Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.
Estimado señor Zalazar:
Acá le contesto la carta que me mandó con fecha 12 de diciembre del año pasado. Ya sé que pasaron cinco meses. Tal vez usted pensó que tampoco en mi caso tendría suerte. Pero no, mi amigo. Yo sí estuve presente en aquella ocasión. Lo que ha sucedido es que estuve pensando mucho si escribirle o no escribirle. Y recién ahora me decidí por la afirmativa.
Tuve que sopesar varias cosas. Primero, los años transcurridos. Son casi sesenta. Cincuenta y nueve para ser exactos. Y de entrada tuve miedo de haberme olvidado casi todo. Pero cuando fueron pasando los días, y me sentaba en la galería a matear releyendo su misiva, me percaté de que me acordaba hasta de los detalles más insignificantes. Pero el asunto de la memoria no era lo principal, Dios me libre. Está el pueblo. Mi pueblo. Este pueblo moribundo que boquea como un pescado entre las piedras de la orilla, mientras lo levantan colgando del anzuelo. ¿Sabe qué pasa? La privatización del ferrocarril nos ha dado el tiro de gracia, ya que cortaron el ramal cien kilómetros abajo nuestro.
Quiero decir: ¿para qué manchar nuestra memoria? Porque cuando usted se empiece a enterar verá que mi pueblo y su gente no quedan del todo bien parados. Eso me detuvo todo el mes de enero. Hasta que en febrero pensé: ¿y total? Si somos tan pocos que ni memoria tenemos, porque los viejos se mueren y los jóvenes se van. Así que difícilmente se pueda enlodar un pasado que igual está hecho polvo.
Manchar la memoria de los propios protagonistas, con sus nombres y apellidos me pareció un asunto más delicado. Pero pensándolo bien decidí que, si era cuidadoso en la relación de los hechos, los más inocentes saldrían más o menos bien librados, y los otros... los otros ya tienen suficientes manchas bien ganadas. Y además están todos muertos, salvo uno o dos. Todos muertos, le digo. Salvo alguno al que le perdí el rastro.
¿Pero sabe cuándo me decidí finalmente a escribirle? Cuando me pareció que su esfuerzo merecía cierta recompensa. El solo hecho de haber conseguido ubicar una nómina de jugadores, escribirles a uno por uno, mandar un franqueo pago para cualquier eventual respuesta, y atreverse a enviar en cada sobre una copia de ese recorte descabellado lo hacía merecedor de mis respetos.
Por eso la idea, allá por marzo, empezó a interesarme. Tanto es así que me tomé el trabajo de buscar entre mis papeles el recorte del diario. Hablo del original, la nota que salió publicada en San Antonio, y que seguramente sirvió de base al articulito de segunda mano que usted encontró, según me cuenta, hojeando el Crítica del 8 de noviembre de 1939 y que me envió en su carta.
Aquí mismo lo tengo, sobre el escritorio, mientras le escribo. El título, si no me equivoco, es el mismo. "Ángel cabeceador". Lindo título. Comprendo que haya despertado su curiosidad. Aquí se lo transcribo. Disculpe que no le mande una fotocopia. Pero la única máquina que había en el pueblo estaba en el almacén, y se la embargaron el mes pasado. Así que confórmese con la transcripción:
"Un extraño episodio habría ocurrido, según los habitantes del pueblo de Primer Sargento, durante la disputa del partido final que, por el título del torneo de fútbol regional, la escuadra de aquél sostuvo anteanoche contra su similar de Ingeniero Cabal. En un match de ambiente caldeado, disputado bajo una lluvia torrencial e ininterrumpida, el equipo visitante, que terminó el partido con apenas seis jugadores en el campo de juego, consiguió igualar el tanteador en tres mediante un goal anotado a los cuarenta y tres minutos del segundo tiempo. El hecho singular es que, según los lugareños, el tanto fue anotado, de cabeza, por 'una figura refulgente, dotada de alas a la espalda', que convinieron en definir como 'un ángel'. La inusitada colaboración celestial, no obstante, no pudo ser fehacientemente documentada, ya que apenas convertido el tanto un desperfecto en el sistema generador de electricidad dejó el estadio sumido en la más profunda oscuridad, y obligó a la inmediata suspensión del encuentro. Como luctuoso corolario de tan estrafalaria velada deportiva, hubo que lamentar el fallecimiento del árbitro del match, Néstor Montero, víctima de un problema cardiovascular. El team de Ingeniero Cabal debió regresar en camión a sus pagos, distantes más de doscientos kilómetros, a raíz de un severo inconveniente con las líneas ferroviarias. Por supuesto, fueron recibidos con la algarabía y el fervor popular propio de estos casos".
El artículo de Crítica que usted me envió se basa, evidentemente, en esa nota. Se trata, por cierto, de un resumen bastante esquemático de aquélla. Pero no falta nada de lo esencial. Con respecto a la segunda pregunta de su cuestionario, acerca de otros datos publicados en los días subsiguientes, la respuesta es negativa. La noticia acaba ahí. Resulta claro que los editores consideraron suficiente esa cuota de buen humor, a costa de las extravagantes creencias de unas gentes ignorantes y crédulas como nosotros.
Así que lo único que puedo hacer de aquí en más es contarle lo que recuerdo. Que por otra parte no es tan poco. A casi sesenta años de aquella noche, me cuesta creer el tamaño ridículo de nuestras pasiones de entonces. ¿A usted no le pasa? Eso de atarse fanáticamente a una consigna, defenderla contra todo y contra todos, hacer de ese objetivo el único de nuestras vidas... Después, con el tiempo, las cosas recuperan dimensiones razonables. Y uno se pregunta cómo todo un pueblo pudo ser tan estúpido de encaramarse en semejante utopía. Cómo fue capaz de darle tanta importancia a esa meta que se había fijado. Creo que nos pasamos la vida pasando de un estado de ánimo al otro: de la idiotez apasionada al desengaño razonable. Supongo que volverse viejo es quedarse inmóvil para siempre en este segundo momento.
¿A qué venía toda esta perorata? Usted se estará preguntando con qué clase de viejo molesto se ha puesto en contacto, que dedica páginas y páginas a detalles intrascendentes y se va por las ramas. Allá usted. Escribir esta carta se me está volviendo un pasatiempo atractivo en las tardes, después de la siesta. Así que soporte usted la perorata, o saltéesela. A mí lo mismo me da.
Bueno, el hecho es que en el año 39 se estaba discutiendo, en la gobernación, la posibilidad de dividir ciertos departamentos demasiado extensos, entre ellos el nuestro. Uno de los pueblos que se mencionaban para ser cabecera de un nuevo municipio para la región era justamente Primer Sargento. Por supuesto, conservadores mediante, la cosa venía oscura, y los prohombres del pueblo, dispuestos a lograr la capitalización, no dudaban en tentar las más diversas formas del soborno para lograrlo. Imagino que los dirigentes de los otros pueblos candidatos andarían en los mismos procederes, porque pasaban los meses y el asunto no se definía.
Como siempre pasa en la vida, una cosa se enganchó con otra. Y en el Regional de ese año veníamos hechos un primor. En los diarios de la época de política casi no se podía hablar. Las primeras páginas estaban siempre dedicadas a la guerra que en Europa se les estaba viniendo encima. Y el fútbol se llevaba buena parte de las restantes. Así, los torneos provinciales adquirieron una trascendencia que en las décadas siguientes se perdería por completo. Por lo menos en nuestra provincia las cosas eran como aquí le relato.
En esa situación, nuestros próceres sumaron dos más dos y sonrieron. Lo que no habían logrado destrabar los sobres pasados por debajo de la mesa, posiblemente lo destrabara el fútbol. ¿Qué gobernador en sus cabales iba a impedir que el campeón del Regional fuera cabeza departamental? Ninguno, concluyeron.
Con ese fervor nacionalista a flor de piel, llegamos punteros a las finales. Hablo en primera persona porque yo jugaba de centrohalf en ese cuadro. Empecé como suplente pero una lesión seria que sufrió el menor de los Gottarotti me ubicó entre los titulares desde julio en adelante. Disputamos las semifinales contra Colonia Caldén y les pasamos por encima. Dos a cero allá, y cuatro a uno de locales. La euforia era doble, porque Colonia Caldén era una de las candidatas para lo del municipio: eliminarlos en semifinales nos dejó un gusto a buen presagio en la boca. Para la final nos tocó cruzarnos con el ganador de la otra zona: Ingeniero Cabal; apenas un nombre perdido en la otra punta del mapa; el último puntito con nombre propio en el ramal ferroviario. Con la locura de patriótico localismo que llevábamos encima, a nadie se le ocurrió que pudieran tener algún mérito. El destino los había puesto en la final para que perdieran con nosotros, ¿o podía ser de otro modo?
Podía, y vaya si podía. El primer partido lo fuimos a jugar allá. Nos subimos al tren. El pueblo entero. Hubo un feriado tácito de dos días para que no faltara nadie. Y la noche de la primera final éramos locales a doscientos kilómetros de casa. Nos dieron un peludo inolvidable. Perdimos dos a cero sólo porque Dios quiso. Esos muchachos eran flechas. En lugar de llevarla tan al pie como nosotros, la pasaban permanentemente y nos volvían locos. Cuando ahora veo algún partido, me doy cuenta de que ellos, en lo táctico, estaban varias décadas adelantados. El asunto es que, sin gastar pólvora en chimangos ni tiempo en firuletes inútiles, nos dieron un baile impresionante. Nunca volví a verme tan perdido en un campo de juego como me vi aquella noche. La veíamos pasar, pegábamos de puro impotentes, hacíamos tiempo para que el suplicio durara lo menos posible. Conté siete pelotas en los palos. Fueron más, pero después de la séptima se me fueron las ganas de seguir contando.
A la vuelta, el tren era un velorio. Apenas algunos optimistas fanáticos se atrevieron a decir que la revancha podía ser distinta: con un triunfo, apenas un triunfito, se podía buscar un lugar recóndito de la provincia para jugar el bueno. Pero los más razonables, en vista del baile que acababan de propinarnos, entendían con razón que en condiciones normales, en Primer Sargento también nos iban a pintar la cara. Pero nuestros líderes pueblerinos no eran hombres de amilanarse ante el primer contratiempo. Improvisaron, en el último vagón, una sorpresiva reunión de notables del pueblo, cura y juez de paz incluidos, a la que ningún miembro del equipo, salvo nuestro entrenador, tuvo acceso.
El día de la revancha amaneció encapotado. De nuevo los optimistas buscaron motivos de alegría: en cancha barrosa, dijeron, la cosa tendía a igualarse. Por eso festejaron con júbilo el aguacero que se descolgó desde las cinco de la tarde. La noticia del descarrilamiento llegó un poco antes, a eso de las cuatro. No había víctimas que lamentar, pero el tren que venía cargado con la barra de Ingeniero Cabal se había cancelado. Los jugadores venían en un camión especialmente provisto por Primer Sargento. Después se supo que lo del tren había sido un sabotaje. Y para ponerse a cubierto de eventuales suspicacias, se emitió un comunicado atribuyendo la voladura de los rieles a un «comando anarquista» (argumento poco convincente, si tenemos en cuenta que el último anarquista que había andado por aquellos pagos había partido en el año 19).
El hecho es que ellos llegaron pasadas las siete, molidos de cansancio y empapados hasta la médula. Y solos. Total y definitivamente solos. Yo los vi bajar, entre los insultos de los nuestros. Y aunque seguía viéndolos con rabia y –según me habían enseñado–como un absurdo obstáculo entre nosotros y la gloria, los compadecí un poco.
A las ocho arribó un Chevrolet nuevito y lustrado. Era el auto de Galindo: estanciero, presidente del club, dueño de la estación de servicio y de los silos, y número puesto para ser nuestro primer intendente. Primero bajó el propio Galindo, mirando y saludando a los diez curiosos que todavía no habían enfilado para las gradas. Después bajó el párroco, ayudado por el juez de paz. Y al final emergió un hombre petisito, casi calvo, con cara de empleado de correos o de algún ministerio. Era Néstor Montero, el árbitro del encuentro.
"¿Viste, José, lo viste?" Terranova me sacudía la camiseta (ya estábamos cambiados) y me mostraba la escena, loco de contento. "¿Qué decís, Mario?", le pregunté sinceramente confundido. "Dale, José, ¿sos o te hacés?", me gritó muerto de risa, mientras se iba al trote para ajustarse los botines.
Cuando empezó el partido hasta para un caído del catre como yo se tornó evidente cómo venía la mano. A los cuatro minutos, y bajo un aguacero torrencial, uno de nuestros wines logró llegar a la línea de fondo. Cuando sacó el centro el seis de ellos lo cerró justo, y los dos rodaron sobre el césped anegado un par de metros fuera de la cancha. Un córner grande como una casa. El petiso se dirigió con tranquilidad al área y cobró penal para nosotros. Yo me volví hacia Rodríguez porque no lo podía creer: por la mirada que me devolvió me percaté de que él tampoco. No sólo no había sido foul, sino que habían chocado fácilmente cinco metros afuera del borde del área. Ellos, por supuesto, protestaron como forajidos. Pero entraron dos policías del destacamento y los ánimos se serenaron. Milano puso el uno a cero con un remate alto. En la tribuna los nuestros, ciegos de júbilo, festejaban ajenos a la mojadura.
Sin desesperarse, los tipos se nos vinieron al humo. En lugar de tocar cortito al pie, como la vez pasada, jugaban pelotazos largos, para no empantanarse en la ciénaga que iba creciendo desde el círculo central. Nosotros, presos de nuestro estilo llevador, terminábamos en el piso enredados con un balón que se frenaba en cada charco. El empate fue a los veinte: tocaron la pelota ocho veces desde el mediocampo sin que pudiésemos meter baza, y nos la mandaron guardar. Después amainaron un poco. Era lógico: el empate los sacaba campeones y las piernas, en ese chiquero, pesaban como piedras.
A los cuarenta minutos conseguí tirar un centro sobre el área de ellos. El back la paró de pecho y la revoleó sin dejarla picar, como mandan los libros. El petiso, sin que se le moviera uno solo de los pocos pelos que tenía, fue y le cobró penal mientras se tocaba el brazo con una mano, como explicando la infracción. De nuevo el tumulto. De nuevo los policías. De nuevo los más serenos de ellos llevándose a la rastra a los más exaltados. El back, fuera de sí, buscaba a cualquiera que quisiera escuchar para explicarle que él la había parado bien, con el pecho, con los brazos estirados hacia los lados. Nosotros caminábamos la cancha sin mirarlo. Ni a él ni a los otros. Por lo menos la gente, en la tribuna, gritaba de nuevo como loca. Yo tenía frío. Al entrenador de ellos se lo llevaron esposado, mientras puteaba al entero árbol genealógico del referí en medio de ademanes asesinos.
Milano puso el 2 a 1 y Montero nos mandó al vestuario. Cuando nos derrumbamos en las bancas, en lugar del tradicional barullo para darnos ánimo, nos sumergimos en un silencio de plomo. Cuando entró Carranza, el director técnico, nos pegó cuatro gritos para que levantáramos el ánimo y dio la charla como si nada. Dibujó en el pizarroncito ese que tenía, y nos regañó por un par de distracciones groseras. Lo de siempre. Lo de cualquier partido. Yo no lo miraba. Pasaba en cambio los ojos por los de cada uno de mis compañeros. Pero o no me vieron o se hicieron todos los desentendidos. Dos o tres veces estuve a punto de decir algo, pero al final lo pensé mejor y me callé la boca.
Al empezar el segundo tiempo el petiso, que había tenido tiempo de reflexionar en el entretiempo, trató de que el bombeo fuera menos evidente. Hasta cobró un par de foules a favor de ellos, claro que bien lejos del área. La cosa se complicó a los diez minutos, cuando ellos, que habían reiniciado su festín con los pelotazos largos a espaldas de nuestros centrales, consiguieron que esa masa deforme y pesadísima en la que se había convertido la pelota fuera de una vez por todas a poner el empate. La cancha era un lodazal. La mayoría de las camisetas estaban irreconocibles bajo el barro. Pero los tipos esos mantenían una claridad de juego envidiable. Bastó que consiguieran conectar cuatro pases seguidos para que nos empataran sin más trámite.
Montero, ya perdiendo la paciencia, hasta miró un par de veces al palco oficial como diciendo: "¿Qué más quieren que haga?". Pero se ve que era hombre de cumplir los pactos. Porque no habían pasado cinco minutos y nos da otro penal ridículo. Tumulto, el back del primer tiempo lo agarra del cuello al pelado, los policías se llevan al back a la rastra. Patea Milano, el arquero lo ataja. El otro lo hace patear de vuelta, arguyendo invasión de área. Nuevo amontonamiento, esta vez con el arquero a la cabeza. Cuando el cross de derecha del guardameta se dirige a la mandíbula del hombre de negro, un compañero más sereno lo detiene a tiempo. Igual es tarde. Los policías custodian al arquero hasta el vestuario. Milano, abrumado entre el aliento de los optimistas y la cáustica deploración de los escépticos, logra finalmente convertir el tercero. Ya van como veinte minutos del segundo tiempo. Pero el petiso mira una y otra vez al palco. Su preocupación es evidente. ¿Cómo evitar un tercer empate? La primera excusa se la brinda uno de los wines visitantes. Harto de que lo revienten a patadas toda la noche, apenas se levanta del decimoséptimo revolcón le pega un empujón, fastidiado, al defensor que acaba de partirlo. El árbitro, indignado ante semejante despliegue de violencia, expulsa al delantero sin más trámite. Los policías, que a esa altura tienen bien incorporada la rutina, ingresan al césped antes de que los convoquen. De paso, aprovechan el viaje para llevarse también al centrohalf, un perfecto caballero que, harto de contener a sus compañeros para evitar males mayores, se aproxima y le grita a Montero un "coimero hijo de puta" a cinco centímetros del rostro.
El partido ya era ridículo. Once contra siete, en un fangal como ése, era una fantochada. Ellos trataban de tocar, pero cada vez que recibía uno el balón tenía dos tipos encima que, para colmo, le caminaban por la cabeza y se llevaban la bola tan campantes. Montero, bien gracias. Ya no miraba al palco, sino al reloj de su muñeca izquierda. Pero esos tipos estaban dispuestos a amargarle la noche. A los treinta y cinco minutos el centroforward logró llevarse (no sé como, en semejante pileta) el balón a la rastra entre los dos centrales. Nuestro arquero le salió un poco y el tipo lo eludió con maestría. Baigorria (que así se llamaba el guardameta) le abrazó las piernas sin sonrojo alguno. El otro consiguió zafarse, pero en el trámite le dio tiempo a uno de los backs para que llegara de atrás y se lo llevara puesto con pelota y todo. No era uno, sino dos penales grandes como los anillos de Saturno. El petiso, sin inmutarse, cobró foul en ataque. Al delantero no necesitó expulsarlo. Los noventa y cinco kilos del back lo habían dejado en tal estado que a duras penas pudo arrastrarse hasta el vestuario. Como no tenían suplentes, siguieron jugando con seis.
Yo lo miraba una y otra vez a Gutiérrez, que era mi mejor amigo en aquel plantel del 39. Pero Gutiérrez se miraba los zapatos ensopados. Después miré a la tribuna. Era una fiesta. Y en el palco Galindo y los demás estaban de pie, saludando hacia los cuatro costados. Y yo tenía esa cosa en las tripas, una mezcla de frío y de asco y de ganas de vomitar el mate de la tarde.
En eso andaba cuando vino ese centro sobre al área nuestra. Recuerdo estar pensando en mis tripas y al instante siguiente salir disparado en persecución de uno de ellos que entraba al área y se perfilaba para el frentazo. Iban cuarenta y tres del segundo. De eso estoy seguro, porque nuestro coach estaba gritando como un desquiciado, con un pie dentro de la cancha: "Faltan dos, aguanten que faltan dos", como si lo nuestro fuese, en verdad, la titánica resistencia de un pelotón de valientes.
En la certeza de nuestra total inmunidad, estábamos marcando como el mismísimo demonio. De otra manera no se explica que el win sobreviviente de Ingeniero Cabal, al que aritméticamente le correspondían dos marcadores fijos (ya que en jugadores de campo estábamos 10 a 5), haya podido parar la pelota sobre el lateral derecho, a veinte metros de la línea de fondo. Cierto es que uno de nuestros backs salió a marcarlo. Pero como iba cebado en la convicción de que, aunque lo partiese al medio, no iba a recibir siquiera una advertencia de Montero, en lugar de buscar la pelota le apuntó directamente a la sien derecha. El visitante quebró la cintura y lo hizo pasar de largo: el zapato asesino apenas alcanzó a peinarle un poco el pelo cerca de la oreja. El delantero levantó la cabeza y buscó a alguien en el área. El único que había era este detrás del cual yo había iniciado mi carrera.
Era el once. Todavía tengo grabado el once de color rojo cosido en la casaca de rayas verdes y blancas. No fui el único que salió a marcarlo. Delante de mí estaba Gutiérrez, mejor ubicado. Gutiérrez era un muchacho alto y ágil. En circunstancias normales hubiese debido ganar cómodamente el salto. Pero se ve que le pasaba lo mismo que al resto: ¿para qué saltar y arriesgarse a perder de arriba? Con Montero en la cancha, mejor abrazar al delantero por la cintura, sin pudor alguno, para evitar posibles cabezazos intempestivos. Total, Montero no iba a cobrar nada, y Gutiérrez lo sabía. Todos lo sabían. Lo sabía Galindo que lo había sobornado en el viaje hacia la cancha. Lo sabían ellos, que habían sufrido un bombeo como yo nunca volví a ver en un campo de juego. Lo sabía nuestro entrenador, aunque se empeñara en hacer como que no pasaba nada, gritando indicaciones inútiles desde el borde de cal. Y lo más doloroso de todo, para mí, era que yo también lo sabía. Por supuesto que, como todos, fingía jugar ¿Acaso todos los demás no estaban fingiendo? Galindo saludando desde el palco, Montero con su andar seguro y su cara de severa incorruptibilidad, el pueblo entero en las gradas, vociferando una alegría sucia y robada.
Fue como parte de la parodia que corrí detrás del once de ellos. Si sobrás en el área propia, faltando tres minutos, saltás con el rival que tenés más cerca. Lo hacés aunque un compañero tuyo se le cuelgue de la cintura. Aunque el pobre tipo haga un esfuerzo supremo por despegarse del suelo con Gutiérrez abrazado a sus lienzos. Lo hacés aunque Montero ya esté repasando mentalmente qué estupidez tendrá que cobrar para anular el gol si la pelota tiene la mala idea de terminar dentro del arco.
Preste atención, amigo mío, porque fue entonces cuando nació la leyenda. Porque el pobre tipo, con la agarrada y el empujón de Gutiérrez, iba a pasarse irremediablemente. Por más que se arqueara hacia atrás. Por más que intentase quedar suspendido en el aire la gravedad iba a vencerlo y la pelota iba a caerme a mí, justito detrás suyo. Todas las leyes de la naturaleza indicaban eso. Llovía a mares. Y la gente saltaba como loca. Yo pensé en mi abuelo. No sé por qué (o sí, pero no tengo ganas de contarle). Y pensé en Galindo saludando bajo su sobretodo azul, con ambas manos en alto.
Todo pasó tan rápido que apenas se vio. Y se sumaron varias cosas que crearon una situación verdaderamente caótica. Por empezar, la lluvia era una cortina. Tanto que a diez metros se veía borroso, sobre todo bajo la luz de esos enormes reflectores. El árbitro, que ya quería terminarlo, estaba casi en el círculo central, esperando cualquier excusa para concluir el asunto. Cuando la pelota, inexplicablemente, salió lanzada hacia el arco, el utilero del equipo, Monzón, pegaba el primer mazazo en el tablero de control de la instalación eléctrica. Se estaba tomando el laburo a conciencia, porque la orden venía de arriba. Otra genialidad de Galindo, para asegurarse, por si le fallaba el coimero. A nadie iba a ocurrírsele jugar otro día esos dos o tres minutos restantes. Cuando pegó el segundo mazazo la pelota acababa de entrar, porque me acuerdo de ver, con nitidez, cómo se sacudió la red en el ángulo, y cómo se desprendieron mil gotitas de los piolines empapados. Ahí las luces sí se apagaron en medio de chisporroteos infernales. Los ojos de todos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. De vez en cuando, nomás, algún relámpago nos iluminaba apenas un instante. Parecíamos todos fantasmas quietos. Y de nuevo se escuchaba solamente la lluvia.
Al ratito llegaron con algunos faroles. Cuando vimos al árbitro tirado en el piso lo cargamos entre varios y lo llevamos al vestuario. Entró el doctor Cerantes, bajo su piloto impecable. Lo desvistió con cuatro ademanes rápidos de sus manos finas y de dedos largos. Lo auscultó, le puso dos dedos en la carótida. «Paro cardíaco», dijo. «El esfuerzo, tal vez», agregó, y no habló más. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el palco para informar la noticia. En ese momento me pasaron los visitantes por al lado. Supe después que los subieron al camión que disparó enseguida para el pueblo de ellos, y que llegaron sanos y salvos. El custodia que quedó con el cuerpo dijo un «pobre tipo» cuando lo vio tan blanco tendido sobre la camilla. «Morirse así, en semejante momento.» Yo lo miré a Cortés, que lo tuvo que haber visto. Porque cuando el policía iluminó el cuerpo con la linterna, por encima de mi aprehensión natural a mirar a un cadáver, le vi clarito clarito la marca roja un poquito encima de la tetilla izquierda. Con un palo no había sido, porque era una herida fea fea, como esas que deja un fierrazo pegado con toda la furia. Cortés me devolvió la mirada. Pero no dijo nada.
¿Entiende más o menos cómo fue la cosa? Claro que falta explicar lo del ángel. Todo lo del ángel surgió después. Y ni siquiera sé bien de dónde salió. Yo lo leí recién en ese artículo que le trascribí al principio. De entrada entendí poco y nada, le soy sincero. Pero después entré a atar cabos. Y la imagen cierra. A esa altura de la noche, como ya le dije, no se veía nada. Las camisetas de ellos tenían rayas blancas y verdes, pero las nuestras eran completamente blancas, y los pantalones también. Y está el asunto del salto. Debe haber parecido un salto de otro mundo, pero sólo porque cuando los demás se quedan clavados al piso da la impresión de que el que salta, en realidad está volando. Piense que de inmediato todas las miradas siguieron el recorrido de la pelota rumbo al arco. Y que de súbito una oscuridad abismal envolvió a la concurrencia. ¿Qué imagen quedó impresa en las retinas? La del chisporroteo fulgurante de las torres de luz, mezclada con el salto de esa camiseta inmaculada y blanca. La muerte del árbitro bombero era una confirmación de la intervención divina en el asunto: justicia celestial sumariamente administrada. Y por encima de todo: ¿de qué otra manera explicar la derrota, de locales, con una superioridad numérica de once contra seis, con un árbitro coimero que te tira una mano bárbara? Armar y sostener la versión del ángel fue la única cura que tuvo mi pueblo para la herida de su orgullo.
Por lo demás, el asunto de la cabecera distrital para Primer Sargento se hizo humo. El asunto se siguió dilatando, hasta que en el 43 el golpe de Estado que derribó a Castillo terminó para siempre con la idea. De lo del árbitro jamás de los jamases se dijo nada. Tal vez sea mejor que usted tome con pinzas lo que le dije con respecto al cadáver. Yo no soy médico. Y la marca la vi a la luz de un farol en un vestuario atestado de gente. Pero por otro lado piense lo siguiente: en medio de la oscuridad y el tumulto húmedo del partido suspendido: ¿qué le hubiese costado a cualquiera de los visitantes encarar al petiso y destrozarle el pecho? Tal vez la sugestión distorsiona mi recuerdo, pero cuando pasaron como una exhalación rumbo al camión que los llevó de vuelta, hasta me parece recordar un extraño brillo en la mirada de ese back gigantesco expulsado cuando el tercer penal...
Volviendo a lo del ángel, el asunto a mí me vino bárbaro. Porque nunca tuve que explicar nada. Nadie vino a recriminarme con un: "A ver, ¿cómo fue que se te escapó ese ángel que te cabeceó en tus narices?". Al principio, es cierto, me preguntaban como a un testigo privilegiado: "Y decíme, José, vos que lo viste de tan cerca, ¿qué aspecto tenía?". Yo nunca quise entrar en detalles. Me limité a comentar que el resplandor me había enceguecido por completo. O que por delante de mí había pasado una exhalación helada seguida por una estela ardiente como la cola de un cometa. Ni siquiera con mi mujer, que en paz descanse, hablé nunca seriamente del asunto.
Ya sé que ahora se lo digo a usted, pero no sé, ahora es distinto. Aparte usted prometió no divulgarlo, y a esta altura de mi vida no pierdo nada con creerle. Y en el peor de los casos, si en mi pueblo tienen que elegir entre creerme a mí, que vivo aquí desde que nací, y creerle a usted, que es un periodista de Buenos Aires y acá no lo junan ni de mentas, van a elegirme a mí, no tenga dudas.
Igual es gracioso, ¿no? Cómo se dan las cosas. El salto cristalino. Mi camiseta blanca, sin una mancha de barro. El giro imperceptible de la cadera. El frentazo limpio, con los ojos bien abiertos, eligiendo el lugar para meter la pelota. Uno de los mejores cabezazos de mi vida, y fíjese usted en qué circunstancias. Pero qué importa. Porque encima de todo, mientras la bola se alejaba de mí alta, recta, inalcanzable rumbo al ángulo izquierdo, me fue ganando esa sensación dulce que me subía desde las tripas, esa tibieza mansa, esa certidumbre de estar poniendo finalmente las cosas en orden. La pucha.
Libro: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000).
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