Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
El papá de Miguel es un hombre extraño.
Cuando se aburre de golpear a Mamá se las agarra con él o con sus hermanas pero nunca parece saciarse. A veces lo ata a una mesa y lo fustiga con la hebilla del cinturón durante toda la tarde o le quema los antebrazos, de tanto en tanto, con las colillas de sus cigarrillos negros: nada parece cansarlo.
En cambio, en su trabajo, la secretaria siempre le comenta a Miguelito: “Tu papá está tan cansado”. Y a él le dan ganas de contarle, de explicarle, de decirle, pero mejor no porque, si lo hiciera, Papá lo dejaría atado a la mesa durante una semana.
Es abogado. Según dicen sus clientes, de los buenos. La mitad de sus clientes son hombres que van uniformados: militares, policías. La otra mitad son políticos. “Corruptos de mierda”, masculla Papá mientras maneja el auto, del cole a casa, al escuchar algo en la radio. “Sacate esos anteojos de mierda que los vecinos van a decir que te fajo”, le dice a Mamá cuando llegan a casa y ella los recibe con unos anteojos de sol puestos, los más grandes que tiene. “Comé esa mierda que preparó tu madre”, le dice a Miguel, golpeándolo en la nuca, cuando se rehúsa a comer esa masa indigesta que Mamá puso en el plato. “¿Qué hacés con esa putita de mierda?”, le pregunta a la hermana cuando se despide de su mejor amiga de la secundaria y futura novia en la puerta de casa. “Mierda” es la palabra preferida de Papá. Es más: la tarde que Miguelito cayó sin previo aviso en su oficina y encontró a la secretaria arrodillada frente a Papá, él le ordenaba con ese tono que mete miedo a cualquiera: “¡Chupá, mierda!”.
Pero hoy Papá no fue a buscarlo al cole; y cuando Miguelito vuelve a casa, a pie, encuentra en la puerta a Mamá, con los anteojos puestos, que le dice en voz baja: “Entrá, dale, entrá pronto”. Y adentro está Papá, en calzoncillos, mirando a través de la persiana, de rodillas en su sillón, y ni lo registra cuando entra. Miguelito mira a Mami, que tiene un costado de la cara ennegrecido, como preguntándole qué pasa, pero ella le hace un gesto que le da a entender que mejor se calle. Papá, ahora sí, se ve cansado y parece tener miedo.
Miguelito nunca lo vio así, puede jurarlo. No sabe qué le habrán hecho al pobre Papi. No entiende cómo puede estar así, casi desnudo, al mediodía, en casa y con toda la pinta de estar ocultándose, justo él que no le tiene miedo a nada y siempre sabe poner todo en su lugar. Hasta debe haber faltado, ay, al trabajo.
No sabe porqué se acerca a él y le dice, con ganas de abrazarlo. “No te preocupes, todo va a salir bien”, con el mismo tono que Papá usó con él alguna vez, hace mucho. Y Papá lo abraza con lágrimas en los ojos y entonces el mundo es maravilloso y ninguna mierda como las que él suele decir le quita a Miguel la sonrisa.
Y ese será el último momento glorioso de Papá, no después cuando la golpee a Mami hasta dejarla desmayada o más tarde cuando le deje marcada la espalda a la hermana mayor ni tampoco al día siguiente, cuando le metan dos balazos en la cabeza en un descuido. Ni tampoco ocho años más tarde —a mitad de camino entre la última pepa tomada en la granja de rehabilitación a donde lo había mandado el juez y el templo de donde el pastor López lo rescataría—, cuando su fantasma se le apareciera a Miguel y le profetizara: “¡Mierda, te vas a meter a evangelista!”
Libro: Barbarie y civilización (2002).
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