Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Mirar fotos viejas constituye un pasatiempo peligroso. Es cierto que, a primera vista, parece una actividad inofensiva. Pero es tal vez allí, en su aparente candidez, donde reside buena parte del riesgo. La situación toda habla de la parsimonia, de la nostalgia, de la mansedumbre, y no parece que bajo esa dulzura puedan agazaparse amenazas. Pero lo hacen, y vaya que lo hacen.
Para contemplar viejas fotografías uno necesita cierta disposición de ánimo. Difícilmente emprenda la tarea al volver de un paseo dichoso, o rodeado del bullicio de la familia en pleno en un día festivo. Nada de eso. Uno tiene que llevar en el alma, en el momento de la decisión, una extraña conjunción de nostalgia y de recogimiento y de un no sé qué de tristeza y de algo perdido que busca asir nuevamente entre sus dedos. ¿Para qué mira uno fotos, si no es para mejor ejercitar y dirigir la facultad de la memoria?
La tarea de contemplar fotos exige, asimismo, una exclusividad inmaculada. Uno no puede ver fotos viejas mientras escucha un partido de fútbol por la radio, ni mientras almuerza un bife de chorizo con papas. Y no sólo por temor a engrasar esos papeles lustrosos. Simplemente se trata de incompatibilidades evidentes. Por eso uno dejará toda otra actividad de lado. Nada de televisión ni de ensalada mixta: apenas un sillón bien iluminado. Como mucho, una música tenue capaz de reforzar ciertos efectos, pero nada que sea demasiado por sí mismo, nada distractivo, nada capaz de torcer nuestros ojos y nuestro espíritu de eso otro que sí, de eso otro que nos convoca, de esos rostros que nos miran en silencio.
Y digo rostros porque fotos, fotos propiamente dichas, fotos en el sentido cabal de la palabra, son aquellas que retratan a personas. Fotos son porque atraparon a la gente y la fijaron como estatuas en dos dimensiones. Nada de cataratas ni de montañas nevadas ni de mares grises y estáticos. Ésas son simples postales y no cuentan. Ni aun cuando haya alguien posando en medio de paisajes gigantescos. Porque ahí las personas son excusas, simples extras que están para justificar lo otro, o para dar la real dimensión gigantesca de la catarata o de la montaña o del océano.
No. Nada de eso. Fotos-fotos son las de la gente, donde el fondo que hay atrás es simplemente eso: un fondo detrás de lo importante. Fotos de rostros que miran en la cándida ingenuidad de desconocer a su interlocutor, ese otro mudo que es uno y que los observa desde el sillón bien iluminado sin otra labor que esa de explorarlos.
Ver una foto significa trampear subrepticiamente al tiempo. Una foto es una ventana a otro presente, a otro mundo, a otra vida. Si uno mira una foto a conciencia, de inmediato debe imaginar el momento en que la tomaron. Debe evocar al fotógrafo, a los posibles testigos, a los protagonistas. Debe pensar en los rápidos pestañeos que precedieron a la toma, en las respiraciones contenidas, en los sonidos del ambiente, en el pensamiento de «Cómo saldré, cómo me veré, qué tan lindo o feo quedaré aquí congelado».
En lo personal, cuando miro fotografías soy más ambicioso. Me imagino lisa y llanamente la vida. Porque una foto es eso. Es la vida como era entonces. Por supuesto que no hablo de la foto del mes ni del año pasado. Hablo de fotos en serio, o las que para mí son fotos en serio. Fotos de… yo qué sé, treinta años para atrás, por lo menos. Porque las que cuentan son ésas. Esas que te hablan desde una vida que era otra, otra totalmente distinta, donde el mundo era otro, y el sol que les pegaba de costado y les dejaba medio en sombra un lado de la cara también era otro, y esa magnolia que se ve borrosa en segundo plano hace años que se secó para siempre apestada por un pulgón que no hubo manera de sacarle, y el colectivo que no se ve pero que pasa detrás de la medianera (y que hace que la nena de la foto entrecierre apenas los ojos aturdida por el ruido) hace años que dejó de andar porque ni siquiera sirve para usarlo de reparto de verduras, tanto tiempo hace de aquella tarde de sol brillante.
Es que uno puede (en realidad uno debe) seguir hundiéndose en la observación. Porque tiene que llegar a la comprensión de que ese mundo era otro porque pensaban en otra cosa. ¿En qué iban a pensar? Si su mundo era ése. Ese que no sabía cómo prevenir la polio; o ese otro que lloraba a Kennedy y le tenía un miedo pavoroso al triunfo mundial del comunismo; o aquel que contaba los días para que Perón volviese a arreglar todo de una vez y para siempre; o el mundo que decía mirá vos, qué bárbaro el Mundial; o el de no sabés, vieja, a la fábrica están trayendo unas máquinas nuevas que son bárbaras, hacen todo solitas.
Ellos miran, silenciosos, en general sonrientes, casi siempre con cara de ingenuos. Claro, pobres incautos, si no tienen la más pálida idea de lo que va a venir. O peor todavía (y eso es lo verdaderamente dramático): ignoran que lo que ellos temen, que lo que ellos saben, que lo que ellos sueñan, que las cosas y los miedos y las certidumbres que pueblan sus vidas ya pasaron, ya se acabaron, ya se fundieron en el polvo. Desconocen la sencilla verdad de que el mundo que vivieron no era El mundo, sino simplemente un mundito fugaz, un mundito modesto, un chispazo tan volátil como el fogonazo de luz que los plasmó en esos papeles lustrosos que hemos derramado a nuestro alrededor sobre el amplio sillón del living.
Y aquí es donde resulta inútil y redundante que siga. Porque el simple transcurrir de nuestro pensamiento nos conduce a la evidencia absoluta, al corolario ineludible, a la certeza dolorosa que nos dice que nosotros también poblamos ciertas fotos. Que allí yacemos, en nuestras estatuas planas y modestas. Convencidos del enorme valor, de la importancia indiscutible, de la trascendencia profunda de nuestro respectivo y minúsculo mundito. Este que no es el de nuestros muertos, y que parece tan firme, y tan importante, y tan definitivo, y que sin embargo terminará siendo parte del mismo polvo que nuestros huesos. Quedarán las fotos. Ellas sí han de trascendernos en algún cajón de la cómoda. Y tarde o temprano llegará el tiempo de que alguien nos exhume y nos vea así: silenciosos, convencidos, sonrientes, descorazonadoramente ingenuos.
Libro: Lo raro empezó después (2003).
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