Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Recién había puesto Julito las salchichas dentro del agua hirviendo cuando escuchó las chancletas de su padre por el pasillo. Julito sólo frunció los labios. Ni siquiera pensó “cagamos”, como solía hacerlo. Miraba la oscuridad de la noche a través de la ventana que daba al patiecito. Paseaba la punta de la lengua por la juntura de los dientes, bajo los labios cerrados, meticulosamente. Su mano derecha se apoyaba en uno de los travesaños de la ventana. Con los dedos intentaba arrancar mecánicamente algún trocito de la macilla endurecida y resquebrajada que sostenía los vidrios. Afuera, no se veía la tortuga. Debía estar en algún rincón donde no daba la luz amarilla que salía por la ventana. “Bicho pelotudo”, pensó Julito.
Había llegado tarde otra vez. Casi las cuatro. La noche era calurosa y se retrasó hablando con los muchachos en la esquina de lo de Gómez. Faca había comprado un último porrón de cerveza, pero Julio no tomó ni un trago. Le había dado sueño. En las tres cuadras hasta la casa el bienvenido fresco de la noche lo despejó un poco y otra vez sintió algo de hambre.
Llegó hasta la casa, fue hasta la cocina, prendió la luz y abrió la heladera. Al pasar frente a la pieza de los viejos había escuchado roncar y lo tranquilizó percibir, profundo, el olor acre del espiral para los mosquitos. “El noble Buda”, pensó Julito, agradeciendo que el Cartucho no hubiera ladrado. Cartucho ya era viejo pero a veces, con la emoción, se le escapaba un ladrido corto. Esta vez, como lo hacía ya en los últimos años, simplemente dejó escuchar el escobilleo de su cola barriendo la madera del piso, celebrando la llegada de Julio sin siquiera levantarse a los pies de la cama de los viejos.
Julito había abierto entonces la heladera y así se quedó, agachado, investigando adentro como quien estudia un jeroglífico. Sacó por fin una botella de agua con gas y las siempre fieles salchichas de Viena. Quedaban tres nada más en el paquete. Puso agua en el jarrito rojo y puso el jarrito rojo sobre el fuego de la hornalla. Se le había pasado el sueño. Chillaba un grillo en alguna parte. Tal vez en el patio. Julito ya había comido pizza con los muchachos, pero quería disfrutar un poco de la soledad antes de irse a dormir. Podía aprovechar la paz de la casa a esa hora. Suponía que era un buen momento para pensar, reflexionar sobre cosas importantes. Aunque el sueño llegaba siempre antes de que encontrara el tema medular y lo empujaba a la cama. Se sentó junto a la mesa de nerolite procurando que la silla no hiciera ruido al ser corrida. Oyó de refilón el acompasado llegar de las patas del Cartucho, que se metió debajo de la silla y le apoyó el flanco peludo y caliente sobre los talones.
–Salí, pelotudo, que hace calor –murmuró Julito, molesto, corriéndolo hacia atrás con los pies. Cartucho ni protestó y comenzó a rascarse la panza con los dientes prolijamente, produciendo un sonido aguachento. Julio se paró para mirar de nuevo el patio. En una de esas localizaba al grillo. Hacía tres días que rompía las pelotas con su canto. Entonces oyó el chancletear de su padre por el pasillo. Julito apoyó el peso del cuerpo contra el brazo que tenía sobre la ventana, dando la espalda a la puerta de la cocina. “Ojalá vaya al baño”, pensó sin volverse. Pero las pisadas continuaron acercándose y supo que su padre se había detenido en la puerta detrás de él. Supo, también sin mirarlo, que estaba en chancletas, pantalón piyama y musculosa, configurando esa imagen sin grandeza que suelen tener los padres de entrecasa.
–¿Qué hacés, Luis? –preguntó Julio, neutro y sin girar la cabeza. Le decía Luis a veces al viejo, que se llamaba Ángel Luis Cavazza. Le sonaba divertido decirle Luis. Pero no lo hacía siempre, sólo cuando quería darle un tono mínimamente liviano a una posible conversación, para hacerla corta. Le extrañó que el viejo no le indicara nada sobre el agua hirviendo en el jarrito rojo. Siempre le hinchaba mucho las pelotas con los peligros del agua hirviendo. Especialmente de chico. Se oía claro el tictac del reloj grande del living. No pasaba ni un auto por la calle. Seguía el grillo. Julito fue hasta la cocina y apagó el fuego cuando ya las salchichas bailaban en el agua y un burbujeo desparejo amenazaba con desbordar el jarro. Solía pasar. El agua desbordaba el jarro y, al derramarse, apagaba el fuego de la hornalla. Eso también se lo advertía el viejo.
–¿Te levantaste? –preguntó Julito aun sabiendo que era una pregunta pelotuda. Sacó un plato chico de la alacena y un tenedor del cubiertero, haciendo más ruido del que el viejo hubiera admitido en otra ocasión, argumentando que Anita podía despertarse. Julito husmeó que algo pesado se avecinaba. Sin dar demasiada bola abrió de nuevo la heladera y sacó la Savora. La puso sobre la mesa, junto al plato. Pinchó las salchichas, las puso en el plato y las llevó a la mesa. Dos se habían abierto, despanzurradas con el hervor. Julito no pensaba hablar. Tal vez el viejo se hinchaba y se iba. Julito puteó en voz alta, contrariado. Se levantó de nuevo, fue hasta el armario y sacó un cuchillo. Se sentó, metió el cuchillo en el frasco de Savora y después acumuló una montañita de mostaza en el costado del plato.
–Es increíble lo que rompe las bolas ese grillo –comentó como para sí. Pero le molestaba el silencio del viejo. -Y es difícil encontrarlos a los desgraciados –se rascó la cabeza, señalando vagamente con el tenedor donde oscilaba, ensartado, el bocado inicial. -Parece que chillan allá lejos y de golpe parece que fuera acá nomás.
El viejo no siguió el tema. Julito masticó la punta de la salchicha mirando hacia arriba, hacia el almanaque de la bicicletería El Pibe, dos gatitos en una cesta de costura.
– Quiero hacerte una pregunta –dijo al fin el viejo, las manos sobre las rodillas huesudas.
Julito dejó caer sus dos manos sobre la mesa y el tenedor se le soltó, rebotando, ruidoso.
–¿Ahora? –se quejó. Había dejado de masticar y se le notaba la protuberancia del maxilar al tensarse.
–Ahora –dijo el viejo–. Quiero que conversemos de algo.
–¿Ahora? –Julio miró al viejo, entre enojado e incrédulo– . ¿Tiene que ser ahora?
El viejo asintió con un gesto.
–Estoy muerto de sueño –dijo Julio–. Quiero comer y…
–Yo también estoy muerto de sueño, Julio– elevó su voz grave el viejo, enderezando la espalda–. Yo también estoy muerto de sueño porque no he podido pegar un ojo, Julio, desde que me acosté.
Julio no dijo nada: seguía mirando al viejo, el ceño fruncido.
–¿Me querés explicar –empezó el viejo, casi deletreando– de dónde sacaste esa tostadora eléctrica que está en tu pieza? ¿Me querés explicar de dónde la sacaste?
Julio se quedó callado, mordiéndose la parte interior del labio superior.
–¿Qué tostadora? –trató de ganar tiempo.
–No te hagás el tonto, Julio –se encrespó el viejo– . Qué tostadora. La que está en tu pieza, debajo de tu cama, todavía con la bolsa del supermercado… Esa tostadora…
–Estuviste revolviendo en mi pieza.
–No estuve revolviendo en tu pieza.
–Estuviste revolviendo en mi pieza, anduviste investigando otra…
–No estuve ni revolviendo ni investigando en…
–Les dije que me jodía muchísimo que se metieran en mi pieza. ¿Les dije o no les dije? –Julio había decidido que era mejor contraatacar.
–¡No estuve revolviendo ni metiéndome en tu pieza, Julio!
–Vos y mamá. Mamá se la pasa metiéndose en mi pieza y revolviendo todo. ¡Parece que no entendieran lo que yo les digo!
–Yo soy muy respetuoso de tus espacios, Julio –se enardeció el viejo–. ¡Muy respetuoso!
–Sí… Se ve lo respetuoso que sos, se ve…
–¡Y te callás la boca! –ahora el viejo pasó decididamente al ataque– . Te callás la boca porque me tenés que explicar de dónde sacaste esa tostadora eléctrica, de dónde la sacaste…
Ante la sola mención de la tostadora, Julio se apichonó en su asiento.
–La vas a despertar a mamá –indicó, imprevistamente comedido.
El viejo bajó la voz, pero su tono se mantuvo duro.
–Y te voy a hacer una aclaración –agitó su dedo índice en lo alto– , porque no me gusta que nadie, y menos mi propio hijo, la sangre de mi sangre, me acuse de entrometerme en la privacidad de su pieza… Si me metí en tu pieza fue pura y exclusivamente porque teníamos que bañar a Cartucho y vos sabés bien que Cartucho apenas escucha la palabra “baño” corre a esconderse en lo primero que encuentre. Y se metió debajo de tu cama. Sabés que muerde cuando uno mete la mano ahí abajo para sacarlo.
Cartucho, al oír su nombre, había dejado de mordisquearse la panza semipelada. Miró por un instante al viejo y luego continuó con su tarea.
–Y yo no puedo permitir que tu madre –continuó el viejo, solemne– arriesgue ninguna de sus manos sacrosantas metiéndolas debajo de la cama para sacarlo al Cartucho. Entonces subí yo a tu pieza. Y cuando me agaché vi el bolso ese debajo de la cama…
–Y tenías que abrirlo… –se quejó Julio.
–¡Tenía que abrirlo! Sos mi hijo, Julio, tendrás veintitrés años, pero estás bajo mi responsabilidad, mientras vivas en esta casa estás bajo mi responsabilidad. Tu padre no elude su responsabilidad de progenitor, como tantos otros a los que yo conozco que les importa un rábano lo que sea de sus hijos. ¡Cómo el padre de tu amigo el Faca, que ahora debe estar arrepentido de cómo le ha salido el hijo! ¡Yo tengo que saber si lo que guarda mi hijo debajo de la cama es una tostadora o es droga, ese flagelo que destruye día a día a nuestra juventud, Julio, vos lo sabés!
–¿Yo, droga? –rió despectivo Julio, poniéndose las dos manos sobre el pecho– . Ni fumo.
–¡Fumás! –lo señaló el viejo– . Fumás, yo sé que fumás. Ahora resulta que también sos mentiroso. Con tu madre no te hemos educado para que seas mentiroso, Julio, no te hemos educado para eso.
Se hizo un silencio.
–¿De dónde sacaste esa tostadora? –insistió el viejo, taladrando a Julio con la mirada.
– La compré.
El viejo se pegó una sonora palmada sobre el muslo escuálido.
–¡La compraste! –bramó– . ¡Seguí mintiendo! ¡Seguí mintiendo! ¿Dónde están las pautas de conducta que te hemos inculcado, dónde está el respeto por la verdad que siempre he tratado de transmitirte? ¡Si no tenés dinero ni para comprar un chicle, Julio! Todo lo que tenés para gastar es porque te lo doy yo, fruto de mi esfuerzo y de mi trabajo. Todo. Y lo que gastás es para ir a comprar cerveza, o ir a los bailes o a jugar a esos jueguitos electrónicos que estupidizan el cerebro. Has sido incapaz de conseguir un mísero trabajo desde los dieciséis años cuando abandonaste el secundario.¡Un mísero trabajo aunque sea, para ganarte honradamente unos pesos! Yo nunca te lo he pedido, por mi orgullo de jefe de familia que se precia de mantener a todos sus parientes, porque siempre me he sentido orgulloso de poder mandarte a estudiar, de poder mandarte a un club para que hicie-ras deporte, de poder mandarte a clases de música como cuando me pediste aprender guitarra y el berretín te duró apenas dos meses… Dos meses te duró, Julito… dos meses…
–Tres…
– Serían tres. Hasta la guitarra te habíamos comprado, una usada al padre de Susana, para que pudieras ir a lo del maestro Zemp, y…
–Yo les dije que no me la compraran.
–¡La compramos!
–Que esperaran…
– Sabés que las cosas están muy difíciles, muy difíciles. Sabés que me mato doce horas en el negocio, para sacar unos pocos pesos miserables que tu pobre madre administra como el mejor de los administradores, pero nunca se te ocurrió ni siquiera amagar con ir a buscar trabajo…
–No me lo pediste.
El viejo apretó los labios y se quedó mirando un punto fijo, oscilando la cabeza calva. Los ojos se le habían enrojecido.
–No te lo pedí… No te lo pedí…
–Además vos mismo hablás siempre del problema de la desocupación. No es fácil encontrar trabajo… ¿Cuántos millones de desocupados dijo la tele que había?
–¿De dónde sacaste esa tostadora, Julio? –el viejo volvió a la carga, esta vez casi deletreando las palabras–. Decime por amor de Dios y María santísima de dónde sacaste esa tostadora.
Julio volvió a enmudecer. Se oía claramente el tictac del reloj del living y el mordisqueo chasqueante de Cartucho en el piso. Comprendió que a esa hora nadie podría salvarlo, ningún hecho fortuito le permitiría zafar.
–Del supermercado –musitó.
–Ya sé que la sacaste del supermercado. Estaba en una bolsa del supermercado. Pero… ¿cómo la sacaste?
Julio se encogió de hombros, sacudió los rulos de la cabeza.
–Me la traje. Estaba ahí y me la traje…
–No la pagaste…
Otra vez Julio se encogió de hombros. Negó con la cabeza.
–¿Con qué plata querés que la pagara? –agregó–. Vos mismo me estás diciendo que yo nunca tengo plata.
–O sea que no la pagaste… Que te la trajiste sin pagar… –el tono contenido del viejo iba creciendo, algo ridículo por la contradicción entre el enojo y la voz baja para no despertar a Anita, que dormía en la habitación cercana–… Digamos… digamos que la robaste, Julio… la robaste…
Otra vez Julio y su encogerse de hombros. Enarcó las cejas.
–Y… si querés tomarlo de esa manera… –dijo.
El viejo lanzó su puño derecho hacia abajo y hacia atrás, pegando un estrepitoso golpe contra la pared mientras se ponía de pie como impulsado por un resorte. Ahora sí, tenía los ojos decididamente colorados.
–¡La robaste, Julio! –rugió–. ¡La robaste!
–La vas a despertar a mamá…
–¡Un ladrón, hemos engendrado un ladrón! –el viejo había bajado la cabeza y se cubría la frente con una mano–. ¡Un ladrón! ¡Años de desvelo y sacrificio para formar una persona digna, un ser humano que honre la sociedad en que vive! ¡Años de estarte encima cuidándote, orientándote, señalándote la ruta iluminada para convertirte en un hombre de bien para que ahora vengas y me digas, como si tal cosa, que te has robado un artefacto doméstico de un supermercado!
El silencio de la noche volvió a depositarse sobre padre e hijo.
–Cuando se entere tu madre… –masculló trémulo el viejo–… cuando se entere tu madre… La vas a matar, Julio, la vas a matar, vas a lograr que le dé un ataque al corazón y se muera, Julio, eso es lo que vas a lograr. Matarla, Julio, matarla.
–¿Y por qué se tiene que enterar?
–No pienso ser cómplice de tu felonía, Julio. No pienso ser cómplice de la actitud criminal de mi hijo único…
–¿Criminal? –casi sonrió, desdeñoso, Julio–. Una tostadora…
–¡Da lo mismo! –ardió el viejo–. ¡Una tostadora o un diamante! ¡Es lo mismo! ¡La actitud es lo que vale, lo que cuenta, lo que debemos juzgar, y la tuya es una actitud deleznable que nos llena de vergüenza y… –buscó, confuso, una palabra contundente–… y de vergüenza como familia, de gente que ha sido siempre un ejemplo para el barrio y para todos los que nos conocen!
Julio miraba el piso, su vista detenida en los tobillos blancos, escuálidos y pelados del padre, levemente ridículos por debajo del ruedo del pantalón piyama, aún recogido tras estar sentado.
De pronto, como una aparición fantasmal y sigilosa, Ana se corporizó en la puerta. Tenía una expresión de infinita confusión, el pelo desacomodado, los ojos entrecerrados ante la luz de la cocina y la boca semiabierta y abultada por el aparato plástico que usaba para solucionar el rechinar nocturno de sus dientes. El viejo, crispado, se perfiló un poco como para darle cabida en la reunión.
–La despertaste –dijo a Julio–. Te dije que la ibas a despertar.
–Si sos vos el que está gritando.
–¿Qué pasa? –farfulló Anita, las dos manos ajustándose el cuello del salto de cama, bien abajo del mentón, como si hiciera frío.
–Tu hijo –señaló el viejo–.
Anita se sentó en la silla que quedaba libre. El viejo también volvió a su asiento donde se derrumbó, abatido.
–¿Qué pasa con mi hijo? –seguía obnubilada, Anita.
–Tenés que ser fuerte, Ana… –la miró fijamente el viejo, algo teatral.
–¿Qué pasa, por Dios? –ahora agrandó sus ojos Anita, más lúcida y con el protector bucal bailoteando tras los labios e impidiéndole una correcta dicción.
–Tu hijo…
Ana giró la vista hacia Julio, que bajó la cabeza.
–¿Qué hiciste, Julio? ¿Qué hizo, por Dios, qué hizo?
–Robó, Ana. Robó.
Ana se estremeció, como si hubiese recibido un cachetazo inesperado e injusto. Abrió los ojos desmesuradamente mirando a Julio. Se apretó aún más el salto de cama bajo el mentón.
–¿Qué… hiciste…? –logró balbucear, sin apartar los ojos de Julio.
–Dale agua a tu madre, Julio. Temo que sufra una descompensación…
Julio se levantó, tomó un vaso y se dirigió a la pileta.
–¡De la canilla no, caramba! –se sacudió el viejo–. ¡De la canilla no! Parece mentira que nada lo haga bien, además de sumirnos en el escarnio. ¡Sabés que el agua de la canilla está contaminada, te lo he dicho mil veces!
Julio abrió la heladera y buscó una botella con agua.
–¡Como está todo contaminado! –prosiguió el viejo–. ¡Todo! ¡He fracasado, Ana, he fracasado como padre… –se puso de pie y ensayó unos pasos desacompasados por la cocina–… no he podido evitar que la pudrición general contaminara a mi propio hijo, no he sabido mantenerlo alejado de la corrupción que nos agobia a los argentinos!
Julio le alcanzó el agua a su madre, quien apuró un par de tragos, tomando el vaso con las dos manos, como un niño, y sin dejar de mirar a su hijo, los ojos vueltos hacia arriba. Se atragantó y comenzó a toser.
–¡Mirá lo que conseguiste, mirá! –gritó el viejo.
–¡Es ella! –protestó Julio–. ¡Se apura, al pedo se apura!
–¡El lenguaje, Julio, moderá tu lenguaje, al menos frente a tu madre suavizá un poco ese lenguaje de carrero que te enseñan tus amigotes del club!
–¡Ahora toda la culpa la tengo yo!
–¡Vos robaste la tostadora!
–¿Qué robaste, Julio, qué robaste? –Ana había dejado el vaso sobre la mesa, los ojos llorosos por la tos y preguntaba en un hilo de voz.
–Una tostadora eléctrica –se apuró a contestar el viejo.
–¿Una tostadora? –Anita movía la cabeza de adelante para atrás, como un tero, el brazo izquierdo estirado sobre la mesa, como procurando alcanzar a su hijo –: ¿De dónde?
–Del súper – dijo el viejo.
–¿Del súper? –Anita elevó los ojos hacia Luis. Todo parecía sorprenderla enormemente y herirla aún más–. ¿Del súper al que vamos nosotros todos los días, ahí donde me conocen y me tratan tan bien, ahí donde el señor que coordina las cajas me ayuda siempre a cargar los paquetes, de ese súper?
Julio no dijo nada. Hizo unos gestos con la cara, equívocos.
–¿Cómo psguisde hadger una cosss…? – farfulló Ana.
–No te entiendo –Julio estiró la cara hacia ella.
–Qghe gcómho pudgishee…
–Ana, cielo, santa… –intercedió el viejo–. Sacate eso de la boca.
Ana se quitó el protector baboseado y lo puso sobre la mesa.
–¿Cómo pudiste hacer una cosa así? –lloriqueó Ana, mirando a su hijo.
Julio se puso de pie y se metió las manos, rectas y de punta, en los bolsillos del pantalón vaquero cortado y desflecado a media pierna.
–Se la pasan jodiendo con que no hay plata –empezó a explicar girando hacia la ventana quedaba al patiecito–. Todo el tiempo con ese asunto. Vos, papá, quejándote permanentemente de que no tenés plata para pagar la hipoteca de la casa…
–Yo me quejo –aprobó irónico el viejo–. Yo me quejo. Ahora resulta que yo me quejo.
–Sí, te quejás. Tengo las pelotas hinchadas de escucharte decir que…
–El vocabulario, Julio, el vocabulario –lo fulminó el viejo con la mirada.
–Dejame de romper las pelotas con el vocabulario –Julio hizo un gesto ampuloso con el brazo, desestimando la reprimenda del padre– como si yo fuera a ser escritor…
–Con esa boca besás a tu madre.
–Ojalá me besara. Ojalá me besara –murmuró Anita–. Cuando era chiquito, sí. Pero ahora una no puede ni acercarse que le ladran.
–Anita… –dijo el viejo.
– Es así, Luis. A mí me duele mucho eso. Nunca un cariño, nunca una frase amable. Y es mi hijo, Luis, mi propio hijo el que me da vuelta la cara…
–Anita, sacá ese coso del borde de la mesa –indicó el viejo–. Ya el otro día te lo agarró Cartucho y casi se lo come.
Anita tomó el protector de plástico y se lo metió en la profundidad de uno de los bolsillos del batón.
-¡Siempre con el asunto de la pobreza, siempre con el verso de que no hay un mango! –había encontrado su argumento, Julito, apoyado contra el mármol de la mesada–. Y yo teniendo que escuchar sin decir nada, sin poder colaborar en nada porque… –Julio volvió a caminar errático y se puso una mano sobre el pecho–… es verdad, viejo, tenés razón, soy un inútil, no sirvo para nada, ningún trabajo me viene bien. Entonces hice eso, sí, lo hice. Cuando vi la posibilidad en el supermercado agarré la tostadora y me la traje para casa…
–¿Y a qué habías ido al supermercado? –preguntó Anita.
–¡Qué sé yo para qué había ido al supermercado, mamá! ¡Mirá con la pregunta que me salís! Había ido a comprar cigarrillos al supermercado.
–Fumás… ¿Vos fumás, Julio? –lo miraba demudada Ana.
–Te juro que no había ido a robar, te juro –continuó Julio, sin precisar a quién se dirigía con su discurso–, pero vi la oportunidad de llevarme eso, me acordé de todas las dificultades económicas que estamos atravesando y, les juro, tuve que superar todos mis miedos, mis temores de que me agarraran…
–¿Fuma? –ahora Anita miró mendicante al viejo.
–¡Y qué importa que fume, Ana! –se enojó el viejo–. ¡Qué importa que fume si ése es el menor de sus defectos, el menos grave, el men…!
–Y corrí y me la traje hasta acá. Corrí porque pensé que alguien me había visto. Incluso me choqué con un tipo que bajaba de un auto –terminó Julio–. Y la metí debajo de la cama, es cierto…Vos me dirás lo que quieras, viejo. Pero al menos ahora, mamá va a tener algo para hacer las tostadas por la mañana y no va a andar con ese problema eterno de que se le queman y que hay que andar raspándolas con un cuchillo y…
–Julio, Julio… –lo cortó Ana–, Julio… Tenemos tres tostadoras eléctricas. Tres tenemos.
Julio se quedó mirando a la madre, que le mostraba tres dedos en el aire.
–Ni en pedo. ¿De dónde tenemos tres?
–Una la que me regaló tía Clide para el casamiento, otra la de baquelita que…
–¿Para el casamiento? Eso hace mil años y yo no la he visto nunca…
–Pero está. No la usamos porque está quemada, pero…
–Vos misma lo decís. Está quemada.
–Otra, la que nos trajo tío Lisandro cuando vino de Mendoza.
–No sirve. La vi ayer. Está hecha mierda. La que se trabó con el bizcocho.
–Sirve.
–No sirve.
–Y la otra nueva, la verdecita que tiene para graduar el calor, que es la que usamos siempre…
–¿Cuál que usamos siempre?
–¡No es el caso! –interrumpió el viejo–. ¡No es el caso! ¡Acá no importa si teníamos o no teníamos tostadora eléctrica, Anita! Eso es superfluo, es superficial. Acá lo que cuenta es el hecho delictivo de nuestro hijo, eso es lo que nos llena de oprobio y de vergüenza. ¿Cómo voy a salir a la calle yo mañana, ahora nomás, dentro de unas horas, teniendo un hijo único que se ha convertido en un ladrón como todos nuestros políticos y nuestros gobernantes?
–¿Y a mí? –Anita se señaló, dolida–. En la escuela, en la Cooperadora, en la Comisión de Damas del Club…
–Tenés que devolver esa tostadora, Julio –se cruzó de brazos el viejo mirando a su hijo–. Tenés que devolverla…
–¿Yo?
–Y, vos… ¿Quién va a ser? ¿Querés que vaya tu madre, acaso, o yo?
–Ni en pedo.
–Tenés que devolverla, Julio.
–Me van a meter en cana. Apenas me vean me van a meter en cana.
–¿Por qué?... No… –el viejo se acercó a Julio y lo tomó fuerte por los bíceps escuálidos–. Yo mismo me ofrezco a acompañarte, aunque no corresponda. Yo mismo. Te presento al gerente y vos le devolvés la tostadora. Un gesto de arrepentimiento, Julito. La Biblia está llena de gestos de arrepentimiento.
–Ni en pedo. Andá vos si querés –Julio echó el cuerpo hacia atrás, alejándose de su padre.
Se hizo un largo silencio en el que ninguno de los tres parecía encontrar palabras adecuadas.
–No sé –suspiró por fin Julio–. No sé… En una de esas voy… Qué se yo… Pero no esta semana, después… Tengo que tranquilizarme, estoy muy sobrecargado… Lo mío es mucho de psicológico también… Ojo… Guarda… Hay gente que dice que los padres también tienen parte de responsabilidad en estas cosas, en estas cosas de las conductas que… Ojo… También hay que tener en cuenta que…
–Así que nosotros tenemos responsabilidad, Julio –el viejo parecía meditar, vencido–. Así que nosotros tenemos responsabilidad. Como si yo alguna vez hubiese eludido mi responsabilidad…
–Y, no sé…
–Como si yo no hubiese cumplido con mis compromisos. Como si yo un hubiese tomado la comunión, como si no hubiese hecho el servicio militar.
–Eso le hubiese venido bien –Ana señaló a Julio–. El servicio militar.
–Sí… Las pelotas. A Japón me rajaba si me tocaba hacerlo –masculló Julio.
– Pensá bien lo que estás diciendo, Julio. Estás tirando nuestra honra a los cerdos –el viejo apretaba los labios para no llorar–. Cuarenta años viviendo en este barrio, manteniendo una conducta intachable para que ahora los vecinos nos señalen por la calle como a los réprobos y los apóstatas…
–¿Y por qué se tiene que enterar toda esa gente, a ver, por qué se tienen que enterar los vecinos, y los réprobos y… los… los apóstoles? –desafió Julio.
–¡Porque yo misma se lo voy a contar! –se puso de pie Anita–. ¡Yo misma, con todo el dolor de una madre que ha llevado un hijo en sus entrañas y ahora ve a ese mismo hijo sumido en la deshonra! ¡Aunque me cueste la vida lo voy a decir, aunque tenga de desangrarme toda confesando esto, Julio, como que también se lo voy a confesar al padre Ernesto el domingo en la parroquia!
–A los cerdos has tirado nuestra honra, Julio. A los cerdos –prosiguió el viejo–. Porque es mentira que vos robaste esa tostadora para ayudar a la casa y alivianar el trabajo doméstico de tu santa madre. Vos la robaste seguramente para después ir a venderla por ahí a alguno de tus cómplices y conseguir dinero para otra cosa…
–¡Ah, claro! –se mofó Julio–. Porque es un diamante, es una joya que voy a llevar a un reducidor… ¡Es una tostadora pedorra, papá, una cagada doméstica que no vale ni diez mangos!
–Conseguir dinero para tus vicios, seguramente –no se arredró el viejo, tonante–. La cerveza, el cigarrillo y… ¿por qué no?, la droga…
–Vos no podés decirme eso –giró sobre sí mismo Julio, profundamente ofendido–. Vos no me podés salir con esas ridiculeces.
–¿Fuma? –Ana miró al viejo.
–¡Porque ya no te puedo creer nada, Julio! –se encrespó aún más el viejo–. ¡Ya no te puedo creer nada! ¿Cómo querés que te crea después de lo que has hecho? ¡Y te digo más –señaló a Julio amenazadoramente–… te digo más, voy a ir a tu habitación para revisar todo y ver si no encuentro otras cosas robadas también!
–¡No podés entrar en mi habitación!
–¡Mirá, Julio! Mientras vos vivas en esta casa que mantengo yo, mientras yo te dé de comer, te vista y te dé plata para tus vicios más recónditos y retorcidos, como éste, despreciable, de apropiarte de lo que no te pertenece, tengo todo el derecho del mundo de entrar en tu pieza y revisar lo que seme dé la gana. Lo que se me dé la gana.
El viejo giró decidido, como para ir hacia la habitación de Julio.
–¿Al otro paquete, no lo viste? –lo contuvo Julio.
El viejo se dio vuelta, alelado.
–¿No me digas que hay otro paquete? –murmuró estremecido. Julio no dijo nada, aprobando–. No me digas que hay otro paquete –repitió el viejo.
–Y bueno, no te sorprendas –dijo Ana–. Por ahí este asunto no es de ahora, no es la tostadora solamente. Por ahí esto viene de hace mucho tiempo y este chico ha estado robando desde hace años, tal vez desde la primaria.
–¿Cómo pudimos no darnos cuenta, Ana? –el viejo se apoyó en la mesa, doblado por la estupefacción y el dolor–. ¿Cómo pudimos no darnos cuenta? ¿Cómo pudimos haber estado tan ciegos, tan distraídos en nuestras tareas como para no advertir que nuestro propio hijo único se volcaba hacia el delito, se relacionaba con malos elementos, se juntaba con gente despreciable?
–Un día, me recuerdo –borbotó Ana–, trajo plastilina que no era de él, y una escuadra de plástico verde que…
–No hablen al pedo –Julio se armó de paciencia, mirando al cielo raso y haciendo resbalar las palabras entre los dientes apretados–, no hablen al pedo, por favor…
–¿Nos vas a impedir que hablemos? –preguntó el viejo–. ¿Cómo vas a hacer para impedirnos que hablemos, que usemos el universal derecho de la palabra? ¿Nos vas a pegar acaso, estás armado, usás armas para tus asaltos reiterados? ¡Sacá el revólver, sacá el revólver de una vez por todas así nos damos cuenta de que hemos criado un monstruo, un…!
–¡Es la primera vez! –gritó Julio, logrando acallar a sus padres–. La primera vez… –se hizo un silencio–. Nunca había hecho algo así. Se dio la oportunidad, nada más.
–Y… –aspiró profundo el viejo–… ¿y qué es ese otro paquete del cual hablabas?
–Cuando salí corriendo… cuando salí corriendo con la tostadora… me choqué con un tipo que bajaba de un auto. El tipo no iba al supermercado. No sé adónde iba el tipo. Bajó de un auto negro impresionante. El tipo de traje. Lo atropellé sin querer y al tipo se le cayó un portafolios. Yo me paré, agarré el portafolios para devolvérselo y en eso veo que uno de los guardias del súper salía a la calle, buscándome. Entonces rajé, me tomé el piro, con la tostadora y el portafolios ese. Después lo envolví en un papel madera y lo dejé también debajo de la cama. Pero más atrás. Por eso no lo viste.
–¿Y qué hay dentro de ese portafolios? –preguntó, cauteloso, el viejo–. ¿Te fijaste? ¿Te fijaste, Julio, te fijaste?
–Doscientos cincuenta y siete mil dólares.
Un vacío fulgurante paralizó la escena.
–¿Doscientos cincuenta y siete… mil… dólares? –repitió luego el viejo, como hipnotizado. Julio asintió con un gesto.
–¿Los contaste? –quiso saber Ana con un filamento de voz–. ¿Estás seguro de que son dólares, no serán pesos?
–Dólares. Dólares. Son verdes.
Una mezcla de suspiro y quejido escapó de Ana, que parecía convulsionarse y aflojarse toda. Julio, sin decir nada, tomó un vaso y lo llenó con agua de la canilla. Se lo alcanzó a su madre ante la mirada catatónica de su padre, que había caído como fulminado sobre su silla. Julio volvió a su asiento y se refregó una mano con la otra.
–Voy a esperar hasta que aclare –dijo, con voz firme y monocorde– y voy a devolver todo. Ya lo decidí. Algo voy a inventar para justificarme. Puedo decir que…
–Un momento. Un momento –se puso de pie, severo, el viejo–. Tampoco es cosa de apresurarse. Tampoco es cosa. Apresurarse nunca es recomendable –comenzó a caminar por el pequeño espacio de la cocina, un dedo índice en alto–. “Vísteme despacio que estoy de prisa”, dijo Napoleón a su asistente. Despacito, despacito… Julio, hijo, vamos por partes… Con respecto a la tostadora no hay problema. Me parece lógico y justo que vayas y la devuelvas. Todavía estás a tiempo de enmendar tu mala acción. Me imagino el mal momento que estará viviendo ese pobre guardia del supermercado al hacerse responsable de la sustracción…
–Y la cajera también –aportó Ana, ya repuesta–. ¿Estaba la flaquita, la linda, la morochita?
–Y la cajera también –aprobó el viejo–. Es gente que gana un sueldo de miseria y por ahí va a tener que poner plata de su bolsillo para compensar el robo de la tostadora…
–La morochita es muy amable. A mí siempre me dice “cómo le va, señora Anita”, una monada la chica.
–Arriba de que en esos supermercados los dueños son unos explotadores miserables –siguió el viejo–, que pagan unos sueldos oprobiosos… Por lo tanto, lo de la tostadora está bien. Devolvela, hijo… Ahora, en cuanto al portafolios, detengámonos un poco en el portafolios… ¿Alguien te vio correr con el portafolios?
–Creo que no. Ya no había casi nadie a esa hora y todo fue bastante rápido. El tipo al que atropellé se cayó de boca y quedó dándome la espalda. Cuando se reincorporó yo me había ido. Soy rápido para correr, papá, vos lo sabés.
–Muy rápido. Siempre me he enorgullecido de eso. En la primaria ganabas todas las carreras. Y cuando jugaban al básquet en el club eras un cuete, corrías de acá para allá, zigzag, un demonio realmente… Entonces… –el viejo se detuvo, entrecerrando los ojos y pensando–… no nos apresuremos. La pregunta del millón es…
–Un millón, no. Doscientos cincuenta y siete mil, Luis –dijo Ana.
El viejo concedió con una sonrisa molesta. – La pregunta es –repitió– ¿por qué no hubo gritos airados, persecución, desesperación, pedidos de auxilio, de parte de este hombre que bajaba del auto y vos atropellaste, Julio? ¿Por qué?
Julio lo miraba sin comprender demasiado.
–Porque es dinero mal habido, Julito –dijo el viejo–. Dinero mal habido. Dinero proveniente de la droga, del tráfico de armas, de la prostitución, del tráfico de órganos…
–De las apuestas a las carreras de caballos –aportó Anita. El viejo volvió a mirarla con una mezcla de agradecimiento y condescendencia.
–Por eso este hombre no hizo escándalo, Julio –se entusiasmó el viejo–. Porque no convenía que este asunto saliera a la luz.
–¿Sabés qué pasa, viejo? –dijo Julio–. Si es así, tengo miedo de que me anden buscando para recuperar la guita. Estos tipos no andan con vueltas. Son…
–Jamás, jamás yo te recomendaría una cosa como esta, Julito –pareció ofenderse el viejo–, si tuviera la más mínima sospecha de que pudiera ocurrirte algo, te imaginás vos. Pero estos tipos lo menos que desean es que sus chanchullos salgan a la luz, que se hagan públicos. ¿Perdieron ese dinero, lo perdieron? Muy bien, a otra cosa –el viejo palmoteó son sus manos en el aire, como limpiándoselas–. A escapar. ¿Qué son para ellos doscientos cincuenta y siete mil dólares, trescientos mil dólares, un millón de dólares? Nada, bicoca, monedas, un vuelto. No, ellos ya están afuera del país, tenelo por seguro. Por unos pocos miles de dólares no se van a andar arriesgando a que se descubra toda la organización. Son como el zorro, que resigna una pata en la trampa para salvar su vida.
–Se la puedo llevar a la policía, entonces –arriesgó Julio. El viejo se paró junto a él y le pusouna mano sobre el hombro.
–Julio, Julio, Julito, hijo mío –dijo–. Yo sé que lo que te voy a decir suena muy fuerte, que es muy duro. Pero la policía es tan corrupta como ese tipo que se chocó con vos. Vos vas a ir con la mejor buena intención a devolver ese dinero, con esa ingenuidad genuina que vos tenés y que nosotros, quizás un poco candorosamente, te hemos sabido inculcar y… ¿qué va a hacer la policía? ¿Va a buscar a esos delincuentes para devolverles el dinero? ¿Lo va a donar a una institución de beneficencia? No, Julio. No. Se lo va a guardar, seguramente. ¿Qué duda cabe?
–Seguro –dijo Ana.
–Por supuesto –abrió sus brazos el viejo, complacido de haber sido tan claro–. Se lo van a repartir entre ellos como buitres que han recibido un regalo sorpresivo. “Muchas gracias, señor Julio, lo felicitamos por su honestidad, ahora averiguaremos a quién pertenecía este dinero o lo donaremos a un comedor escolar.” Y si te he visto no me acuerdo. “Tanto para vos, tanto para vos, esto para mí.” Así se manejan. Es doloroso decirlo, pero es así.
–Y… –vaciló Julio–. ¿Si se lo damos a alguna institución benéfica, como vos dijiste?
El viejo lo miró, chasqueando los labios, largamente.
–Algún día –dijo–, algún día, cuando seas más grande, te voy a contar cómo funcionan estas supuestas instituciones benéficas. Algún día.
Se quedaron en silencio. El grillo, desde algún rincón no identificado, seguía con su canto.
–¿Entonces? –preguntó Julio.
–Entonces andá a dormir –ordenó el viejo–. Andá a dormir, es tarde y mañana tenemos mucho que hacer.
Julio se puso de pie, con esfuerzo. Ana hizo lo propio.
–Julio –llamó el viejo, cuando ya su hijo se iba para la pieza–. Y de esto no le cuentes nada a nadie. Por ahora. No me gusta que se ventilen por ahí asuntos internos de la familia. Son cosas que deben quedar en la casa.
Julio aprobó con la cabeza.
–Como los Damiani –dijo Ana, ya desde el pasillo–, que cuentan a todo el mundo lo que les pasa, vida y milagros de lo que les pasa. Ayer ella hablaba en la granjita de la operación de próstata del marido. ¿A quién le importa la operación de próstata del marido?
–Por eso, por eso –aprobó el viejo, bostezando–. No caigamos en lo mismo, en ese chusmerío barato.
–Chau, pa –casi gritó Julio, subiendo por la escalera del patio hacia el altillo.
–Chau, hijo, que duermas bien.
–Que duermas bien.
Como si supiera, Cartucho se levantó y se fue presuroso hacia la pieza del viejo y de Anita, a tirarse a los pies de la cama grande. A mitad del pasillo se paró y miró hacia atrás, como esperándolos.
Libro: Usted no me lo va a creer (2003).
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