Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
En cierta época de la tragedia clásica, se entendía que el personaje que aparecía por la izquierda venía desde lejos. Contrariamente, el que entraba en escena por la derecha, venía desde un lugar cercano o vivía allí mismo.
Este código ahorraba una serie de trámites palabreros. El director teatral Enrique Argenti, enemigo profesional de los textos, soñó con extender estas convenciones, de suerte que con sólo asomarse o situarse en un lugar determinado el personaje revelara su condición, su pasado, sus propósitos y aun su futuro.
Para ello dispuso en el escenario un número adecuado de puertas, ventanas, sillas y pasadizos, cada uno de los cuales garantizaba un destino.
Había una puerta para los enamorados, otra para los traidores, otra para los maridos engañados. Por la puerta azul entraban los valientes, por la blanca los cobardes. Asomarse a la ventana más alta era informar que uno estaba loco, por la más baja miraban los mentirosos.
Había una silla para que se sentaran los que morirían jóvenes, y un sillón para los espías de un rey enemigo. Los delincuentes se paraban bajo una luz roja. Los delatores, contra un muro gris.
El futuro y el pasado correspondían a la derecha y la izquierda respectivamente. En general, todos los actores iban desplazándose hacia la derecha, conforme avanzaba la obra. Cuando alguien marchaba en sentido contrario, se comprendía que estaba recordando.
Argenti quiso ser todavía más audaz: lo dicho bajo la luz de un determinado reflector debía entenderse de modo metafórico. Las luces generales alumbraban el sentido literal. Tachos luminosos velados por distintas gelatinas anunciaban metonimias, sinécdoques, anadiplosis o epanalepsis. Velos transparentes colgando de las alturas flameaban sobre las familias que arrastraban una maldición. Las críticas a las autoridades eran señaladas por un gong cuyo sonido hacía estallar en aplausos a las muchedumbres opositoras de la platea.
Los diálogos se redujeron a lo imprescindible, y casi no era necesario ser actor para comunicar estados de conciencia. Bastaba con pararse en el lugar apropiado.
El público también decidió ubicarse en situaciones geográficas que denotaran su opinión. Quiero decir que no fue nadie.
Libro: El libro del fantasma (1999).
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