jueves, 15 de febrero de 2024

Despido con causa - Cuento de Nicolás Horbulewicz


Leído en el programa Qué Grande, en Radio Comunitaria Quimunche.

Siempre que me preguntan por qué me echaron de mi primer trabajo, les digo que fue por culpa de un viejito llamado Pompeyo Salvatierra. Y aunque muchas veces solemos responsabilizar a los demás para justificar nuestra propia estupidez, al menos en esta ocasión, tengo mis razones para considerar que no es el caso. Puede que me equivoque, pero al final de esta historia, usted podrá dilucidar qué tan culpable o no es el querido Pompeyo de la decisión que mi jefe terminó tomando. 

Por ese entonces, yo recién salía de la secundaria y en el pueblo donde vivía no había muchas opciones para conseguir trabajo sin experiencia y, sobre todo, sin los contactos necesarios. Por eso, las alternativas se reducían a dos empresas que, casualmente, se ubicaban a una cuadra de diferencia: Campeche Hnos., la única e histórica casa velatoria de la ciudad, y Tienda Fisiatti, un comercio dedicado a la venta de electrodomésticos. Si bien ninguna de las dos ofertas parecía muy atrayente, el hecho de tener que estar todo el día con cadáveres me resultaba, por lo pronto, vomitivo, así que naturalmente terminé inclinándome por la segunda opción. Tiempo después, solo mucho tiempo después, comprendí que trabajar con personas sin vida—es decir, sin quejas, prejuicios, trastornos ni obsesiones— hubiese sido mucho mejor, pero como casi siempre, uno se da cuenta tarde de las cosas. 

El caso es que, como todo nuevo, tenía que pagar derecho de piso, y ese era trapear el salón, ayudar a los proveedores a descargar los pesados elementos que vendíamos y atender a ciertos clientes regulares que solían ser los más insoportables. Estaba Amanda, una ama de casa que en vez de ir al psicólogo se la pasaba todo el día viendo precios y haciendo consultas innecesarias. Germán Marotti, era un obsesivo ingeniero que preguntaba todo acerca de los electrodomésticos, desde el consumo en amperes hasta la vida útil de ciertos componentes. Lucio Veder, por su parte, se había convertido hacía poco en millonario, y mientras contábamos el efectivo de dudosa precedencia con el que nos pagaba, no hacía más que narrar—sin que nadie le preguntara nada— sus últimas vacaciones en Punta del Este o Miami. Y también estaba, por supuesto, Pompeyo Salvatierra. 

El día fue el 20 de marzo. Lo recuerdo como si fuera ayer porque había llegado tan temprano al trabajo que la puerta todavía estaba cerrada. En esa época se utilizaba atrasar la hora cada cierto tiempo con la intención de ahorrar energía, y yo me había olvidado por completo de hacerlo, así que llegué una hora antes del horario correcto. Cuando finalmente Cáceres, el gerente, arribó, entré y me dispuse a ordenar el salón. Era un día normal, de rutina, con pocas visitas, hasta que cerca del mediodía, Pompeyo entró por la puerta y, de manera automática, todos mis compañeros se fueron al depósito dejándome solo.

Absolutamente iluso, en un primer momento pensé que semejante artimaña se debía a que se trataba de uno de esos clientes insufribles, pero debo decir que fue todo lo contrario. Con una cortesía propia de otros tiempos, simplemente preguntó algo muy sencillo sobre un microondas que pensaba comprarle a su nieta, me agradeció y dejó el lugar. En total, su presencia en el local fue menos de cinco minutos, un promedio mucho más bajo que el cliente promedio.

La cuestión es que cuando Pompeyo puso proa definitivamente hacia el exterior, muy de a poco, todos fueron saliendo de sus escondites y comenzaron a preguntarme con cierta desesperación cómo me encontraba. 

—Un genio el tipo—contesté—. Nada que ver con el boludo ese que te cuenta los dólares que le apostó al 36 en el Conrad de Punta del Este. 

Noté que nadie quería mirarme a los ojos y, de un instante a otro, comencé a sentirme que era como el cornudo que se entera último de todo. 

—¿Te tocó?—consultó Cáceres. 

—Sí. Antes de irse. Me dio la mano mientras me agradecía por la gestión—dije, y fue la muerte. Todos expresaron un gesto de dolor y se agarraron la cabeza como si les hubiese contado que tenía cáncer. 

—Cuchame, pibe. ¿Sabes quién ese?—me preguntó Ulises.

Respondí que no, y ahí empezaron a contarme la historia. 

Resulta que Pompeyo era, aparentemente, lo que se dice… un mufa. Cada persona que lo atendía, tenía una desgracia ese día que modificaba su vida de manera rotunda. Y por lo que parecía, yo estaba destinado a seguir ese camino de manera ineludible. 

—Lo siento mucho, querido—dijo Cáceres que, dicho sea de paso, parecía ser un tipo serio. Y me dio una palmadita en la espalda como si me estuviera otorgando el pésame. 

—Déjense de hinchar los huevos—comenté, relajado, porque pensé que me estaban haciendo una joda. Pero enseguida, producto de mi incredulidad, cada uno empezó a contar sus vivencias con él, y la sonrisa que llevaba hasta entonces, se me desdibujó como si me hubiesen pasado un borrador por la cara. 

—¿Te acordás que te conté que con mi novia estamos esperando un hijo?—dijo Marcelo— Bueno, la noche que ella quedó embarazada yo lo había atendido a Pompeyo. Nos cuidamos y todo, pero evidentemente el preservativo estaba pinchado. 

—¿Vos sabés cómo me dicen a mí?—insistió Daniel—. 

—Sí—contesté—. Ciego. 

—Yo tenía una viste de lince, hermano. No sabés. Hasta que un día, que hacía un calor de la concha de la lora, después de atenderlo a él, se me cayó un ventilador en la cabeza. No solo eso, tuve tanta mala leche que la punta de una de las aletas me pegó en el ojo. Perdí el 90% de la visión de ese ojo, y no me preguntes por qué carajo también perdí parte del otro. Todo por atender a ese viejo de mierda.

Después la empezaron a exagerar y, supuestamente, un día antes de la final con Alemania, en el mundial de Brasil, Pompeyo había estado con el Pipita Higuaín—en teoría había fotos que documentaban el encuentro— y, a partir de ahí, la carrera del futbolista había entrado en el profundo declive que ya todos conocemos. 

La realidad es que, al menos en un principio, no sabía si creer todo ese parloteo, porque la gente es mala y exagerada, y si hay algo difícil en esta tierra es sacarse el lote de mufa una vez que ha sido asignado. Digamos que cuando a uno se lo conoce como tal, lo culpan por todo. Por el mal clima, por la escalada del dólar, por el tránsito y hasta por los mosquitos. 

—Quedate todo el día atrás del mostrador y no toqués nada, pibe—me ordenó Cáceres—. Es más, mejor andá a tu casa y no te muevas de ahí. Tomá guita para el taxi. 

—De ninguna manera—interrumpió el Ciego—. Los tacheros son un peligro en circunstancias normales, imagínate hoy que estuvo con Pompeyo. Seguro que chocan y el pibe queda paralítico. Hay que buscar otra manera. 

—El transporte público es peor—contestó Cáceres. 

—Lo más seguro es ir caminando—opinó Ulises, y todos parecían estar de acuerdo. 

—Pero vivo en la otra punta del pueblo—objeté. 

—Ulises tiene razón—continuó Cáceres—. Aunque no parezca, es lo más seguro. Vas directo hasta tu casa y no salís de ahí. ¿Me escuchaste? Nada de pasar por lo de tu noviecita o lo de un amigo. Directo a tu casa, ¿eh? Eso sí, mirá para todos lados, para el costado, para arriba por si te cae una maceta o un piano de cola, mira siete veces antes de cruzar. ¿Me entendés? Tenemos que romper sí o sí esta maldición. 

—¿Y por qué no solo dejan de atender a Pompeyo?—pregunté, ya más preocupado, pero todavía sin entender la aparente gravedad de la situación—. Es cuestión de no dejarlo entrar más y listo. 

Todos rieron fuerte como si hubiera dicho alguna boludez y, evidentemente, lo era. 

—¿Y quién le dice que dejaríamos de atenderlo? ¿Quién se lo explica? ¿Vos?—preguntó el Ciego—. Como todo mufa, él no sabe que lo es. O que la gente piensa eso. El tipo es superamable con nosotros. Lo único que falta es que se enoje. Y ahí sí, olvídate. Al otro día estamos todos viendo crecer los rabanitos desde abajo. 

Parecía entonces que mi suerte estaba echada y yo no podía hacer nada al respecto. Derrotado, antes de irme saludé a todos, desde lejos—nadie me quería tocar—, y emprendí el regreso hasta mi hogar. 

Al principio caminé despacio por las calles, con sumo cuidado, mirando para todos lados tal como Cáceres me había pedido. Entre pito y flauta se había hecho la hora de la siesta, y no había nadie en el pueblo. Los pocos autos con los que me crucé circulaban lento, y era imposible que alguno de ellos pudiera atropellarme sin que yo antes reaccionara. La realidad es que no parecía haber indicio de peligro en ningún lugar, y antes de arribar a mi casa llegué a la conclusión de que era obvio que la desgracia ocurriría cuando menos lo esperara. 

Por suerte, mis padres estaban de viaje. De otra manera, no me imagino cómo les hubiera explicado que me habían dejado salir antes del trabajo por una cuestión así. Mi madre quizás lo hubiese entendido, pero mi padre, probablemente me hubiera hecho renunciar. Esta última opción, analizándolo ahora, hubiese sido mejor. O más digna, si se quiere. 

Tenía la intención de revisar algunas conexiones eléctricas, pero la lógica indicaba que debía moverme lo menos posible, así que lo único que hice fue cerrar la llave del gas y desconectar la heladera. Luego, prendí la computadora y, en un rudimentario buscador de la época, empecé a leer en Internet cómo sacarse la mufa. En Polonia toman alcohol casi hasta la inconsciencia y, de hecho, creen que vomitar es muy buen signo, pues consideran que con esa práctica la mala suerte sale del cuerpo. Pensé en hacer eso, pero recordé la muerte de John Bonham. Que me vieran asfixiado en mi propio vómito era una imagen que, definitivamente, no quería dejar. 

Por supuesto que no me duché: la posibilidad de resbalar en la bañera y morir de un golpe era altísima, así que me metí en la cama muy temprano. Antes de las diez ya me había quedado dormido y lo hice muy plácidamente. Hasta tuve un sueño hermoso, en un parque con hamacas y toboganes, con la chica que solía quitarme el sueño.

Al otro día, apenas desperté, corrí hacia el espejo. Esperaba tener un cuerno en la frente o haberme convertido en un hombre lobo, pero nada de aquello ocurrió. ¿Había evitado la maldición? ¿O, simplemente, no había llegado? 

Todavía un poco nervioso, desayuné y, esta vez, tomé el colectivo. Me bajé una parada antes, justo enfrente de Campeche Hnos., y caminé el resto del recorrido. Cuando ingresé al trabajo, todos parecían estar muy concentrados en sus tareas y nadie me dirigió la mirada. Elevé la voz un poco y saludé con un “buenos días” demasiado ruidoso para la hora, pero no hubo respuesta, era como si hubiera ingresado una planta. Realmente me sentí mal porque esperaba un recibimiento más estentóreo: después del escándalo que habían armado el día anterior, en definitiva, estaba vivo y a nadie parecía importante. El único que, luego de varios segundos, notó mi presencia fue Cáceres, y las dudas que habían comenzado a surgir al respecto finalmente se aclararían. 

—¿Ah, qué haces, pibe? Venite a mi oficina que tengo que decirte algo—me ordenó, pero al instante se retractó y cambio por completo su pedido—. No. Mejor quedate ahí que te lo digo desde acá. 

Sin entender absolutamente nada, permanecí en el lugar. Cáceres comenzó a tartamudear. Era la primera vez que lo veía así. 

—Mi-mirá. Re-recién vino la hija de Pompeyo y nos dijo que ayer a la-la tarde, después de venir acá, se empezó a sentir mal y llamaron a la ambulancia. Lle-llegaron a atenderlo pero no pudieron revertir la situación. Pasó a mejor vida 

—¡¿Qué?!—exclamé—. ¿Pompeyo falleció?

—Sí—afirmó Cáceres, apesadumbrado. 

Lejos de ponerme triste, levanté las manos como si estuviera festejando un gol y grité:

—¡Buenísimo! ¡Eso quiere decir que se terminó la maldi…!

—No. No—me interrumpió Cáceres, muy serio—. No entendés nada, pibe. 

—La verdad es que no—respondí y comencé, muy de a poco, a bajar los brazos. Está claro que las muertes no se festejan, sin embargo, con el debido respeto, esta era especial. Comencé a buscar cierta complicidad en mis compañeros, pero resulta que todos se habían ido al depósito, justamente como cuando venía Pompeyo. 

Cáceres seguía intranquilo, sin mirarme. Se tocaba permanentemente la frente, que ya había comenzado a mostrar signos de transpiración. Hasta que estalló: 

—¿Cómo que no entendés? Lo que pasa es que evidentemente sos tan mufa que lo mataste a Pompeyo. 

¡Eso pasa! ¿No te das cuenta? Sos el mufa de los mufas. 

—Déjese de bromear, Cáceres—respondí en un tono muy jovial—. Usted es una persona seria.

—Yo puedo ser una persona seria, pero estas cosas existen. Ahora entiendo por qué desde que te contratamos bajaron las ventas. 

No podía creer lo que estaba escuchando. Cáceres seguía tieso. 

—Disculpame, pibe, no tengo nada contra vos, pero esto hay que cortarlo de raíz. Te voy a tener que echar—me dijo. 

Al otro día llegó a mi casa el telegrama.

Libro: No tenía que ser (2023).

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