, más mi rebusque como mozo los sábados a la noche, también en casamientos o cumpleaños que servía la Confitería Sur, y mas una beca que me dio la Facultad de Rosario, pude largarme a estudiar.

La Facultad de Ciencias Agrarias se había abierto en 1967 y nosotros éramos la primera promoción. Yo era bastante traga, repartía mi tiempo entre el estudio y Ñubel y más de una vez me tuve que perder algún baile con la barra del Gato Negro (el boliche de Pérez donde nos juntábamos), en Zavalla, Casilda, Pujato, Alvarez o Acebál. Esos eran los lugares que frecuentábamos porque realmente en el “levante” como “cara nueva” nos iba mejor en los pueblos que en los boliches de Rosario.

Sigo con la Facultad. Realmente me fue muy bien y de todos los que habíamos ingresado en el 67, solo doce éramos los que estábamos para terminar ese año y justo yo tendría “la suerte” de ser el primero en rendir la última materia, en mi caso Terapéutica Vegetal que dictaba el Ing. Peralta (realmente lo que ocurrió es que nos chamuyamos a la secretaria para darle bronca al orfa de Artundo que era el que venía hinchado con que quería ser el primer egresado de la historia de la facultad. La Negra, así le decíamos a la secre, me anotó el día antes a que se abriera la inscripción para los exámenes, lo que puso verde a Artundo cuando llegó a las 7 de la mañana del día de la inscripción y se encontró con que era segundo). Así fue como para el 23 de diciembre se estimaba que la Facultad de Ciencias Agrarias daría su primer Ingeniero Agrónomo y yo era el candidato.

Como te imaginarás eran días de vértigo y ansiedad extrema. Estudiar para el último examen y pensar en como íbamos a dar la vuelta olímpica en el parque si ganábamos, y principalmente como organizábamos la ida al Monumental. Esto último incluía la entrada a la propia cancha porque ese partido histórico debía ser inmortalizado y que mejor que trayendo un pedazo de pasto del verde césped del Monumental e incluso con la intención, si tenía algo de raíces o rizomas, de que agarre en el jardín de casa. Luego le haríamos un cerquito, una plaqueta, rosas, que se yo. Pero había que entrar a la cancha y ese era el gran escollo. Estando en la popular de la segunda bandeja del Monumental era imposible saltar, lo que pasó a constituir precisamente el problema que no tenía resolución.

Bueno, no voy a dar detalles de lo que era la ciudad la semana del partido y menos de lo que fue la ruta nueve ese 19 de diciembre cuando decenas de miles rosarinos “coparon” la capital. Si, porque habrá habido y habrá muchos clásicos de River-Boca con varios miles más de hinchas en sus tribunas pero difícilmente haya alguno con mayor significancia que la que tenía aquel Ñul y Central. Como referencia de ese día lean lo que cuenta el Negro Fontanarrosa en su cuento “19 de diciembre”.

Así fue que partimos con Arturo y Tonito en el fitito de éste último por la ruta 9 destino a la gloria. Las cábalas eran pocas pero claves, y la búsqueda de hechos, o mitos, o sucesos, que nos adelantasen parapsicológicamente el resultado no aparecían. Llegamos a Buenos Aires y nos fuimos a comer a lo de la Elsa, una prima de mi mujer que vive en Floresta, madre del Marianito, en aquel año un pibito insoportable que saltaba arriba la mesa y te pateaba el plato cuando comías y que hoy es quizás uno de los hinchas leprosos más genuinos de la Capital aunque comparte sus amores con All Boys, capitaneando su hinchada o presidiendo el club Iguazú de la calle San Blas, lugar donde por supuesto se reúnen los hinchas del equipo albo. Haber logrado de Mariano un leal leproso capitalino fue muy importante, aunque reconozco que en su momento generó alguna bronca con su familia teniendo en cuenta la fiebre bostera del César, su viejo.

La hora se acercaba y la ansiedad iba en aumento. Llegamos al estadio bastante temprano y confieso que todavía no teníamos ninguna evidencia del resultado, como casi siempre ocurre, cuando a fuerza de concentración y búsqueda uno logra algunos indicios metafísicos de lo que ocurriría.

Dábamos vuelta por el estadio, siempre del lado del sector asignado a Ñubel, para no correr riesgos físicos que nos dejen sin ver el partido, y justo cuando nos acercamos al portón de la Figueroa Alcorta por el que entran los socios de River ocurre “el hecho”, el “indicio” que estábamos esperando. Allí no más en la entrada lo encontramos a Carlitos Fogel, cuñado de Tonito, también de Pérez, obviamente canalla de sangre (su tío, Alfredo Fogel, según me contaba mi viejo fue uno de los emblemas de Central en los '40). Carlitos estaba con el plantel de Central ya que jugaba en ese momento en la tercera y alternaba a veces con la primera. Este pibe, del que yo era medianamente amigo, ya que lamentablemente pero como lógicamente debe ser, la amistad total no se podía dar dada su estirpe canalla, jugó en Central pero descolló como futbolista en México, primero en el Puebla y luego en el Cruz Azul. Culminada su carrera como futbolista, se radicó definitivamente en ese país.

Sigo con la historia. Lo encontramos a Carlitos y éste nos dice: “che, no quieren venir a la platea, justo me dieron tres que están en la primera fila cerca del campo de juego”. ¡Uy! mamita, justo lo que estábamos esperando, "el indicio”, la platea cerca de la cancha, la posibilidad de entrar a sacar el pasto cuando haya terminado el partido. Te das cuenta Alejandro, el partido ya estaba ganado, si no fuese así o si existiese alguna duda para que cuernos el destino me mandaba la platea en primera fila sino era para entrar a la cancha. Creo que casi festejo el ofrecimiento como si fuese el gol del mono Obberti que estábamos esperando y que con esto casi seguro luego se daría. No hace falta aclarar que generalmente la platea no es el lugar al que suelo concurrir, y no porque sea un resentido social que vea a dicho sector como medio oligarca, no, el motivo es porque no solo no se vive el partido como en la popu, sino porque además no hay forma de gritar bien los goles cuando estas sentado, y eso vale para todo ejercicio bucal. Fijate que todos los grandes cantantes lo hacen generalmente parados, estirando el cuello, en armonía con todo el cuerpo ¿o te imaginás a Pavarotti cantando O Sole Mio sentado en un sofá? No sale. Bueno lo mismo pasa en la platea, únicamente si estás parado el gol sale como tiene que salir, si estas sentado el grito se corta, que se yo, se ahoga en la cintura, donde estás doblado, y si sale, sale cortado o sin fuerza ¿entendés ? A veces cuando veo alguna foto de Víctor Hugo relatando sentado no me explico como puede sacar tanta fuerza en el gol, o viéndolo desde otro ángulo me imagino la fuerza que tendría si lo relatase parado. Ese es el motivo por el que no me gusta ese sector, en la platea tenés que estar sentado porque si te parás los de atrás te gritan, y si bien son muchos los que se paran con que haya un par de fiacas que se queden sentados es suficiente para que te tengas que sentar.

Pero esta ves la platea era distinta, era por otro motivo, era la señal de que el veredicto ya estaba dado, y a mi me habían mandado allí para entrar a la cancha, cortar el pasto, sembrarlo, regarlo...

Sigo con el partido. Te imaginás que a pesar de la efervescencia que se vivía en el estadio, de los gritos y de las pasiones, yo vivía un felicidad plena porque sentía como que el partido era para el festejo y el disfrute, porque el resultado yo interiormente ya lo sabía.

Que lindo fue disfrutarlo al Mono en su pique cortito pero imparable que parecía en puntitas de pie, las corridas de Heraldo Bezerra con su melena al viento mientras el uruguayo González no lo agarraba ni con una soga, los toques entre Montes y el Manolo Silva que parecía que se la llevaban a la casa. El Pepe Solórzano en el fondo sobraba para cualquier intento canalla, el barría todo lo que llegaba, realmente el Loco Fenoy estaba de gusto. El único que descollaba en Central era el flaco Minutti, un arquero del montón que había llegado creo a Central desde Los Andes y que estoy seguro, segurísimo que en su vida atajó lo que atajó esa tarde. Llegó el gol de Poy, por supuesto en un contragolpe porque de futbol Central no mostró nada, y si bien el gol fue un mal trago para mi, no tenía mayor importancia porque sabíamos que el empate llegaría y por supuesto también el triunfo. El reloj avanzaba rápido y aquello no ocurría, entonces aparecía otra ves la angustia pero que se disipaba y se transformaba en un regocijo mayor al avivarme de que el triunfo sería sobre la hora o en tiempo de descuento, lo que haría el dolor canalla indescriptible y para muchos imposible de soportar.

Bueno, aún ahora después de 27 años no se lo que pasó, qué falló, ni quien se metió no se de donde para cambiar lo que ya había sido decidido. Lo real es que terminó el partido y todos decían que habíamos perdido, e incluso en la tribuna de enfrente la hinchada canalla festejaba como si hubiesen ganado, y al final habían ganado nomás.

Nosotros no lo podíamos creer, te confieso Alejandro que fue una sensación distinta a la que había sentido tantas veces incluso con derrotas en los clásicos, pero esa ves fue distinto, salimos del estadio y no hablábamos, todo había terminado, todo, no solo el partido. Subimos al auto y empezamos a dar vueltas por Buenos Aires, solo nos decíamos se va todo al demonio, pero de volver a Rosario ni se nos cruzaba por la cabeza. No ¿Volver? ¿Para qué? y ojo que no era solo por miedo a la gastada, que sabíamos iba a ser grossa, no, no queríamos volver porque no teníamos interés en nada, ¿entendés? en nada. Así fue que de pronto nos encontramos los tres en Palermo, nos sentamos en el pasto, por ahí llovió un poco y no nos calentó un carajo mojarnos, y así nos quedamos dormidos apoyados en los árboles. Como a las 7, creo que serían, nos despertamos y fuimos a comer algo. Allí más conscientes de la vida terrenal en la que estábamos dijimos, loco, tenemos que volver, está la familia. Tonito me dice: Tarado, acordate que en un par de días tener que rendir el último examen, que tus viejos deben estar preocupados, etc.

Indudablemente no había salida y al rato estábamos en la ruta 9 destino a Rosario en un camino que no tenía absolutamente nada que ver con el que habíamos recorrido 24 horas antes, parecía que había transcurrido un siglo. Llegué a mi casa pasado el mediodía y obviamente nadie dijo una palabra. Solo ¡hola! Como a la hora mi vieja entró a la pieza a preguntarme si quería comer algo, hambre no tenía así que me quedé en la cama, tirado, mirando el techo que tantas veces había mirado, imaginando las figuras que alguna mancha de humedad formaba, figuras que si bien eran conocidas estaban en un mundo distinto, un mundo que había cambiado para siempre. Desde la cama escuchaba que había entrado Bartolo preguntando si yo había llegado (Bartolo es un hermano de mi vieja, canallón hasta los huesos, pero al que quiero mucho y que parecía compartir mi angustia, o al menos sino era así lo disimulaba muy bien) también vino mi abuelo, del que toda la familia sabía y había asumido que era el nieto predilecto, que yo sabía que era también canalla pero que para no herirme nunca lo aceptaba y desde chiquito me decía que era de Chacarita. Pero preguntaban y se iban. Vos pensarás que es un relato exageradamente dramático, pero te juro Alejandro que así estaba la cosa. Pasó ese día y también el siguiente, tranquilo y sin cuestionamientos ni preguntas por parte de los viejos principalmente sobre el examen final de Terapéutica que en dos días tendría. Examen que ni remotamente pensaba dar y que además nadie estaría sorprendido por ello.

Ultimo examen. Ingeniero Agrónomo. Primer egresado ¿Que importaba todo eso! Si hasta de pensar en ello me sentía un ñubelista indigno y hasta traidor diría. No, viejo, lo que había ocurrido era grave, muy grave, pensar en otra cosa o no sufrir era no ser leproso, era como ir de joda cuando se muere un amigo. No, mi lugar estaba allí, asumiendo la derrota como un guerrero de pie, hecho harapos pero de pie, flaco y hambriento pero interiormente fuerte, teníamos que aguantar, éramos el sustento de esa escuadra gloriosa que había caído pero a la que había que levantar, hacerla emerger de las cenizas, y eso se hace con sacrificio, con angustia, no buscando el escapismo de una alegría superflua o mundana como podía ser un titulo de Ingeniero o esas cosas mundanas que se podían conseguir en cualquier otro momento. Obviamente eso lo pensaba yo, pero no el resto de la familia.

Al día siguiente, el anterior al del examen, llegó Tunín y me preguntó si podíamos charlar un rato. Tunín era otro tío, el más joven, solo algunos años mayor que yo, casado con Martita, la hermana menor de mi vieja y también canalla, fana pero bastante tolerante. No me pidió directamente nada pero me comentó lo que estaba pasando con el resto de la familia, especialmente con mis viejos al ver frustrada la posibilidad de que el Daniel, el hijo del Chicho y de la Kica, el sobrino del Bartolo, el nieto de José, finalmente no se recibiría de Ingeniero. Me habló del sacrificio de mis viejos, de que el título no era solo para mí sino más para ellos, etc. Yo no hablaba porque estaba tranquilo con lo mío pero al mismo tiempo mis viejos lo eran todos, porque se habían roto el lomo toda la vida laburando, porque había sido precisamente él, el Chicho el que me había metido la lepra en la sangre, el que todos los años, cuando por ser ferroviario le daban cuatro pases gratis en tren, dejaba uno para visitar a su hermano, el tío Alejandro que vivía en La Banda, y los otros tres los repartíamos para los partidos que iríamos a ver a Buenos Aires ¡Tres partidos al año! Solo eso porque no había guita para sacar otros pasajes, el que desde chico me hacía conocer y memorizar los barrios de Buenos Aires según la cancha que tuviesen. Así fue que sin conocer la Capital yo sabía que Caballito significaba Ferro, Nuñez: River y Platense, Boedo: San Lorenzo, Parque Patricios: Huracán, Villa Crespo: Atlanta, La Paternal: Argentinos Juniors y así con todos. El que antes de llevarme a la cancha me hacía estudiar durante la semana la formación del equipo que Ñubel tendría el domingo, como la del primer partido en el Parque que me llevó y me compró el banderín, una foto del equipo y una visera de cartón con el escudo. Me acuerdo que fue en el 56 contra Chacarita. Ñul ganó 2 a 0 y formó con Nazer; Semprini y Fontana; Mastrogiuseppe, Sanguinetti y Miralles; Nardiello, Puppo, García, Urquiza y Yudica. Ah, el arquero suplente era Masuelli. El que a los 7 años me llevo a ver al rojinegro por primera vez a Buenos Aires, contra River (obviamente porque era el primer estadio a conocer) y donde la lepra perdió gallardamente 1 a 0 en los últimos minutos allí en el mismo Monumental ¡Que partido! River formó con Carrizo, Pérez y Vairo; Mantegari, Rossi y Urriolabeitia; De Bourgoing, Prado, Menéndez, Labruna y Zárate. El gol lo hizo Labruna y el arquero suplemente era Ovejero que creo había llegado de Argentinos Juniors. Ese, mi viejo, el que aún hoy que ya se rajó sigue siendo mi guía y hasta mi ídolo, el estaría hecho pomada seguro también por el partido, pero más mucho más porque veía postergada su ilusión de ver a su hijo Ingeniero. El, el ferroviario, el que fue cambista, foguista y luego guinchero hasta que un accidente fulero lo mando a ayudar en las oficinas, siempre de mameluco engrasado, haciendo cuentas todos los días 8 (era cuando pagaban en el ferro) para ver como se llegaba a fin de mes, veía que se escapaba aunque sea por un tiempo la posibilidad de tener lo que nadie del barrio o del club o del mismo taller tenía... un hijo Ingeniero.

¿Donde estaba mi reconocimiento? ¿Podía ser yo tan hijo de perra de pagarle así al tipo que me había dado tanto? Fueron solo unos instantes de reflexión los que me hicieron ver que la estaba pifiando. Ahí descubrí que el título no era para mí, que yo no lo necesitaba, ni en ese momento me interesaba, sino que era para el, para ellos que lo estaban esperando y que analizándolo bien eran los que realmente se recibían de Ingeniero.

El 23 me levanté temprano y fui a dar el examen. Éramos unos 7 los que rendíamos pero como ya dije solo para mí era el último examen ya que el resto tenía otras materias pendientes y Artundo no se porque al final no se presentó. Por lo que comenté al principio era un acontecimiento para la Facultad y debemos acordar que había pocas posibilidades de que me sonasen ya que independientemente que sabía la materia, todo estaba condicionado a que me graduase. En el pasillo estaban todos mis compañeros, el Nene Marquicio, el Chino Metifogo, el Negro Morosano (sobrino del famoso Morosano del Ñubel de los '40), un fotógrafo de La Capital, los ordenanzas, incluso el Chiche, uno que me volvía loco con Central, pero que ese día tuvo la deferencia y grandeza de no gastarme. En la mesa estaba el Ing. Peralta, un Jefe de Trabajos Prácticos que no me acuerdo el nombre y por supuesto el Decano de la Facultad, el Ing. Girardi. Saqué bolilla y me tocaron dos temas que ahora no me acuerdo. Me fui a sentar al fondo a prepararlos (te daban un tiempo para que lo pienses y lo prepares antes de pasar a responder sobre el tema) y saqué una hoja, una hoja que aun hoy debe andar por ahí. Allí pude volcar no lo que sabía del tema que me había tocado, sino todo lo que sentía y llevaba adentro ¡Que desahogo, viejo! A medida que describía lo que para mi era el momento más duro que había tenido en mi vida. parecía como que me iba aliviando. Creo que fue la mejor descripción del sufrimiento que pude haber realizado, pero no era un sufrimiento derrotista, por el contrario era un sufrimiento sacando pecho, diciendo aquí estoy yo para escribir esto que alguna vez se lo mostraré a mis hijos cuando los tenga, aquí estoy porque soy leproso de alma y las tengo bien puestas como para jugarme por mis viejos aunque me estén matando. Así estaba cuando me llamaron a dar el examen. Este fue normal. Realmente a pesar de no haber agarrado un libro en los últimos días, había estudiado mucho y tenía bastante resto. Habrán sido 30-35 minutos de preguntas principalmente por parte del titular de la cátedra, Ing. Peralta quien antes de terminar consulta al resto de la mesa si tenían alguna pregunta para el posiblemente nuevo Ingeniero. Ahí fue cuando el Ing. Girardi, el Decano, dice que sí, que él tiene una, y me dice más o menos así, según recuerdo: Mire Rearte, yo tengo una pregunta, una pregunta no necesariamente de Terapéutica sino más bien conceptual y de criterio sobre lo que es ser profesional, e incluso me dice no tiene necesidad de respondérmela, solo tiene que leerla y decirme si la entendió, solamente eso. Realmente yo no entendía muy bien como venía la mano pero le dije que sí, que me la diese. El toma una tarjeta escribe la pregunta y me la entrega boca abajo sobre la mesa. El silencio era tenso. Yo estaba sentado en frente de la mesa y era el único que podía leerla, doy vuelta la tarjeta y leo que decía:

“Daniel, no te angusties, yo estoy tan destrozado como vos, la próxima se nos da, te lo juro, la vida siempre da revancha”.

Sorprendido lo miro y me dice: Rearte, ¿entendió lo que quiero significar?

Con una fuerza enorme que me salía de lo más hondo le contesté: Si, Ingeniero, perfectamente...

Se levantó, me dio la mano y me dijo: “Felicitaciones Ingeniero”.

Libro: Felicitaciones ingeniero y otros relatos leprosos (2017).