«Mi tenue disculpa se escribe así: recopilar textos propios es acaso soberbio, pero también melancólico. Mira uno viejas fotos de su alma y siente muchas veces esa mezcla de ternura e indignación que producen las antiguas piruetas, ya desechadas por la desconfiada madurez». Alejandro Dolina
El gato Viruta se está lavando la cara muy tranquilo cuando lo llaman a la puerta: es su amigo Piolín que ha venido a visitarlo.
-¡Hola Piolín! -dice Viruta contento-. No sabía que fueras tan madrugador. ¡Recién son las siete de la mañana!
-Es que no pude dormir -explica Piolín-. A la planta baja de mi casa vienen muchos gatos a bailar y la música hace temblar mi cama.
-¡Vamos Piolín! -dice Viruta-. Hay que ser tolerante. ¿Qué tiene de malo que los gatos bailen y se diviertan con un poco de música?
-¡Eso no es música! -protesta Piolín-. Es solo ¡bum! ¡bum! ¡bum! Además, hay peleas en el callejón y los vecinos tiran baldes de agua a todo gato que pasa.
-No te preocupes -dice Viruta-. Si quieres, puedes dormir aquí. Este es un sitio muy tranquilo y nunca hay bochinche.
-¡Gracias amigo! -responde Piolín-. Voy a dormir todo el día de corrido.
Y sin perder un instante, se acurruca y cierra los ojos. Pero en ese momento se escucha un terrible ¡MIAUUU! y Piolín pega un salto.
¡Un maullido y otro más, a cada cual más lastimero!
Los dos amigos corren para averiguar lo que sucede, y en la carrera tropiezan con el gato Marinero, que está a punto de cazar un moscardón.
Al ver a Piolín, Marinero eriza el lomo y le dice:
-Y tu, ¿quién eres? ¿Te parece gracioso maullar de esa manera?
-¡Yo no he sido! -protesta Piolín-. Los maullidos han venido de allá.
Y con una zarpa señala la azotea vecina.
-Mi amigo Piolín tiene razón -dice Viruta, partiendo a la carrera-. Vamos a ver qué pasa.
-Espérenme -dice Marinero-. ¡Voy con ustedes!
En la azotea vecina, Campanilla y Amapola están sentadas a la sombra de la enredadera, cuchicheando.
-Hola, mininas. ¿Han oído unos maullidos por aquí? -les pregunta Viruta.
-Claro que los hemos oído. ¡Y muy fuertes! -le responden las dos.
-¿Saben de dónde venían?
-Venían de la casa de Tormenta -dice Amapola-. ¡Y no es la primera vez!
-¿Quién es Tormenta? -pregunta Piolín.
-Es el novio de la gata Canela -dice Marinero.
-Un gato pelador -agrega Viruta-. ¡Vamos a verlo!
Y, con paso decidido, los tres gatos marchan hacia la casa de Tormenta, mientras Campanilla les dice:
-Hoy es mi cumpleaños. ¡No se olviden de venir a mi fiesta!
¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! Viruta llama a la puerta. Y aparece Tormenta, con el pelo todo mojado, secándose con una toalla.
-¿Qué quieren? -dice con cara de pocos amigos.
-Queremos preguntarte... -dice Marinero.
-¡No tengo tiempo para preguntas! -lo interrumpe Tormenta-. Me tengo que ir a la cama. Anoche estuve en un baile y al salir me tiraron un balde de agua...
-¡Un momento! -dice Viruta-. Hemos oído unos maullidos muy fuertes y dicen que venían de aquí.
-¿Maullidos?... ¡Sí, ahora me acuerdo! -dice Tormenta-. Fui yo el que maullé, porque al llegar a casa me apreté la cola con la puerta. ¡Fue terrible!
-¡Menos mal! -comenta Piolín-. Creímos que se trataba de una pelea.
-¡Yo no peleo con nadie! -dice Tormenta.
Y, sin agregar palabra, cierra de un portazo.
El día transcurre sin más sobresaltos y, a la noche, apenas sale la luna, los invitados empiezan a llegar a la fiesta de Campanilla. Pronto la azotea se llena.
Han llegado todos los gatos del barrio y charlan animadamente. Solo falta una invitada: Canela, la novia de Tormenta, no ha venido a la fiesta.
-¡Qué raro! -comenta Campanilla-. Me dijo que vendría con un collar nuevo.
-No te preocupes -le dice Amapola-. Tu atiende a los invitados, que yo voy a buscarla.
Y veloz como el viento cruza la azotea.
Al llegar a la casa de Canela, llama a la puerta: ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
Y cuando la puerta se abre, aparece Canela toda despeinada. Y tiene puestos unos anteojos negros.
-¿Qué haces con esos anteojos en plena noche? -le pregunta Amapola, extrañada.
-Me he caído por la escalera y me he golpeado... -responde Canela.
-Entonces -dice Amapola-, ¿eras tu la que maullabas esta mañana?
-Sí -contesta Canela-. Tengo un ojo todo negro.
-¡Qué barbaridad! -exclama Amapola-. El mes pasado te hiciste un chichón con una puerta; y el otro, te golpeaste en una pata. ¡Tiene que tener más cuidado!
Canela mira a su alrededor y dice, temblando:
-No ha sido culpa mía. No me he caído. ¡Mi novio, Tormenta, me ha pegado!
-¡Y tu no has dicho nada! -le reprocha Amapola.
-Es que tengo mucho miedo...
-Ahora no tienes nada que temer -dice Amapola, resuelta-. Vístete, que Campanilla nos está esperando.
La fiesta está muy animada. Hay torta con merengue y una gran piñata con regalos. Y mientras los gatos mayores charlan y se cuentan historias, los jóvenes no paran de bailar. Hasta que por fin llega el momento de encender las velitas, y todos rodean a Campanilla para cantarle el "Felíz Cumpleaños".
Justo en ese momento, llega Amapola con la invitada que faltaba. Y gatos y gatas abren la boca sorprendidos. Canela luce un collar precioso... ¡y lleva anteojos negros!
Todos hacen comentarios y Viruta, rascándose detrás de la oreja, dice:
-Anteojos negros de noche... ¡qué raro! Tal vez sea la última moda.
Y en ese instante, Amapola se le acerca y le dice:
-Viruta, ven conmigo. ¡Tengo que hablarte de algo muy grave!
Y los dos se apartan a un rincón de la azotea.
Allí, bajo la luz de la luna, Viruta escucha con mucha atención. Y cuando Amapola termina, tiene el lomo erizado y lanza un bufido de indignación.
-¡Lo que me has contado es muy grave! -exclama-. Tenemos que tomar medidas inmediatamente.
Con un salto decidido, trepa con agilidad a lo alto de la chimenea y pide la atención de los presentes. Gatos y gatas hacen silencio, y hasta los más jóvenes dejan de bailar. Entonces, Viruta dice:
-Queridos amigos... ha sucedido algo muy grave. Todos nos hemos preguntado por qué Canela lleva anteojos negros. Pues bien, no los lleva porque quiere, sino porque su novio, Tormenta, le ha pegado. ¡Y no es la primera vez!
Gatos y gatas erizan el lomo, muy enojados.
-¡Es algo que no podemos aceptar! Nadie le debe pegar a los más débiles. Ni a nadie.
-¡Claro que no! -responden los gatos todos a la vez-. ¡Tormenta tiene que ser bueno y portarse bien! Entre todos, lo vigilaremos.
-Y cuando pase una cosa así -dice Viruta-, sea entre gatos grandes o pequeños, hay que buscar ayuda y no quedarse en silencio.
-Viruta tiene razón -dicen los gatos-. ¡Esas son cosas que no pueden volver a pasar!
Entonces, la fiesta de Campanilla recomienza, con su torta y su piñata, y los jóvenes que vuelven a bailar bajo la luz de la luna. Todos están muy contentos. Especialmente Canela. Ya no tiene nada que temer y volverá a lucir sus ojos tan bonitos.
Vas a arder por dentro las noches dejarán de ser un refugio para vos tu alma cantará mi grito tu mente te llenará de barrotes.
La sangre los golpes los gemidos te perseguirán como sombra.
Ningún lugar será seguro en ningún espacio podrás escapar de vos porque vas a arder las manos, los ojos, los puños tu frágil masculinidad.
* * *
La cama huele a lágrimas a sangre seca, a dolor ya no habita el recuerdo ni caen estrellas fugaces.
Porque ahora la cama huele a vos a pesar de mi, huele a miedo a ira a derrota.
Huele a frío y todo se congela mientras tus ojos arden y los míos sonrío y mi cuerpo desierto.
La cama huele a cansancio a mi voz ahogada a mis manos vencidas sin poder defenderse.
Porque ahora la cama huele a fiera ya no hay rastros de ternura se perdieron los abrazos los besos las risas.
La cama ahora huele a mi perdida olvidada muerta.
* * *
Me olvidé de mi cuando te vi entrar ya no había miedo solo un eterno tic tac que perforaba los tímpanos que retumbaba en mi mente cantaba en silencio para no escucharte pensaba en el universo volviéndose muerte.
Me olvidé de mi cuando acabaste cuando dejaste un beso en mi cuello cuando escuché el sonido de tu cremallera subirse en un estruendo me olvidé de mi y ya no había voz.
Es lo que dijo su de esposo regreso cuando esa tarde, abrió la puerta de la casa, de regreso del trabajo.
No la besó, no estaba en sus modos, ni para aniversarios, como tampoco era su costumbre hacer regalos, pero en esa ocasión trafa un paquete en la mano izquierda. Por afuera tenía la apariencia de cualquier presente, la bolsita con colores atrayentes y el moñito de cinta enrulada de color rojo intenso. Pero adentro había otra bolsa, distinta, de papel madera, cerrada con cinta adhesiva.
-Yosef... -lo nombró en voz baja Mary-, las armas las carga el diablo-. Su semblante palideció hasta llegar a parecer cadavérico. -El nene... -balbuceó
-No te preocupes -le dijo el esposo, confiado-. Está descargada y es para que te defiendas. Lo hago para protegerte.
-Está el nene en su dormitorio -insistió Mary-. Que no se entere, ¡guárdala de una vez!
Pese a la súplica, Yosef la dejó dentro del paquete, sobre la cómoda pesada de algarrobo ubicada entre la puerta y el cuadro pintado al óleo por su propia esposa con la imagen de la Sagrada Familia Cristiana. Al apoyarlo, levantó la vista y vio en el espejo el brillo de los ojos hundidos y ojerosos.
La sopa de cabellos de angel estaba sobre el fuego, terminando de calentarse, aromatizando el ambiente como en todo hogar. El pan sobre la tostadora, comenzaba a quemarse. Eso siempre irritaba a su esposo. Raudamente Mary acudió a la cocina
Comieron en silencio. Cuando Yosef no decía palabra no estaba permitido sacarlo de ese estado de ensimismamiento, desentendido del mundo exterior. Al finalizar la comida se levantó de la mesa y se retiró dejándole a ella los platos para la limpieza. Pero en el acto rompió el silencio: -Deberías estar agradecida -sentenció.
Después de hacer las tareas domésticas, Mary se aprestó para ir a descansar. Antes pasó por el cuarto de su hijo que ya estaba plácidamente dormido. Le dio un amoroso beso en la frente. Lo arropó. -Buenas noches -le dijo, sin que éste escuchara-
Su esposo se encontraba esperándola sentado en la cama dentro de las sábanas. Entonces, con una sonrisa en los labios. Ella colgó en el perchero su bata color rubí, como el camisón que llevaba puesto, junto a los pantalones de él, doblados prolijamente en varias partes. Se acostó dándole la espalda.
-Mary, ¿no vas a estrenar tu regalo de cumpleaños?
Mary se dio vuelta, lo miró e incorporó en la cama.
ÉI ya tenía el arma en la mano. Con destreza apuntó a la puerta y disparó. Sin impactar bala alguna, tal como se esperaba.
-Ahora vos... yo te sostengo...- El disparo fue dirigido entonces, hacia el televisor.
Afuera la noche estaba serena y cálida. La luna en cuarto menguante iluminaba ayudada por el limpio cielo coronado con algunas estrellas diamantinas, plasmando las sombras sobre la tierra oscura,
La quietud del escenario fue interrumpida desde adentro, por un brutal estruendo génesis del resplandor enceguecedor.
Los pájaros que estaban reposando en las ramas de los frondosos árboles, volaron espantados, y los ladridos furiosos de los perros no tardaron en llegar
Instantes después, se escuchó el grito y el llanto desgarrador de un niño.
¿Qué parte de mí y de mi hombría puede ofenderse porque las mujeres no quieren que vaya a su marcha?
¿Qué parte de mí y de mi cuerpo heterosexual, político y patriarcal tiene derecho a indignarse cuando muchas de las mujeres que cotidianamente cosificamos, abusamos, secuestramos, violamos, empalamos y matamos, exigen que no haya hombres en sus plazas?
¿Qué parte de este cuerpo macho que no estuvo obligado a conocer ginecólogos desde su infancia, ni a tomar anticonceptivos, ni abortar clandestinamente puede sentirse excluido de una lucha que apenas entiende?
¿Qué parte de este cuerpo que no es empujado a depilarse, maquillarse, operarse, ni hacer dieta para ser deseado?
¿Qué parte de este niño que no tuvo que lavar platos, encerar pisos, cocinar o tener hijos para ser “hombre”, tiene el tupe de incomodarse cuando le piden que por una vez no sea centro y aprenda a ser periferia?
¿Qué parte de esta alma que nunca tuvo que cruzar la calle asustada si una mujer le caminaba detrás, ni recibir denigrantes adjetivos de trabajadores en andamios y onanistas en sus autos?
¿Qué parte de este cuerpo que ignora lo que es ser manoseado en un colectivo, y nunca temió por su vida tomándose un taxi de noche (o de día), ni fue acosado sexualmente por una jefa, o una compañera de trabajo, puede pretender ser víctima cuando todavía es victimario?
¿Qué parte de mi conciencia que pese a todos sus esfuerzos por deconstruirse, todavía se divierte recibiendo vídeos y fotos de mujeres desnudas por whatsapp y que muchas veces calla entre sus amigos ante comentarios que ponen de manifiesto lo peor de un patriarcado que hace rato huele a podrido, se cree con la altura moral de acompañar a esas conciencias hace siglos oprimidas?
Ningún derecho. Ni mi cuerpo, ni mi alma, ni mi infancia, ni mi precaria conciencia (que fue educada del lado del opresor) tienen derecho alguno de ofenderse por no ser convocado todavía a esta lucha. Porque lamentablemente habitan en mí muchos de los gestos machistas que culturalmente he mamado y porque esta lucha les pertenece por entera a esos cuerpxs cansadxs de ser masacradxs, no me asiste derecho alguno de acompañarlxs.
Hasta que nuestras fálicas mentes dejen de naturalizar su muerte, hasta que podamos mirarlas sin vergüenza a los ojos y hasta que ellxs nos convoquen a caminar a su lado, tendremos que ser nosotros, los machitos patriarcales, los que debamos quedarnos en nuestras casas viendo como un nuevo orden ético y amoroso avanza.
Posteo en facebook de Matías de Rioja, el 7 de marzo de 2017.
Poemas, cuentos, relatos, y música en el Día de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Emitido en vivo el sábado 25 de noviembre de 2023 en Radio Comunitaria Quimunche, Las Perlas, Río Negro.
Participaron las escritoras Yamila Cerda, Teresa Fleitas, Magalí Escandell, Edith Galarza, María Irene Palacios y Anabella Rinaldi; y el escritor Matías De Rioja.
Recién había puesto Julito las salchichas dentro del agua hirviendo cuando escuchó las chancletas de su padre por el pasillo. Julito sólo frunció los labios. Ni siquiera pensó “cagamos”, como solía hacerlo. Miraba la oscuridad de la noche a través de la ventana que daba al patiecito. Paseaba la punta de la lengua por la juntura de los dientes, bajo los labios cerrados, meticulosamente. Su mano derecha se apoyaba en uno de los travesaños de la ventana. Con los dedos intentaba arrancar mecánicamente algún trocito de la macilla endurecida y resquebrajada que sostenía los vidrios. Afuera, no se veía la tortuga. Debía estar en algún rincón donde no daba la luz amarilla que salía por la ventana. “Bicho pelotudo”, pensó Julito.
Había llegado tarde otra vez. Casi las cuatro. La noche era calurosa y se retrasó hablando con los muchachos en la esquina de lo de Gómez. Faca había comprado un último porrón de cerveza, pero Julio no tomó ni un trago. Le había dado sueño. En las tres cuadras hasta la casa el bienvenido fresco de la noche lo despejó un poco y otra vez sintió algo de hambre.
Llegó hasta la casa, fue hasta la cocina, prendió la luz y abrió la heladera. Al pasar frente a la pieza de los viejos había escuchado roncar y lo tranquilizó percibir, profundo, el olor acre del espiral para los mosquitos. “El noble Buda”, pensó Julito, agradeciendo que el Cartucho no hubiera ladrado. Cartucho ya era viejo pero a veces, con la emoción, se le escapaba un ladrido corto. Esta vez, como lo hacía ya en los últimos años, simplemente dejó escuchar el escobilleo de su cola barriendo la madera del piso, celebrando la llegada de Julio sin siquiera levantarse a los pies de la cama de los viejos.
Julito había abierto entonces la heladera y así se quedó, agachado, investigando adentro como quien estudia un jeroglífico. Sacó por fin una botella de agua con gas y las siempre fieles salchichas de Viena. Quedaban tres nada más en el paquete. Puso agua en el jarrito rojo y puso el jarrito rojo sobre el fuego de la hornalla. Se le había pasado el sueño. Chillaba un grillo en alguna parte. Tal vez en el patio. Julito ya había comido pizza con los muchachos, pero quería disfrutar un poco de la soledad antes de irse a dormir. Podía aprovechar la paz de la casa a esa hora. Suponía que era un buen momento para pensar, reflexionar sobre cosas importantes. Aunque el sueño llegaba siempre antes de que encontrara el tema medular y lo empujaba a la cama. Se sentó junto a la mesa de nerolite procurando que la silla no hiciera ruido al ser corrida. Oyó de refilón el acompasado llegar de las patas del Cartucho, que se metió debajo de la silla y le apoyó el flanco peludo y caliente sobre los talones.
–Salí, pelotudo, que hace calor –murmuró Julito, molesto, corriéndolo hacia atrás con los pies. Cartucho ni protestó y comenzó a rascarse la panza con los dientes prolijamente, produciendo un sonido aguachento. Julio se paró para mirar de nuevo el patio. En una de esas localizaba al grillo. Hacía tres días que rompía las pelotas con su canto. Entonces oyó el chancletear de su padre por el pasillo. Julito apoyó el peso del cuerpo contra el brazo que tenía sobre la ventana, dando la espalda a la puerta de la cocina. “Ojalá vaya al baño”, pensó sin volverse. Pero las pisadas continuaron acercándose y supo que su padre se había detenido en la puerta detrás de él. Supo, también sin mirarlo, que estaba en chancletas, pantalón piyama y musculosa, configurando esa imagen sin grandeza que suelen tener los padres de entrecasa.
–¿Qué hacés, Luis? –preguntó Julio, neutro y sin girar la cabeza. Le decía Luis a veces al viejo, que se llamaba Ángel Luis Cavazza. Le sonaba divertido decirle Luis. Pero no lo hacía siempre, sólo cuando quería darle un tono mínimamente liviano a una posible conversación, para hacerla corta. Le extrañó que el viejo no le indicara nada sobre el agua hirviendo en el jarrito rojo. Siempre le hinchaba mucho las pelotas con los peligros del agua hirviendo. Especialmente de chico. Se oía claro el tictac del reloj grande del living. No pasaba ni un auto por la calle. Seguía el grillo. Julito fue hasta la cocina y apagó el fuego cuando ya las salchichas bailaban en el agua y un burbujeo desparejo amenazaba con desbordar el jarro. Solía pasar. El agua desbordaba el jarro y, al derramarse, apagaba el fuego de la hornalla. Eso también se lo advertía el viejo.
–¿Te levantaste? –preguntó Julito aun sabiendo que era una pregunta pelotuda. Sacó un plato chico de la alacena y un tenedor del cubiertero, haciendo más ruido del que el viejo hubiera admitido en otra ocasión, argumentando que Anita podía despertarse. Julito husmeó que algo pesado se avecinaba. Sin dar demasiada bola abrió de nuevo la heladera y sacó la Savora. La puso sobre la mesa, junto al plato. Pinchó las salchichas, las puso en el plato y las llevó a la mesa. Dos se habían abierto, despanzurradas con el hervor. Julito no pensaba hablar. Tal vez el viejo se hinchaba y se iba. Julito puteó en voz alta, contrariado. Se levantó de nuevo, fue hasta el armario y sacó un cuchillo. Se sentó, metió el cuchillo en el frasco de Savora y después acumuló una montañita de mostaza en el costado del plato.
–Es increíble lo que rompe las bolas ese grillo –comentó como para sí. Pero le molestaba el silencio del viejo. -Y es difícil encontrarlos a los desgraciados –se rascó la cabeza, señalando vagamente con el tenedor donde oscilaba, ensartado, el bocado inicial. -Parece que chillan allá lejos y de golpe parece que fuera acá nomás.
El viejo no siguió el tema. Julito masticó la punta de la salchicha mirando hacia arriba, hacia el almanaque de la bicicletería El Pibe, dos gatitos en una cesta de costura.
– Quiero hacerte una pregunta –dijo al fin el viejo, las manos sobre las rodillas huesudas.
Julito dejó caer sus dos manos sobre la mesa y el tenedor se le soltó, rebotando, ruidoso.
–¿Ahora? –se quejó. Había dejado de masticar y se le notaba la protuberancia del maxilar al tensarse.
–Ahora –dijo el viejo–. Quiero que conversemos de algo.
–¿Ahora? –Julio miró al viejo, entre enojado e incrédulo– . ¿Tiene que ser ahora?
El viejo asintió con un gesto.
–Estoy muerto de sueño –dijo Julio–. Quiero comer y…
–Yo también estoy muerto de sueño, Julio– elevó su voz grave el viejo, enderezando la espalda–. Yo también estoy muerto de sueño porque no he podido pegar un ojo, Julio, desde que me acosté.
Julio no dijo nada: seguía mirando al viejo, el ceño fruncido.
–¿Me querés explicar –empezó el viejo, casi deletreando– de dónde sacaste esa tostadora eléctrica que está en tu pieza? ¿Me querés explicar de dónde la sacaste?
Julio se quedó callado, mordiéndose la parte interior del labio superior.
–¿Qué tostadora? –trató de ganar tiempo.
–No te hagás el tonto, Julio –se encrespó el viejo– . Qué tostadora. La que está en tu pieza, debajo de tu cama, todavía con la bolsa del supermercado… Esa tostadora…
–Estuviste revolviendo en mi pieza.
–No estuve revolviendo en tu pieza.
–Estuviste revolviendo en mi pieza, anduviste investigando otra…
–No estuve ni revolviendo ni investigando en…
–Les dije que me jodía muchísimo que se metieran en mi pieza. ¿Les dije o no les dije? –Julio había decidido que era mejor contraatacar.
–¡No estuve revolviendo ni metiéndome en tu pieza, Julio!
–Vos y mamá. Mamá se la pasa metiéndose en mi pieza y revolviendo todo. ¡Parece que no entendieran lo que yo les digo!
–Yo soy muy respetuoso de tus espacios, Julio –se enardeció el viejo–. ¡Muy respetuoso!
–Sí… Se ve lo respetuoso que sos, se ve…
–¡Y te callás la boca! –ahora el viejo pasó decididamente al ataque– . Te callás la boca porque me tenés que explicar de dónde sacaste esa tostadora eléctrica, de dónde la sacaste…
Ante la sola mención de la tostadora, Julio se apichonó en su asiento.
–La vas a despertar a mamá –indicó, imprevistamente comedido.
El viejo bajó la voz, pero su tono se mantuvo duro.
–Y te voy a hacer una aclaración –agitó su dedo índice en lo alto– , porque no me gusta que nadie, y menos mi propio hijo, la sangre de mi sangre, me acuse de entrometerme en la privacidad de su pieza… Si me metí en tu pieza fue pura y exclusivamente porque teníamos que bañar a Cartucho y vos sabés bien que Cartucho apenas escucha la palabra “baño” corre a esconderse en lo primero que encuentre. Y se metió debajo de tu cama. Sabés que muerde cuando uno mete la mano ahí abajo para sacarlo.
Cartucho, al oír su nombre, había dejado de mordisquearse la panza semipelada. Miró por un instante al viejo y luego continuó con su tarea.
–Y yo no puedo permitir que tu madre –continuó el viejo, solemne– arriesgue ninguna de sus manos sacrosantas metiéndolas debajo de la cama para sacarlo al Cartucho. Entonces subí yo a tu pieza. Y cuando me agaché vi el bolso ese debajo de la cama…
–Y tenías que abrirlo… –se quejó Julio.
–¡Tenía que abrirlo! Sos mi hijo, Julio, tendrás veintitrés años, pero estás bajo mi responsabilidad, mientras vivas en esta casa estás bajo mi responsabilidad. Tu padre no elude su responsabilidad de progenitor, como tantos otros a los que yo conozco que les importa un rábano lo que sea de sus hijos. ¡Cómo el padre de tu amigo el Faca, que ahora debe estar arrepentido de cómo le ha salido el hijo! ¡Yo tengo que saber si lo que guarda mi hijo debajo de la cama es una tostadora o es droga, ese flagelo que destruye día a día a nuestra juventud, Julio, vos lo sabés!
–¿Yo, droga? –rió despectivo Julio, poniéndose las dos manos sobre el pecho– . Ni fumo.
–¡Fumás! –lo señaló el viejo– . Fumás, yo sé que fumás. Ahora resulta que también sos mentiroso. Con tu madre no te hemos educado para que seas mentiroso, Julio, no te hemos educado para eso.
Se hizo un silencio.
–¿De dónde sacaste esa tostadora? –insistió el viejo, taladrando a Julio con la mirada.
– La compré.
El viejo se pegó una sonora palmada sobre el muslo escuálido.
–¡La compraste! –bramó– . ¡Seguí mintiendo! ¡Seguí mintiendo! ¿Dónde están las pautas de conducta que te hemos inculcado, dónde está el respeto por la verdad que siempre he tratado de transmitirte? ¡Si no tenés dinero ni para comprar un chicle, Julio! Todo lo que tenés para gastar es porque te lo doy yo, fruto de mi esfuerzo y de mi trabajo. Todo. Y lo que gastás es para ir a comprar cerveza, o ir a los bailes o a jugar a esos jueguitos electrónicos que estupidizan el cerebro. Has sido incapaz de conseguir un mísero trabajo desde los dieciséis años cuando abandonaste el secundario.¡Un mísero trabajo aunque sea, para ganarte honradamente unos pesos! Yo nunca te lo he pedido, por mi orgullo de jefe de familia que se precia de mantener a todos sus parientes, porque siempre me he sentido orgulloso de poder mandarte a estudiar, de poder mandarte a un club para que hicie-ras deporte, de poder mandarte a clases de música como cuando me pediste aprender guitarra y el berretín te duró apenas dos meses… Dos meses te duró, Julito… dos meses…
–Tres…
– Serían tres. Hasta la guitarra te habíamos comprado, una usada al padre de Susana, para que pudieras ir a lo del maestro Zemp, y…
–Yo les dije que no me la compraran.
–¡La compramos!
–Que esperaran…
– Sabés que las cosas están muy difíciles, muy difíciles. Sabés que me mato doce horas en el negocio, para sacar unos pocos pesos miserables que tu pobre madre administra como el mejor de los administradores, pero nunca se te ocurrió ni siquiera amagar con ir a buscar trabajo…
–No me lo pediste.
El viejo apretó los labios y se quedó mirando un punto fijo, oscilando la cabeza calva. Los ojos se le habían enrojecido.
–No te lo pedí… No te lo pedí…
–Además vos mismo hablás siempre del problema de la desocupación. No es fácil encontrar trabajo… ¿Cuántos millones de desocupados dijo la tele que había?
–¿De dónde sacaste esa tostadora, Julio? –el viejo volvió a la carga, esta vez casi deletreando las palabras–. Decime por amor de Dios y María santísima de dónde sacaste esa tostadora.
Julio volvió a enmudecer. Se oía claramente el tictac del reloj del living y el mordisqueo chasqueante de Cartucho en el piso. Comprendió que a esa hora nadie podría salvarlo, ningún hecho fortuito le permitiría zafar.
–Del supermercado –musitó.
–Ya sé que la sacaste del supermercado. Estaba en una bolsa del supermercado. Pero… ¿cómo la sacaste?
Julio se encogió de hombros, sacudió los rulos de la cabeza.
–Me la traje. Estaba ahí y me la traje…
–No la pagaste…
Otra vez Julio se encogió de hombros. Negó con la cabeza.
–¿Con qué plata querés que la pagara? –agregó–. Vos mismo me estás diciendo que yo nunca tengo plata.
–O sea que no la pagaste… Que te la trajiste sin pagar… –el tono contenido del viejo iba creciendo, algo ridículo por la contradicción entre el enojo y la voz baja para no despertar a Anita, que dormía en la habitación cercana–… Digamos… digamos que la robaste, Julio… la robaste…
Otra vez Julio y su encogerse de hombros. Enarcó las cejas.
–Y… si querés tomarlo de esa manera… –dijo.
El viejo lanzó su puño derecho hacia abajo y hacia atrás, pegando un estrepitoso golpe contra la pared mientras se ponía de pie como impulsado por un resorte. Ahora sí, tenía los ojos decididamente colorados.
–¡La robaste, Julio! –rugió–. ¡La robaste!
–La vas a despertar a mamá…
–¡Un ladrón, hemos engendrado un ladrón! –el viejo había bajado la cabeza y se cubría la frente con una mano–. ¡Un ladrón! ¡Años de desvelo y sacrificio para formar una persona digna, un ser humano que honre la sociedad en que vive! ¡Años de estarte encima cuidándote, orientándote, señalándote la ruta iluminada para convertirte en un hombre de bien para que ahora vengas y me digas, como si tal cosa, que te has robado un artefacto doméstico de un supermercado!
El silencio de la noche volvió a depositarse sobre padre e hijo.
–Cuando se entere tu madre… –masculló trémulo el viejo–… cuando se entere tu madre… La vas a matar, Julio, la vas a matar, vas a lograr que le dé un ataque al corazón y se muera, Julio, eso es lo que vas a lograr. Matarla, Julio, matarla.
–¿Y por qué se tiene que enterar?
–No pienso ser cómplice de tu felonía, Julio. No pienso ser cómplice de la actitud criminal de mi hijo único…
–¿Criminal? –casi sonrió, desdeñoso, Julio–. Una tostadora…
–¡Da lo mismo! –ardió el viejo–. ¡Una tostadora o un diamante! ¡Es lo mismo! ¡La actitud es lo que vale, lo que cuenta, lo que debemos juzgar, y la tuya es una actitud deleznable que nos llena de vergüenza y… –buscó, confuso, una palabra contundente–… y de vergüenza como familia, de gente que ha sido siempre un ejemplo para el barrio y para todos los que nos conocen!
Julio miraba el piso, su vista detenida en los tobillos blancos, escuálidos y pelados del padre, levemente ridículos por debajo del ruedo del pantalón piyama, aún recogido tras estar sentado.
De pronto, como una aparición fantasmal y sigilosa, Ana se corporizó en la puerta. Tenía una expresión de infinita confusión, el pelo desacomodado, los ojos entrecerrados ante la luz de la cocina y la boca semiabierta y abultada por el aparato plástico que usaba para solucionar el rechinar nocturno de sus dientes. El viejo, crispado, se perfiló un poco como para darle cabida en la reunión.
–La despertaste –dijo a Julio–. Te dije que la ibas a despertar.
–Si sos vos el que está gritando.
–¿Qué pasa? –farfulló Anita, las dos manos ajustándose el cuello del salto de cama, bien abajo del mentón, como si hiciera frío.
–Tu hijo –señaló el viejo–.
Anita se sentó en la silla que quedaba libre. El viejo también volvió a su asiento donde se derrumbó, abatido.
–¿Qué pasa con mi hijo? –seguía obnubilada, Anita.
–Tenés que ser fuerte, Ana… –la miró fijamente el viejo, algo teatral.
–¿Qué pasa, por Dios? –ahora agrandó sus ojos Anita, más lúcida y con el protector bucal bailoteando tras los labios e impidiéndole una correcta dicción.
–Tu hijo…
Ana giró la vista hacia Julio, que bajó la cabeza.
–¿Qué hiciste, Julio? ¿Qué hizo, por Dios, qué hizo?
–Robó, Ana. Robó.
Ana se estremeció, como si hubiese recibido un cachetazo inesperado e injusto. Abrió los ojos desmesuradamente mirando a Julio. Se apretó aún más el salto de cama bajo el mentón.
–¿Qué… hiciste…? –logró balbucear, sin apartar los ojos de Julio.
–Dale agua a tu madre, Julio. Temo que sufra una descompensación…
Julio se levantó, tomó un vaso y se dirigió a la pileta.
–¡De la canilla no, caramba! –se sacudió el viejo–. ¡De la canilla no! Parece mentira que nada lo haga bien, además de sumirnos en el escarnio. ¡Sabés que el agua de la canilla está contaminada, te lo he dicho mil veces!
Julio abrió la heladera y buscó una botella con agua.
–¡Como está todo contaminado! –prosiguió el viejo–. ¡Todo! ¡He fracasado, Ana, he fracasado como padre… –se puso de pie y ensayó unos pasos desacompasados por la cocina–… no he podido evitar que la pudrición general contaminara a mi propio hijo, no he sabido mantenerlo alejado de la corrupción que nos agobia a los argentinos!
Julio le alcanzó el agua a su madre, quien apuró un par de tragos, tomando el vaso con las dos manos, como un niño, y sin dejar de mirar a su hijo, los ojos vueltos hacia arriba. Se atragantó y comenzó a toser.
–¡Mirá lo que conseguiste, mirá! –gritó el viejo.
–¡Es ella! –protestó Julio–. ¡Se apura, al pedo se apura!
–¡El lenguaje, Julio, moderá tu lenguaje, al menos frente a tu madre suavizá un poco ese lenguaje de carrero que te enseñan tus amigotes del club!
–¡Ahora toda la culpa la tengo yo!
–¡Vos robaste la tostadora!
–¿Qué robaste, Julio, qué robaste? –Ana había dejado el vaso sobre la mesa, los ojos llorosos por la tos y preguntaba en un hilo de voz.
–Una tostadora eléctrica –se apuró a contestar el viejo.
–¿Una tostadora? –Anita movía la cabeza de adelante para atrás, como un tero, el brazo izquierdo estirado sobre la mesa, como procurando alcanzar a su hijo –: ¿De dónde?
–Del súper – dijo el viejo.
–¿Del súper? –Anita elevó los ojos hacia Luis. Todo parecía sorprenderla enormemente y herirla aún más–. ¿Del súper al que vamos nosotros todos los días, ahí donde me conocen y me tratan tan bien, ahí donde el señor que coordina las cajas me ayuda siempre a cargar los paquetes, de ese súper?
Julio no dijo nada. Hizo unos gestos con la cara, equívocos.
–¿Cómo psguisde hadger una cosss…? – farfulló Ana.
–No te entiendo –Julio estiró la cara hacia ella.
–Qghe gcómho pudgishee…
–Ana, cielo, santa… –intercedió el viejo–. Sacate eso de la boca.
Ana se quitó el protector baboseado y lo puso sobre la mesa.
–¿Cómo pudiste hacer una cosa así? –lloriqueó Ana, mirando a su hijo.
Julio se puso de pie y se metió las manos, rectas y de punta, en los bolsillos del pantalón vaquero cortado y desflecado a media pierna.
–Se la pasan jodiendo con que no hay plata –empezó a explicar girando hacia la ventana quedaba al patiecito–. Todo el tiempo con ese asunto. Vos, papá, quejándote permanentemente de que no tenés plata para pagar la hipoteca de la casa…
–Yo me quejo –aprobó irónico el viejo–. Yo me quejo. Ahora resulta que yo me quejo.
–Sí, te quejás. Tengo las pelotas hinchadas de escucharte decir que…
–El vocabulario, Julio, el vocabulario –lo fulminó el viejo con la mirada.
–Dejame de romper las pelotas con el vocabulario –Julio hizo un gesto ampuloso con el brazo, desestimando la reprimenda del padre– como si yo fuera a ser escritor…
–Con esa boca besás a tu madre.
–Ojalá me besara. Ojalá me besara –murmuró Anita–. Cuando era chiquito, sí. Pero ahora una no puede ni acercarse que le ladran.
–Anita… –dijo el viejo.
– Es así, Luis. A mí me duele mucho eso. Nunca un cariño, nunca una frase amable. Y es mi hijo, Luis, mi propio hijo el que me da vuelta la cara…
–Anita, sacá ese coso del borde de la mesa –indicó el viejo–. Ya el otro día te lo agarró Cartucho y casi se lo come.
Anita tomó el protector de plástico y se lo metió en la profundidad de uno de los bolsillos del batón.
-¡Siempre con el asunto de la pobreza, siempre con el verso de que no hay un mango! –había encontrado su argumento, Julito, apoyado contra el mármol de la mesada–. Y yo teniendo que escuchar sin decir nada, sin poder colaborar en nada porque… –Julio volvió a caminar errático y se puso una mano sobre el pecho–… es verdad, viejo, tenés razón, soy un inútil, no sirvo para nada, ningún trabajo me viene bien. Entonces hice eso, sí, lo hice. Cuando vi la posibilidad en el supermercado agarré la tostadora y me la traje para casa…
–¿Y a qué habías ido al supermercado? –preguntó Anita.
–¡Qué sé yo para qué había ido al supermercado, mamá! ¡Mirá con la pregunta que me salís! Había ido a comprar cigarrillos al supermercado.
–Te juro que no había ido a robar, te juro –continuó Julio, sin precisar a quién se dirigía con su discurso–, pero vi la oportunidad de llevarme eso, me acordé de todas las dificultades económicas que estamos atravesando y, les juro, tuve que superar todos mis miedos, mis temores de que me agarraran…
–¿Fuma? –ahora Anita miró mendicante al viejo.
–¡Y qué importa que fume, Ana! –se enojó el viejo–. ¡Qué importa que fume si ése es el menor de sus defectos, el menos grave, el men…!
–Y corrí y me la traje hasta acá. Corrí porque pensé que alguien me había visto. Incluso me choqué con un tipo que bajaba de un auto –terminó Julio–. Y la metí debajo de la cama, es cierto…Vos me dirás lo que quieras, viejo. Pero al menos ahora, mamá va a tener algo para hacer las tostadas por la mañana y no va a andar con ese problema eterno de que se le queman y que hay que andar raspándolas con un cuchillo y…
–Julio, Julio… –lo cortó Ana–, Julio… Tenemos tres tostadoras eléctricas. Tres tenemos.
Julio se quedó mirando a la madre, que le mostraba tres dedos en el aire.
–Ni en pedo. ¿De dónde tenemos tres?
–Una la que me regaló tía Clide para el casamiento, otra la de baquelita que…
–¿Para el casamiento? Eso hace mil años y yo no la he visto nunca…
–Pero está. No la usamos porque está quemada, pero…
–Vos misma lo decís. Está quemada.
–Otra, la que nos trajo tío Lisandro cuando vino de Mendoza.
–No sirve. La vi ayer. Está hecha mierda. La que se trabó con el bizcocho.
–Sirve.
–No sirve.
–Y la otra nueva, la verdecita que tiene para graduar el calor, que es la que usamos siempre…
–¿Cuál que usamos siempre?
–¡No es el caso! –interrumpió el viejo–. ¡No es el caso! ¡Acá no importa si teníamos o no teníamos tostadora eléctrica, Anita! Eso es superfluo, es superficial. Acá lo que cuenta es el hecho delictivo de nuestro hijo, eso es lo que nos llena de oprobio y de vergüenza. ¿Cómo voy a salir a la calle yo mañana, ahora nomás, dentro de unas horas, teniendo un hijo único que se ha convertido en un ladrón como todos nuestros políticos y nuestros gobernantes?
–¿Y a mí? –Anita se señaló, dolida–. En la escuela, en la Cooperadora, en la Comisión de Damas del Club…
–Tenés que devolver esa tostadora, Julio –se cruzó de brazos el viejo mirando a su hijo–. Tenés que devolverla…
–¿Yo?
–Y, vos… ¿Quién va a ser? ¿Querés que vaya tu madre, acaso, o yo?
–Ni en pedo.
–Tenés que devolverla, Julio.
–Me van a meter en cana. Apenas me vean me van a meter en cana.
–¿Por qué?... No… –el viejo se acercó a Julio y lo tomó fuerte por los bíceps escuálidos–. Yo mismo me ofrezco a acompañarte, aunque no corresponda. Yo mismo. Te presento al gerente y vos le devolvés la tostadora. Un gesto de arrepentimiento, Julito. La Biblia está llena de gestos de arrepentimiento.
–Ni en pedo. Andá vos si querés –Julio echó el cuerpo hacia atrás, alejándose de su padre.
Se hizo un largo silencio en el que ninguno de los tres parecía encontrar palabras adecuadas.
–No sé –suspiró por fin Julio–. No sé… En una de esas voy… Qué se yo… Pero no esta semana, después… Tengo que tranquilizarme, estoy muy sobrecargado… Lo mío es mucho de psicológico también… Ojo… Guarda… Hay gente que dice que los padres también tienen parte de responsabilidad en estas cosas, en estas cosas de las conductas que… Ojo… También hay que tener en cuenta que…
–Así que nosotros tenemos responsabilidad, Julio –el viejo parecía meditar, vencido–. Así que nosotros tenemos responsabilidad. Como si yo alguna vez hubiese eludido mi responsabilidad…
–Y, no sé…
–Como si yo no hubiese cumplido con mis compromisos. Como si yo un hubiese tomado la comunión, como si no hubiese hecho el servicio militar.
–Eso le hubiese venido bien –Ana señaló a Julio–. El servicio militar.
–Sí… Las pelotas. A Japón me rajaba si me tocaba hacerlo –masculló Julio.
– Pensá bien lo que estás diciendo, Julio. Estás tirando nuestra honra a los cerdos –el viejo apretaba los labios para no llorar–. Cuarenta años viviendo en este barrio, manteniendo una conducta intachable para que ahora los vecinos nos señalen por la calle como a los réprobos y los apóstatas…
–¿Y por qué se tiene que enterar toda esa gente, a ver, por qué se tienen que enterar los vecinos, y los réprobos y… los… los apóstoles? –desafió Julio.
–¡Porque yo misma se lo voy a contar! –se puso de pie Anita–. ¡Yo misma, con todo el dolor de una madre que ha llevado un hijo en sus entrañas y ahora ve a ese mismo hijo sumido en la deshonra! ¡Aunque me cueste la vida lo voy a decir, aunque tenga de desangrarme toda confesando esto, Julio, como que también se lo voy a confesar al padre Ernesto el domingo en la parroquia!
–A los cerdos has tirado nuestra honra, Julio. A los cerdos –prosiguió el viejo–. Porque es mentira que vos robaste esa tostadora para ayudar a la casa y alivianar el trabajo doméstico de tu santa madre. Vos la robaste seguramente para después ir a venderla por ahí a alguno de tus cómplices y conseguir dinero para otra cosa…
–¡Ah, claro! –se mofó Julio–. Porque es un diamante, es una joya que voy a llevar a un reducidor… ¡Es una tostadora pedorra, papá, una cagada doméstica que no vale ni diez mangos!
–Conseguir dinero para tus vicios, seguramente –no se arredró el viejo, tonante–. La cerveza, el cigarrillo y… ¿por qué no?, la droga…
–Vos no podés decirme eso –giró sobre sí mismo Julio, profundamente ofendido–. Vos no me podés salir con esas ridiculeces.
–¿Fuma? –Ana miró al viejo.
–¡Porque ya no te puedo creer nada, Julio! –se encrespó aún más el viejo–. ¡Ya no te puedo creer nada! ¿Cómo querés que te crea después de lo que has hecho? ¡Y te digo más –señaló a Julio amenazadoramente–… te digo más, voy a ir a tu habitación para revisar todo y ver si no encuentro otras cosas robadas también!
–¡No podés entrar en mi habitación!
–¡Mirá, Julio! Mientras vos vivas en esta casa que mantengo yo, mientras yo te dé de comer, te vista y te dé plata para tus vicios más recónditos y retorcidos, como éste, despreciable, de apropiarte de lo que no te pertenece, tengo todo el derecho del mundo de entrar en tu pieza y revisar lo que seme dé la gana. Lo que se me dé la gana.
El viejo giró decidido, como para ir hacia la habitación de Julio.
–¿Al otro paquete, no lo viste? –lo contuvo Julio.
El viejo se dio vuelta, alelado.
–¿No me digas que hay otro paquete? –murmuró estremecido. Julio no dijo nada, aprobando–. No me digas que hay otro paquete –repitió el viejo.
–Y bueno, no te sorprendas –dijo Ana–. Por ahí este asunto no es de ahora, no es la tostadora solamente. Por ahí esto viene de hace mucho tiempo y este chico ha estado robando desde hace años, tal vez desde la primaria.
–¿Cómo pudimos no darnos cuenta, Ana? –el viejo se apoyó en la mesa, doblado por la estupefacción y el dolor–. ¿Cómo pudimos no darnos cuenta? ¿Cómo pudimos haber estado tan ciegos, tan distraídos en nuestras tareas como para no advertir que nuestro propio hijo único se volcaba hacia el delito, se relacionaba con malos elementos, se juntaba con gente despreciable?
–Un día, me recuerdo –borbotó Ana–, trajo plastilina que no era de él, y una escuadra de plástico verde que…
–No hablen al pedo –Julio se armó de paciencia, mirando al cielo raso y haciendo resbalar las palabras entre los dientes apretados–, no hablen al pedo, por favor…
–¿Nos vas a impedir que hablemos? –preguntó el viejo–. ¿Cómo vas a hacer para impedirnos que hablemos, que usemos el universal derecho de la palabra? ¿Nos vas a pegar acaso, estás armado, usás armas para tus asaltos reiterados? ¡Sacá el revólver, sacá el revólver de una vez por todas así nos damos cuenta de que hemos criado un monstruo, un…!
–¡Es la primera vez! –gritó Julio, logrando acallar a sus padres–. La primera vez… –se hizo un silencio–. Nunca había hecho algo así. Se dio la oportunidad, nada más.
–Y… –aspiró profundo el viejo–… ¿y qué es ese otro paquete del cual hablabas?
–Cuando salí corriendo… cuando salí corriendo con la tostadora… me choqué con un tipo que bajaba de un auto. El tipo no iba al supermercado. No sé adónde iba el tipo. Bajó de un auto negro impresionante. El tipo de traje. Lo atropellé sin querer y al tipo se le cayó un portafolios. Yo me paré, agarré el portafolios para devolvérselo y en eso veo que uno de los guardias del súper salía a la calle, buscándome. Entonces rajé, me tomé el piro, con la tostadora y el portafolios ese. Después lo envolví en un papel madera y lo dejé también debajo de la cama. Pero más atrás. Por eso no lo viste.
–¿Y qué hay dentro de ese portafolios? –preguntó, cauteloso, el viejo–. ¿Te fijaste? ¿Te fijaste, Julio, te fijaste?
–Doscientos cincuenta y siete mil dólares.
Un vacío fulgurante paralizó la escena.
–¿Doscientos cincuenta y siete… mil… dólares? –repitió luego el viejo, como hipnotizado. Julio asintió con un gesto.
–¿Los contaste? –quiso saber Ana con un filamento de voz–. ¿Estás seguro de que son dólares, no serán pesos?
–Dólares. Dólares. Son verdes.
Una mezcla de suspiro y quejido escapó de Ana, que parecía convulsionarse y aflojarse toda. Julio, sin decir nada, tomó un vaso y lo llenó con agua de la canilla. Se lo alcanzó a su madre ante la mirada catatónica de su padre, que había caído como fulminado sobre su silla. Julio volvió a su asiento y se refregó una mano con la otra.
–Voy a esperar hasta que aclare –dijo, con voz firme y monocorde– y voy a devolver todo. Ya lo decidí. Algo voy a inventar para justificarme. Puedo decir que…
–Un momento. Un momento –se puso de pie, severo, el viejo–. Tampoco es cosa de apresurarse. Tampoco es cosa. Apresurarse nunca es recomendable –comenzó a caminar por el pequeño espacio de la cocina, un dedo índice en alto–. “Vísteme despacio que estoy de prisa”, dijo Napoleón a su asistente. Despacito, despacito… Julio, hijo, vamos por partes… Con respecto a la tostadora no hay problema. Me parece lógico y justo que vayas y la devuelvas. Todavía estás a tiempo de enmendar tu mala acción. Me imagino el mal momento que estará viviendo ese pobre guardia del supermercado al hacerse responsable de la sustracción…
–Y la cajera también –aportó Ana, ya repuesta–. ¿Estaba la flaquita, la linda, la morochita?
–Y la cajera también –aprobó el viejo–. Es gente que gana un sueldo de miseria y por ahí va a tener que poner plata de su bolsillo para compensar el robo de la tostadora…
–La morochita es muy amable. A mí siempre me dice “cómo le va, señora Anita”, una monada la chica.
–Arriba de que en esos supermercados los dueños son unos explotadores miserables –siguió el viejo–, que pagan unos sueldos oprobiosos… Por lo tanto, lo de la tostadora está bien. Devolvela, hijo… Ahora, en cuanto al portafolios, detengámonos un poco en el portafolios… ¿Alguien te vio correr con el portafolios?
–Creo que no. Ya no había casi nadie a esa hora y todo fue bastante rápido. El tipo al que atropellé se cayó de boca y quedó dándome la espalda. Cuando se reincorporó yo me había ido. Soy rápido para correr, papá, vos lo sabés.
–Muy rápido. Siempre me he enorgullecido de eso. En la primaria ganabas todas las carreras. Y cuando jugaban al básquet en el club eras un cuete, corrías de acá para allá, zigzag, un demonio realmente… Entonces… –el viejo se detuvo, entrecerrando los ojos y pensando–… no nos apresuremos. La pregunta del millón es…
–Un millón, no. Doscientos cincuenta y siete mil, Luis –dijo Ana.
El viejo concedió con una sonrisa molesta. – La pregunta es –repitió– ¿por qué no hubo gritos airados, persecución, desesperación, pedidos de auxilio, de parte de este hombre que bajaba del auto y vos atropellaste, Julio? ¿Por qué?
Julio lo miraba sin comprender demasiado.
–Porque es dinero mal habido, Julito –dijo el viejo–. Dinero mal habido. Dinero proveniente de la droga, del tráfico de armas, de la prostitución, del tráfico de órganos…
–De las apuestas a las carreras de caballos –aportó Anita. El viejo volvió a mirarla con una mezcla de agradecimiento y condescendencia.
–Por eso este hombre no hizo escándalo, Julio –se entusiasmó el viejo–. Porque no convenía que este asunto saliera a la luz.
–¿Sabés qué pasa, viejo? –dijo Julio–. Si es así, tengo miedo de que me anden buscando para recuperar la guita. Estos tipos no andan con vueltas. Son…
–Jamás, jamás yo te recomendaría una cosa como esta, Julito –pareció ofenderse el viejo–, si tuviera la más mínima sospecha de que pudiera ocurrirte algo, te imaginás vos. Pero estos tipos lo menos que desean es que sus chanchullos salgan a la luz, que se hagan públicos. ¿Perdieron ese dinero, lo perdieron? Muy bien, a otra cosa –el viejo palmoteó son sus manos en el aire, como limpiándoselas–. A escapar. ¿Qué son para ellos doscientos cincuenta y siete mil dólares, trescientos mil dólares, un millón de dólares? Nada, bicoca, monedas, un vuelto. No, ellos ya están afuera del país, tenelo por seguro. Por unos pocos miles de dólares no se van a andar arriesgando a que se descubra toda la organización. Son como el zorro, que resigna una pata en la trampa para salvar su vida.
–Se la puedo llevar a la policía, entonces –arriesgó Julio. El viejo se paró junto a él y le pusouna mano sobre el hombro.
–Julio, Julio, Julito, hijo mío –dijo–. Yo sé que lo que te voy a decir suena muy fuerte, que es muy duro. Pero la policía es tan corrupta como ese tipo que se chocó con vos. Vos vas a ir con la mejor buena intención a devolver ese dinero, con esa ingenuidad genuina que vos tenés y que nosotros, quizás un poco candorosamente, te hemos sabido inculcar y… ¿qué va a hacer la policía? ¿Va a buscar a esos delincuentes para devolverles el dinero? ¿Lo va a donar a una institución de beneficencia? No, Julio. No. Se lo va a guardar, seguramente. ¿Qué duda cabe?
–Seguro –dijo Ana.
–Por supuesto –abrió sus brazos el viejo, complacido de haber sido tan claro–. Se lo van a repartir entre ellos como buitres que han recibido un regalo sorpresivo. “Muchas gracias, señor Julio, lo felicitamos por su honestidad, ahora averiguaremos a quién pertenecía este dinero o lo donaremos a un comedor escolar.” Y si te he visto no me acuerdo. “Tanto para vos, tanto para vos, esto para mí.” Así se manejan. Es doloroso decirlo, pero es así.
–Y… –vaciló Julio–. ¿Si se lo damos a alguna institución benéfica, como vos dijiste?
El viejo lo miró, chasqueando los labios, largamente.
–Algún día –dijo–, algún día, cuando seas más grande, te voy a contar cómo funcionan estas supuestas instituciones benéficas. Algún día.
Se quedaron en silencio. El grillo, desde algún rincón no identificado, seguía con su canto.
–¿Entonces? –preguntó Julio.
–Entonces andá a dormir –ordenó el viejo–. Andá a dormir, es tarde y mañana tenemos mucho que hacer.
Julio se puso de pie, con esfuerzo. Ana hizo lo propio.
–Julio –llamó el viejo, cuando ya su hijo se iba para la pieza–. Y de esto no le cuentes nada a nadie. Por ahora. No me gusta que se ventilen por ahí asuntos internos de la familia. Son cosas que deben quedar en la casa.
Julio aprobó con la cabeza.
–Como los Damiani –dijo Ana, ya desde el pasillo–, que cuentan a todo el mundo lo que les pasa, vida y milagros de lo que les pasa. Ayer ella hablaba en la granjita de la operación de próstata del marido. ¿A quién le importa la operación de próstata del marido?
–Por eso, por eso –aprobó el viejo, bostezando–. No caigamos en lo mismo, en ese chusmerío barato.
–Chau, pa –casi gritó Julio, subiendo por la escalera del patio hacia el altillo.
–Chau, hijo, que duermas bien.
–Que duermas bien.
Como si supiera, Cartucho se levantó y se fue presuroso hacia la pieza del viejo y de Anita, a tirarse a los pies de la cama grande. A mitad del pasillo se paró y miró hacia atrás, como esperándolos.
Porque también la cosa está en los nombres, en cómo suenen, en las palabras, pero más, más en los nombres porque se puede estar transmitiendo agarrado al micrófono con las dos manos, casi pegado el fierro a la boca, y la camisa abierta, transpirada y abierta, los auriculares ciñendo las orejas y las sienes como un dolor de cabeza y ahí valen los nombres, tienen que venir de abajo, carraspeados, desde el fondo mismo del esternón, tienen que llegar como un jadeo, lastimarte, tienen que ser llenos, digamos macizos, nutridos, eso, nutridos.
Tienen que llenar la boca, atragantarla, que se los pueda masticar, escupir, como pueda ser digamos Marrapodi , viejo, Marrapodi, ¡ volóoo Marrapodi y echó al córner!, Marrapodi llena la garganta, sube, se puede arrastrar, no queda encía, muela, paladar sin Marrapodi, para deletrear casi con asco, con afonía. No. Marrapodi además volaba y se quedaba colgado en el aire con la pelota suya como un dirigible, remata, ¡vuela Marrapodi y atrapa! Roque Marrapodi, para colmo, nombre para reventarse las venas del cuello y que lloren los ojos por un solazo bárbaro de domingo a la tarde, lleno de gente porque entra Borello o quien sea y ¡tiraaa! y allá sale disparado Marra como un lanzazo, la boca abierta, más abierta, los ojos casi en blanco, el pelo exagerado en el aire, un pie aquí, el otro allá, un manchón verde, uno gris, ese golpe en la punta de los dedos como quien puede manotear un pájaro, una gaviota, caer hecho un manojo en el aire, los bigotes misturados de césped, el olor, relojear por bajo el brazo y la ingle dónde fue a parar esa bola y gritar sintiendo la garganta afiebrada de flema volóooo Marrapodi, medio arrastrando entre los dientes y la lengua la doble erre porque ya el flaco con el fulbo bajo el brazo va a buscar la gorra que quedó en el otro palo.
O quizás Carrizo, pero menos, no tiene tanta fuerza decir Carrizo, tal vez en la zeta está ese olor a naranja, a cigarrillo, pero por ejemplo Camaratta, otro, Camaratta, vamos viejo, Camaratta viene el centrooo... y son tenazas las manos de Camaratta, ¡dos garfios Camaratta!, cómo no va a tener tenazas Camaratta aunque no se debía tirar, a Camaratta le debían reventar pelotazos en el pecho desde medio metro y el ruido se debía escuchar hasta en la otra cuadra y viene el rebote, entró Pontoni, tiróoo, sacó Camaratta, de nuevo un balinazo en el tórax inmenso de Camaratta con el pelo mojado sobre la frente y una lluvia de sudor desprendida de su nariz y el sudor en los ojos, ¡cómo le debía picar! y se quedaría tirado tras el tercer rebote en el suelo como un cachalote con la media derecha caída , sangrante y terrosa la rodilla, porque Camaratta siempre debía jugar en cancha de Atlanta donde es pura tierra y cada entrevero era una polvareda tremenda, donde catorce hinchas se morían de calor y odio y miles pero miles de argentinos escuchaban succionados por la radio la voz porteña del balompié, pasión de multitudes, ¡Ca-ma-ra-tta!, salvó su arco de segura caída, Camaratta carajo, no Blazina por ejemplo porque Blazina es como decir felino o colina, algo plástico, estético, mirko volaba en treintaitrés revoluciones, ahora un brazo, después el otro, flexionar la rodilla, una gambeta blanca blanca pero todo en cámara lenta, muda, como un vacío que se hubiera chupado el rugido de la tribuna, sólo Blazina planeando, en blanco y negro para colmo, que eso no es para hinchas, es para artes visuales. No, no se puede transmitir sin esos nombres, ojalá estuviera Marrapodi, o Camaratta , o Macarrata, o Camarrodi, Macarrata, ¡se tiiira Macarratta! ¡Voló!, el micrófono hecho un puñal, un puñetazo sudoroso, ¿cómo puede haber un arquero García por ejemplo, García, qué se va a decir?, volóoo garcía, si queda en la boca esa sensación desierta y adormecida de cuando uno come pastillas de menta, volóoo García, qué mierda va a volar ese boludo. Que se quede parado para eso.
-Conseguí –dijo el Sordo, mostrando las hojas de lechuga que se asomaban del paquete de papel de diario.
-¿Buena?
-De primera. Mirá. La voy a lavar.
-O dásela a Dora –dijo Telmo, mientras acomodaba las brasas, frunciendo la cara frente a un estallido de chispas-. Total…
-¿Qué apuro hay? –acordó el Sordo, mientras seguía rumbo a la cocina.
-Qué apuro hay… –Telmo dejó el cigarrillo cuidadosamente con el fuego hacia fuera, sobre la mesada donde tenía la carne. Después tomó el vaso de vino blanco y bebió un par de tragos. En ese momento llegaba Hernán.
-Traje el vino, campeón –dijo, poniendo un par de botellas sobre la mesa del patio-. El mismo banco de la otra noche.
-¿Había? –preguntó Telmo, atisbando como un mecánico especializado entre los carbones.
-Sí. Iba a cambiar pero…¿para qué? Este es buenísimo…¿Te acordás?
-Sí, el torrontés de la otra noche…
-Liviano, fresco…
-Podés tomar cualquier cantidad, al otro día te levantás como si nada.
-Son vinos buenos… –se ufanó Hernán-. No como aquéllos que tomábamos…
-Uhhh…Pensar… Las cosas que nos hemos tomado… Y nos parecían buenos…
Hernán se sentó y prendió un cigarrillo, exhaló la primera pitada, relajado.
Miró hacia el televisor, encendido, sin sonido, ubicado sobre la mesita con ruedas, en la puerta de uno de los dormitorios, corrido hasta allí para que se viera desde el patio.
-¿Ya conectaron? –preguntó.
-Sí –dijo Telmo sin mirarlo-. Le saqué el sonido. Así no jode.
Se quedaron un instante callados. Desde la cocina llegó una risa compartida.
-Esta es la mejor hora –dijo Hernán, casi solemne.
-Esta hora es la gloria –aprobó Telmo, golpeando con el atizador una brasa rebelde-. ¿Sabés qué pasa, además, con el vino? Cuando vos andá bien de acá –se señaló la frente con un dedo- nada te cae mal… Cuando vos estás tranquilo despreocupado…
-Eso es verdad… Eso es verdad…
-Te cae todo bien hermano. Podés comer como una bestia, que después…
-Lo asimilás…
Volvieron a quedar en silencio.
-No estaría mal un salame ¿no? –aventuró Hernán, aburrido.
-Decile al Sordo que traiga –Telmo mira bajo la parrilla con la nariz arrugada, atisbando-. ¡Sordo! –gritó, sin dejar que Hernán se levantara-. ¡Traete un salamín, querés!
-Voy –se oyó desde adentro. Y el revuelo de las voces de las mujeres que se reían.
-Y algo de queso –agregó Hernán, gritando.
-Ya trae, ya trae –Telmo tomó un par de tragos de vino y se secó la transpiración con el brazo.
-¿Pan hay? –preguntó Hernán, precavido.
-Pero… ¡Cómo no va a haber, mi querido! –fingió enojarse Telmo-. No… No sé si hay pan… Fue a buscar Roque… El Roque fue a buscar…
Hernán se puso de pie y tomó las botellas de la mesa.
-Las voy a meter en la heladera –anunció.
-Mejor metelas en el congelador –aprobó Telmo-. ¿Es blanco, no? Metelas en el congelador. Y abrite una de las que quedaron de la otra noche.
Hernán partió hacia adentro.
-Oíme … –lo detuvo Telmo-. ¿Te parece que ponga el resto de la merca?
Hernán frunció los labios, pensativo.
-¿Cuántos somos? –consultó-. Yo creo que con eso está bien…
-Tengo todo este vacío –señaló Telmo hacia la mesada.
-Yo creo que con esto está bien, Telmo… Es una barbaridad…
-¿Y viste lo que es este jamón redondo? Es merca de primera.
-No pongás el vacío. Si va a sobrar… Las mujeres comen poco…
-Pero ellas van a comer adentro, Hernán… Así no rompen las bolas durante el partido.
-Ah… Eso es bueno.
-No sé qué carajo van a ver en el otro televisor… Creo que sacaron una porno.
-No lo pongás, Telmo. Con eso hay de sobra.
-Por ahí lo pongo… Según como venga la mano… Mirá que el Roque morfa. ¿Eh? A ése no lo arregás así nomás.
-¡Bueno, como vos quieras…
-Total, si sobra… –dijo Telmo- al vacío lo podés comer al día siguiente, frío, que es riquísimo. Yo no sé si no es más rico frío, mirá lo que te digo…
-¡Eh! –asintió Hernán, yéndose-. Le sacás la grasa- hizo un gesto con la mano, horizontal, rebanando algo-. Y lo comés con pan…
-Mayonesa...
-Acá está el pan, acá está el pan, mi viejo… ¿qué andan protestando? –los dos se dieron vuelta ante el vozarrón de Roque, que tiró un paquete de pan sobre la mesa-. ¿Qué le pasa a ese televisor? –preguntó después, inquieto-. No me digas que se le fue el sonido…
-No lo toqués, no lo toqués que vos lo que tocás lo hacer cagar –dijo el Sordo, llegando con la picada-. Telmo le sacó el sonido para que no rompa las bolas…
-¿Y a vos no se te podría sacar un poco el sonido, digo yo? –preguntó el Roque-. Un rato, para que no hablés tanto al pedo. Una idea ¿no?… ¿Preparaste el salame? ¿trajiste el vermouth? ¿No ves que no servís ni para tirar flit, vos, sordo puto?
-Te lo traigo ahora pero después no me vengás a romper las bolas durante el partido porque…
-¡Ah! –dijo el Roque de repente, desinteresándose de su amable diálogo con el Sordo-. Hay que poner un plato más en la mesa…
Telmo, Hernán que volvía y el Sordo lo miraron.
-¿Quién viene?
-El Pepe.
-¿El Pepe? –exclamaron todos al unísono.
-El Pepe, en persona…
-El Pepe… ¡Qué raro! –se ensombreció la cara de Telmo.
-Pero…Si estaba bien.
-Roque se encogió de hombros y se metió en al boca un pedazo enorme de pan con salame.
-¿No lo habías visto vos, antes de venirte, y estaba bien? –le preguntó Telmo a Hernán.
-Sí. Pero hace ya como tres meses, no te olvidés…
-Sí, pero…
-¿Algún accidente? –preguntó el Sordo.
El Roque se volvió a encoger de hombros.
-No sé, Sordo… Yo te digo lo que me dijeron…
-¿Quién te dijo?
-En la puerta de entrada… Ya debe estar viniendo para acá…
-Mirá vos… –Hernán se rascó una mejilla, pensativo-. Pero… ¿el Pepe andaba mal del bobo o una cosa de esas? Nunca me…
-¿Qué se yo, Hernán? –casi se enojó el Roque, con la boca llena-. No es necesario andar mal del bobo ¿no? Mirá yo… Estaba fantástico también… ¿Y?
-Bué… –suspiró Telmo, volviendo su atención a la parrilla-. Será bienvenido.
-¿Acaso no te alegra que venga el Pepe? –preguntó Roque.
-¡Nooo! ¡Por favor! –se ofendió Hernán-. Encantado de que venga Pepe. ¿Cómo no voy a tener ganas de verlo? Por favor, me cago de gusto… no interpretés mal, Roque… Te digo, nomás…
-Por eso.
-¿Sabés qué? Hacemos la fiesta completa con Pepe…
-Además, es futbolero… –agregó Telmo, enjugándose una gota de sudor que le irritaba el ojo-. No va a venir a rompernos las bolas con que quiere ver ballet… o un concierto.
-Como nos pasó con Parola.
-¿Qué Parola?
-El guitarrista del negro Acuña, que lo invitamos una vez a comer un asado y rompió las bolas porque no le gustaba el fútbol.
-Y… –abrió los brazos, el Sordo-. Yo lo conocí de allá y no sabía.
-Con el Pepe, no.
Sonó el timbre.
-¡Ahí está! –saltaron los tres al unísono.
En efecto, era Pepe. Entró un poco cortado, tímido quizá, pese a la confianza. Como confundido. Hubo abrazos, palmadas, hasta alguna lágrima. Le acercaron una silla, le pusieron un vaso de vino en la mano, le ofrecieron salame, queso, pan y hasta unos pimientos en vinagre que había traído Angelita.
-Llegás justo, Pepín –le dijo Telmo, volviendo a su reducto junto al fuego.
-¿agregaste el vacío? –se preocupó Hernán.
-Llegaste justo porque… –Telmo miró a Hernán-. Sí, lo agregué –tranquilizó-. Porque ahora tenemos Peñarol y River.
-¿Peñarol y River? –preguntó Pepe, aún un poco ido, como absorto, mirando hacia todas partes, ubicándose.
-Claro, papá –dijo Roque, sin dejar de comer-. Y mañana tenemos el Bayern y Manchester United… Y pasado… ¿Pasado qué teníamos?
-Box –gritó el Sordo desde adentro-. La pelea por el título.
-La pelea por el título –sonrió Roque ufano-. Los medianos welters.
-El negro que ganó las otras noches y… No sé qué otro… Un nigeriano…
-Y así todas las noches. Todas –informó Roque-. No hay una sola en que no tengamos nada para ver.
-Y…Acá se agarra todo –dijo Hernán, que también se había sentado y estaba descorchando el blanco.
-Che Pepe, Pepín… –sonrió Telmo-. Y de pedo no te encontraste con el Charro…
-¿Qué Charro?
-El Charro Moreno. Le habíamos dicho que viniera a comer, y a ver el partido.
-¿El Charro Moreno? – Se asombró Pepe-. ¿El de River?
-Y claro, papá…El otro día vino Angelito.
-¿Qué Angelito? ¿Labruna?
-Sí. Vino a ver… vino a ver… –dudó Telmo-. No sé qué partido vino a ver.
-Con el que nos cagamos de risa fue con Fidel –dijo Hernán-. Con Fidel Pintos.
-¿Fidel Pintos? ¿Estuvo acá? –el Pepe no lo podía creer.
-Sentado ahí mismo donde estás sentado vos –aportó el Sordo-. Un fenómeno…
-¡Ah! –Se golpeó las palmas de las manos, Roque-. Mirá qué joda.
-Y que cante –siguió Hernán.
-¿Yo también quiero que venga, boludo! –dijo el Roque. Telmo se reía-. Mirá qué piola que sos. Todos. Pero no tiene ni una fecha libre el quía. Si todo el mundo lo invita.
-¿Carlitos? –Los miró Pepe-. ¿Está acá?
-Todos están acá, querido –dijo Roque-. Acá te los podés encontrar a todos. A todos. El otro día vino un sobrino de Irigoyen.
-No… Pero yo a Carlitos lo quiero traer… –insistió Hernán, como atrapado pro una ensoñación.
Ya va a venir. Ya va a venir –consoló Telmo-. Hay que agarrarlo con tiempo.
-Por otra parte, no es de hacerse el estrecho.
-¡Para nada! ¡Le gustan estas cosas! Y el fútbol le cabe…
-Hincha de Racing, además.
-Y los burros. Los burros más todavía.
-Por él soy capaz hasta de ver una carrera, te digo.
-A la que me gustaría traer es a la rubia… –dijo el Sordo-. La Marilyn…
-¿está acá? –preguntó Pepe.
-Y sigue buena –asintió el Sordo, con la cabeza-. Aunque sea para mirarla…
-Con esa mina te caga el idioma, Sordo –dijo Roque-. Como cuando vino el Fred Astaire…
Para mirarla nomás, te digo, Roque.
-Después se arma quilombo con las mujeres.
-¿vino Fred Astaire? –el Pepe los miraba procurando detectar una broma colectiva.
-Pero a pedir una escoba. Pasa siempre –dijo Hernán.
-Baila con la escoba, Hernán –puntualizó Roque-. No te creas que es para barrer.
-Che Pepe… –Telmo se acercó hasta la mesa, se secó la transpiración con un repasador y empezó a pelar minuciosamente un pedazo de salame-. ¿Llegaste bien?
-Sí.
-¿Quién te recibió?
No sé…Un pelado, de barba…
-¡Pedro! ¡Pedrito viejo nomás!
-Macanudo.
-Y además –se puso serio Roque-. Incorruptible.
-Eso sí.
-Che –alertó Roque, que había elevado un poco el sonido del televisor- ¡Ya empezó!
Telmo se dio vuelta hacia el aparato.
-No, gil –dijo-. Esos son los goles del otro día. Los están repitiendo.
-Todavía falta como media hora –calculó Hernán mirando su reloj.
-¿Este es el partido por la Copa? –Pepe señalaba el televisor.
-Y claro, querido…
-Ah claro… Yo leí allá antes de venir…
-Por supuesto. Lo pasan en simultáneo.
-¡Si no vas a extrañar ni un carajo! –Roque palmeó a Pepe en la espalda, volviendo a sentarse.
-Che –Pepe perdió su vista en un punto lejano-. Y a los otros, a los capos…¿no ven a ninguno?
-¿vos decís además de Pedro?
Sí.
-no. A nadie. Al menos desde que estoy yo por acá no apareció ninguno –dijo el Sordo.
-no rompen las bolas para nada –agregó Hernán-. Telmo se puso de pie y caminó hasta la parrilla, elevando la voz-. Y mirá que yo hace ya diez años que estoy acá, pero…para nada.
-¿Ni siquiera él…? –Pepe se pasó la mano izquierda por el mentón, hacia abajo, como quien estuviera alisando una larga barba. Hernán y el Sordo negaron con la cabeza, pero ahora serios, como si les pesara el tema.
-Siempre tranquilo, Pepe –dijo Hernán.
-Sale Peñarol –anunció el Roque, que no perdía de vista el televisor.
-Che –Telmo reclamó la atención-. Ya tengo los chorizos.
Hernán se paró y corrió algunas cosas de la mesa, haciendo lugar.
-Le digo a Tere que traiga los platos –propuso.
-No… –desestimó Telmo-. Poné un palto nomás. Lo ponemos cortadito y picamos…
-Es… No se puede mirar el partido y comer al mismo tiempo –dictaminó Hernán, muy serio.
-Y la tira la voy llevando despacito, así la comemos en el entretiempo –dijo Telmo.
-Che Hernán… –Pepe procuró que alguien le hiciera caso-. ¿Está Tere acá?
-Claro. Y Dora también.
Distribuyeron algún plato, los vasos, el Sordo trajo los cubiertos y no se dieron cuenta de que Pepe estaba lagrimeando.
-Ehhh –se percató, de pronto, el Sordo-. ¿Qué pasa, varón? –Hernán miró a Pepe y se acercó a apoyarle una mano en el hombro.
-Nada –suspiró Pepe, aspirando hondo.
-¡Te acostumbrás enseguida! –Telmo, que se había dado cuenta de lo que pasaba, gritó desde la parrilla.
-A lo bueno uno se acostumbra rápido, Pepe. Ya vas a ver –lo palmeó Hernán.
-Sale River, anunció Roque.
-Es que… –un tanto avergonzado, Pepe trataba de recomponerse-. Me acuerdo de la Gallega… de los chicos…
-¿Cómo quedó la Gallega? ¿Bien? –dijo el Sordo. Pepe aprobó con la cabeza, aún confuso.
-No te calentés, Pepe –le sirvió otro vaso de vino, Hernán-. Por ahí, en un par de meses, la tenés por acá –el Sordo y el Roque lo miraron como para matarlo-. Digo… –vaciló Hernán- …tarde o temprano la vas a tener por acá. Y después, para siempre…
-Mirá yo –dijo Roque-. Yo vine antes que Clarita.
-Pero… qué se yo… –Pepe meneaba la cabeza, con los ojos enrojecidos-. Los chicos… Vos no sabés cómo están las cosas allá…
-Ni nos contés cómo están las cosas allá –se rió, tratando de distender el momento, Roque-. No me quiero ni enterar. Otro día nos decís.
-Además tus pibes ya deben tener como 35 años ¿no?
-Ya era hora de que les dejaras de romper las pelotas –se rió Telmo. Pepe también se sonrió. Esto animó al Sordo.
-Tomá Pepe. Abrite la botella –le alcanzó. Pepe tomó el destapador y ese mínimo gesto pareció iniciar su real integración al grupo y al lugar.
-Acá están los sochoris –anunció, llegando casi al trote, Telmo.
-Vení, Telmo, sentate –pidió Hernán.
-Hacete amigo.
-Che –dijo Pepe, girando el destapador-. ¿Salchichitas criollas no tenemos?
Hernán se rió y lo palmeó fuerte en la espalda.
-¡Ya le gustó! –gritaba-. ¡Ya le gustó al cabezón! ¡Recién estaba hecho mierda y ahora está pidiendo salchichita criolla!
-Cabezón hijo de puta… ¡Recién llegás y ya empezás con las exigencias! –se reía Telmo-. No. No tenemos… A estos boludos no les gusta.
-Además –reconsideró Pepe, poniendo la botella sobre la mesa-. Me había olvidado de que a mi me cae para la mierda.
-Olvidate de eso, Pepe –aconsejó Roque-. Ya pasate por ésa. Acá es distinto cabezón.
-Pero… Oíme Pepe –el Sordo se acodó en la mesa en tanto, de reojo, comprobaba si la iniciación del partido le daba tiempo para iniciar un tema-. ¿Yo me equivoco o vos estabas bien? De salud, digo… Vos estabas de puta madre, -Pepe osciló la cabeza de un lado al otro mientras masticaba, dando a entender que no podía hablar con la boca llena. Lo esperaron en silencio.
-Estaba –alcanzó a decir, con los labios entrecerrados. Después chasqueó un par de veces los labios y manoteó una servilleta de papel-. Estaba… –repitió, ya liberado del bocado-. Pero… vos no sabés lo que me pasó con el Emilio…
-¿Qué Emilio? ¿Tu socio?
-¡Emilio! –recordó, jubiloso, el Sordo.
-Sí –lo abarajó en el aire, Pepe-. No sabés cómo me cagó ese hijo de puta…
-¡no me digas?
-Me recagó…
-¿Emilio?
-Siempre fue medio cagador el Emilio –acotó Roque.
-Cagador y la fuga –completó Hernán.
-¿Sí? –se asombró el Sordo.
-¿No te acordás del quilombo que tuvo con el primo… –preguntó Roque- que le puso la chatita a su nombre y y…?
-Es que yo lo conozco nada más que de jugar al fútbol –se disculpó el Sordo-. Y…
-Ah… –reconoció Hernán-. Para la joda, macanudo… Pero no pongás un sope de por medio porque…
-Y… ¿qué pasó? –Telmo apuró a Pepe.
-Me hizo meter guita para comprar unas chapas. Mucha guita… Me hizo endeudar hasta la manija. Me dijo que era un negocio redondo. Que él había tocado a un par de puntos en la Gobernación…
-Siempre con esos negocios el Emilio…
-Y después resultó que no había comprado un carajo. Que todo estaba firmado pro mi… Él se hizo humo, desapareció de la casa… Tuve que vender el negocio, el Citröen… -Pepe parpadeó varias veces, como si estuviera por volver a llorar-. ¿Para qué te voy a contar? Hasta último momento me bicicleteó de que todo estaba controlado, que había adornado a un oficial de justicia… Bueno… –todos escuchaban en silencio-. Llegó un momento en que el bobo no me aguantó más…
-¿Podés creer vos?
-¿Fue eso, entonces?
-Porque vos estabas bien –irrumpió, enérgico, Hernán-. ¿Habías tenido algún anuncio, algo?
-Nada. Diez puntos estaba…
-Pero mirá qué hijo de puta el Emilio –dijo Roque.
-Nunca me gustó ese tipo –agregó Telmo.
-Pero ¡te cuento! –se animó de improviso, Pepe-. Cuando salía para acá me enteré que había tenido un accidente…
-¿Un accidente?
-Con el auto… En Concordia, por ahí… Se estroló con el auto y se hizo mierda.
-¿Se mató?
-Decían que sí –Pepe se encogió de hombros-. Pero no me preocupé mucho en averiguarlo. Además, yo ya estaba viniéndome para acá. A mí ya me había cagado.
-Poné otro cubierto –musitó Roque.
-¡No! –Telmo se reía-. ¡Tené la seguridad que ese por aquí no aparece! ¡Ese tiene otro destino, no acá!
-¡No! –el Sordo, sarcástico, acompañó en la risa-. Empecemos a comer tranquilos que ése no viene. No lo vayamos a andar esperando.
-¡Che! –simuló enojarse Telmo, mirando el televisor-. ¡Cuándo carajo empieza ese partido?
-Están controlando los arcos –asesoró Roque, que nunca había dejado de vigilar la pantalla-. Hay gente adentro de la cancha. El referí no quiere empezar el partido. Quiere que la policía saque la gente…
-¡Lo que hay que sacar es la policía! ¡Sabés qué?
-Pero… Ya larga. Ya larga…
Sonó el timbre. Se miraron entre ellos.
-¿Quién carajo puede ser ahora?
-¡Justo que empieza el partido!
-¡Emilio! –abrió mucho los ojos Hernán, tratando de adivinar.
-El Charro… ¿No iba a venir el Charro? –se ilusionó el Sordo.
-No… Dijo que no podía –Telmo caminó decidido hacia la puerta. Hernán había acertado. Era Emilio. Ante el silencio general entró, tímido, con una sonrisa helada y triste.
-¡Muchachos! –se alegró casi infantilmente. Pero pocos le respondieron. Hubo alguna palmada amistosa, un “Qué hacés, Emilio” nada enfático. Todos miraron a Pepe, que permanecía sentado, un gesto un tanto duro en la cara. Emilio vio a Pepe y se acercó a saludarlo, pero se paró en medio del patio antes de llegar, frente a la actitud fría de su ex socio.
-Tenemos que hablar, Pepe –se disculpó-. Te juro que vos me interpretaste mal… –los demás miraban en silencio-. Vos no sabés lo que me jodió enterarme de lo tuyo… Me hizo mierda… Te digo más… Cómo tendría la cabeza con tu noticia que me hice bolsa con el auto ¿te enteraste? –miró a todos-. ¿Se enteraron?
-Nos dijo Pepe…
-Mirá cómo me habrá hecho de mal. No sabés cuántas noches hacía que no dormía porque yo te metí en esto… De total buena voluntad, Pepe…
Roque pegó una ojeada hacia el televisor. El árbitro se acercaba, balón entre las manos, prometedoramente, hacia el centro del campo.
-Che –pidió Roque-. ¿Por qué no hablan de esto después? Entre ustedes…
-No… Lo que pasa… –Emilio, con cara compungida, se puso una mano sobre el pecho-. Es que yo le quiero explicar, porque…
-Está bien, está bien –dijo Telmo-. Tenés razón… Pero acá ya pasó todo, querido… Discutir es al pedo. Otro día, más tranquilos, lo conversan entre ustedes y se explican todo… ¿no es así, Pepe?
Pepe despidió por la boca un torrente de humo de cigarrillo. No parecía muy convencido.
-Total –se anotó el Sordo-. Acá ya no van a resolver nada. Lo que pasó, pasó.
-Está bien –Emilio se acercó una silla-. Si ustedes lo…
-Tomate un vino –le sirvió Hernán.
-Ahora… eso sí… –el Roque, ya ubicado de frente al televisor, las manos en la nuca, dando espaldas a la mesa, le habló a Emilio-. Algún día nos explicás cómo mierda hiciste para que dejaran entrar acá. Porque…después de lo que hiciste…
-Con el pedigré tuyo, querido –lo del Sordo tampoco sonó demasiado agresivo.
-¿Viste el flaco, el de la entrada? –preguntó Emilio.
-¿Pedro?
-Ese… Le puse unos mangos.
Todos se dieron vuelta para mirarlo.
-Le tiré unas rupias –Emilio se encogió de hombros, disculpándose por la picardía-. Si no, acá, no pasa nada… ¡Si lo hacen todos! No voy a ser yo el único gil que…